martes, 18 de septiembre de 2018

Yo, el pueblo


"Tantos enemigos, tanto honor!” (Tanti nemici, tanto onore!), tuiteó el ministro italiano del Interior y líder de la ultraderechista Liga, Matteo Salvini, el pasado 29 de julio, encantado en el fondo de estar en el centro del escenario, aunque sea para ser atacado. Es lo que busca desde que, hace poco más de cien días, formó gobierno con los grillini de Luigi di Maio, a quien –pese a ser el socio mayoritario de la coalición antisistema italiana– ha logrado ya ensombrecer y sobrepasar en los sondeos de intención de voto. La frase podría haber pasado sin pena ni gloria, como uno más de los 27.000 tuits que ha lanzado desde el 2011 –lejos, pero no tanto, de los 38.900 de su admirado Donald Trump, que empezó dos años antes–,  si no fuera porque parafraseó una sentencia de Benito Mussolini, que éste hizo grabar en piedra en el Foro Itálico: “Molti nemici, molto onore”.  Por si fuera poco, Salvini tuvo la ocurrencia –pura casualidad, sostiene, aunque la duda es más que legítima– de escribir el tuit el mismo día en que se cumplía el 135º aniversario del nacimiento del dictador fascista (el 29 de julio de 1883)

Preguntado esta semana por esta polémica, y por su  eventual proximidad ideológica con el fascismo, en el programa de entrevistas de la BBC Hard Talk, conducido por el periodista Stephen Sackur, Matteo Salvini contestó: “Ya no estamos en la época del comunismo contra el fascismo, ni de la izquierda contra la derecha, hoy es el pueblo contra las élites”. Y del pueblo, por supuesto, es él su más genuino representante, su defensor.

El pueblo contra las élites, el pueblo contra el establishment, el pueblo contra los poderes establecidos –ocultos o no–, contra la clase política tradicional, contra los jerarcas económicos, contra las instituciones –entre ellas, la justicia–, contra los medios de comunicación... Es algo más que el nuevo mantra. Es un clima que se va extendiendo en la política europea y norteamericana y que parece calcado, en no pocos aspectos, del que se difundió en Europa en el periodo de entreguerras y que alumbró ideologías totalitarias como el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia, y cobijó entre los años treinta y cuarenta regímenes autoritarios en muchos otros países, desde España a Francia –no se olvide el Gobierno de Vichy–, pasando por Austria,  Eslovaquia, Grecia, Hungría, Noruega, Portugal o Rumanía.

Como Mussolini en los años treinta, los nuevos populistas apelan al pueblo en su oposición a los poderes establecidos. Y atacan a  todos los contrapesos democráticos que puedan obstaculizar sus objetivos con el fin de deslegitimarlos. Lo hace Matteo Salvini en Italia, Jarosław Kaczynski en Polonia, Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump en Estados Unidos... Y otros muchos aspiran a hacerlo en toda Europa, donde las fuerzas de ultraderecha van avanzando posiciones: la última, los Demócratas de Suecia (SD) –equívoco nombre para un partido de orígenes neonazis–, que obtuvieron un 17,6% de los votos el domingo pasado... Quienes están ya en el gobierno, en los antiguos países del Este y en Italia –por su peso político y económico, sin duda el caso más preocupante–, y quienes lo acechan se preparan para dar una batalla crucial en las elecciones europeas de mayo del año que viene, en las que aspiran a entrar como caballo de Troya en la Eurocámara para desmontar la UE.

¿Su fuerza? La gente... Como en el siglo  pasado, los populistas crecen en el desconcierto, la angustia y el resentimiento de una parte de los ciudadanos, desorientados y castigados por la globalización, a quienes ofrecen un cóctel de demoledora eficacia: prometen soluciones simples para problemas complejos,  ofrecen protección y orden, exacerban el sentimiento identitario y buscan un enemigo exterior (un país tercero, los inmigrantes extranjeros, Bruselas, todo a la vez...) que asuma la culpa de todos los males.  “Así es como los tentáculos del fascismo se extienden en el seno de una democracia. A diferencia de la monarquía o de una dictadura militar impuesta desde arriba, el fascismo obtiene energía de los hombres y las mujeres que están descontentos por una guerra perdida, un empleo perdido, el recuerdo de una humillación o la idea de un país que está en declive”,  subraya la ex secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright en su reciente libro Fascismo. Una advertencia (Paidós, 2018) Para la responsable de la diplomacia estadounidense  con Bill Clinton, la democracia está hoy amenazada en todo el mundo, empezando por Estados Unidos: “Si consideramos el fascismo como una herida del pasado que estaba prácticamente curada, el acceso de Donald Trump a la Casa Blanca sería algo así como arrancarse la venda y llevarse con ella la costra”.

