domingo, 27 de marzo de 2016

Lobos a las puertas

19/03/2016

Siempre hubo lobos en Brandemburgo. Hasta que, como en tantos otros lugares de Europa, desaparecieron como consecuencia de la presión humana. Ahora han vuelto. Hará una quincena de años empezaron a ser detectados en el sur, cerca de la frontera con Sajonia, y poco a poco han ido ascendiendo. Este invierno, un ejemplar fue fotografiado en el interior mismo del Ringbahn –el anillo ferroviario– que rodea Berlín y otro fue encontrado muerto cerca del aeropuerto de Schönefeld, al sur de la capital federal.

La reaparición del lobo, como del oso en otras regiones europeas, ha suscitado la habitual controversia entre ganaderos y conservacionistas. Pero, fuera de las zonas rurales donde se practica el pastoreo, no son estos lobos los que preocupan en Berlín. Los lobos que realmente inquietan vienen también de cerca, del vecino estado de Sajonia-Anhalt. Aunque son de otro tipo...

El domingo pasado, en unas elecciones regionales parciales, el partido ultraderechista Alternativa para Alemania (Afd, en sus siglas en alemán) obtuvo unos resultados récord, especialmente en Sajonia-Anhalt –uno de los estados de la antigua RDA, de los más pobres de Alemania–, donde con el 24,2% de los votos se erigió en la segunda fuerza política, por detrás de los democristianos de Angela Merkel y por delante de los socialdemócratas. En otros dos, Renania-Palatinado y Baden-Würtemberg, logró la tercera posición con entre el 12%y el 15% de los sufragios. Fulminanter wahlsieg, “victoria fulminante”, se felicitaba el partido en su página web con grandes caracteres. Con este avance, la AfD dispone ya de representación parlamentaria en ocho de los 16 estados de Alemania y se dispone a entrar por primera vez en el Bundestag en las elecciones federales de septiembre del 2017.

Dirigido por Frauke Petry, una empresaria y química de 40 años del ala dura, el partido nació hace sólo tres años como fuerza esencialmente euroescéptica. En fin, directamente eurófoba. En su programa propugnaba el desmantelamiento de la zona euro y el fin de toda asistencia financiera a los países del sur. Pero, nacionalista y vocacionalmente populista como es, pronto viró también hacia posiciones xenófobas, aprovechando el campo que le ofrecía la crisis de los refugiados. En uno de sus carteles electorales explotaba con descaro los ataques sexuales perpetrados por grupos de inmigrantes en Colonia y otras ciudades en fin de año, prometiendo “más seguridad para nuestras mujeres e hijas”. Petry, a quien no le gusta nada –pero nada– que la comparen con Marine Le Pen, tiene un discurso que se parece cada vez más al de la presidenta del Frente Nacional (FN) francés, incluida esa difusa reivindicación antisistema que ha adoptado de forma unánime la Internacional Populista de todos los continentes, aunque algunos se hayan aprovechado a fondo del sistema para erigir un imperio inmobiliario como el magnate estadounidense Donald Trump.

El domingo pasado la AfD dio la campanada. Pero pasaron también otras cosas significativas. Casi nadie habló de ello fuera de sus fronteras, pero en Francia también había elecciones legislativas parciales: en los departamentos de Aisne, Norte e Yvelines. En la primera vuelta, los socialistas fueron arrasados, mientras el Frente Nacional quedaba en segundo lugar en el Aisne (28,8% de los votos) y en el Norte (25,2%) por detrás de las candidaturas de la derecha tradicional de Nicolas Sarkozy.

En Francia, tales subidones de fiebre casi han dejado de ser noticia, después de que Marine Le Pen obtuviera el 18% de los votos –casi, 6,5 millones de sufragios, un récord histórico absoluto– en las elecciones presidenciales del 2012. Pero el avance de la ultraderecha francesa, limadas sus aristas más afiladas y normalizado su discurso –mezcla de nacionalismo, antieuropeísmo y xenofobia islamófoba enmascarada de laicismo republicano–, no ha parado de afianzarse. Y muchos se preguntan hasta dónde puede llegar en las próximas elecciones presidenciales del 2017.

El sociólogo Michel Wieviorka vaticinaba hace poco en una entrevista en Paris Match la posibilidad misma de que Marine Le Pen no sólo pasara a la segunda vuelta –como hizo sorpresivamente su padre, Jean-Marie, en el 2002–, sino que pudiera llegar a ser elegida presidenta de la República. “Tiene grandes posibilidades de ser elegida si frente a ella tiene en la segunda vuelta a François Hollande”, decía. Y remataba: “Esto está lejos de ser una ficción estrafalaria”. Un sondeo del pasado mes de diciembre situaba en cabeza a Le Pen en una eventual primera vuelta con el 27% de los votos, por delante de Hollande (21%) y de Sarkozy (21%).

Los lobos avanzan en el continente. La fiebre de la derecha populista, cada vez más fuerte en la antigua Europa del Este –Polonia, Hungría– y en algunos países nórdicos, va subiendo grados en Alemania y en Francia, los dos puntales de la Unión Europea, y ahora quiere seguir los mismos pasos en Italia, donde el líder de la Liga Norte, Matteo Salvini, pretende imponer el mismo viraje en la derecha.

Al tanto, porque detrás de los lobos con piel de cordero vienen los auténticos carniceros. Un informe reciente realizado por expertos del Royal United Service Institute, el think tank Chatham House, el Institute for Strategic Dialogue y la Universidad de Leiden, que analizaba las acciones violentas registradas en los últimos 15 años en 31 países, llegaba a la sorprendente constatación de que sólo el 38% de los 124 individuos involucrados en los 98 ataques censados eran terroristas islamistas, mientras que una proporción muy parecida, el 33%, eran extremistas de ultraderecha. Hasta que Salah Abdeslam –¡finalmente detenido ayer!– y sus cómplices perpetraron las masacres de París el 13 de noviembre del año pasado, el mayor asesino en Europa era el noruego Anders Breivik, el verdugo de la isla de Utøya.

El eslabón débil

05/03/2016

Después de raptar a la hermosa Europa en una playa de lo que hoy es Líbano –entre Sidón y Tiro–, llevársela a Creta y hacerle tres hijos, el poderoso, iracundo e intratable Zeus, agradecido, le entregó tres presentes: uno de ellos era un gigantesco autómata de bronce, Talos, encargado de proteger la isla y evitar el desembarco de extranjeros en sus costas... La agencia europea Frontex hubiera deseado probablemente un regalo semejante de parte del padre de los dioses para frenar el alud humano que llega a Europa desde hace meses, como un goteo interminable, a través de las islas griegas. Pero se hubiera engañado. Como engañadas –seguramente de forma interesada– están las cancillerías centroeuropeas que señalan con el dedo acusador a Atenas por no proteger suficientemente las fronteras exteriores de la Unión Europea. O lo que es lo mismo, los 11.000 kilómetros de costa de sus numerosas islas. Deberían saber que la misión de Talos estaba irremisiblemente condenada al fracaso, como confirmó la exitosa incursión de los argonautas dirigidos por Jasón en su búsqueda del Vellocino de Oro.

La historia demuestra que no hay fronteras ni alambradas capaces de frenar a quienes huyen de la guerra y del hambre. Y la UE parece haberlo comprendido cuando ha decidido intentar detener no tanto la entrada como la salida de los refugiados desde Turquía, convertida en el portaaviones de la desesperación. Será flagrantemente insolidario –que lo es–, pero si el lunes próximo logra cerrar un acuerdo con Ankara, con miles de millones de euros de por medio, habrá dado un paso importante para aliviar la actual presión migratoria, que ha colocado a Europa al borde de la implosión. Salvo que en medio quedará Grecia...

Grecia es el eslabón débil de la cadena. Lo ha sido en la zona euro, en plena tormenta de la deuda, y lo es ahora en la zona Schengen, con la crisis de los refugiados. En ambos casos, la reacción europea ha sido ejemplarmente lastimosa. El rescate financiero de Grecia –declinado formalmente en tres programas de rescate consecutivos desde el 2010– llegó demasiado tarde a causa del enorme freno de Alemania. Y cuando lo hizo fue acompañado de una amarga penitencia en forma de drásticos recortes que han dejado a la economía griega exangüe. Si se había pecado, razonaba Wolfgang Schaüble desde el todopoderoso Ministerio de Finanzas de Berlín, había que purgar. No porque sí, en alemán, la misma palabra –schuld– significa a la vez deuda y culpa. Seis años después, el producto interior bruto (PIB) de Grecia ha sido amputado en una cuarta parte, el desempleo alcanza el 26,5% y la deuda lejos de reducirse no ha hecho más que crecer, hasta llegar al 180% de la riqueza nacional. Tal ha sido el éxito que el mismísimo Fondo Monetario Internacional (FMI) consideró el año pasado que el nivel de la deuda griega era “insostenible” y llegó a propugnar –en vano– una quita parcial. Si el primer ministro griego, Alexis Tsipras, acabó rindiéndose a los últimos dictados de Bruselas –en contra de sus promesas electorales– fue porque se encontró sobre la mesa una amenaza brutal: un plan concreto y detallado para la exclusión de Grecia de la zona euro.

En esta Grecia dolorida y exhausta es donde han ido desembarcando desde hace un año cientos de miles de inmigrantes, huyendo la mayoría de la guerra de Siria y Afganistán, así como de las precarias condiciones de vida en los campos de refugiados de Turquía y Líbano. Confortada y respaldada esta vez por Alemania, Atenas ha vuelto sin embargo a recibir furibundos ataques y severas amenazas de exclusión, esta vez de la zona Schengen, por su presunta negligencia en el control de sus fronteras. A la cabeza ha estado la derecha europea y, en particular, Austria.
Descartada formalmente esta posibilidad, la imaginativa solución europea ha sido llevarla adelante de todos modos por la vía de los hechos. Es decir, asumiendo en la práctica el cierre de las fronteras balcánicas –particularmente en Macedonia, un país ajeno a la UE– y aceptando que decenas de miles de inmigrantes van a quedarse por tiempo indefinido en Grecia. De ahí los 700 millones de euros en ayuda humanitaria acordados esta semana.

