lunes, 28 de mayo de 2018

Hasta aquí, todo va bien...


La Busserine es un barrio de viviendas sociales del norte de Marsella donde viven 4.000 personas, una cité como tantas otras a lo largo de Francia donde se concentra la población de origen inmigrante y todos los problemas de la República: fracaso escolar, paro, marginación, violencia, crimen. La Busserine es, junto a otros barrios de la zona, un centro activo de distribución de droga. Este lunes pasado, al final de la tarde, irrumpieron a gran velocidad en el barrio dos vehículos de color negro con media docena de hombres armados que una vez en tierra sacaron sus kalashnikov y dispararon al aire, sin que la patrulla de la policía que acudió rápidamente al lugar –y con la que los encapuchados se encararon con chulería– pudiera hacer nada por evitar su huida. No hubo ningún herido, pero el mensaje que el comando quería trasladar llegó sin duda a sus destinatarios.

Tres días antes, el viernes, una banda de adolescentes que estaban jugando al fútbol en la cité de Saragosse, en Pau (Pirineos Atlánticos), apaleó hasta la muerte a un joven negro originario de Burkina Fasso. Se ignoran los motivos de tal desencadenamiento de violencia, ni si en el ataque hubo un componente racista. Pero por el momento hay dos detenidos, imputados ya por homicidio, dos franceses de origen checheno y azerí...

En los barrios desfavorecidos de las banlieues francesas hay un fondo de violencia permanente, de baja intensidad –salvo para quienes la sufren–, vinculada a una grave fractura social que es la falla potencialmente más desestabilizadora que amenaza a Francia. Cada cierto tiempo, los alcaldes de las zonas afectadas –un total de 1.436 barrios en dificultades, en los que viven 5,3 millones de personas (el 8,4% de la población), según el censo del 2015– tocan el timbre de alarma e intentan despertar a los adormecidos poderes públicos sobre la gravedad de la situación. Lo volvieron a hacer a finales del año pasado, lo que forzó de alguna manera al presidente Emmanuel Macron a encargar al exministro Jean-Louis Borloo un informe al respecto. Lo que ha descubierto Borloo no es nada realmente nuevo. La cosa está muy mal, y viene de muy lejos.

Los primeros disturbios de consideración en los barrios de las periferias urbanas francesas a causa del malestar social se dieron ya en los años 1979 y 1981, en la banlieue de Lyon. Y de hecho también los primeros planes gubernamentales para estos barrios deprimidos –de éxito desigual, por ser generosos– datan de esa misma época. El potencial explosivo de la amargura y el resentimiento que se estaba incubando en los guetos de los suburbios lo expresó magistralmente el director Mathieu Kassovitz en su película La haine (el odio), estrenada en 1995, diez años antes de que todo estallara en la histórica revuelta de las banlieues del otoño del 2005.

En los últimos cuarenta años en Francia se han aprobado y puesto –total o parcialmente– en práctica una docena de planes urbanos para sacar a los barrios difíciles de su postración. Sin gran éxito. El informe Borloo, presentado el mes pasado, presenta un panorama desolador. “Es un escándalo absoluto”, afirmaba el exministro, cuyo diagnóstico de la situación podría resumirse en una frase: “Hay 500.000 jóvenes de entre 16 y 24 años, al pie de los bloques de viviendas, con los brazos cruzados. Vivimos en un país donde una cuarta parte de la juventud está en paro”. Este es el verdadero caldo de cultivo del problema. El origen del resentimiento. Y de la delincuencia rampante. Jóvenes sin trabajo y sin horizontes.

Borloo presentó al presidente Macron un plan de choque con una veintena de medidas y un presupuesto de decenas de miles de millones. Y la demanda de un liderazgo fuerte: “Necesitamos un general Patton”, dijo. El presidente Macron le respondió públicamente el pasado martes metiendo el plan en un cajón, con un discurso repleto de vaguedades. “No voy a anunciar un plan para las banlieues, porque esta estrategia es tan vieja como yo (...) y ya ha dado todo de sí”, argumentó.