Ésta es quizá, y en cierto sentido, la principal diferencia  con los años treinta: en esta ocasión, EE.UU. no aparece como el salvador, sino como la punta de lanza del ataque contra la democracia. Trump arremete día sí, día también, contra los pilares del sistema democrático, contra la Constitución y las leyes, contra la justicia independiente, contra la libertad de información... y siempre en nombre de un pueblo que en una parte no desdeñable sigue aplaudiéndole. En su obra El pueblo contra la democracia (Paidós, 2018), el politólogo Yascha Mounk, profesor de Harvard, describe cómo los norteamericanos se están alejando del ideal democrático, especialmente los más jóvenes –un apoyo de sólo el 29% entre los nacidos en la década de los 80– y se inclinan cada vez más hacia posiciones autoritarias –un 24% de los jóvenes de 18 a 24 años apoyarían un gobierno militar–. Una base sobre la que puede germinar la idea de la necesidad de un hombre fuerte, libre de todos los contrapoderes que puedan impedirle “llevar a cabo la voluntad del pueblo”.

Mounk, que sin embargo se muestra esperanzado en la posibilidad de revertir esta deriva –si se lucha por ello, claro está–, advierte que la predominancia de la democracia liberal como sistema político en buena parte del mundo “podría estar tocando ahora a su fin”. Y alerta de cómo cayó la república de Roma, lentamente, a pequeños pasos: “Cuando los romanos corrientes tomaron por fin conciencia de que habían perdido la libertad de autogobernarse, hacía ya mucho tiempo que la República estaba perdida”. Y llegó el Imperio.


miércoles, 12 de septiembre de 2018

A solas en el ‘taller del diablo’


Hay que imaginarse la escena. Donald Trump, recién levantado de la cama pero todavía en el dormitorio principal de la Casa Blanca –lo que algunos de sus colaboradores han bautizado ácidamente como el taller del diablo–. Conecta la televisión y ve las noticias de la ultraconservadora Fox News –la cadena amiga–, se calienta, se enerva, coge el móvil y empieza a tuitear. Son las 7 de la mañana –a veces las 6, a veces antes, depende del grado de insomnio–, la hora bruja, el momento en que el presidente de Estados Unidos  entra en su cuenta personal de Twitter –@realDonaldTrump, no la oficial, @POTUS– y empieza a dar rienda suelta a sus demonios. Sin consultar a nadie. Sin pararse a pensar un minuto. Atacando a diestro y siniestro las más de las veces. Marcando, otras,  los sesgos de la política exterior sin que nadie pueda frenarle (o sustraerle directamente los papeles de la mesa de su despacho) Lo cual es mucho más problemático.

Jueves 6 de septiembre, 6.58 de la mañana. Extasiado por los elogios que le dedica el dictador norcoreano Kim Jong Un, mientras el país digiere los primeros y demoledores avances del libro de uno de los dos periodistas del Washington Post que destaparon el caso Watergate y hundieron a Richard Nixon, Bob Woodward –Fear, Donald Trump in the White House (Miedo, Donald Trump en la Casa Blanca)–, el presidente norteamericano escribe: “Kim Jong Un de Corea del Norte proclama su ‘inquebrantable fe en el presidente Trump’. Gracias, presidente Kim. ¡Juntos lo conseguiremos!”.

Para nadie es un secreto la fascinación que el joven y astuto tirano norcoreano ejerce sobre Donald Trump –como otros líderes fuertes a los que les gustaría parecerse, de Vladímir Putin a Recep Tayyip Erdogan–, hasta el punto de que el brillante camarada se llevó descaradamente el gato al agua en la histórica cumbre que ambos celebraron el 12 de junio en Singapur. Fiel a su carácter, Trump celebró por todo lo alto los resultados del encuentro, pese a ser más que inconcretos, y vaticinó el inicio de una nueva era de paz. El hecho es que apenas dos meses después tanto los servicios de inteligencia norteamericanos como la Agencia internacional de la energía atómica (OIEA) constataron que Corea del Norte  seguía adelante con su programa nuclear... Todas las bravuconadas y amenazas con destruir el país y a su líder, al que despectivamente llamó hombre cohete, se fundieron en unos sorprendentes 45 minutos de tête-à-tête sin más compañía que los intérpretes.