En un reciente artículo publicado en Foreign Policy –significativamente titulado “Welcome to Greece (but not to Europe)”–, el antropólogo Michael Herzfeld, de la Universidad de Harvard, subrayaba que la consecutiva amenaza de expulsión de Grecia de la zona euro primero, y de la zona Schengen después, ha demostrado que esta “lógica excluyente” está en el corazón mismo de las relaciones entre la UE y Grecia, cuyas “credenciales europeas” son sistemáticamente puestas en duda por sus pares, que tratan al país cuna de la democracia y de la civilización occidental como “una anomalía” en el cuerpo político europeo. Lo cual consolida una suerte de “automutilación colectiva” y alimenta entre los griegos un sentimiento de humillación que dará alas –vaticina– a los movimientos fascistas, como el partido neonazi griego Aurora Dorada. Pero las consecuencias de una fractura de la UE por su flanco sudoriental no serían únicamente locales, sino que provocarían un seísmo en todo el continente. Preocupados por la amenaza plausible del Brexit, y los efectos que sobre Europa tendría la eventual salida del Reino Unido –uno de los grandes– de la UE, los dirigentes europeos pueden tener la tentación de minimizar los riesgos de un Grexit (no sería la primera vez). Olvidando la enseñanza extraída de un célebre razonamiento escrito en 1786 por el filósofo escocés Thomas Reid según la cual “una cadena no es más fuerte que el más débil de sus eslabones”.


El país de Dios

20/02/2016

Lunes, 8 de febrero, año nuevo lunar. Los chinos de todo el mundo celebran la llegada del año del Mono de Fuego. En el neoyorquino barrio de Chinatown, en la parte baja de la ciudad, todos los comercios están cerrados, pero la calle bulle con pequeños cortejos que recorren las calles detrás de coloridos dragones, desafiando el frío y algunos copos de nieve, mientras los fieles se reúnen en los pequeños templos budistas que pueblan el barrio para orar y presentar sus ofrendas. En el restaurante Oriental Garden, de la calle Elizabeth, lleno hasta la bandera, David y sus dos hijos pequeños degustan los tradicionales dim sum en una mesa colectiva. “Estos de gamba son deliciosos”, aconseja. Vecino de Brooklyn, David ha tenido que tomarse el día libre para ocuparse de sus retoños –su mujer también trabaja– porque hoy no tienen escuela. “De algún modo hay que organizarse”, suspira. Este año es la primera vez que las escuelas de Nueva York cierran para celebrar el Año Nuevo chino. Era la pieza que faltaba.

Hasta ahora, el calendario escolar de la ciudad incorporaba ya –además del día de Acción de Gracias y las tradicionales festividades cristianas– el Año Nuevo judío (Rosh Hashanah) y el Yom Kippur, así como el Eid al Adha, la festividad mayor de los musulmanes, incorporada por primera vez el pasado mes de septiembre. Tras el verano de este año, se sumará también el Eid al Fitr, la fiesta que celebra el fin del Ramadán. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, lo justificó en su momento argumentando la necesidad de reflejar la diversidad de los habitantes de la ciudad.

Lo cierto es que la medida refleja también algo más sustancial: la abrumadora presencia –casi constitutiva– de la religión en la sociedad norteamericana. Para las sociedades europeas modernas, donde el principio de laicidad se ha convertido en un valor fundamental –de forma particularmente acusada en Francia, que lo instauró en 1905–, impuesto no sin resistencia frente a la supremacía de la Iglesia católica y del Papa y confrontado ahora a nuevas presiones procedentes del islam, esta omnipresencia de lo religioso resulta chocante. La Constitución de Estados Unidos garantiza en su primera enmienda la libertad religiosa y la neutralidad del Estado, pero a diferencia de lo que sucede en Europa –donde la religión está en principio circunscrita a la esfera privada–, en Norteamérica interviene activamente en el debate público.

Aunque su número ha descendido ligeramente en los últimos años, EE.UU. todavía presenta la más elevada proporción de creyentes del mundo industrializado: el 89% de los norteamericanos creen en la existencia de Dios –desde una fe u otra– y no aceptarían fácilmente a un presidente ateo: el 51% –según un sondeo del Pew Research Institute– no apoyaría a un candidato no creyente. “In God we trust”, en Dios confiamos, es el lema nacional oficial. No porque sí.

Los cristianos, mayoritarios en Estados Unidos, han perdido presencia en los últimos años (hoy se declaran cristianos el 70,6% de sus habitantes) y los protestantes, aun conservando la hegemonía, han dejado de constituir la mayoría absoluta (46,5%). Sin embargo, su peso sigue siendo descomunal entre los votantes del Partido Republicano, donde los cristianos representan el 87% y los protestantes el 60% (el 37%, evangélicos). Y las dos terceras partes de los votantes conservadores no conciben votar a un presidente que no comparta su fe.

De ahí que las combativas declaraciones del papa Francisco negando la condición de cristiano al magnate Donald Trump por su actitud hacia los inmigrantes –“Una persona que sólo piensa en hacer muros y no puentes no es cristiana”, dijo– hayan provocado un auténtica tempestad política. No porque el Papa sea considerado una autoridad en Estados Unidos. Los católicos apenas pasan del 20% y profesar obediencia a Roma no es precisamente un pasaporte directo para la Casa Blanca: sólo un católico lo logró, John F. Kennedy, en 1961. Pero la crítica del Pontífice atacaba directamente a un punto fundamental y extremadamente sensible: las reales convicciones religiosas, la sinceridad de la fe expresada por el aspirante republicano.

Es arriesgado vaticinar qué efectos puede acabar teniendo este rifirrafe entre los votantes republicanos. Hoy en Carolina del Sur, donde Trump partía como favorito, puede haber un primer test. Ahora bien, algo fundamental está cambiando en este terreno en Estados Unidos. A diferencia de otros aspirantes republicanos –como su principal rival, Ted Cruz–, el controvertido promotor neoyorquino no hace gala de una acendrada religiosidad. De hecho, el 60% de los estadounidenses no le cree demasiado religioso, o en absoluto. Una convicción que comparte también en gran medida el electorado republicano. Pero curiosamente esta constatación no parece haber afectado hasta ahora a sus expectativas electorales. Le votarán y se irán a la iglesia...

10 de febrero, miércoles de Ceniza, primer día de la Cuaresma. De la Iglesia episcopaliana de la Trinidad, en la parte baja de Broadway, frente a Wall Street, salen los fieles con una cruz gris marcada en la frente. Lo que ha desaparecido de las calles de Barcelona o París puede verse aún en las de Manhattan. “Polvo eres y al polvo volverás”. Unas cuantas calles más arriba, en la Quinta Avenida, la ostentosa y ególatra Trump Tower parece querer desafiar la advertencia del cielo, mientras allí mismo, a un tiro de piedra, los brókers siguen jugando a la ruleta financiera con el mundo entero sin otra conciencia ni principio que el del máximo beneficio. Pero esa es otra historia.

Acento hispano

06/02/2016

La escena transcurre en el histórico barrio de The Mission, en San Francisco (California), a mediados de los años noventa. Dos ejecutivos en pleno asueto dominical juegan al tenis en una pista de tierra batida. En un momento, uno de ellos mira su reloj de pulsera y anuncia a su contrincante: “In five minutes me voy!”. Seguramente, Rubén Darío habría sonreído... 
Corría el año 1905 cuando vio la luz Cantos de vida y esperanza, una de las obras cumbre de Rubén Darío. En ella, el poeta nicaragüense dejaba traslucir su inquietud ante el fenomenal avance de la lengua inglesa de la mano del nuevo poderío económico y militar de Estados Unidos, que tras desalojar a España de Cuba en 1898 empezaba a imponer su hegemonía sobre el continente. “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? /¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?”, clamaba en su poema Los cisnes, dedicado a Juan Ramón Jiménez. Más de un siglo después, efectivamente, cientos de millones de personas hablan –o chapurrean– el inglés, convertido en el gran idioma global. Pero el español, por cuyo futuro tanto temía Darío, late cada vez con más fuerza en el corazón mismo del imperio. 

“Ya hay más personas que hablan español en Estados Unidos que en España”, subrayaba recientemente con una sonrisa de oreja a oreja el nuevo cónsul general de EE.UU. en Barcelona, Marcos Mandojana, un norteamericano grande y afable nacido en Puerto Rico de padres argentinos y raíces vascas –“de Vitoria”, precisa–, convencido de que lo hispano forma ya parte esencial del ADN de su país. También el idioma.

El español no es una lengua extranjera en Norteamérica. Los conquistadores españoles lo introdujeron en lo que hoy es el sur de Estados Unidos –así como en México– hace ya siglos. En el delta del Misisipi, en la zona de marismas que se extiende al sur de Nueva Orleans, hay una comunidad descendiente de colonizadores canarios –los isleños de Luisiana, les llaman– que han hablado ininterrumpidamente español desde los años 1780 hasta hoy. Pero si en la actualidad hay casi 53 millones de hispanohablantes en EE.UU. –según datos del Instituto Cervantes– no es por los herederos de los hidalgos ni los soldados españoles que invadieron estas tierras en los siglos XVI y XVII, sino por los inmigrantes latinoamericanos, fundamentalmente mexicanos –además de puertorriqueños y cubanos–, que buscaron mejor vida al norte de Río Grande a partir, sobre todo, de las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y después.

