domingo, 27 de marzo de 2016

Mi casa, mi castillo

12/12/2015

The castle doctrine es un juego de vídeo. En fin, es bastante más, pero es también un juego de vídeo. En él, el jugador principal debe proteger su casa del asalto de uno o varios ladrones –los otros jugadores– que tratan de apoderarse de su dinero. Para defenderse puede utilizar numerosos medios: levantar muros, desplegar perros guardianes, instalar todo tipo de trampas... e incluso distribuir armas entre los integrantes de su familia. El juego se inspira y toma su nombre de una doctrina legal –Castle doctrine– formulada en el siglo XVII por el jurista inglés Edward Coke en la que se establecía la inviolabilidad del domicilio frente a los poderes públicos. Y que en algunos países, como Estados Unidos, se ha extendido al derecho de todo ciudadano a defender su hogar con todos los medios a su alcance de una intrusión exterior.

En los últimos meses, Europa entera parece sumida en el siniestro juego de The castle doctrine.
Europa se encastilla ante la avalancha de inmigrantes y refugiados que arriban a sus fronteras –400.000 nuevas peticiones de asilo sólo en el tercer trimestre– y busca desesperadamente cómo frenar el alud. Ayer mismo trascendió el proyecto de crear una fuerza especial de intervención de la agencia europea Frontex para taponar las vías de agua –fundamentalmente, en el Egeo– que se han abierto y sin duda se abrirán.

El control de las fronteras exteriores es una necesidad evidente. Que Europa tenga la obligación moral de acoger a los refugiados que llaman a sus puertas y de tratarlos con dignidad y humanidad –lo que dista mucho de suceder en algunas fronteras, particularmente del Este de Europa– no es óbice para admitir esta premisa. Abrir las puertas de par en par sólo contribuiría a desestabilizar gravemente a las sociedades europeas y a causar una fractura difícil de reparar. Quien lo dude no tiene más que pasearse por algunos de los barrios empobrecidos de los suburbios europeos. Y mirar después los votos que ha cosechado en Francia el Frente Nacional de Marine Le Pen o el auge del movimiento xenófobo alemán Pegida. Pero control no es sinónimo de cierre. O no debería serlo.

El repliegue, sin embargo, parece ser el movimiento actual más en boga. Europa asemeja un caracol que encoge sus antenas al más leve roce. Y lo más preocupante es que este fenómeno se produce también –y cada vez más– puertas adentro. La avalancha de refugiados fue el primer pretexto, la amenaza terrorista –puesta cruelmente de manifiesto en los atentados de París del pasado 13 de noviembre– ha cerrado el círculo y ha puesto contra las cuerdas el principio de la libre circulación en la Unión Europea.

El –justamente– criticado primer ministro húngaro, Viktor Orbán, abrió el camino cerrando con alambradas la frontera con Serbia. Fue un gesto feo, pero que le fue censurado con la boca pequeña, no en vano Serbia es un país externo –aunque candidato– a la UE. Pero con las alambradas, como con el rascar, todo es empezar. Luego siguió la frontera de Hungría con Croacia, éste sí, un país socio de la Unión. Y a partir de aquí todo empezó a derrumbarse como un castillo de naipes: 
Eslovenia ha empezado a vallar también su frontera con Croacia, mientras Austria está haciendo lo propio con Eslovenia... Mientras tanto, Alemania ha restablecido los controles policiales en su frontera con Austria, y Francia –en este caso, alegando razones de seguridad– lo ha hecho en todas sus fronteras. Como un galo rodeado de legiones romanas, el ministro de finanzas de Holanda y presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ha llegado a plantear la creación de un “pequeño grupo de países” –una versión reducida, germano-nórdica, del espacio Schengen– a fin de “proteger mejor sus fronteras”. Cada vez más pequeños, cada vez más encerrados... Hasta hace unos meses, las única alambradas que podían verse en el interior de Europa estaban en el puerto de Calais y en los andenes de la Gare du Nord de París reservados al Eurostar. Ya se sabe, la excepción británica... Pero la excepción se está convirtiendo en regla.

“Si Europa no controla sus fronteras exteriores, regresarán las fronteras nacionales, los muros y las alambradas”, advirtió el presidente francés, François Hollande, el pasado 16 de noviembre, en un solemne discurso ante el Parlamento tras las matanzas de París. El problema es que esto ya está sucediendo hoy.

Como ante la crisis del euro, los países de la UE deberían dar un salto cualitativo para abordar de forma común –federal– este problema. Pero entonces como ahora, presos de los intereses y los egoísmos nacionales, no parecen capaces de hacer algo más que poner parches. “¿Por qué los líderes de la UE iban a hacer lo correcto con Schengen cuando fracasaron con la eurozona?”, se preguntaba días atrás el influyente editorialista del Financial Times Wolfgang Münchau.

El problema es que no se trata, ni en un caso ni en el otro, de problemas menores, secundarios o laterales. Por el contrario, afectan a la espina dorsal de la construcción europea. Poco importa que el euro sólo lo compartan 19 de los 28 estados de la Unión, o que sólo se hayan integrado en el espacio Schengen 22 países –más cuatro exteriores a la UE–. Si ambos sistemas se hundieran, sería la misma idea de Europa la que se hundiría con ellos. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, lanzó hace dos semanas una seria advertencia a los países miembros de la UE: “El fin de Schengen sería también el fin del euro”. De hecho, aunque no lo dijo, podría ser el fin de Europa.


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