sábado, 27 de mayo de 2017

Esperando a Alemania

Wolfgang Schäuble podría haber sido canciller de Alemania si un escándalo de financiación irregular de la CDU no le hubiera forzado a dimitir en el año 2000 como jefe de filas del partido democristiano. Superviviente de un atentado que a punto estuvo de costarle la vida –un enajenado le disparó tres tiros el 12 de octubre de 1990 durante un mitin en Oppenau, postrándole para siempre en una silla de ruedas–, el hoy todopoderoso ministro de Finanzas alemán era entonces el titular de la cartera de Interior y, en tanto que delfín de Helmut Kohl, parecía destinado a la Cancillería. No pudo ser y su lugar lo ocupó una mujer venida del Este, Angela Merkel, de un europeísmo tibio.

Nunca sabremos qué habría hecho Schäuble desde la Kanzleramt. Pero sí sabemos que, además de un intransigente guardián de la ortodoxia presupuestaria germana, es probablemente uno de los políticos alemanes más convencidamente europeístas. Hace cinco años, en mayo del 2012 –a la vez que François Hollande llegaba al Elíseo–, Schäuble recibía el Premio Carlomagno. En su discurso de aceptación, el ministro alemán defendió ardorosamente el reforzamiento de la integración europea y puso sobre la mesa  –de nuevo– una de las ideas a las que tiene más apego: la elección directa, por sufragio universal de todos los ciudadanos europeos, del presidente de la Comisión Europea (el puesto que actualmente ocupa Jean-Claude Juncker). Según este planteamiento, que daría una legitimidad democrática inédita al Gobierno de la UE, el Consejo Europeo integrado por los jefes de Estado y de Gobierno –que actualmente es el puente de mando de la Unión–, quedaría reducido al papel de un Senado consultivo... La idea es revolucionaria y si por azar alguna vez se llevara a cabo, la fuerza política del presidente europeo sería entonces inconmensurable.

En ese mismo discurso, Schäuble defendió la revisión de los tratados europeos para dar un nuevo impulso a la Unión, y además le puso fecha: “Debería empezar a más tardar dentro de cinco años”. Pues bien, ahí estamos precisamente. ¿Y qué dice hoy Schäuble? Justamente lo contrario... “Revisar el Tratado de Lisboa en estos momento es irrealista”, dijo el martes pasado en la clausura del European Bussines Summit en Bruselas. Sus palabras fueron interpretadas, lógicamente, como un jarro de agua fría sobre las expectativas que había levantado el encuentro entre Angela Merkel y el nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, en Berlín el pasado día 15, en el cual la canciller se dijo por primera vez abierta a revisar los tratados... Probablemente Schäuble no estaba corrigiendo a Merkel sino acotando lo que el Gobierno alemán está hoy dispuesto a aceptar.

Europeísta de corazón, pero de cerebro germano, Schäuble echó el freno y se pronunció por avanzar paso a paso, por etapas, a partir de acuerdos concretos. ¿Pragmatismo o renuncia? La necesidad de avanzar paso a paso ya la expuso Robert Schumann en su célebre declaración del 9 de mayo de 1950, texto fundacional de la Europa unida. ¡Pero en aquel momento todavía humeaban las ruinas de la Segunda Guerra Mundial! Setenta y dos años después del fin del conflicto, el exceso de prudencia es lo que está matando a la UE, incapaz de ofrecer un sueño alternativo a las pesadillas que dibujan los populistas antieuropeos, así de extrema derecha como de extrema izquierda. Paso a paso era también la receta del europeísta  François Hollande –presunto hijo político de Jacques Delors–, lastrado por el inmovilismo desde el infausto referéndum del 2005 y cuya mayor aportación a la causa fue salvar a Grecia de ser expulsada de la zona euro (como quería Schäuble). Hollande ha sido en este sentido, y por utilizar las palabras de Yves Bertoncini, director del Instituto Jacques Delors, en Le Monde, un “bombero meritorio” pero, en cambio, un “arquitecto deficiente”.

 La inesperada llegada de Emmanuel Macron al Elíseo a los sones del Himno a la Alegría y bajo ondear de banderas europeas puede cambiar el escenario.  Siempre –claro está– que sea fiel a sus convicciones. Macron, que a diferencia de Hollande no parece tener miedo a enfrentarse a un nuevo referéndum europeo en Francia, defiende la reforma de los tratados con el fin de acometer una “refundación” de Europa. Entre sus propuestas figura particularmente la de  reforzar la zona euro como núcleo duro de la Unión, lo cual pasaría por establecer un presupuesto propio, con un Ejecutivo y un Parlamento propios, y con el objetivo de llevar a cabo una auténtica convergencia fiscal y social.  Una política económica común no únicamente marcada por el respeto a las estrictas reglas presupuestarias prusianas, sino también con transferencias internas entre los países miembros, como sucedería en un Estado federal.

¿Pero está Alemania realmente por la labor? Hasta ahora Berlín ha dado más bien señales de egoísmo, desoyendo todas las advertencias europeas e internacionales de que su desequilibrado superávit comercial –261.000 millones de euros, el 8,2% del PIB, debido a su éxito exportador pero también a su racanería a la hora de gastar– perjudica directamente a sus socios europeos. Y de prepotencia, dictando a los demás las normas a su conveniencia. Un talante que en un  artículo publicado en Foreign Policy el escritor y analista Paul Hockenos resumía en la palabra germana Besserwiserei, la “actitud del sabelotodo”, y en el cual advertía contra el riesgo de “egotismo político” de Berlín.

