lunes, 31 de mayo de 2021

América ha vuelto... pero ¿a dónde?


@Lluis_Uria

Donald Trump no leía, le aburría soberanamente. Los informes que regularmente llegaban a su mesa agonizaban sin que el entonces presidente de Estados Unidos lograra vencer su fastidio. Sus colaboradores sabían que tenían sólo unos pocos segundos para abordar un tema y lograr captar su atención, tras lo cual pasaba indefectiblemente a otra cosa. Su principal guía en el proceso de toma de decisiones era su propia intuición. Joe Biden es completamente diferente. Su reverso, incluso. El nuevo inquilino de la Casa Blanca, según han confirmado diversas fuentes a The New York Times, lo quiere saber todo, absolutamente todo. Y esta “obsesión por los detalles” exige –y consume– horas y horas de reuniones para tomar una decisión.

¿Será por eso que Biden tardó tanto tiempo en reaccionar ante la escalada de violencia en Gaza? ¿O era simplemente que el conflicto israelo-palestino estaba fuera de su radar? Cuando por fin se decidió a intervenir, presionando al primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, para que pactara una tregua con la organización palestina Hamas, tampoco logró gran cosa. Netanyahu se hizo el remolón hasta que sus generales le aseguraron haber alcanzado sus objetivos militares.

¿Acaso Estados Unidos ha dejado de ser el que era? En cierta medida, sí. Los cuatro años de Trump en la Casa Blanca, con su política proteccionista y aislacionista, su renuncia a seguir ejerciendo el liderazgo mundial, dejaron un enorme vacío. De hecho, nadie ha sido capaz de llenarlo. Pero la inhibición de Washington hizo que el resto del mundo empezara a espabilarse por su cuenta. “América ha vuelto”, proclamó Biden el 4 de febrero en un discurso en el Departamento de Estado. Sí, ha vuelto, pero el mundo ya no es el mismo.

El caso palestino es ejemplar. EE.UU. siempre ha sido el más sólido aliado de Israel. Pero tradicionalmente había tratado además de mantener una apariencia de relativo equilibrio que le permitía hacer un trabajo de mediación. Con su descarado respaldo a la línea dura de Netanyahu, Trump arruinó por completo este papel.

El problema, sin embargo, viene de más atrás. La deriva de Trump fue la puntilla a una errática y desastrosa intervención en Oriente Medio en las dos últimas décadas (fracaso en Irak, inhibición en Siria) que ha erosionado la preeminencia de EE.UU. y ha permitido la entrada con fuerza de nuevos actores, como Rusia y Turquía.

Enfrentado de nuevo al eterno conflicto israelo-palestino, Biden se ha encontrado no sólo con que la voz de Washington es menos audible en la región, sino que incluso Israel –que cada vez está menos necesitado de la ayuda económica y militar norteamericana– se permite el lujo de mirar hacia otro lado y ponerse a silbar.

Para completar el panorama, China ha osado por primera vez meterse en este terreno y tratar de segarle la hierba bajo los pies. Todo el aparato diplomático y de propaganda de Pekín –según ha seguido Étienne Soula, investigador del German Marshall Fund– se ha dedicado con ahínco a “acusar a Estados Unidos de alimentar el conflicto” y a “presentar al Gobierno chino como un líder global alternativo, más imparcial”. Una señal inequívoca, para Michael Singh, director del Washington Institute for Near East Policy, de que “la competencia entre las dos grandes potencias se está librando en más regiones del mundo”.

América ha vuelto, sí. Y los primeros pasos de Biden en el concierto internacional han consistido en deshacer los nudos dejados por su antecesor, retomando la vía del multilateralismo: regreso al Acuerdo de París sobre el clima y a la OMS, intento de recuperar el abandonado pacto nuclear con Irán, restablecimiento de la sintonía con los aliados occidentales, prórroga del tratado de reducción de armas estratégicas New Start con Rusia... Pero aún no ha tomado iniciativas realmente nuevas.

Respecto a China, considerada definitivamente como el gran adversario, el presidente de EE.UU. mantiene básicamente la misma línea de Trump, en un eco de guerra fría que el ex secretario general de la OTAN Javier Solana consideró recientemente en La Vanguardia un “disparate”.