En Francia, con una inmigración más antigua y más numerosa –tiene la población musulmana más grande de Europa–, el problema es más patente y más lacerante. Pero es común a todos los países industrializados europeos.  En España no ha adquirido todavía la misma profundidad, pero ahí está  también, incubándose. Las primeras señales tienen ya casi dos décadas –recuérdese la crisis de Ca n’Anglada (Terrassa) en 1999– y siguen llegando de forma alarmante en la actualidad: véase el comando yihadista que atentó en Barcelona y Cambrils, amamantado en Ripoll...

En un informe del  Real Instituto Elcano del 2016 sobre la integración de la inmigración en España, la politóloga Carmen González Enríquez constataba como uno de los factores positivos –entre otros– el hecho de que apenas hayan surgido guetos urbanos, debido a que los inmigrantes, aunque concentrados en determinadas zonas, están bastante mezclados con la población autóctona (lo que no ha evitado, sin embargo, según alertan otros informes, una segregación muy acusada de sus hijos en determinados centros escolares). Pero de los riesgos que plantea –entre los que cita la degradación de las condiciones laborales de la población inmigrante y los síntomas de radicalización islamista, especialmente acusados en Catalunya–, hay uno que merece particular atención: las segundas generaciones que están llegando al mercado laboral en una situación de crisis, muy diferente a la de sus padres durante el boom inmobiliario, pero cuyas aspiraciones son las de los otros jóvenes de su generación, se enfrentan a un futuro difícil. “Esa aspiración corre un riesgo grande de verse frustrada y provocar sentimientos de exclusión y marginación”. Exactamente lo que ya pasó y pasa en Francia.

Mientras esto sucede ante nuestros ojos, en España y en Catalunya toda la atención política está absorbida desde hace tiempo por los problemas generados por los propios políticos, incapaces de mirar más allá de su ombligo.

En la película de Kassovitz, recibido en 1995 en Francia como un electroshock, uno de los miembros del trío protagonista –integrado por un judío, un musulmán magrebí y un subsahariano–, cuenta un amargo chiste que resume en sí mismo el espíritu pesimista del filme: “Es un hombre que cae de un edificio de 50 pisos. Mientras va cayendo, con el fin de tranquilizarse a sí mismo, va repitiéndose sin cesar: ‘Hasta aquí todo va bien, hasta aquí todo va bien, hasta aquí
todo va bien...”.





lunes, 14 de mayo de 2018

Doktor Nein


Cuando en enero del 2013, hace ya una eternidad, el entonces primer ministro británico David Cameron anunció la convocatoria de un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea –lo que acabaría conduciendo al triunfo del Brexit el 23 de junio del 2016–, en el continente la iniciativa fue recibida con enojo e irritación. ¡Un nuevo chantaje de Londres! El peligro de salida de los británicos era real, pero parecía algo lejano, casi impensable. Una argucia para obtener nuevas ventajas.  El Brexit era una pesadilla, salvo para un puñado de europeístas airados que incluso lo juzgaron deseable. “Amigos ingleses, ¡abandonad la UE pero no la hagáis morir!”, tituló el desaparecido ex primer ministro francés Michel Rocard un artículo publicado el 5 de junio del 2104 en el diario Le Monde. Quien fuera jefe de Gobierno con François Mitterrand reprochaba con dureza a los británicos todos los obstáculos que habían puesto sistemáticamente a lo largo de décadas para impedir avanzar a la UE. Su partida, soñaban Rocard y otros, permitiría por fin reventar el cerrojo.

Michel Rocard llegó a ver cómo los británicos votaban a favor del Brexit, pero poco más. Murió tan sólo nueve días más tarde. Lo que no ha podido ver  después es hasta qué punto los bloqueos que paralizaban Europa se mantienen estando ya el Reino Unido con un pie fuera de la Unión. El Doctor No se va. Y ha dejado al descubierto al Doktor Nein…

El Reino Unido, interesado únicamente en el mercado único, siempre frenó la profundización del proyecto europeo. Francia fue tradicionalmente uno de los motores, pero tras el fiasco del referéndum de la Constitución europea del 2005, quedó durante mucho tiempo incapacitada para adoptar nuevas iniciativas. Hasta la llega de Emmanuel Macron al Elíseo, hace ahora un año, París intentaba no forzar demasiado a su arisca opinión pública. Ni siquiera François Hollande, europeísta acérrimo y presunto hijo político de Jacques Delors, se atrevió a ir muy lejos, más allá de algún arrebato lírico en sus discursos. Entre unos y otros, Alemania podía exhibirse como el guardián del espíritu europeísta. Si no se avanzaba, podía alegarse, era porque Londres y París mantenían tensas las bridas.