¿Podrá Macron vencer la inercia actual? Ambición no le falta. Como él mismo ha dicho: “No podemos ser tímidamente europeístas; si no, ya hemos perdido”.




sábado, 13 de mayo de 2017

¿Alguien dijo casta?

La renovación ya está aquí. Y quien no abrace el nuevo dogma quedará irremisiblemente barrido por la historia. En un masivo e inédito ejercicio de casting, el recién nacido movimiento político del nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, ha seleccionado en unas pocas semanas a un total de 428 candidatos para las elecciones legislativas del 11 y 18 de junio, con el reto de transformar el triunfo del 7 de mayo en una mayoría suficiente en el Parlamento. Ha sido un trabajo arduo, había nada menos que 19.000 aspirantes para cubrir un máximo de 577 escaños, los que tiene la Asamblea Nacional. Los dirigentes de este nuevo objeto político –no suficientemente identificado– rebautizado La República en Marcha han admitido cándidamente que una parte de los aspirantes fueron sucintamente entrevistados por teléfono. ¿Cuántos arribistas se les habrán colado? Cada cual es libre de hacer sus cálculos. El proceso en todo caso no parece un ejemplo de solidez. Se trata de aportar caras nuevas. Ni menos. Ni tampoco mucho más.

Todo contra la “casta” es el nuevo lema, el nuevo mot d’ordre. Así en Francia como en España o Estados Unidos. Casta: “En algunas sociedades, grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc.”. En el caso que nos ocupa, un grupo que tiende a perpetuarse en la política francesa. La casta, el establishment, debe ser derribado y sustituido. Con estas u otras palabras, es un objetivo que comparten en Francia desde el reformista Emmanuel Macron hasta el izquierdista Jean-Luc Mélenchon, por no hablar de la líder ultraderechista Marine Le Pen, que a veces parece Pablo Iglesias. La presión ambiente es tal que los dos grandes partidos de la V República –socialistas y republicanos– se han apresurado a aligerar sus listas electorales de veteranos... Incluidos esos quincuagenarios que aspiraban a relevar a las viejas glorias y que Macron denomina con ironía la “generación príncipe Carlos” , en alusión al heredero de la corona británica, marchitándose sin llegar a reinar jamás.

Pero ¿dónde empieza y termina la casta? ¿Macron lo es menos por el mero hecho de ser una cara todavía poco conocida? Tampoco a Zapatero lo conocía nadie cuando en el 2004 se erigió en la renovación del socialismo ibérico, pese a llevar dieciocho años calentando escaño en el Congreso de los Diputados y votando disciplinadamente lo que indicaba el jefe de grupo (ya saben: un dedo, sí; dos dedos, no; tres dedos, abstención). ¿Es Macron más nuevo que lo era Zapatero? Sí. ¿Menos casta? No tanto... Incluso lo es bastante más. Basta mirar la trayectoria personal y profesional del presidente electo –hijo de una  familia de médicos de Amiens (Somme), perteneciente a la burguesía provincial– para comprobar que siempre ha pertenecido a las élites de la República. Su carrera así lo atestigua: educado en los jesuitas, cursó estudios en los dos templos de la clase dirigente francesa –Sciences Po y la Escuela Nacional de Administración (ENA)–, antes de pasar sin apenas transición a ser inspector de finanzas y seguir como  miembro de la comisión gubernamental para el Crecimiento –la llamada Comisión Attali–, alto ejecutivo primero y luego asociado en el banco de negocios Rotschild –donde ha admitido haber ganado dos millones de euros–, consejero del presidente François Hollande y finalmente ministro de Economía dos años (2014-2016) antes de emanciparse y  lanzarse a la aventura. ¿Alguien dijo casta?

Jean-Luc Mélenchon  no forma parte de esta élite, pero tampoco ha salido de las cadenas de montaje de Renault o de los sindicatos ferroviarios de la SNCF. El líder de la Francia Insumisa –tan crecido por sus resultados electorales que se ha permitido ahora el lujo de despreciar a sus antiguos aliados del PCF–  ya estaba en los asuntos públicos en 1986, cuando Macron apenas contaba nueve años de edad... Eso sí, descendiente de españoles exiliados en Marruecos, sus orígenes son más modestos. Licenciado en filosofía, fue profesor de instituto antes de pasar a vivir de la política hace ya  más de  treinta años. Senador, consejero de departamento, europarlamentario, ministro de Enseñanza profesional (2000-2002) en el Gobierno de Lionel Jospin, Mélenchon  fue un miembro destacado del ala izquierda del Partido  Socialista hasta que empezó a distanciarse de sus compañeros a causa del referéndum de la Constitución Europea del 2005 –en el que hizo abierta campaña por el no– y del que se marchó definitivamente tras el congreso de Reims del 2008 para fundar su Partido de Izquierda, del que es presidente. Mientras preparaba su lucha por el asalto al Elíseo –y que lo dejó a un pelo de pasar a la segunda vuelta–, se sienta desde hace siete años y medio en el hemiciclo de Estrasburgo. ¿Alguien dijo casta?