Si dos de los principales aspirantes republicanos a la Casa Blanca, Ted Cruz y Marco Rubio –ambos de 44 años, ambos de origen cubano–, son hoy latinos se debe justamente al peso creciente que la minoría hispana tiene en la vida, la economía y la política estadounidenses. Tres senadores –dos de ellos, Cruz y Rubio, justamente– y 28 representantes en el Congreso de EE.UU. muestran su presencia creciente en las instituciones.

En este momento, los hispanos –diseminados por todo el país pero concentrados mayoritariamente en los estados de California, Texas y Florida– constituyen de largo la primera minoría y representan casi el 18% de la población total. Si en 1970 eran 9,6 millones de personas, hoy son ya 55,4 millones y, aunque su crecimiento se ha ido ralentizando en los últimos años, las proyecciones –como las del Pew Research Center– indican que en el 2065 serán unos 105 millones, el 24% de la población (mientras que los blancos anglosajones pasarán del 62% al 46%). Una revolución.

El oscuro estratega Karl Rove, quien fuera asesor de George W. Bush –además de delator de espías por venganza en sus horas libres–, advertía en un artículo publicado en el 2013 en The Wall Street Journal que para ganar las elecciones presidenciales del 2016 el Partido Republicano debía “hacerlo mejor con los hispanos”. “La realidad es que la proporción del voto no-blanco seguirá creciendo”, advertía Rove, quien concluía que “sólo más votos blancos no salvarán al Grand Old Party”.
El peso electoral de los hispanos, tradicionalmente decantados hacia el campo demócrata, se ha situado hasta ahora por debajo de su peso demográfico, debido a su baja participación electoral y al hecho de que gran parte de ese voto se concentra en estados que, por estar ya muy decantados, no desequilibran la balanza. Pero el electorado hispano es cada vez más numeroso. Y menos joven... Lo que puede cambiar esta dinámica e incrementar aún más su importancia.

Eso explica que el establishment republicano ande de los nervios con el empuje del multimillonario Donald Trump, dispuesto a enajenarse el apoyo de los hispanos y de medio mundo –mujeres, musulmanes, discapacitados...– con su discurso demagogo y extremista con tal de hacerse con la nominación republicana. Y, de ser así, acabar perdiendo la elección presidencial ante –es de esperar– Hillary Clinton. Poco más o menos como Ted Cruz, hijo de padre cubano –de lo que no gusta alardear precisamente–, pero también un reaccionario del Tea Party que se ha sumado con gran entusiasmo a la idea de levantar un muro en la frontera con México. A su lado, Marco Rubio, ultraconservador en muchos aspectos, parece una hermanita de la caridad. Y la gran esperanza blanca del partido, después de que en el caucus de Iowa se colocara en tercer lugar, por detrás de Cruz y Trump, pero no demasiado alejado de ninguno de los dos.

Después de haber roto en el 2008 un tabú al elegir a Barack Obama, el primer presidente negro –en realidad, mulato– del país, los estadounidenses podrían volver a hacer historia el próximo mes de noviembre llevando a un hispano a la Casa Blanca. O eligiendo, claro está, a una mujer...

Algo más que un brazo de distancia

09/01/2016

La plaza Tahrir, en El Cairo, pasó a la historia en el 2011 como símbolo de una fallida revolución democrática, una más de las malogradas primaveras árabes. Pero la plaza Tahrir es también símbolo de vergüenza, un lugar donde los hombres dan rienda suelta a sus más execrables instintos. Durante las protestas que pronto hará cinco años acabaron con el régimen de Hosni Mubarak –antes de que el ejército egipcio volviera a ponerlo en pie, tras el paréntesis de los Hermanos Musulmanes–, una noticia dio la vuelta al mundo: una periodista norteamericana de la cadena CBS, Lara Logan, había sido agredida y violada por una turba de machos enfebrecidos en plena plaza Tahrir. En años posteriores le seguirían otras periodistas occidentales: una francesa, una británica, una holandesa... “Me sentí como carne fresca entre leones hambrientos”, explicaría una de ellas, Natasha Smith: “Esos hombres, cientos de ellos, pasaron de ser humanos a animales”.

El fenómeno que estos sucesos pusieron de relieve es, sin embargo, mucho más amplio y profundo. Y no afecta única ni principalmente a las mujeres occidentales. Por el contrario, las egipcias son las primeras víctimas. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) constató que la violencia sexual contra las mujeres en las calles de El Cairo es un comportamiento pavorosamente regular y sistemático. Y contabilizó 250 casos como el de Lara Logan sólo entre noviembre del 2012 y julio del 2013, momento álgido de las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsy.

Ahora, la plaza Tahrir la tenemos en el corazón de Europa. Lo que sucedió en Nochevieja en la ciudad alemana de Colonia, donde cientos de jóvenes –en su mayoría árabes y algunos de ellos, refugiados sirios recién acogidos en Alemania– agredieron sexualmente y en manada a más de un centenar de mujeres, es un síntoma, la expresión más escandalosa –pero no la única– de un problema de fondo que se extiende por las grandes ciudades del continente. Y que la afluencia masiva de refugiados de los últimos meses –un millón en un año– no puede sino agravar. Toda vez que, como apuntaba recientemente Valerie Hudson, profesora de la Bush School of Government at Public Service de Texas en un artículo publicado en el portal Politico, en este flujo de migrantes hay “un número desproporcionado de hombres jóvenes solteros y no acompañados”. El 66,3% de los registrados el año pasado a su paso por Grecia e Italia eran hombres. Y lo más importante: el 20% de esos refugiados eran menores de 18 años, entre los cuales la ratio era de 11,3 chicos por cada chica. Una desproporción que podría romper de forma espectacular –comportamientos sexuales aparte– los equilibrios entre hombres y mujeres en las comunidades europeas de acogida, llevándolos a niveles parecidos a los que se producen entre los chinos.

Pero el impacto no es únicamente demográfico, no afecta solamente a las posibilidades de los jóvenes para encontrar pareja –por graves que puedan resultar, como se ha visto en China–, sino que es esencialmente social y cultural. Y, por ende, político. La canciller Angela Merkel puso el dedo en la llaga el jueves cuando se preguntó hasta qué punto lo sucedido en Colonia respondía a actitudes individuales o, por el contrario, a “patrones comunes de comportamiento”. Lo ocurrido en los alrededores en Colonia y lo que sucede frecuentemente en la plaza Tahrir es demasiado similar como para no concluir lo segundo.

Digámoslo con todas las letras: los musulmanes –por cultura, por tradición– tienen colectivamente un problema con el sexo y, como consecuencia, con el respeto debido a las mujeres. A su libertad, a su igualdad, a su integridad. Ellos –y sobre todo ellas– son las primeras víctimas. Pero el problema es de todos. El advenimiento del islam en el siglo VII significó un gran avance para las mujeres en la retrógrada sociedad beduina de Arabia, donde tenían los mismos derechos –o menos– que los animales. Desde entonces, sin embargo, no han avanzado demasiado y, desde luego, se han quedado muy lejos de los derechos reconocidos a la mujer en Occidente.

Se ha dicho en ocasiones que la principal dificultad para la integración de los inmigrantes musulmanes en las sociedades europeas es el papel que el islam otorga a la religión en la vida pública, que choca con el principio de laicidad y de separación entre las iglesias y el Estado de nuestros países. Y, sin embargo, el principal obstáculo es probablemente el tratamiento –mezquino, injusto y a veces degradante– que muchos árabes confieren a la mujer, y que vulnera de forma flagrante nuestros principios y nuestras leyes (no siempre nuestros hábitos, como lamentablemente se pone de manifiesto cada día con la violencia machista y el lenguaje utilizado en nuestro penoso debate político)

Basta observar lo que sucede en las banlieues de las ciudades francesas, las humillaciones y el trato vejatorio que sufren las chicas musulmanas de parte de sus compañeros masculinos –de ahí nació el movimiento Ni Putas ni Sumisas en el 2003, y la reivindicación de vestir falda como desafío–, para confirmar que lo de Colonia no es una excepción, sino una norma, y representa uno de los mayores retos al que se enfrenta el mantenimiento de la cohesión de nuestras sociedades.

La alcaldesa de la ciudad renana, Henriette Reker, tuvo esta semana la mala fortuna de aconsejar a las mujeres caminar en grupo y mantener al menos un brazo de distancia con los hombres desconocidos para evitarse problemas. Una recomendación que probablemente cualquiera daría a su propia hija pero que, en boca de la primera autoridad municipal, parecía hacer recaer –una vez más– la culpa en las víctimas. En todo caso, la magnitud del desafío exige la máxima firmeza en la respuesta. Poner un brazo de distancia no bastará.

La agonía del oro negro

23/01/2016

Cuando, en 1932, fue creado el Reino de Arabia Saudí, Dammam no era todavía una gran ciudad, sino apenas un grupo de aldeas dispersas en la costa este de la península arábiga, frente a la isla de Bahréin, en el golfo Pérsico, cuyos habitantes vivían de la pesca y el cultivo de ostras. Un rincón olvidado. Seis años después, sin embargo, su nombre iba a entrar en la historia. El 3 de marzo de 1938, mientras Hitler se aprestaba a anexionarse Austria y la aviación italiana ultimaba los detalles del bombardeo de Barcelona por orden del general rebelde Francisco Franco, el tenaz geólogo norteamericano Max Steineke conseguía encontrar una gran bolsa de petróleo en el pozo número 7 de Dammam. Era el primer gran hallazgo de una larga serie que iban a cambiar el curso de la historia en Arabia Saudí, en Oriente Medio y en todo el planeta. La fiebre del oro negro acababa de empezar.
El 3 de marzo de 1938 empezó una nueva era. Y ahora, esta era se acerca a su final en medio de fuertes movimientos sísmicos. El petróleo se acaba. Los expertos calculan que las reservas conocidas dejarán de ser técnica y económicamente explotables en el plazo de unos cincuenta años. Está aquí mismo, al doblar la esquina. Nuestros hijos lo verán. Pero la agonía no será plácida. No lo está siendo en absoluto.