En todo caso, la China de hoy ya no es la de antes. Su economía se ha multiplicado, pasando de representar el 9% del PIB mundial cuando Barack Obama –y el propio Biden como vicepresidente– accedieron a la Casa Blanca en el 2008 al 16% de la actualidad, mientras EE.UU. ha bajado al 24%. La acción exterior de Pekín  se despliega ya activamente por todos los continentes –incluida América Latina, el patio trasero de EE.UU.– con una notable asertividad, por decirlo suavemente, aprovechando el vacío dejado por Washington. Y su rápida y tajante gestión de la covid, unida a su diplomacia de las vacunas –mientras los norteamericanos se hundían en el caos y renunciaban a tomar el timón de la lucha mundial contra la pandemia–,  no ha hecho más que realzar su estatura de potencia.

El paréntesis de Trump ha tenido también un efecto en Europa, donde ha acabado calando la idea de que no se puede confiar eternamente en Estados Unidos y que cada cual ha de sacarse las castañas del fuego, empezando por la defensa, pero no únicamente. Porque...  ¿quién asegura que el paréntesis no vaya a ser Biden? La sociedad norteamericana está enormemente dividida y polarizada –como puso de manifiesto el vergonzoso e impensable asalto al Capitolio– y el Partido Republicano se ha echado definitivamente al monte de la mano de Trump, con lo que nada es descartable. Los europeos han empezado a asumir que han de actuar de forma más autónoma y convertir a la UE en la potencia global que políticamente no ha acabado de emerger. De ahí que no atendieran a la opinión americana para firmar con China un ambicioso plan de inversiones (ahora congelado) que irritó sobremanera a Washington.

América ha vuelto, sí. Pero mientras estaba fuera, el mundo no ha esperado.


lunes, 17 de mayo de 2021

Una lejana primavera en Tel Aviv


@Lluis_Uria

En la primavera del 2005 no caían bombas sobre Tel Aviv. El tiempo era agradable, cálido. Y el horizonte que se abría  entonces en el eterno conflicto entre israelíes y palestinos, después del trágico fracaso de las conversaciones de paz de Camp David cinco años atrás, parecía proyectar una nueva luz. El primer ministro israelí del momento y líder del Likud, el exgeneral Ariel Sharon –héroe militar para los israelíes, criminal de guerra para los palestinos–, se disponía a llevar a cabo la retirada unilateral del territorio ocupado de la franja de Gaza, lo que conllevaría en los meses siguientes la evacuación de una veintena de asentamientos judíos.

“Después vendrá Cisjordania”, vaticinaba por aquellos días un amigo judío, veterano periodista y gran conocedor de la política de Oriente Medio, junto a unas cervezas en una terraza de Tel Aviv. Los huérfanos de Yitzhak Rabin sentían un contenido optimismo. Sharon, el general que había combatido en el Sinaí en la guerra de los Seis Días en  1967 y en la de Yom Kippur en 1973, ya había sido capaz en 1982 de devolver como ministro de Defensa este territorio a Egipto, desalojando manu militari a los colonos que se resistieron. Ahora le tocaba a Gaza. Y luego...

No hubo un luego. En  enero del 2006 un derrame cerebral dejó a Sharon en coma irreversible, hasta su muerte en el 2014. Nunca sabremos lo que hubiera pasado de haber seguido al frente del Gobierno israelí, hasta dónde hubiera llegado. Pero lo que sí sabemos es lo que ha pasado. Y tiene muy poco que ver con las esperanzas de aquella primavera en Tel Aviv.

El detonante del actual estallido de violencia entre palestinos e israelíes  tiene relativa importancia. Amenaza de expulsión de familias palestinas en Jerusalén Este, marchas antiárabes de ultranacionalistas judíos, actuación policial en Al Aqsa... Siempre son pequeñas chispas las que prenden la pólvora. Y había mucha.