Lunes 4 de septiembre, día festivo en Estados Unidos (Labour Day), 18.20h, Trump tuitea: “El presidente Bashar el Asad de Siria no debe atacar temerariamente la provincia de Idlib. Rusos e iraníes cometerían un grave error humanitario si toman parte en esta potencial tragedia humana. ¡No dejemos que suceda!”. Parece una amenaza, pero no lo es. Incluso como advertencia es suave. “¡No dejemos que suceda!”: podría escribirlo cualquier tuitero dispuesto a comprar unos gramos de buena conciencia por el módico precio de 280 caracteres. Pero Trump, que se ve a sí mismo –en su inmensa modestia– como “el Shakespeare” de Twitter, no es un tuitero cualquiera. Es el presidente de Estados Unidos, la primera potencia económica y militar –y cada vez menos política– del mundo. Y con su tuit no hacía más que exhibir su impotencia. Igual que cuando fuera de sí –como describe Woodward en su libro– pedía matar a El Asad o acabar con el problema de Afganistán a sangre y fuego... Lo cierto es que  ayer, en Teherán, el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el iraní Hasan Rohani, se reunieron para decidir el futuro de la provincia de Idlib y, más allá, de la Siria de posguerra, sin contar para nada con Washington, dramáticamente al margen pese a sostener a una de las milicias armadas en juego en el conflicto.

La política de Donald Trump desde su llegada a la Casa Blanca en enero del 2016 ha provocado un auténtico seísmo en la política exterior estadounidense y, en no pocos aspectos, ha arruinado –a golpe de tuit, calentón tras calentón– la labor de años del Departamento de Estado y del servicio diplomático. El presidente, adicto a una determinada manera de enfocar sus negocios,  parece  conocer únicamente el arma de la amenaza y la extorsión. Así sea con sus enemigos –véase la escalada de sanciones económicas a Corea del Norte, Irán , Turquía o China– como con sus aliados de toda la vida –castigos comerciales a la UE, Canadá y México–, sin importarle  el debilitamiento  de la alianza occidental (¡su menosprecio hacia Europa y la OTAN es proporcional a su atracción fatal por los autócratas!)

A tenor de lo visto hasta ahora, y de lo revelado  sobre las interioridades de la actual Administración norteamericana por numerosas fuentes –desde el libro de Woodward al anterior de  Michael Wolff (Fuego y furia), pasando por el anónimo y espeluznante artículo publicado por un “alto cargo” esta semana en The New York Times–, la Casa Blanca es una olla de grillos, donde los más osados intentan frenar o boicotear en secreto –al menos hasta ahora– las iniciativas más desmesuradas e irreflexivas de Donald Trump, al que describen como un ignorante que lo desconoce casi todo del mundo, no se interesa por los informes que requieren una mínima lectura y se aburre con los briefings de sus servicios de inteligencia. Según testimonios recogidos por el periodista del Washington Post, la sumaria opinión del defenestrado secretario de Estado Rex Tillerson  sobre el presidente de EE.UU. no puede ser más diáfana: “Es un imbécil”.



lunes, 3 de septiembre de 2018

Las vacaciones (forzosas) de M. Hulot

Cuando algo no funcionaba, había que llamar a Monsieur Hulot, el arquitecto que había proyectado el inmueble. Jacques Tatischeff, nieto de un general del Zar que en el futuro sería conocido por el nombre artístico de Jacques Tati, se lo escuchó mil veces a la conserje del edificio donde vivía en París cada vez que le iba con algún problema. Hasta el punto de que, convertido en cineasta, decidió adoptar el mismo apellido para crear al torpe, despistado y a la vez entrañable personaje –sombrero, impermeable y pipa– que  encarnaría en sus principales películas:  Las vacaciones de M. Hulot (1953) o Mi tío (1958), que recibiría el Oscar a la mejor película extranjera. Hoy, Monsieur Hulot –el nieto del arquitecto– es el nombre de un ministro dimitido,  de un ecologista decepcionado.

El martes, Nicolas Hulot, de 63 años y aspecto eternamente juvenil, anunció inopinadamente en la radio su dimisión como ministro para la Transición Ecológica y Solidaria del Gobierno francés. No había avisado a nadie. Ni al presidente Emmanuel Macron. Ni siquiera a su familia. “No quiero seguir mintiéndome”, dijo.