La caída en barrena del precio del petróleo, que en un año y medio ha perdido tres cuartas partes de su valor –de 115 dólares el barril a mediados del 2014 ha pasado a situarse por debajo de 30 esta misma semana–, y que ha hecho enloquecer a los mercados bursátiles, debe mucho a la estrategia de Arabia Saudí para mantener una posición de ventaja durante el periodo de transición a la era post petróleo. Primer productor mundial –con más de 10 millones de barriles diarios– y poseedor del 25% de las reservas de crudo del planeta, el país de los Saud pretende afianzar a toda costa su hegemonía en el mercado mundial mientras dure, así caigan por el camino Moscú, Caracas, Lagos o Argel...

Arabia Saudí, que tiene suficientes recursos para aguantar el pulso, lleva meses manteniendo contra viento y marea sus niveles de producción, a pesar de que la demanda no sigue el ritmo –debido a la ralentización del crecimiento económico en China y los países emergentes– y que eso arrastra los precios a la baja. La época en que la OPEP acordaba reducir la oferta para mantener –o subir– los precios ha pasado a la historia. El objetivo de los saudíes es aniquilar la nueva competencia surgida estos últimos años en Estados Unidos (gracias al petróleo de esquisto, cuya extracción es demasiada cara para aguantar tales precios) y la renovada de Irán, que una vez levantadas las sanciones económicas internacionales ha anunciado ya la salida al mercado de 500.000 barriles diarios más. El Irán chií no es sólo el principal adversario económico de la Arabia suní, sino la gran potencia rival con la que los saudíes se disputan la hegemonía regional y con quien mantienen una confrontación militar –por ahora– interpuesta en los escenarios bélicos de Siria y del Yemen. La caída del precio del petróleo es, en este sentido, doblemente positiva para Riad, en la medida en que debilita a Teherán.
Nada de todo esto es inocuo. Para todos los países exportadores de petróleo, la situación actual es negativa. Y, para algunos, absolutamente catastrófica.

Los saudíes son los primeros que se han visto obligados –¡por primera vez desde el milagro de Dammam!– a aprobar recortes y subir precios. No en vano sus ingresos petrolíferos han caído de 300.000 a 75.000 millones de dólares al año. Para quienes hemos probado la austeridad a la alemana, las medidas adoptadas por Riad parecen de risa: el precio de la gasolina súper 97, por ejemplo, ha subido en el reino de 27 a 35 centavos de dólar... Pero risa es precisamente lo que no causa la situación. Empezando por el propio sector del petróleo y el gas, donde unos 250.000 trabajadores han perdido su trabajo en el último año en todo el mundo –“Vienen días difíciles”, ha advertido el presidente de Total, Patrick Pouyanné–, y siguiendo por los países exportadores, donde la situación puede resultar explosiva. No siendo el caso más grave, en EE.UU. –que gracias al fracking ha pasado a ser un país exportador–, un tercio de las empresas podría quebrar en los próximos 18 meses, según un estudio del gabinete Wolfe Research.

Mucho más preocupante es la situación en aquellos países donde el petróleo es la principal y casi única fuente de ingresos. Es el caso de Venezuela, que se encuentra directamente en estado de emergencia económica, y de Rusia, donde la caída de los precios del petróleo –añadida al efecto de las sanciones económicas internacionales– ha hundido al rublo y ha hecho saltar por los aires las previsiones presupuestarias de este año, llevando al país –en palabras del primer ministro ruso, Dimitri Medvedev–, a una “situación dramática”.

Las cosas no tienen pinta de mejorar, por más que los precios puedan repuntar en algún momento. Los expertos, por el contrario, temen que el desajuste actual entre oferta y demanda va a mantenerse y, por consiguiente, también los precios bajo, con riesgo de desencadenar tensiones sociales en países como Rusia, Venezuela, Argelia o Nigeria. “La volatilidad de los precios tiene reverberaciones geopolíticas asimétricas, para los importadores supone un impulso económico, pero para los mono-exportadores está en juego la viabilidad o el colapso de sus regímenes”, apuntaba ya hace casi un año el economista Gonzalo Escribano, director del programa de energía del Real Instituto Elcano.
Más dramáticamente lo expresó días atrás German Gref, presidente del Sberbank, el primer banco ruso, al constatar que “la era del petróleo se ha acabado”. Y añadir, apesadumbrado: “El futuro ha llegado antes de lo que esperábamos”.

Objetivo: 'Aladdín'

25/12/2015

Bienvenidos a Ágrabah, ciudad de misterio, de encantamiento...”. Un mercader árabe de sonrisa taimada abre con estas palabras la película de dibujos animados Aladdín, recreación realizada en 1992 por Disney del célebre cuento oriental de Las mil y una noches sobre el joven Aladino y la lámpara maravillosa. Ágrabah... Suena bien, suena exótico. Y suena verosímil. Recuerda vagamente el nombre de la ciudad portuaria de Áqaba, en la salida de Jordania al Mar Rojo, sobre la que Lawrence de Arabia lanzó en 1917 a las fuerzas árabes contra los turcos.

Pero Ágrabah no existe más que en el mundo virtual de Disney. Y, sin embargo, el 30% de los simpatizantes del Partido Republicano estadounidense –y el 41% de los seguidores del extremista multimillonario Donald Trump– se mostraron de acuerdo, en un reciente sondeo, con bombardear la ciudad. Para acabar con el terrorismo, se supone. La encuesta, realizada por Public Policy Polling, atribuía un ardor guerrero bastante más mitigado a los votantes demócratas (19% a favor del bombardeo), pero las motivaciones eran idénticas. Y la desconfianza hacia lo árabe, también.

Los atentados yihadistas de París y San Bernardino han instalado de nuevo en la sociedad estadounidense el miedo al terrorismo, a niveles nunca vistos desde los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono. Y del miedo al odio hay un solo paso. Son sentimientos tan básicos y primarios como la sed de venganza, que todavía es tolerada en muchas sociedades. No en la mayoría, sin embargo, donde la venganza está reservada en exclusiva al Estado. El “ojo por ojo” del Viejo Testamento quedó abolido en el mundo de raíz cristiana: “No os venguéis vosotros mismos, queridos míos, sino dad lugar a la ira, pues está escrito: Mía es la venganza; yo haré justicia, dice el Señor” (Romanos 12-19). Pero los Estados se arrogan muy a menudo el derecho divino de ejecutarla por su cuenta.

El 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos recibió un golpe durísimo. Y su reacción fue invocar el derecho de autodefensa para aplastar, en venganza, al régimen talibán que protegía en Afganistán a los autores de la barbarie, Ossama Bin Laden y sus secuaces de Al Qaeda. Mucha gente aplaudió, mucha otra se mostró comprensiva. Países que en otras ocasiones se han mostrado renuentes al belicismo de Washington, como Francia, se sumaron a la ofensiva (gobernaba entonces el socialista Lionel Jospin, bajo la presidencia de Jacques Chirac). El régimen cruel y tiránico de los talibanes, especialmente avieso con las mujeres, no despertaba muchas simpatías... Sólo unos pocos se mostraron escépticos. La experiencia de la guerra que condujo la Unión Soviética entre 1979 y 1989 –y que acabó en 1992 con el triunfo de los islamistas– no hacía prever un resultado muy glorioso. Y así ha sido.

Catorce años después de que George W. Bush ordenara bombardear Afganistán, el terrorismo islamista está lejos de haber desaparecido en el mundo –por el contrario, la alegre invasión de Iraq en el 2003 ha engendrado nuevos actores, como el Estado Islámico– y EE.UU. sigue empantanado en una guerra inacabable contra un enemigo, los talibanes, que muestra una fuerza y una resistencia inagotables. “Veinte años después del lanzamiento del movimiento, los talibanes siguen contando con la lealtad de miles de afganos, y con los recursos y hombres necesarios para perseguir sus objetivos políticos”, subrayaba Michael Semple, profesor de la Queen’s University de Belfast y uno de los mayores expertos en Afganistán, en un informe publicado por el United States Institute of Peace hace un año. Y las cosas no han hecho más que empeorar para el inestable poder de Kabul. “Los talibanes podrían hacerse con el poder en uno o dos años”, declaraba recientemente el mismo Semple a Le Monde.

Una señal inequívoca: fuertes ya en el sudoeste del país, los talibanes lograron el 28 de septiembre pasado tomar la ciudad de Kunduz, que les hubiera abierto la puerta a dominar todo el norte. Sólo la intervención de tropas de EE.UU. –que trajo como consecuencia colateral el trágico ataque al hospital de Médicos sin Fronteras– permitió reconquistar la ciudad. El problema se ha agravado aún más con la entrada del Estado Islámico en la región de Nangarhar...

En estos catorce años han muerto 3.500 soldados de la OTAN –la mayoría norteamericanos–, cerca de 14.000 soldados y policías afganos y más de 26.000 civiles –según estimaciones no oficiales–, y la guerra consume cada año unos 150.000 millones de dólares (138.000 millones de euros) del tesoro estadounidense . ¿Y para qué?

Barack Obama, que llegó a la Casa Blanca en el 2008 con una retórica antibelicista, prometió retirarse de Afganistán y cerrar la vergonzosa prisión de Guantánamo (donde se pudren los prisioneros de la guerra contra los talibanes). No ha podido cumplir ni una cosa ni la otra. Por el contrario, en lo que respecta a la retirada, el pasado mes de octubre anunció que el ejército de EE.UU. aún deberá permanecer por un tiempo en Afganistán –al menos hasta el 2017– para evitar la caída del régimen actual. Washington mantendrá así 9.800 hombres –el grueso de un contingente internacional de 13.000 soldados–, una cifra que no permitirá vencer a los talibanes, sino únicamente mantener el statu quo. La conclusión, para Karim Pakzad, experto en Afganistán del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés), es clara: “Es imposible batir a los talibanes en el terreno militar, sólo queda una solución política”. Una tarea ímproba que demuestra la inutilidad de la guerra declarada por Bush en el 2001.