Que la situación haya sido aprovechada para sus fines políticos, de forma oportunista y criminal, por la organización palestina Hamas –con ataques indiscriminados con cohetes sobre la población civil en Israel, a sabiendas de las represalias militares que iban a sufrir de paso los propios palestinos de Gaza, su feudo– no es ninguna sorpresa. En todo caso, lo es su magnitud.

Pero el problema de fondo es otro y lleva incubándose desde hace mucho tiempo. Los choques sectarios que, por primera vez, están enfrentando en el interior mismo de Israel a judíos y árabes israelíes –que constituyen el 21% de la población– muestran la gravedad del mal. A la vista de la fractura que se está abriendo en el país, donde se han producido linchamientos de una parte y de otra,  sería necio despachar alegremente la crisis reduciéndola a una mera maniobra artera de Hamas.

Los palestinos de los territorios ocupados, privados de sus derechos elementales, habitantes de un país inexistente y sin futuro, viven un presente sin esperanza. Y eso siempre acaba por explotar. Algunos quisieron creer que el problema había desaparecido por arte de birlibirloque con el acercamiento entre Israel y los países árabes, estimulado por su común preocupación por Irán. Pero la realidad es tozuda.

Hace tiempo que nadie busca de verdad una solución al conflicto. Desde la espantada palestina del 2000 en Camp David –donde Arafat perdió dramáticamente su gran oportunidad–  nada se ha avanzado. Por incapacidad, por indiferencia, por lasitud. También por interés... Hay quienes, en lugar de la paz, prefieren buscar la victoria. Otros, el cuanto peor, mejor.

Nadie sabe si Ariel Sharon hubiera llegado a forzar la retirada israelí de Cisjordania, despejando el camino a la tan repetida –y prácticamente abandonada– idea de la creación de dos estados, histórica piedra angular de la solución al conflicto israelo-palestino. Lo que sí se sabe es que el primer ministro Beniamin Netanyahu –actualmente en funciones y pendiente de un juicio por corrupción– ha seguido el camino contrario. Al frente del gobierno israelí desde el 2009, el líder conservador no sólo no tenía intención de retirarse de Cisjordania, sino que ha alentado la colonización –el número de colonos ha alcanzado bajo su mandato los 700.000– y preparado su anexión.

El proceso culminó en el 2020 con la presentación del presunto plan de paz urdido con el entonces presidente Donald Trump, con el que Estados Unidos avalaba  la anexión por Israel del Valle del Jordán, la absorción de todo Jerusalén y la amputación en múltiples trozos –los correspondientes a 120 colonias judías– del territorio palestino de Cisjordania, convertido de este modo en un imposible queso de gruyère. ¿Dos estados? ¿En serio? ¿Dónde?

Trump presentó su  plan como el “acuerdo del siglo”, un calificativo tan pomposo y fatuo como él mismo. Pero más que un acuerdo, para los palestinos era un trágala: además de las anexiones territoriales, se sometía al nuevo Estado a una férrea tutela por parte de Israel, se le negaba la cocapitalidad de Jerusalén y el retorno de refugiados, e incluso se abría la posibilidad de “reasignar” una parte de la población árabe israelí a Cisjordania. A cambio, el millonario neoyorquino devenido inquilino temporal de la Casa Blanca creía que bastaría la promesa de 50.000 millones de dólares. 

Lo de la “reasignación” constituyó un serio aviso. Tratados como ciudadanos de segunda, los árabes israelíes han visto en los últimos años cómo la derecha gobernante, aliada con los partidos religiosos, consagraba legalmente a Israel como un Estado étnico judío y les situaba en la práctica como una comunidad ajena. Lo cual abre la vía a su eventual expulsión del país (algo que desearía un 48% de sus conciudadanos judíos, según un sondeo del Pew Research)

“El plan anunciado es una carta de odio de 180 páginas de los americanos (y por extensión de los israelíes) a los palestinos”,  concluyó crudamente el exnegociador y diplomático israelí Daniel Levy, según recogió The Washintgon Post.  Naturalmente, los palestinos lo rechazaron de plano.