En Estrasburgo, justamente, Mélenchon coincide con una  odiada colega, la líder del Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, europarlamentaria  también desde el año 2004 (ser contraria a la Unión Europea no le pone mayores problemas a la hora de cobrar, como el británico Nigel Farage). Heredera de una dinastía de ultraderecha, Marine Le Pen se benefició desde joven de la inesperada fortuna que un empresario extremista –Hubert Lambert, fallecido a los 42 años sin descendencia– legó a su padre, Jean-Marie Le Pen (una herencia contestada por la familia del finado). La presidenta del FN, puesto en el que sucedió a su padre hace seis años, creció en una mansión de una exclusiva urbanización de la burguesa ciudad de  Saint-Cloud (suroeste de París), estudió Derecho y ejerció brevemente como abogada, antes de dedicarse plenamente a la política a partir de 1998, año en que se incorporó al aparato del FN y obtuvo su primer mandato electoral como consejera regional en Nord-Pas de Calais. Lleva casi  veinte años en la brecha. ¿Alguien dijo casta?



martes, 9 de mayo de 2017

El presidente de las metrópolis

El domingo, poco antes de la medianoche, mientras afluían los últimos datos territorializados de la victoria de Emmanuel Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, la alcaldesa de París, la socialista Anne Hidalgo, escribió en su cuenta de Twitter: “En París, el 90% de los sufragios para Emmanuel Macron y sólo 10% para la extrema derecha. ¡Orgullosa de los parisinos!”. Una noticia fantástica, excelente. Los internautas no pararon de redifundirla en las horas siguientes, regocijándose sinceramente por un resultado que hacía honor a la historia de la Ville Lumière... Y, sin embargo, por paradójico que parezca, la derrota sin paliativos de la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen, en la capital es también profundamente inquietante. Porque pone brutalmente de manifiesto la fractura social y territorial que divide a Francia.

La vertiente atlántica ha sido particularmente propicia para Emmanuel Macron, como el norte y la costa mediterránea lo han sido para Marine Le Pen. Basta observar un mapa de los resultados –allí donde cada uno de los candidatos ha sido más fuerte– para comprobar que la líder del FN ha tenido especial predicamento en las zonas industriales, sobre todo aquellas que se encuentran en declive, así como en las zonas rurales y periurbanas dejadas de la mano de Dios. Los obreros han votado preferentemente por Le Pen (56%, según un sondeo de Ipsos) mientras Macron ha triunfado abrumadoramente entre los votantes con más recursos (un 75% de apoyo entre quienes ganan más de 3.000 euros al mes).

Pero volvamos al mapa. Las grandes ciudades y aglomeraciones urbanas se han rendido al candidato centrista, abrazando su europeísmo reformista, y han rechazado las proclamas apocalípticas de la extrema derecha. No sólo París se ha volcado en Macron. También la primera corona de la capital: en Hauts-de-Seine, Val de Marne y Seine-Saint Denis el presidente electo se alzó con el 85%, 80% y 78% de los votos, respectivamente. Y en las grandes ciudades del país pasó otro tanto: Lyon (82%), Burdeos (84%), Toulouse (82%), Estrasburgo (80%), Rennes (86%), Nantes (85%), Grenoble (81%), Lille (78%) e incluso Marsella (64%), una isla en un mar azul...

Tales resultados, veinte puntos superiores a la media, indican que hay un abismo entre los habitantes de las grandes ciudades, con mayor cualificación y renta, beneficiarios de la Europa abierta al mundo, y quienes viven en las zonas desertizadas, que se sienten sobre todo víctimas de la globalización.
El cineasta francés Raphaël Glucksmann, hijo del desaparecido filósofo André Glucksmann, lo expresaba ayer de forma clarividente en las páginas de Le Monde. “Cuando la ciudad en la que vivo opta en un 90% por Emmanuel Macron y a una hora y media de carretera, en los pueblos de la Picardía socialmente en agonía, Marine Le Pen gana ampliamente, ¿cómo no darse cuenta de que dos Francias se oponen?”, se pregunta. Y después añade: “Para mí es infinitamente más fácil cantar las alabanzas del proyecto europeo desde el distrito X de París que al parado cuya fábrica ha sido deslocalizada en Rumanía”. Durante la campaña de la segunda vuelta, en la factoría de Whirlpool de Amiens, que va a ser cerrada para ser reinstalada en Polonia –dejando a cerca de 300 trabajadores en la calle–, Marine Le Pen fue recibida por los obreros con vítores, mientras Emmanuel Macron lo fue con abucheos...

Este fenómeno no es exclusivamente francés, en absoluto. En el Reino Unido, el malestar y desamparo de los habitantes de las zonas industriales del norte de Inglaterra y de Gales, seducidos por la demagogia nacionalista y xenófoba, dieron la victoria al Brexit pese a la movilización de las grandes ciudades, con Londres a la cabeza, en favor de Europa. Y otro tanto puede decirse de Estados Unidos, donde Donald Trump triunfó en el castigado cinturón de óxido, mientras las ciudades votaban masivamente por Hillary Clinton (que hubiera sido presidenta, dicho sea de paso, si EE.UU. tuviera el mismo sistema de elección directa que Francia).