Antes de esa teatral renuncia, mucho antes de  soñar con llegar al Gobierno, Nicolas Hulot era sobre todo una estrella de televisión. Una celebridad. Fotógrafo, periodista y presentador, en los años ochenta y noventa logró atraer cada semana a millones de telespectadores a su emisión Ushuaïa, en el canal TF1, desde donde mostraba la compleja diversidad del mundo y concienciaba a la audiencia sobre la necesidad de salvaguardar la naturaleza. Para quienes tengan suficiente memoria televisiva, era la versión francesa del naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente, autor del popular programa El hombre y la Tierra, emitido por TVE en los setenta.

Nicolas Hulot se ganó el corazón de los franceses desde la pequeña pantalla. Y también se ganó más que confortablemente la vida. De acuerdo con la declaración de bienes hecha pública cuando accedió al cargo de ministro, era el segundo miembro más rico del Gobierno francés, con un patrimonio estimado oficialmente en 7,2 millones de euros, entre los que se incluyen nueve vehículos de motor... Los ecologistas con pedigrí –que nunca le han acabado de perdonar su advenedizo liderazgo– se lo han reprochado más de una vez. Como el hecho de que su programa, así como su fundación –creada en 1990–, recibiera financiación de firmas a priori tan poco verdes como EDF, Veolia, L’Oréal o Kering, de quienes sigue percibiendo royaltis. Hulot, sin embargo, nunca ha pretendido ser quien no es y fue el primero en reconocer que no nació ecologista, se convirtió.

El caso es que su popularidad acabó siendo un hecho tan incontrovertible que pronto despertó el apetito –y el temor– de los partidos. Hasta el punto de que la sola amenaza de que pudiera presentarse en las elecciones al Elíseo en el 2007 hizo que el resto de candidatos aceptara mansamente –a cambio de su retirada– firmar en actos públicos su “pacto ecológico”. De Nicolas Sarkozy a Ségolène Royal, todos pasaron a rendir pleitesía al astro. Difícil pensar que tamañas reverencias no tuvieran efecto alguno en su ego, como le han reprochado sus adversarios. Tan es así que, tras el mandato de Sarkozy, Hulot intentó encabezar la candidatura de los ecologistas en el 2012. Pero fue batido en las primarias por la exjuez anticorrupción Eva Joly, un severo correctivo que –añadido al fracaso de su documental El síndrome del Titanic (2009)– le dejó a merced de las opas hostiles de la política. La primera le llegó en el 2012 de la mano de François Hollande, que le nombró enviado especial  para la protección del planeta. La segunda y definitiva, en el 2017, cuando  Macron le hizo ministro. Había llegado su gran momento...

Pero la gloria sólo ha durado 15 meses. Quienes le quieren mal  –dentro y fuera de sus filas, a derecha e izquierda– se han apresurado a señalar como causa de su fracaso a él mismo: a su impaciencia, su radicalismo, su tibieza, su individualismo... Pero  no hay más que repasar la fulgurante caída de otros ministros de Medio Ambiente anteriores –de Nicole Bricq a Delphine Batho– para comprender que el problema de fondo trasciende la personalidad de quien ocupe el Hôtel de Roquelaure. Las exigencias de la ecología casan mal con  las políticas de relanzamiento económico que han puesto en práctica los sucesivos gobiernos. Y chocan con los intereses de poderosos grupos de presión con gran entrada en las esferas del poder.

Así, las batallas ganadas por Hulot durante su breve mandato –particularmente la suspensión del proyecto del aeropuerto de Nuestra Señora de las Landas– parecen pírricas al lado de sus  derrotas: así en la ley de Hidrocarburos –considerablemente descafeinada– como ante los intereses de los agricultores en materia de alimentación o de pesticidas.

Probablemente lo que más daño le haya hecho es la política nuclear –“Esta locura económica y técnicamente inútil en la que nos empeñamos”, según sus palabras–, donde ya se había visto obligado a una primera renuncia al aceptar retrasar al menos hasta el 2030 el objetivo de reducir del 75% al 50% la producción eléctrica de origen nuclear. Y todo indica que su empeño en fijar un programa detallado de cierre de centrales iba a acabar del mismo modo, no en vano la industria –que tiene su principal aliado en el propio primer ministro, Édouard Philippe, antiguo directivo del gigante nuclear Areva– ejerce una fuerte presión en contra del cierre e incluso quiere aumentar la construcción de reactores de nueva generación EPR. En su adiós radiofónico, el ministro puso el dedo en la llaga al señalar el peso  de los lobbies en las políticas públicas preguntándose: “¿Quién tiene el poder? ¿Quién gobierna?”.

Amortizado prematuramente, si algo está claro es que ante el próximo problema ya no podrá llamarse a Monsieur Hulot.