Pero el espejismo se ha roto definitivamente. Con los británicos a punto de irse y Macron erigido en el gran profeta de la nueva soberanía europea, la canciller alemana Angela Merkel –que nunca ha tenido la fe europeísta de un Helmut Kohl, ni intención siquiera– ha demostrado que Berlín es quien tiene la mano en el freno. Y que no parece dispuesta a relajarla.

Las propuestas avanzadas por el presidente francés para reforzar la estabilidad de la zona euro y convertirla, de facto, en el núcleo duro de la Unión han recibido al otro lado del Rhin una respuesta gélida. Culminar la unión bancaria y convertir el mecanismo de estabilidad en una especie de fondo monetario europeo, bien, no hay problema, está en la lógica inevitable de las cosas. Pero eso de nombrar un ministro de finanzas de la zona euro y, sobre todo, instaurar un presupuesto propio –con el fin convicto y confeso de invertir en los países más débiles, en una suerte de redistribución indirecta de la riqueza–, nada de nada.

Merkel no ha respondido a Macron con un “no” cerrado, pero le ha dado largas. Y su falta de entusiasmo ha sido más que corroborada a otros niveles: desde la nueva secretaria general de la CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer, hasta el flamante ministro de Finanzas, Olaf Scholz –no por socialdemócrata, menos alemán–, quienes ya han manifestado sus reticencias ante algunas ideas del presidente francés. Para Alemania, que en este caso está firmemente escoltada por el primer ministro holandés, Mark Rutte, y sus aliados nórdicos –con quienes ha resucitado una especie de Liga Hanseática 2.0 para superar la orfandad de la marcha del Reino Unido–, el mantra europeo se reduce a una cosa: la disciplina presupuestaria y las reformas estructurales. Déficit, déficit, déficit.

Francia siempre ha pecado, a ojos de la moral luterana centroeuropea, en ambas cosas: dejando engordar la deuda y  manteniendo inalterado –excepto algún maquillaje– su pesado Estado del bienestar. Macron, que en cierta medida aprovecha un camino tímidamente abierto ya por Hollande, está ahora cambiando esto: el déficit público se ha situado por primera vez bajo el listón del 3% del PIB establecido en el pacto de estabilidad –un 2,6% en el año 2017– y el presidente francés parece decidido a impulsar reformas tan conflictivas como la del régimen laboral o el estatus de la sacrosanta SNCF… Poco importa. Nada de todo esto hará cambiar la posición de Berlín.

La solidaridad parece una palabra prohibida, un pecado. Desde Alemania pretende presentarse el problema –se vio con la crisis de la deuda en la eurozona– como el de un sur irresponsable que, cual la cigarra del cuento de la hormiga, pretende vivir de fiesta, sin trabajar, a expensas de sus laboriosos vecinos del norte. La realidad, sin embargo, podría verse también desde otra óptica, no menos cierta: la de un país egoísta que se vanagloria de no gastar ni un céntimo más de lo estrictamente imprescindible –el 2107 cerró con un excedente presupuestario del 1,2%, algo que hasta el FMI le ha reprochado– a expensas de alimentar el déficit de sus socios europeos. Quieren vender sin comprar.

Macron, que no tiene pelos en la lengua –ya se vio en el Capitolio de Washington–, se lo reprochó cariñosamente a los alemanes el jueves en Aquisgrán, donde recibió el Premio Carlomagno. “No puede haber un fetichismo perpetuo por los excedentes presupuestarios y comerciales porque se consiguen siempre a expensas de otros”, dijo. El galardón premia el voluntarismo europeísta de Macron antes de haber logrado nada. Mientras no le pase como a Barack Obama y el Premio Nobel de la Paz...