El geógrafo francés Christophe Guilluy, autor de dos libros de referencia sobre este fenómeno –Fracturas francesas y El crepúsculo de la Francia de arriba–, considera que con Macron, el “candidato de las metrópolis mundializadas”, han vuelto a ganar los de arriba. Pero advierte: “Esta victoria puede acabar transformándose en pírrica si la contestación de las clases populares no es tenida en cuenta”.

lunes, 8 de mayo de 2017

Ambigua victoria

Los franceses se han despertado hoy de fiesta. Los niños no irán a la escuela y los adultos podrán hacer la grasse matinée... Nada que ver con la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de ayer y menos aún con la elección de Emmanuel Macron como nuevo inquilino del Elíseo. Muchos franceses estarán hoy aliviados, pero pocos habrá verdaderamente entusiasmados. El descontento profundo que atraviesa a amplias capas de la sociedad francesa sigue muy vivo. Si los franceses se quedan hoy hasta tarde en la cama no es por las celebraciones de anoche: hoy es 8 de Mayo y Francia conmemora, como media Europa, la rendición de la Alemania nazi en 1945. “Día de la Victoria”, lo denomina el relato oficial. Pero en este concepto hay tanta ambigüedad como en el triunfo electoral de Emmanuel Macron...

La capitulación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial se firmó dos veces, la primera en Reims, en la madrugada del 7 de mayo, y la segunda –y definitiva– en Berlín, como quería Stalin, la noche del 8 de mayo. Cuando el general alemán encargado de rubricar la rendición en la capital del III Reich, Wilhelm Keitel, vio en la sala al general francés Jean Lattre de Tassigny entre los representantes de las potencias vencedoras exclamó: “¿Qué? ¡¡Los franceses también!!”. Hasta tal punto no estaba prevista su participación que la bandera tricolor tuvo que improvisarse para añadirla en el último momento.

La realidad siempre es ambigua. Y el papel de Francia en la Segunda Guerra Mundial también lo fue, y mucho. Derrotada en unas pocas semanas por el poderoso ejército alemán, Francia capituló ante Hitler y su Parlamento entregó el poder a un régimen colaboracionista. El mito de la Francia resistente, de la Francia victoriosa, debe mucho a la rebeldía, la entrega, la tenacidad y la habilidad diplomática del general Charles de Gaulle. Hoy todo el mundo ha asumido la épica imagen de los clientes del café de Rick en Casablanca cantando La Marsellesa. Pero la realidad fue mucho más contrastada. Bajo el dominio alemán, el Estado francés dirigido desde Vichy no sólo colaboró activamente con los nazis –también en la deportación de los judíos–, sino que instauró un régimen autoritario que se propuso “regenerar” el país desde una visión anclada en la extrema derecha. Mucha gente se acomodó. Tras la derrota alemana, cerca de 100.000 personas fueron juzgadas y condenadas en Francia por colaboracionismo y entre 10.000 y 15.000 fueron ejecutadas –la mayoría extrajudicialmente– en la llamada “depuración”, lo que demuestra el alto grado de compromiso con el régimen del general Pétain, que cristalizó las ideas de las activas ligas de extrema derecha de los años treinta y los principios de la Acción Francesa dirigida a principios del siglo XX por Charles Maurras: nacionalismo, antisemitismo y antiparlamentarismo.

Ayer, el partido heredero de todos estos movimientos, el Frente Nacional (FN) –con un corpus ideológico actualizado y formalmente suavizado, aunque no por ello menos extremista y xenófobo–, fue derrotado en las urnas en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Pero su candidata, Marine Le Pen, obtuvo el mejor resultado de su historia: 11,5 millones de votos, más de un tercio de los sufragios. ¿Su techo? La mayoría de los analistas así querían verlo anoche. Pero si algo ha demostrado el nuevo FN de Marine Le Pen es que ha ido rompiendo su techo elección tras elección. Y, sobre todo, ha normalizado su presencia. A diferencia de lo que sucedió en el 2002 con su padre, Jean-Marie Le Pen –quien también pasó a la segunda vuelta, en detrimento entonces del candidato socialista, Lionel Jospin–, esta vez casi nadie se ha rasgado las vestiduras, hasta tal punto se daba por descontado. E incluso una parte de la izquierda se ha permitido el lujo de alentar, por acción u omisión, la deserción electoral. Pese al riesgo que representaba el FN, la abstención de ayer fue la más alta en la segunda vuelta de unas presidenciales desde 1969 –una cuarta parte de los electores no acudió a las urnas– y se registraron hasta cuatro millones de votos nulos o en blanco, el doble que en el 2012.

El Frente Nacional ha conseguido en estos años no sólo instalar en el debate político sus ideas –sobre la inmigración, sobre el islam, sobre la nación, sobre las fronteras...–, retomadas en gran medida por la derecha republicana, sino que aspira a erigirse además, como anunció anoche Marine Le Pen, en “la primera fuerza de la oposición”.