François Hollande debería tenerlo en cuenta mientras, jaleado por la opinión pública (81% a favor y un 62%, por la invasión terrestre), se lanza a bombardear en Siria en venganza por los atentados de París.

Mi casa, mi castillo

12/12/2015

The castle doctrine es un juego de vídeo. En fin, es bastante más, pero es también un juego de vídeo. En él, el jugador principal debe proteger su casa del asalto de uno o varios ladrones –los otros jugadores– que tratan de apoderarse de su dinero. Para defenderse puede utilizar numerosos medios: levantar muros, desplegar perros guardianes, instalar todo tipo de trampas... e incluso distribuir armas entre los integrantes de su familia. El juego se inspira y toma su nombre de una doctrina legal –Castle doctrine– formulada en el siglo XVII por el jurista inglés Edward Coke en la que se establecía la inviolabilidad del domicilio frente a los poderes públicos. Y que en algunos países, como Estados Unidos, se ha extendido al derecho de todo ciudadano a defender su hogar con todos los medios a su alcance de una intrusión exterior.

En los últimos meses, Europa entera parece sumida en el siniestro juego de The castle doctrine.
Europa se encastilla ante la avalancha de inmigrantes y refugiados que arriban a sus fronteras –400.000 nuevas peticiones de asilo sólo en el tercer trimestre– y busca desesperadamente cómo frenar el alud. Ayer mismo trascendió el proyecto de crear una fuerza especial de intervención de la agencia europea Frontex para taponar las vías de agua –fundamentalmente, en el Egeo– que se han abierto y sin duda se abrirán.

El control de las fronteras exteriores es una necesidad evidente. Que Europa tenga la obligación moral de acoger a los refugiados que llaman a sus puertas y de tratarlos con dignidad y humanidad –lo que dista mucho de suceder en algunas fronteras, particularmente del Este de Europa– no es óbice para admitir esta premisa. Abrir las puertas de par en par sólo contribuiría a desestabilizar gravemente a las sociedades europeas y a causar una fractura difícil de reparar. Quien lo dude no tiene más que pasearse por algunos de los barrios empobrecidos de los suburbios europeos. Y mirar después los votos que ha cosechado en Francia el Frente Nacional de Marine Le Pen o el auge del movimiento xenófobo alemán Pegida. Pero control no es sinónimo de cierre. O no debería serlo.

El repliegue, sin embargo, parece ser el movimiento actual más en boga. Europa asemeja un caracol que encoge sus antenas al más leve roce. Y lo más preocupante es que este fenómeno se produce también –y cada vez más– puertas adentro. La avalancha de refugiados fue el primer pretexto, la amenaza terrorista –puesta cruelmente de manifiesto en los atentados de París del pasado 13 de noviembre– ha cerrado el círculo y ha puesto contra las cuerdas el principio de la libre circulación en la Unión Europea.

El –justamente– criticado primer ministro húngaro, Viktor Orbán, abrió el camino cerrando con alambradas la frontera con Serbia. Fue un gesto feo, pero que le fue censurado con la boca pequeña, no en vano Serbia es un país externo –aunque candidato– a la UE. Pero con las alambradas, como con el rascar, todo es empezar. Luego siguió la frontera de Hungría con Croacia, éste sí, un país socio de la Unión. Y a partir de aquí todo empezó a derrumbarse como un castillo de naipes: 
Eslovenia ha empezado a vallar también su frontera con Croacia, mientras Austria está haciendo lo propio con Eslovenia... Mientras tanto, Alemania ha restablecido los controles policiales en su frontera con Austria, y Francia –en este caso, alegando razones de seguridad– lo ha hecho en todas sus fronteras. Como un galo rodeado de legiones romanas, el ministro de finanzas de Holanda y presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ha llegado a plantear la creación de un “pequeño grupo de países” –una versión reducida, germano-nórdica, del espacio Schengen– a fin de “proteger mejor sus fronteras”. Cada vez más pequeños, cada vez más encerrados... Hasta hace unos meses, las única alambradas que podían verse en el interior de Europa estaban en el puerto de Calais y en los andenes de la Gare du Nord de París reservados al Eurostar. Ya se sabe, la excepción británica... Pero la excepción se está convirtiendo en regla.

“Si Europa no controla sus fronteras exteriores, regresarán las fronteras nacionales, los muros y las alambradas”, advirtió el presidente francés, François Hollande, el pasado 16 de noviembre, en un solemne discurso ante el Parlamento tras las matanzas de París. El problema es que esto ya está sucediendo hoy.

Como ante la crisis del euro, los países de la UE deberían dar un salto cualitativo para abordar de forma común –federal– este problema. Pero entonces como ahora, presos de los intereses y los egoísmos nacionales, no parecen capaces de hacer algo más que poner parches. “¿Por qué los líderes de la UE iban a hacer lo correcto con Schengen cuando fracasaron con la eurozona?”, se preguntaba días atrás el influyente editorialista del Financial Times Wolfgang Münchau.

El problema es que no se trata, ni en un caso ni en el otro, de problemas menores, secundarios o laterales. Por el contrario, afectan a la espina dorsal de la construcción europea. Poco importa que el euro sólo lo compartan 19 de los 28 estados de la Unión, o que sólo se hayan integrado en el espacio Schengen 22 países –más cuatro exteriores a la UE–. Si ambos sistemas se hundieran, sería la misma idea de Europa la que se hundiría con ellos. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, lanzó hace dos semanas una seria advertencia a los países miembros de la UE: “El fin de Schengen sería también el fin del euro”. De hecho, aunque no lo dijo, podría ser el fin de Europa.


Una estupidez inconcebible

28/11/2015

Cuando el nacionalista serbo-bosnio Gavrilo Princip apretó el gatillo contra el archiduque Francisco Fernando, príncipe heredero del imperio austrohúngaro, la mañana del 28 de junio de 1914 en Sarajevo, no podía imaginar que aquel gesto conduciría a Europa al suicidio colectivo. La inmensa mayoría de los europeos, tampoco. De hecho, cuando –justo un mes después, día por día– Viena declaró la guerra a Serbia, el continente creyó asistir al inicio de una guerra regional, localizada, que acabaría en un suspiro. Al día siguiente, miércoles, el diario francés Le Figaro se permitió abrir su portada con la absolución de Henriette Caillaux –esposa del dimisionario ministro de Economía– por el asesinato del director del rotativo, Gaston Calmette...

Sin embargo, el engranaje infernal de las alianzas entre las potencias europeas, impulsado por la ligereza e irresponsabilidad de políticos y militares, había empezado a funcionar y Europa se disponía en aquel momento a hundirse en la hecatombe de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que iba a dejar más de 20 millones de muertos.

Desde que, este pasado mes de septiembre, Rusia decidió entrar en la guerra de Siria al lado de Bashar el Asad, la idea de que el mundo pueda estar a las puertas de la tercera guerra mundial se extiende de forma sostenida, multiplicada por el eco ciego de las redes sociales. Basta teclear “World War 3” para encontrar cientos de comentarios –preocupados, escépticos, jocosos, que de todo hay– sobre la inminencia de una nueva conflagración planetaria. El vértigo no ha hecho más que incrementarse con el derribo el pasado martes, a manos del ejército del aire turco, de un cazabombardero ruso Su-24 en la frontera con Siria. Un dibujo del caricaturista francés Stephane Peray (Stephff) lo ilustraba esta semana a la perfección: en él se ve el globo terráqueo, rodeado por un cinturón explosivo, observando con inquietud la inflamación de rusos y turcos, presentados como detonadores a punto de estallar.

El miedo a que el avispero sirio pudiera desembocar en una confrontación generalizada no es, sin embargo, privativo de los usuarios –más o menos aprensivos– de Twitter. Por el contrario, por lejana que aparezca, es una hipótesis que evocan analistas de todo el mundo. Peter W. Singer, de la New America Foundation, analizaba recientemente los riesgos en un artículo publicado en The Telegraph significativamente titulado “He aquí por qué la tercera guerra mundial podría empezar mañana”, en el que focalizaba el riesgo –“demasiado real”, decía– en las tensiones con Rusia y China. Giles Fraiser, exdirector del Saint Paul’s Institute , sostenía a su vez en The Guardian que “desde la Segunda Guerra Mundial, habíamos asumido la idea de que una gran guerra era cosa del pasado”, y apostillaba: “Ya no”. Frida Ghitis, analista en la World Politics Review, defendía por su parte en la CNN que “la guerra de Siria se está transformando en la guerra mundial de este siglo”. Y el francés Jacques Attali, exconsejero de François Mitterrand y Nicolas Sarkozy, mostraba en una entrevista en Le Parisien su preocupación ante el riesgo de una conflagración a gran escala, que podría ser fácilmente desatada por “una torpeza o una provocación”. ¿Como la del día 24? Para el diario digital ruso Gazeta, no hay mucha duda: “El día en que las fuerzas turcas abatieron al bombardero ruso Su-24 va a entrar sin duda en la Historia. En todo caso, el riesgo de un conflicto importante entre Rusia y Turquía, país miembro de la OTAN, ha crecido bruscamente”. Toda vez que los reproches mutuos no hacen más que subir cada día de tono.