La iniciativa de Trump desembocó en septiembre pasado en la normalización de las relaciones de Israel con dos monarquías del golfo, los Emiratos Árabes Unidos y Bahrein, a quienes se añadirían después Marruecos y Sudán.  Nuevamente, la grandilocuencia nominal –los Acuerdos de Abraham, se les llamó– escondía su modestia. Y estaban muy lejos de desactivar el conflicto israelo-palestino, tal como se ha puesto ahora dramáticamente de manifiesto.

El pasado 26 de abril, en una carta abierta, tres antiguos miembros del Comando Central de las Fuerzas de Defensa de Israel –los ex generales Nitzan Alon, Avi Mizrah y Gadi Shamni– alertaban de que israelíes y palestinos se encontraban en “vía de colisión” y pedían la intervención de Estados Unidos para estabilizar la situación. Los tres generales, integrantes de la red Comandantes para la Seguridad de Israel –que agrupa a antiguos altos mandos del Ejército, el Shin Bet, el Mossad y la Policía– apuntaban que, además de los enfrentamientos en Jerusalén Este y la actuación de Hamas, entre los detonantes de esta crisis estaban también la situación humanitaria en la franja de Gaza, la anexión de facto de Cisjordania y la violencia de los colonos israelíes contra los palestinos. Y abogaban por reactivar el plan de los dos estados con un mínimo de generosidad, entendiendo que el palestino debería ser “viable y territorialmente contiguo”.

Las cosas, evidentemente, no van por ahí, sino en sentido contrario. Todo lo que se ha hecho en los últimos años va en la línea de consolidar el actual statu quo, convirtiendo la ocupación en permanente y perpetuando el sometimiento de los palestinos. Recientemente, la organización Human Rights Watch hizo rasgarse muchas vestiduras al calificar esta situación de apartheid. Pero no eran los primeros: el 12 de enero, la oenegé judía B’Tselem utilizó la misma palabra en un informe donde denunciaba el objetivo del gobierno de Israel de “cimentar la supremacía judía” desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo.

En la primavera del 2005 en Tel Aviv, un diplomático israelí defendía en privado ante un café el establecimiento de un Estado palestino viable y el reconocimiento de plenos derechos a los ciudadanos árabes israelíes. “Deberían poder servir en el ejército, ha sido un error no hacerlo así”, decía. Han pasado dieciséis años de esta conversación. Y por en medio, un abismo.


lunes, 3 de mayo de 2021

Adorado monstruo

@Lluis_Uria


Les propongo un ejercicio. Sitúense, ni que sea virtualmente, en la terraza panorámica del Arco de Triunfo de París y miren alrededor con un mapa en la mano. El monumento, uno de los más visitados de la capital francesa, fue mandado construir por Napoleón Bonaparte al estilo de los de la antigua Roma para conmemorar su victoria sobre las tropas de Austria y Rusia en la batalla de Austerlitz, en diciembre de 1805. Su imponente figura irradia el  entorno.

La gran plaza de L’Étoile está rodeada por una decena de calles y avenidas dedicadas a personajes o acontecimientos de los años gloriosos del emperador francés: desde las también victoriosas batallas de Iéna (contra Prusia en 1806), Friedland (Rusia en 1807) y Wagram (Austria en 1809) hasta el –engañoso– tratado de paz de Tilsitt firmado con el zar cinco años antes de que Napoleón se aventurara en 1812 en la fracasada invasión de Rusia (Adolf Hitler haría una maniobra similar más de un siglo después, para acabar en el mismo desastre) La retícula se completa con las vías dedicadas a algunos de sus generales y mariscales (Carnot, Kléber, Lauriston) y culmina en la gran avenida que da continuidad a los Campos Elíseos hacia el oeste y que honra a la Grande Armée, el ejército de un millón de hombres enviado contra Moscú.

¿Alguien se imagina un festival similar en el nomenclátor de Berlín con las hazañas bélicas de la Wehrmacht entre 1939 y 1945? Cierto, Napoleón no es Hitler (quien, todo hay que decir, le admiraba devotamente). Hay una diferencia fundamental: el emperador francés nunca llevó a cabo un programa de exterminio como el perpetrado por el líder nazi contra los judíos. Por lo demás, fue un dictador tiránico que persiguió toda disidencia interior y anegó en sangre las tierras de Europa.