Emmanuel Macron batió ayer de forma contundente y nítida a la candidata del FN, su triunfo es incontestable. Pero la amenaza del Frente Nacional no ha desaparecido, como no ha desaparecido tampoco el descontento profundo –instalado sobre todo en las zonas periurbanas y rurales– que ha alimentado al partido de extrema derecha y también a la izquierda radical. Un descontento que puede crecer aún más en la medida en que Macron se limite a aplicar una política continuista respecto a la de François Hollande, de quien fue ministro de Economía.

El nuevo presidente de Francia, el octavo de la V República, ha ganado también con una elevada proporción de voto prestado. Una mayoría de franceses se han movilizado más contra Le Pen que a favor suyo, algunos a regañadientes. Y esta ambigüedad, esta fragilidad de su victoria, tendrá muy pronto su primera confrontación con la realidad: el 11 y 18 de junio, el movimiento de Macron afronta el reto de conseguir la mayoría en el Parlamento. No le será nada fácil. Todos los demás le están esperando.

domingo, 7 de mayo de 2017

Voto desde el ángulo muerto

En el otoño del 2005, en plena revuelta de las banlieues a causa de la muerte accidental de dos adolescentes cuando eran perseguidos por la policía en Clichy-sous-Bois (al nordeste de París), Hassan Ben M’Barek impulsó la creación del colectivo Banlieues Respect. Su objetivo era tratar de  restaurar las tensas relaciones entre la policía y los jóvenes de los barrios populares de la periferia de las ciudades. Lo primero que reclamaba era que unos y otros se trataran de usted, en lugar de tutearse (una práctica generalizada en España pero muy restrictiva en Francia). Que poco o nada ha cambiado desde entonces lo demuestran los disturbios que encendieron de nuevo a los suburbios de París el pasado mes de febrero a raíz de la violenta detención de un joven –Théo Lukaka, herido por un policía con una porra en el ano– en Aulnay-sous-Bois, a dos pasos de Clichy. Fue un suceso más en una larga retahíla de episodios violentos entre jóvenes de las barriadas y agentes del orden, cuyas relaciones están enormemente degradadas desde hace años y años.

Tras varios días de manifestaciones y disturbios, denunciando la brutalidad policial, los barrios regresaron a la calma. Y al olvido. Si hay un polvorín en Francia está ahí, en esos barrios suburbiales –1.500 oficialmente censados, con 4,8 millones de habitantes– que reúnen las más elevadas tasas de pobreza, fracaso escolar, paro e inseguridad de Francia. Barrios donde se concentra la población extranjera y de origen inmigrante, y donde anida un fuerte sentimiento de exclusión. Foco de delincuencia, es aquí también donde  fermentan los candidatos a yihadistas.  Pero las banlieues han estado, una vez más, ausentes del debate de las elecciones presidenciales.

“De los problemas y la gente de las banlieues no se llega ni a hablar, es como si no existieran. Es un ángulo muerto completo”, constata Dolores Bakèla, una joven periodista parisina de origen congoleño, comparándolo con el espacio que queda fuera del campo visual del conductor de un vehículo. Junto con Adiaratou Diarrassouba, Dolores Bakèla es la fundadora del blog L’Afro, cuyo objetivo es dar visibilidad mediática a los jóvenes de las minorías.

Como en cada elección presidencial en Francia, la asociación Ville & Banlieue –integrada por un centenar de alcaldes de todas las orientaciones políticas– hizo público un manifiesto, dirigido a todos los candidatos, con un total de 31 propuestas concretas para tratar de sacar a estos barrios del agujero negro donde se encuentran y “reintegrarlos en la República”. “Las personas de estos barrios quieren ser ciudadanos de pleno derecho y rechazan ser relegados a un segundo plano”, declaró a la emisora RTL el secretario general de la asociación, Gilles Leproust, alcalde de Allonnes (departamento del Sarthe, el mismo de François Fillon). No es que no se haya hecho nada en las banlieues. Al menos desde la época de Mitterrand –esto es, los años ochenta, cuando se creó el primer Ministerio de la Ciudad–, los sucesivos gobiernos han invertido miles de millones esencialmente en planes de renovación urbana y arquitectónica. Pero el sustrato del problema no se ha arreglado.

Los programas de los candidatos presidenciales no han estado a la altura. Tampoco esta vez. O menos aún que otras veces. Sólo Jean-Luc Mélenchon, del movimiento de izquierdas Francia Insumisa, eliminado en la primera vuelta, ha tenido en cuenta el problema global, lo que incluye la lucha contra la discriminación, la segregación y el racismo. Los demás prácticamente se han limitado al problema de la seguridad, bien sea para suavizar la conflictividad entre población y agentes del orden –como el socialista Benoît Hamon–, bien para reforzar los efectivos policiales –como casi todos los demás, con Marine Le Pen naturalmente a la cabeza–.

Los habitantes de las banlieues se sienten olvidados y muchos de ellos ya no esperan nada del poder. “La gente no confía en los políticos y desde hace tiempo intenta organizarse por sí misma. Yo particularmente no espero cambios”, afirma Dolores Bakèla. ¿Hasta el punto de no ir a votar hoy? La cofundadora de L’Afro constata que hay una profunda discusión en su entorno sobre si acudir o no a la cita con las urnas. “Entiendo perfectamente a quienes piensan abstenerse”, dice. Pero ella no lo hará, aunque sea a regañadientes: “Hay muchas personas que no tienen derecho a votar y que serían las primeras víctimas de la política de Marine Le Pen... Y me digo que iré a votar, aunque sea por ellos”.