Sobre la mesa, las múltiples alianzas en juego en el escenario sirio –donde directa o indirectamente están involucrados una sesentena de países– hacen ya de la guerra civil en Siria un conflicto internacional. De entrada, es una guerra a muerte en el seno del islam –entre suníes y chiíes– y por la hegemonía regional –con Irán y Arabia Saudí como principales contendientes–, en el que cada bando está apoyado por las potencias mundiales de la antigua guerra fría. El Estado Islámico es un catalizador del conflicto, cuyas causas son más profundas y antiguas. De un lado, en apoyo del régimen alauí (chií) de Damasco se alinean Rusia, Irán, Iraq y las milicias libanesas de Hizbulah. Del otro, Estados Unidos y Europa –con Francia a la cabeza– lideran una coalición con los principales países árabes suníes en contra de El Asad. En medio, Turquía –miembro de la OTAN, un dato que no hay que olvidar– juega su propio juego, contra El Asad y los kurdos a la vez, hasta el punto de establecer oscuras connivencias con el EI y arriesgarse a un enfrentamiento militar con Moscú en defensa de las milicias turcomanas del oeste de Siria...

Las circunstancias son hoy muy diferentes a las de la Europa de hace un siglo. No hay a priori ninguna potencia que crea poder sacar ventaja de una guerra. Pero, como siempre, los accidentes –el factor humano– nunca pueden descartarse del todo.

En su estremecedora obra 1914. El año de la catástrofe, el historiador británico Max Hastings recoge una inquietante anécdota. Cuatro años antes de que los viejos imperios europeos condujeran al continente al desastre, un alumno de la escuela militar del Ejército Británico objetó la idea de que Europa se dirigiera hacia una gran conflagración. “Sólo una estupidez inconcebible por parte de los hombres de Estado –alegó– podría conducir a ello”. Su profesor, el entonces comandante y futuro general Henry Wilson –planificador de la fuerza expedicionaria francesa enviada a combatir al lado de Francia–, sonrió y le espetó: “Una estupidez inconcebible es precisamente lo que se va a encontrar”. 

Niños, sí gracias

14/11/2015

Xie Zuoshi es un economista chino, profesor de la prestigiosa Universidad de Zhejiang, que en otros tiempos muy probablemente hubiera sido enviado 15 años a recolectar arroz con el fin de corregir sus desvaríos capitalistas. Hoy, en cambio, su filiación ideológica casa perfectamente con los aires que soplan en el gigante asiático, volcado en demostrar que no hay un capitalismo más eficiente que el dirigido por los comunistas. En el caso de Xie, su acendrada fe neoliberal y su confianza en las virtudes autorreguladoras del mercado le han llevado a hacer una propuesta sorprendente: habida cuenta de la falta de mujeres respecto al número de hombres en China, ha sugerido potenciar la poliandria. O dicho de otro modo, institucionalizar los tríos a través del reconocimiento de matrimonios integrados por una mujer y dos hombres. Jules et Jim con salsa agridulce...

“Hay una penuria de mujeres, cuyo valor aumenta. Pero eso no significa que no haya un medio de ajustar la oferta a la demanda”, ha argumentado el polémico economista, sugiriendo que esta solución beneficiaría a los pobres, que son forzosamente menos competitivos...

Más allá de la boutade, la salida de Xie Zuoshi pone de relieve el drama humano –y a la vez la tragedia social– que supone el desequilibrio entre la población masculina y femenina, que ha dejado a 30 millones de hombres, llamados despectivamente guanggun (ramas muertas), condenados a la soltería por la letal combinación de la política del hijo único y la tradicional preferencia china por los varones.

Instaurada en 1979, con el fin de frenar el descomunal crecimiento de la población, la política del hijo único tiene ahora los días contados. El Comité Central del Partido Comunista decidió el pasado 29 de octubre suprimirla definitivamente, lo cual deberá ser ratificado el próximo mes de marzo por la Asamblea Nacional (Parlamento). Desde luego, no es que los jerarcas rojos se hayan apiadado de la triste suerte de los guanggun. Su preocupación es muy otra: el acusado envejecimiento de la población y la previsible escasez de mano de obra a largo plazo suponen una serie amenaza para la economía china. Si hoy la proporción entre personas de 20 a 59 años y mayores de 60 es de 5 a 1, se calcula que en el 2050 –de seguir la evolución actual– pasaría a ser de 1,4 a 1, una situación que haría insostenible la financiación de los gastos sociales y las pensiones. Los jubilados chinos son hoy 212 millones, el 15,5% de la población, pero en el 2050 podrían superar el 30% si no se hace nada. Si las familias chinas pasan a tener ahora dos hijos, eso atenuará la tendencia e incluso permitirá aumentar el crecimiento económico en un 0,5%, según datos de la Comisión Nacional de Salud y Planificación Familiar. Eso sí, la población china puede crecer de 1.370 a 1.450 millones en los próximos 15 años...

Un poco más al este, el Gobierno de Japón tiene la misma preocupación y el primer ministro, Shinzo Abe, ha anunciado esta semana una serie de medidas –más guarderías, incentivos fiscales– para conseguir aumentar la tasa de fecundidad de las mujeres japonesas, sin lo cual la población del país del Sol Naciente pasará de los 127 millones de habitantes actuales a 87 millones en el 2060. Menos, y más viejos.

Este fenómeno no es ni mucho menos un rasgo oriental. Por el contrario, afecta de forma muy acusada –eso sí, con notables excepciones– a la vieja Europa. Alemania, la gran potencia continental, tiene aquí su Talón de Aquiles. El Instituto Nacional de Estadística (Destatis) ha calculado que los 81,1 millones de teutones actuales se reducirán a entre 68 y 73 millones en el 2060, pasando los mayores de 65 años del 20% al 33% de la población total. Dicen las malas lenguas que este panorama –que los propios alemanes han bautizado como Demokalypse (apocalipsis demográfica)– es el que explica la avaricia ahorradora de Wolfgang Schäuble. Al otro lado del Rhin, Francia en cambio prevé aumentar su población en el mismo periodo de 66,3 a 74 millones, convirtiéndose en el país más poblado de la Unión Europea y rompiendo el actual equilibrio franco-alemán. Claro que Francia lleva varias décadas estimulando con generosas ayudas económicas a las mujeres para que tengan hijos y puedan reincorporarse rápidamente al mercado de trabajo –de ahí esa insultante tasa de fecundidad de las francesas de 2,01 hijos por mujer–, mientras las alemanas son arrojadas fuera de la actividad laboral y empujadas a dedicarse durante dos o tres años a criar a su progenie, bajo la amenaza de ser señaladas en caso contrario como malas madres. Algo que en alemán tiene un apelativo mucho más cruel: Rabenmutter (madres cuervo).

Así que Alemania se ve obligada a echar mano de la inmigración –al menos 300.000 entradas anuales se estiman necesarias para mantener la población activa estable– y por eso se entiende un poco más que haya recibido inicialmente con los brazos abiertos a la enorme masa humana de refugiados sirios que cruzan los Balcanes en dirección a su país. En la vieja y envejecida Europa la previsible llegada de tres millones de personas entre el 2015 y el 2017 –son cálculos de la Comisión Europea–, lejos de ser una carga, puede contribuir a revitalizar la economía y aumentar el PIB entre un 0,2% y 0,3% adicional.

El sistema funciona así. El crecimiento económico, ese que –como bien recuerda el economista francés Daniel Cohen en su libro La prosperidad del vicio– ha permitido a millones de seres humanos alcanzar un nivel de bienestar impensable hace tan sólo tres siglos para la mayoría de la población mundial, necesita ser alimentado sin descanso. Para lo cual es fundamental estabilizar e incluso incrementar –debido al aumento de la esperanza de vida– la fuerza productiva. Es decir, los habitantes. Que la Tierra pueda soportarlo durante mucho más tiempo es, sin embargo, discutible.

La caza del oso

31/10/2015

"¡¡La caza del oso ha comenzado!!”. Fue el grito clave, el alarido que desató la caza del extranjero por parte de una turba enfurecida. Las fuerzas de seguridad trataron de proteger a los inmigrantes pero, con escasos medios, no consiguieron evitar el asesinato, a tiros y a golpes, de al menos siete personas. Siete muertos y 50 heridos es el balance –acaso corto– que dieron por bueno las autoridades en su día. El sucinto relato de este suceso, privado de referencias temporales y geográficas, podría pasar por una descripción actual. Hechos así suceden con frecuencia en el mundo. Y podrían producirse también hoy en Europa.

En realidad, pasaron en Europa, pero hace más de un siglo: el 17 de agosto de 1893, una muchedumbre encolerizada de franceses persiguió a muerte a los trabajadores italianos de las salinas de la población camarguesa de Aigües-Mortes. La razón coyuntural de tal desencadenamiento de violencia –una rivalidad laboral– y la chispa que hizo saltar el polvorín –una pelea convenientemente magnificada por los rumores interesados– son casi lo de menos.

Lo de más es el contexto en que se produjo. En el momento de la matanza de Aigües-Mortes, Francia, y con ella todo el mundo occidental, arrastraban desde hacía dos décadas una grave depresión económica. El crack se había producido el 9 de mayo de 1873, cuando la burbuja alimentada por la especulación inmobiliaria y la especulación bursátil –¿les suena de algo el guión?– hundió la bolsa de Viena e hizo saltar la banca. Europa se derrumbó.

Los principales protagonistas del pogromo de Aigües-Mortes –que, por cierto, se saldó sin ninguna condena judicial– no eran sino los más pobres de los pobres, obreros franceses en paro, vagabundos a quienes la crisis había echado a las calles, los llamados trimards, esto es, “los que iban por los caminos”... En ese fin de siglo depauperado, en Francia comenzó a arraigar un sentimiento nacionalista y xenófobo, que tenía como principales objetos de ojeriza a los inmigrantes belgas e italianos. Y no tardarían mucho en aparecer los primeros grupos de extrema derecha, como la Liga de la Patria Francesa, fundada en 1898.