Hay que admitir que el genio político y militar de Napoleón, su programa modernizador y su sueño de una Europa unida –eso sí, con acento francés– hacen de él una figura fascinante. Pero su desprecio manifiesto de la vida humana no le aleja tanto del Führer. “Vos no sois soldado y no sabéis lo que pasa en el interior del alma de un soldado”, le espetó Napoleón al canciller austriaco Metternich en la célebre entrevista que ambos mantuvieron el 26 de junio de 1813 en Dresde y que acabó sellando el destino del emperador francés. “Yo he crecido en los campos de batalla –prosiguió– y a un hombre como yo le preocupa poco la vida de un millón de hombres”. No sólo lo dijo. Lo demostró sobradamente.

Visto en toda Europa como un monstruo sanguinario y un déspota, en Francia sigue siendo idolatrado. Su estatua se yergue orgullosa en el patio de honor de Los Inválidos, donde el Estado francés realiza sus máximos honores nacionales, y su tumba bajo la enorme cúpula –un sarcófago de cuarcita roja, con cinco ataúdes en su interior– no es comparable a la de ningún otro rey o estadista de la historia de Francia.

Doscientos años después de su muerte en el exilio de la isla de Santa Elena, el 5 de mayo de 1821, Napoleón sigue siendo uno de los grandes referentes del imaginario nacional francés (lo que no deja de ser curioso habida cuenta de que, nacido en Córcega –que llevaba apenas treinta años bajo dominio francés–, siempre habló con acento extranjero) No se trata sólo de épica. Muchas de las instituciones francesas actuales –el código civil, las prefecturas, las grandes escuelas, el bachillerato, la orden de la Legión de Honor– llevan su sello.

París está marcada por su legado. El callejero está repleto de referencias y en el subsuelo una cincuentena de estaciones de metro llevan  nombres vinculados a las gestas napoleónicas. Sin embargo, no hay ninguna avenida dedicada a Napoleón I, como si una súbita vergüenza hubiera impedido honrar al enterrador de la República. En su lugar, una modesta calle del distrito VI rinde homenaje a Bonaparte, el general...

Toda la paradoja del personaje –consagrada en la Constitución de 1804 con la fórmula: “El gobierno de la República es confiado a un emperador”– se resume en este desdoblamiento entre Bonaparte y Napoleón, entre el revolucionario y el dictador, entre el héroe y el verdugo. De ahí que pueda concitar a la vez la admiración tanto a  derecha –Grandeur obliga– como a izquierda. Y que su figura genere también una  notable incomodidad.

General celebrado y admirado, Bonaparte salvó la Revolución, amenazada de muerte por su propia orgía de represión y violencia interior, restaurando la ley y el orden. Aunque a costa de imponer un régimen dictatorial. Y la liberó de la amenaza exterior venciendo en el campo de batalla a las grandes monarquías europeas que se habían conjurado para ponerle fin. Pero arrastrando a Francia –fruto de su megalómana ambición– a una desastrosa campaña de conquistas.

Napoleón prometía a los pueblos de Europa la liberación: la destrucción del Antiguo Régimen y los privilegios de la nobleza, la instauración de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (implantó el código civil allí por donde pasó)... Pero lo que, de entrada, se encontraron fue el reclutamiento obligatorio de decenas de miles de jóvenes para nutrir las filas del ejército imperial, la crisis económica derivada del bloqueo comercial continental impuesto para doblegar a Inglaterra, exacciones fiscales, represión y muerte. La brutalidad de la ocupación despertó reacciones nacionalistas antifrancesas por toda Europa –particularmente en Alemania– y guerras crueles como la de España (1808-1814, hoy es justamente el aniversario del levantamiento de Madrid contra el invasor), en la que murieron entre medio millón y un millón de personas y que significó la primera gran derrota militar y política del emperador.

En los últimos años en Francia se ha cuestionado la figura de Napoleón por su decisión de restablecer  la esclavitud en las colonias de ultramar, como si ese fuera su único gran pecado. De la muerte que sembró por Europa, apenas ni una palabra.