Quien no tiene dudas es Hassan Ben M’Barek. El fundador de Banlieues Respect organizó el pasado jueves un encuentro republicano  con otras organizaciones cívicas para llamar a frenar al Frente Nacional. “Rechazamos en bloque el proyecto de Marine Le Pen, está basado en el repliegue, la exclusión, la mentira y la xenofobia”, declara. Y añade: “Nuestra movilización representa un rechazo absoluto de la perspectiva de semejante desastre”.



sábado, 6 de mayo de 2017

Enemigos íntimos

Antes, mucho antes de que el PS francés, fundado en 1969 sobre las cenizas de la antigua SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera), se embarcara en sus luchas intestinas entre la primera y la segunda izquierda, entre la ortodoxia marxista de François Mitterrand y la renovación socialdemócrata de Michel Rocard, el socialismo francés había inventado ya el concepto del molletismo. Doctrina política atribuida a Guy Mollet, secretario general de la SFIO desde mediados de los años cuarenta a finales de los sesenta, el molletismo aceptaba como principio la dualidad –o doblez, según se mire– entre el maximalismo de los objetivos ideológicos y el pragmatismo gubernamental. Con raras excepciones –el arranque de la presidencia de Mitterrand en 1981, rápidamente corregido–, la actuación del PS en el poder ha sido básicamente molletista. Pero difícilmente podrá seguir siéndolo.

La irrupción en el panorama político de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, que con el 19,6% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales se ha hecho provisionalmente con la hegemonía de la izquierda, y el hundimiento del PS, que de la mano de Benoît Hamon ha caído al 6,4%, hacen imposible que los socialistas puedan seguir manteniendo su histórica ambivalencia. El futuro del PS, su orientación ideológica, su propia integridad como organización política, va a decantarse en el plazo de unas semanas. Los resultados que obtenga en las elecciones legislativas el 11 y 18 de junio, y la política de alianzas que establezca inmediatamente después en relación a la probable presidencia de Emmanuel Macron, determinarán el camino. Entre complicidad y oposición, la tan querida síntesis del socialismo francés –de la que François Hollande llegó a ser el gran maestro– no será sostenible. A no ser que el PS se rompa antes...

¿Continuará existiendo el Partido Socialista francés después de este envite? La pregunta es tan pertinente como incierta lo es la respuesta. “Los partidos socialistas mueren, no el socialismo”, subrayaba la semana pasada en Libération el filósofo Bruno Karsenti, quien recordaba que el hundimiento electoral de la SFIO en las presidenciales de 1969 –Gaston Defferre obtuvo sólo el 5% de los votos, mientras el comunista Jacques Duclos se alzó con el 21,3%– forzó su desaparición y alumbró el actual PS.

De momento, como les sucede a Los Republicanos, la unidad resulta obligada. Hay demasiado en juego. Y muchos prohombres del partido podrían perder su escaño el mes que viene según cómo vayan las cosas. La dirección del PS ha designado un comité electoral –con participación de todas las corrientes– para preparar la campaña, que dirigirá el primer ministro, Bernard Cazeneuve. El próximo martes, ya con un nuevo presidente electo, está previsto que se reúna el buró nacional y apruebe la plataforma electoral... Y los contactos para establecer posibles alianzas electorales con los socios habituales –PCF, Verdes– en determinadas circunscripciones ya han comenzado.

Pero bajo las formas, el PS está absolutamente dividido, fracturado. Dos grandes corrientes han acabado enfrentándose cara a cara en esta elección presidencial, ambas encarnadas –curiosamente– por dos derrotados, dos enemigos íntimos que se conocen muy bien: el candidato Benoït Hamon, figura referente del ala izquierda del partido, que plantea la búsqueda de una alianza con la Francia Insumisa de Mélenchon y situarse después como oposición a un gobierno de Emmanuel Macron. Y el ex primer ministro Manuel Valls, exponente del ala más derechista del PS –al que el barcelonés querría empezar por cambiarle el nombre–, partidario de buscar un acuerdo de gobierno con el movimiento de Macron, En Marcha, convencido de que no logrará obtener la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y precisará de apoyos.

Las estrategias y objetivos de ambos son totalmente opuestos. Y la guerra que va a enfrentarles puede desencadenarse incluso antes de las elecciones legislativas. Hamon y los suyos no perdonan a Valls que –tras perder las primarias para designar al candidato socialista– se saltara las reglas y en lugar de apoyarle llamara a votar por Macron ya desde la primera vuelta. El castigo a semejante traición podría ser bloquear su investidura como candidato del PS en su feudo de Evry... Mientras, los guiños que Valls ha lanzado a Macron –para facilitarle una “mayoría fuerte” en el Parlamento– han obtenido hasta ahora una fría acogida. El presunto presidente no quiere acuerdos con el PS o una de sus facciones, sino que promueve las deserciones personales y el reclutamiento individual. “Si Valls está dispuesto a abandonar el PS, no habrá candidato de la mayoría presidencial contra él en Evry”, ha ofrecido explícitamente Macron. Es decir, si quiere venir, que venga, pero solo, con los brazos en alto y el carnet en la boca.