A primera vista no parece que haya grandes diferencias, en lo que a motivaciones se refiere, entre los trimards que perseguían italianos en la Camarga hace 122 años y las de Anton Lundin-Pettersson, el joven sueco de cara aniñada y rasgos vikingos que el pasado día 22 asaltó una escuela de Trollhättan, cerca de Göteborg, y mató a un chaval de 15 años y un profesor sólo por tener una piel más oscura, o de Frank S., que cinco días antes había apuñalado a la hoy alcaldesa electa de Colonia –entonces, candidata–, Henriette Reker, por su posición favorable a la acogida de refugiados.

El miedo, la aversión, el odio hacia los extranjeros –ya sean refugiados o inmigrantes, en esto tanto da– está prendiendo de nuevo en Europa. Los grupos racistas y de ultraderecha crecen por doquier, desde la islamófoba Pegida en Alemania hasta los Demócratas de Suecia, pasando por el Partido de la Libertad (PVV) en Holanda, Jobbik en Hungría o el Partido Popular Danés... El fenómeno es general y va más allá de unas minorías vociferantes. Por el contrario, en los antiguos países de la Europa del Este exsoviética, la élite gobernante –con el inquietante Viktor Orbán en Budapest– defiende sin sonrojo un discurso xenófobo y antieuropeo. Y en Polonia, esta línea acaba de triunfar con la victoria, el ­domingo pasado en las elecciones legislativas, del partido nacionalista, ultracatólico y eurófobo Ley y Justicia, de Jaroslaw Kaczynski. Pero semejante evolución no se limita a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. También se da en Europa occidental: un sondeo de esta misma semana otorga al ultraderechista Frente Nacional (FN) una intención de voto del 28% en las elecciones regionales francesas del próximo mes de diciembre, por delante de la derecha de Nicolas Sarkozy (27%) y los socialistas de François Hollande (21%)

Un reciente estudio realizado por el Centro de Estudios Económicos (CES) y el Instituto Ifo (Information und Forschung) de la Universidad de Munich ha constatado que las crisis de tipo financiero como la del 2008 –no así otras crisis económicas de otra tipología– conllevan “una progresión espectacular de los grupos populistas y de extrema derecha”. “Después de una crisis, los votantes parecen particularmente atraídos por la retórica política de la extrema derecha, que acostumbra a culpar a las minorías y los extranjeros”, concluye. Así pasó con el crack de 1929, que dio el poder al Partido Nacionalsocialista en Alemania y al Partido Fascista en Italia, y espoleó la aparición de grupos similares en España, Bélgica, Dinamarca, Finlandia o Suiza. Y así pasa ahora.
Los autores del informe, titulado Going to extremes: Politics after financial crisis, 1870-2014, han analizado los resultados de las 800 elecciones celebradas en los veinte países económicamente más avanzados en los últimos 122 años, y han constatado que los grupos extremistas, preferentemente de ultraderecha –y sólo muy raramente de extrema izquierda–, aumentan un 30% su apoyo en los cinco años posteriores al estallido de la crisis. También aventuran en sus conclusiones que al cabo de un decenio, las aguas vuelven a su cauce y la moderación, a las urnas. Si la hipótesis se cumple, en un par de años el soufflé debería empezar a bajar...

Sólo que quizá estemos delante de otro tipo de crisis, más profunda, más amplia, en la que se mezclan la regresión económica con el desconcierto identitario y el desarraigo cultural, fruto de una globalización que se vive como una amenaza. Este “populismo patrimonial”, como lo ha calificado el politólogo francés Dominique Reynié –autor de Populismo, la pendiente fatal (2011) y Los nuevos populismos (2014), difícilmente se disipará con los primeros brotes verdes de la economía. 

El legado de los liberadores

19/09/2915

La puerta del salón Napoleón III del palacio del Elíseo se abrió y, desde el fondo, Nicolas Sarkozy avanzó con paso firme hacia el atril, en una escenografía mil veces copiada y reproducida en todos los centros de poder –reales o imaginarios– del mundo. Era el 19 de marzo del 2011. Y, con voz pausada y grave, el entonces presidente francés anunció que los aviones de combate Rafale surcaban en ese momento el cielo de Libia prestos a impedir el avance de una columna de blindados del coronel Muamar el Gadafi sobre la ciudad rebelde de Bengasi. La guerra no tiene nada de épica, es sucia y miserable. Así que no hay gobernante que, enredado en una escalada bélica, no se esfuerce en echarle algunas gotas de lirismo, así se esté invadiendo –al alba y con viento de levante– un mero islote poblado de cabras. Al frente de una coalición internacional liderada por Francia y el Reino Unido –Estados Unidos se quedó prudentemente en segundo plano–, Sarkozy fue aquella tarde en el ­palacio del Elíseo todo lo grandilocuente que cabía esperar de un político que nunca ha brillado por su carácter contenido y ­austero.

Apenas seis meses después de aquel anuncio, el 15 de septiembre, Sarkozy y el primer ministro británico, David Cameron eran vitoreados y aclamados como liberadores en Bengasi por una muchedumbre agradecida. Derrotado y en fuga, a Gadafi le quedaba poco más de un mes de vida. Su dictadura había caído.

Cuatro años después, no queda ni rastro de aquel entusiasmo. El balance de la aventura es devastador. Los países europeos, que hicieron de todo por derribar a Gadafi –hasta arrojar lanzamisiles en paracaídas a las milicias rebeldes sin preguntar sus apellidos– se desentendieron después. Enviar una fuerza militar de estabilización era, además de oneroso, demasiado arriesgado. (Los franceses fueron, por cierto, los primeros en pagarlo con la ofensiva islamista en el Sahel, que les forzó en el 2013 a una intervención militar terrestre en Mali)

El resultado: Libia es hoy un país roto, fragmentado, donde dos gobiernos se disputan la hegemonía –el Gobierno legítimo, reconocido internacionalmente, refugiado en Tobruk, y el Congreso Nacional General, controlado por los islamistas, en Trípoli–, mientras las milicias yihadistas de Ansar al Sharia y del Estado Islámico afianzan sus reinos de taifas. Las dos grandes facciones enfrentadas ultiman estos días en la ciudad marroquí de Sjirat unas negociaciones de paz impulsadas con denuedo por el enviado especial de la ONU Bernardino León. Pero aún llegando a un acuerdo, Libia tardará todavía mucho tiempo en recobrar una mínima estabilidad.

Hoy decenas de miles de refugiados de la guerra en Siria llaman a las fronteras de Europa a través de Grecia y Hungría. Pero no hay que olvidar que antes de desencadenarse el tsunami humano de este verano a través del Egeo, el alud de personas que, huyendo de la guerra, las persecuciones y el hambre, trataban de alcanzar las costas europeas partían –y aún lo siguen haciendo– de Libia.
El drama de los refugiados, que tan duramente está poniendo a prueba la solidaridad y cohesión de la Unión Europea, no es –sólo– un problema europeo. Ni una responsabilidad –únicamente– europea. Pero lo que está sucediendo no es en absoluto ajeno a las inconsecuencias de la política exterior occidental. En el caso de Libia, desde luego. Pero en el de Siria también.

El expresidente finlandés Marti Ahtisaari –premio Nobel de la Paz– recordaba esta semana, no sin pesadumbre, que los países occidentales desdeñaron en el 2012 una propuesta de paz de Rusia para Siria –su gran aliado en Oriente Medio– que incluía, entre otras medidas, la retirada de Bashar el Asad. Estaban persuadidos de que el dictador sirio estaba ya en las últimas y no querían regalar ninguna baza al Kremlin. Un grave error de cálculo. Tres años después, Asad sigue ahí. Y la cruenta guerra civil siria, que ha expulsado del país a más de cuatro millones de refugiados –y desplazado a siete millones más–, se ha visto agravada por la aparición del siniestro Estado Islámico y la proclamación, en junio del 2014, del llamado califato. Los yihadistas controlan hoy buena parte del territorio de Siria y el oeste de Iraq, sin que los bombardeos aéreos de la coalición internacional hayan podido hasta el momento revertir el curso de la guerra.

Que el EI reciba apoyo financiero de países del Golfo, o que se haya podido beneficiar del aliento solapado del régimen sirio, no oculta el hecho de que el monstruo es un hijo directo de la azarosa intervención militar en Iraq decidida por George W. Bush –apoyado por la claque de las Azores– para derribar a Sadam Hussein en el 2003. Si tras la victoria, Estados Unidos no hubiera tomado la imprudente decisión de desmantelar el ejército iraquí; si hubiera sido capaz de frenar las ansias de venganza de los chiíes –liberados tras años de sometimiento– sobre la minoría suní... el EI no tendría hoy la fuerza que tiene.

La solución al intrincado conflicto sirio será pactada o no será. Y señales hay, desde Moscú a Washington pasando por Teherán, de que las potencias con intereses en la zona están determinadas a resucitar la vía diplomática. Pero ningún acuerdo será suficiente si no se derrota al Estado Islámico. Una tarea que todo el mundo prevé larga y difícil. En fin, todo el mundo no... Un dirigente político europeo sostenía la semana pasada que se puede vencer al EI “en unos meses” si se ponen los medios necesarios. “No se puede, se debe”, subrayó vigorosamente. ¿Su nombre? Nicolas Sarkozy.

La lista de Cameron

17/10/2015

Cuentan, no sin cierta sorna, los ya escasos veteranos que vivieron los horrores de la batalla de Normandía que los británicos, en los implacables bombardeos que destruyeron la ciudad de Caen en el verano de 1944 para expulsar a los alemanes, fueron con extremo cuidado de no tocar la iglesia abacial de Saint-Étienne, una joya del arte románico. Mientras las bombas caían sin piedad sobre la población, muchos de sus habitantes buscaron refugio dentro de sus muros. Semejante delicadeza no sería deudora, según esta descreída interpretación, del amor al arte o de la fe cristiana de los ingleses. Sino de la voluntad de salvaguardar los restos –en fin, lo poco que quedaba, apenas un fémur– del rey Guillermo I de Inglaterra, enterrado en el coro de la iglesia.