viernes, 5 de mayo de 2017

Operación Matignon

Una tarde de febrero de 1987 Jacques Chirac, entonces primer ministro de François Mitterrand –eran tiempos de la primera cohabitación–, llamó a la puerta de la familia Baroin. Reunió a la madre, Michèle, y al hijo, François, en el salón y les reveló que su marido y padre, Michel Baroin, amigo íntimo suyo, acababa de morir en un accidente de avión en Camerún. La noticia cayó como un mazazo sobre la familia, o lo que quedaba de ella, puesto que menos de un año antes habían perdido ya a la hija y hermana, Véronique, atropellada por un coche en París.  “Éramos cuatro y de repente quedamos dos”, rememoraría tiempo después François Baroin, que contaba entonces 21 años y a  partir de aquel momento se convertiría en el protegido de Chirac.

A la sombra del expresidente francés, Baroin, a quien llegaron a apodar el bebé de Chirac, arrancaría una meteórica carrera política que le llevaría varias veces al Gobierno, al frente de carteras tan fundamentales como Interior o Presupuesto. Designado esta semana director de campaña de Los Republicanos para las elecciones legislativas de junio, el joven senador Baroin, a punto de cumplir 52 años, con su eterna cara de niño, tupé ondulante, voz grave y mirada melancólica, está en inmejorable posición para optar al puesto de primer ministro en caso de que la derecha obtenga la mayoría.

La hipótesis puede parecer inverosímil, pero no lo es tanto. El pase a la segunda vuelta  de las presidenciales del centrista independiente Emmanuel Macron –exministro de Economía en el gobierno socialista de François Hollande– y de la ultraderechista Marine Le Pen, líder del Frente Nacional (FN), ha llevado a algunos comentaristas a enterrar precipitadamente a los dos grandes partidos que han vertebrado la política francesa desde el inicio de  la V República. Todo indica, sin embargo, que están lejos de haber muerto.

Salvo accidente –improbable, pero no del todo imposible–, Emmanuel Macron será elegido presidente el próximo domingo. Así lo auguran todos los sondeos, que le atribuyen una abultadísima ventaja de veinte puntos sobre Le Pen (que al final ya será menor...) Pero Macron, joven, sobradamente preparado y relativamente outsider –ajeno a los dos grandes aparatos políticos pero tan del establishment como lo puede ser un exbanquero y exministro–, no se ha aupado ante la opinión pública como el gran líder que ha de levantar al país de su postración, sacarlo de su marasmo, darle una nueva esperanza. Sí, sus seguidores así lo ven, y lo idolatran... Pero no la mayoría de sus votantes. Ya en la primera vuelta Macron se benefició de un importante voto prestado: el de todos aquellos votantes de tendencia socialdemócrata que –alentados por grandes figuras del PS como Manuel Valls o Ségolène Royal– se cambiaron de bando para huir del izquierdismo de Benoît Hamon, candidato oficial del Partido Socialista. El domingo, Macron seguirá aumentando su bolsa de votos cedidos gracias a todos aquellos –a derecha e izquierda– cuya única motivación es cerrar el paso al Frente Nacional. Pero pocos, muy pocos, serán de verdadera adhesión. Ni a la persona ni –aún menos– a su programa. Así que es harto improbable que el movimiento político fundado por Macron hace un año, En Marcha, se acerque a la mayoría absoluta en las elecciones legislativas del 11 y 18 de junio. “Macron presidirá la República, pero no gobernará Francia”, pronosticaba ayer desde las páginas de Le Monde el politólogo Patrick Weil. Que es tanto como vaticinar una nueva cohabitación.

La aparición de En Marcha y el ascenso de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, además del progreso del FN, hacen prever que el futuro parlamento sea más fragmentado que nunca. Pero no hay que olvidar que el sistema electoral francés –mayoritario– premia a los más votados y castiga fuertemente a los partidos menores. Así que republicanos –y también socialistas– siguen teniendo muchas posibilidades. Sobre todo los primeros, puesto que pueden reagrupar al voto conservador con ansias de cambio.

Para ello, y François Baroin es el primero en verlo –“Hemos entendido el mensaje de la primera vuelta, no podemos llevar el mismo programa de François Fillon”, ha dicho–, hace falta que Los Republicanos atemperen sus propuestas y aparquen el thatcherismo a ultranza del ex primer ministro. A Baroin, un hombre moderado y esencialmente pragmático, no ha de costarle imprimir este giro. Tiene también la ambición y la cintura –otros dirían la volatilidad o el cinismo– para hacerlo. No en vano ha sido, sucesivamente, chiraquista, villepinista, sarkozysta y fillonista...

Amortizados ya los líderes más veteranos de la derecha, ha llegado la hora de una nueva generación, de la que François Baroin es uno de los más visibles y mejor situados exponentes. Pero no es el único. Otro joven villepinista, el exministro Bruno Le Maire (48 años), le disputa el cetro desde la moderación. Ambos no han tenido objeción en aceptar la posibilidad de dirigir el Gobierno en Matignon con Macron en el Elíseo. Lo contrario de otro aspirante, el más radical y combativo –y aún más joven– Laurent Wauquiez (42 años). La guerra sucesoria, en sordina mientras tanto, se desencadenará la noche de la segunda vuelta.




jueves, 4 de mayo de 2017

Euro, de salida no

“En 1940 vinieron con los tanques, ahora vienen  con el euro”. De esta belicosa manera, rememorando la invasión de Francia por la Wehrmacht bajo la dirección de Hitler, criticaba un tertuliano francés la inflexibilidad alemana durante la  crisis de la deuda soberana de la zona euro. Desde este punto de vista, la moneda única europea no sería sino un nuevo vehículo –moderno, digerible, edulcorado–, del dominio germano del continente.

Y sin embargo no hay nada más francés que el euro: el impulso político de la moneda única a partir de 1990 fue en cierto modo la condición –el antídoto– que François Mitterrand impuso a Helmut Kohl para aceptar y apoyar la reunificación de las dos Alemanias. Hoy puede parecer chocante, pero la caída del Muro de Berlín y la perspectiva de la reaparición de una Gran Alemania provocó hace treinta años en toda Europa un estremecimiento...

Poco parece importarle a Marine Le Pen el origen genuinamente francés del euro –casi tan francés como el camembert–. En el discurso de la líder del Frente Nacional la moneda única se ha convertido en el receptáculo de todos los males imputables a Europa y la globalización: la caída de la competitividad económica, la desindustrialización, el paro... Y la pérdida de soberanía. De ahí que una de las propuestas fundamentales y más radicales del programa de Le Pen haya sido –hasta ahora– la salida de Francia de la zona  euro y la recuperación del franco como moneda nacional.

Hasta ahora... Porque en un vuelco parecido al que protagonizó el PSOE en los años ochenta con la pertenencia de España a la OTAN –pasando del eslogan “De entrada, no” a defender en referéndum la permanencia–, la candidata del Frente Nacional al Elíseo ha hecho desaparecer esta espinosa iniciativa de su propuesta programática –su “profesión de fe”, que condensa en tres páginas sus planes de gobierno– para la segunda vuelta. El abandono del euro ya no aparece, por más que pueda subyacer, enmascarado, bajo la frase: “Renegociar los tratados europeos para recuperar nuestra soberanía y construir la Europa de las Naciones”.

Giro estratégico u ocultación táctica –el tiempo lo dirá–, este cambio debe mucho a la acción combinada de la alianza suscrita con el soberanista de derechas Nicolas Dupont-Aignan (4,7% de los votos en la primera vuelta) y la presión interna de los dirigentes del FN más pragmáticos, entre ellos la sobrinísima Marion Maréchal-Le Pen, que veían en el asunto del euro uno de los mayores obstáculos para ampliar la base de 7,6 millones de votos obtenidos el 23 de abril. Demasiadas incertidumbres. De todas las propuestas políticas del FN esta era probablemente la que más ansiedad y rechazo producía en los franceses, que en un 75% se dicen apegados a la moneda única, mientras sólo una minoría del 28% añora el franco  (según un sondeo de marzo de Le Figaro).

La salida del euro por parte de Francia, según coinciden casi todos los expertos –salvo los que están en nómina del FN y aledaños–, sería catastrófica para el país. Y la forma en que Marine Le Pen la exponía hasta hace poco, además, inviable. Probablemente para apaciguar los ánimos y suavizar las inquietudes que su plan despertaba, la líder de la ultraderecha francesa había planteado hasta ahora una salida de la zona del euro light, escalonada y negociada, que desembocaría seis meses después en un referéndum.

Además de la recuperación del franco como moneda nacional, proponía asimismo conservar una moneda europea “común” –que no “única”–, algo semejante al desaparecido ECU (por más que este no fuera propiamente una moneda, sino un sistema para encuadrar los tipos de cambio entre las monedas nacionales). El franco –un franco convenientemente devaluado, se entiende– reforzaría, según el FN, la competitividad de las exportaciones francesas, además de devolver supuestamente la soberanía monetaria al Banco de Francia.

La primera objeción a tal planteamiento es que sólo sería viable si efectivamente hubiera un –improbable– acuerdo con los demás socios de  la zona euro para reformular el sistema o volver atrás. Pero, como declaró el ex director de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Pascal Lamy en junio del año pasado, eso sería como “tratar de rehacer los huevos a partir de una tortilla”.

La única alternativa sería, pues, la salida pura y dura del euro. Y los efectos económicos de tal aventura se presumen notablemente adversos. Un informe de la Fundación Jean Jaurès, a partir de diversos estudios económicos, subraya que el primer efecto de tal medida sería una fuga de dinero hacia el extranjero, lo que obligaría a imponer un control de capitales que cuanto más largo fuera más penalizaría la economía, con el riesgo de provocar una “recesión grave” y un “aumento del paro” . El coste de la deuda contratada en el extranjero se elevaría considerablemente para perjuicio sobre todo de las empresas –las más frágiles de las cuales podrían acabar quebrando– y los beneficios de la devaluación del franco  en las exportaciones sólo podrían compensar el consecuente encarecimiento de las importaciones a condición de que se congelaran los salarios, lo que llevaría aparejada una pérdida del poder adquisitivo.

En el horizonte se perfilarían dos Francias, la de los ricos que poseerían euros y los pobres obligados a vivir sólo con francos.