No es en absoluto un azar que William the Conqueror repose en tierras normandas, pues normando era. Nacido en Falaise hacia el año 1027, Guillermo el Conquistador fue primero duque de Normandía, antes de hacerse con el trono de Inglaterra tras vencer en 1066 en la batalla de Hastings al efímero rey Harold II. A Guillermo le sucederían en la corona inglesa una docena de monarcas de dinastías que hoy calificaríamos de francesas –Normandía, Blois y Anjou-Plantagenet–, incluyendo los célebres Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.

Durante tres siglos, el continente tuvo un pie en Inglaterra. Y a la inversa. Los monarcas ingleses llegaron a poseer toda la vertiente atlántica de la futura Francia, de Normandía a Aquitania, lo que dio lugar a un largo conflicto –la Guerra de los Cien años– que no se saldaría hasta 1453 con la victoria del rey francés Carlos VII y la retirada de los ingleses de Burdeos.

“Inglaterra no fue siempre una isla”, escribió Alain Minc –economista, ensayista, consejero político y prolífico asesor de presidentes– en su ensayo El alma de las naciones (2012). La imagen es perfecta. Inglaterra no fue siempre una isla, en efecto, y en cierto modo siempre ha mantenido un pie en el continente, por más que el mito –sublimado en el legendario titular del Daily Mail: “Fog in Channel. Continent cut off” (Niebla en el Canal, el continente aislado)– haya acentuado su carácter insular.

Si alguna constante ha habido en la política exterior de Inglaterra a lo largo de los siglos ha sido la de intervenir activamente en el continente para evitar la peligrosa hegemonía de una única potencia, ya fuera España –en sus tiempos–, Francia o Alemania. Así desde 1714 hasta la Segunda Guerra Mundial. Momento trágico, por cierto, en que Winston Churchill, viendo a Francia desmoronarse ante el avance imparable de la Wehrmacht en 1940, ofreció a la desesperada al Gobierno de Paul Reynaud la creación de una unión franco-británica, con un gobierno único común. Algo que hoy sonaría a ciencia ficción...

Hoy, en cambio, David Cameron juega a hacer ver que quiere abandonar la Unión Europea con el objetivo declarado –y descarado– de arrancar para su país nuevas exenciones y cláusulas derogatorias, aunque sin perder el tan preciado acceso al mercado único. El líder tory, que someterá la permanencia del Reino Unido en la UE a referéndum antes de finales del 2017 –muy probablemente el año que viene–, busca salvaguardas para mantenerse al margen del proceso de integración de la Unión y recuperar competencias, pero sin salir de Europa. Hacerlo significaría romper no sólo con la principal constante histórica de la política exterior británica, sino también renunciar a otro principio igualmente sagrado: mantener la capacidad de influencia allí donde no se pueda mandar.
Cameron aspira llegar al referéndum con suficientes bazas como para pedir el sí. Pero entre las concesiones que Europa no puede aceptar sin traicionarse a sí misma y las exigencias de los euroescépticos, tiene un estrecho margen de maniobra. De momento, el alcance de las demandas del primer ministro británico es todavía muy vago. Calculadamente vago. Sólo se sabe, a partir de lo que expuso en el 2013, que entre sus preocupaciones está que el Reino Unido quede explícitamente al margen de una unión más estrecha, mantenga los mismos derechos que los países de la zona euro, y pueda vetar directivas europeas, así como imponer restricciones a los inmigrantes intracomunitarios. Pero decir esto es decir muy poca cosa mientras no se plasme en propuestas concretas y se vea la letra pequeña. Algo que Cameron ha dilatado todo lo que ha podido, consciente de que cuando se acabe destapando, estará atrapado. “Uno no sale de la ambigüedad sino en detrimento propio”, decía el cardenal Mazarin, el consejero de Luis XIV. Finalmente, la presión del resto de líderes europeos, hartos de ambigüedad, le ha forzado a prometer que presentará su lista de demandas en noviembre. La lista que puede provocar un nuevo seísmo en Europa.

El momento es dramático y la campaña ya ha empezado. A favor de mantenerse en la UE se están movilizando grandes figuras políticas –Blair, Brown, Major– y personalidades del mundo empresarial, como los patrones de la Confederación de la Industria Británica, British Telecom, Sainsbury o BAE Systems. Al frente de la campaña proeuropea (“Stronger in Europe”) está, en fin, un exdirector de Marks & Spencer, Stuart Rose. Todos ellos resaltan los riesgos de quedarse fuera.
Lo cierto es que, al margen de la UE, el Reino Unido ya no es la gran potencia que aún cree ser –un rango que a duras penas sostiene gracias a la City y los Trident–, sino una potencia media. Es verdad que aún figura como el quinto país más rico del mundo, pero su economía apenas representa el 2,7% de la economía mundial. Sólo la Unión Europea tomada en su conjunto está económicamente –que no políticamente– a la altura de los grandes: Estados Unidos y China.

Pero es igualmente cierto que el euroescepticismo ha calado fuerte en la sociedad británica –como en todo el continente, por otra parte– y que en todas las latitudes arraiga la convicción de que en solitario las cosas pueden ir mejor; así los que creen ser un gran tiburón como los que sólo aspiran a ser las rémoras del escualo.

Por ahora, los europeístas tienen ventaja. Pero eso no quiere decir absolutamente nada, como amargamente descubrieron los franceses en el 2005. Un accidente siempre es posible. Porque los referéndums, como las armas, los carga el diablo.

La (otra) guerra de Putin

03/10/2015

El 24 de agosto fue un lunes negro para Vladímir Putin. Ese día, el barril del petróleo cayó a su nivel más bajo en una década –43,06 dólares–, oscureciendo aún más el horizonte de la castigada economía rusa, que prevé acabar el año en recesión. El derrumbe de los precios del petróleo, cuyas rentas representan casi el 14% de la riqueza del país, es la principal causa de los problemas de la economía rusa. Pero no la única. Las sanciones occidentales por el papel de Rusia en la guerra de Ucrania los agravan y, según cálculos del FMI, podrían representarle a medio plazo una merma acumulada de hasta el 9% del PIB. Si se mantienen...

Ese mismo día, a 1.800 kilómetros de Moscú, en Berlín, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, François Hollande, hacían un primer llamamiento desesperado en favor de una respuesta europea a la riada de miles de refugiados que, procedentes de Turquía, atravesaban en masa las fronteras de la Unión Europea por Grecia y Hungría huyendo de la guerra civil en Siria.
A veces, las malas noticias llegan acompañadas de oportunidades.

De repente, para Europa, desbordada por un tsunami humano que no había visto desde la Segunda Guerra Mundial, el conflicto armado en Siria pasaba al primer plano de sus preocupaciones. Todo el mundo se puso rápidamente de acuerdo: había que detener la guerra. Y ahí, Moscú tenía grandes bazas a su favor. Para Vladímir Putin, un jugador excepcional en el tablero de ajedrez mundial, se abría una ocasión inmejorable de salir del agujero y pasar de apestado a aliado fundamental e imprescindible de Occidente. A poco que el conflicto de Ucrania quede apaciguado y congelado, que no resuelto –basta para ello con cumplir lo previsto en los acuerdos de Minsk y mantener el actual alto el fuego–, la Unión Europea podría decidir el próximo mes de enero levantar, al menos parcialmente, las sanciones económicas a Moscú. Algo que ya han apuntado François Hollande y el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel.

Pero para que Moscú haya enviado a Siria varias decenas de cazabombarderos Sukhoi SU-24, SU-25 y SU-30 –basados en la ciudad costera de Latakia–, además de drones, misiles antiaéreos SA-22, carros de combate T-90 y tropas de apoyo, y se arriesgue a un choque accidental en cielo sirio con los aviones occidentales que combaten a las hordas oscurantistas del Estado Islámico, ha de haber en juego algo más que un alivio económico. Y, en efecto, lo hay.

El régimen alauí de Damasco no sólo es un socio histórico del Kremlin desde los tiempos de la Unión Soviética y la Guerra Fría, sino que es hoy el único aliado sólido –en fin, no muy sólido en este momento militarmente hablando, pero sí políticamente– en Oriente Medio. En Siria, Rusia mantiene la única base naval –en Tartus– de que dispone en el Mediterráneo, lo que le confiere un valor geoestratégico fundamental. Sostener al régimen de Bashar el Asad y evitar su desmoronamiento es crucial para Moscú, que sigue queriendo tener voz en Oriente Medio y pesar sobre el futuro del país, incluyendo la futura transición política que se vislumbra.

Putin ha actuado al modo que le es habitual. Disparando antes de preguntar. Sabedor de que sus adversarios –pasó ya en Ucrania– darían un paso atrás. Con su inopinada intervención en Siria, lanzada apenas unas horas después de ser anunciada en la ONU, Putin ha conseguido ya que los países occidentales hayan rebajado rápidamente sus exigencias. La marcha de Asad ya no es una condición previa, sino un resultado final... “Nuestro único enemigo es el EI, Bashar el Asad es el enemigo de su pueblo”, ha subrayado el ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, en una muestra del arraigado pragmatismo hexagonal. Las fuerzas rebeldes moderadas y de la oposición democrática, pese al apoyo de la CIA, están prácticamente desarboladas –y más lo estarán después del castigo aéreo al que los está sometiendo Moscú– y si alguna facción puede salir vencedora del hundimiento de Asad, cuyo ejército pasa por momentos realmente apurados, es el Estado Islámico. De ahí el aparente conformismo occidental ante la política de hechos consumados de Putin: “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

Lo cierto es que, entre los muchos intereses de Moscú en Siria, combatir al Estado Islámico es primordial. Está lejos de ser un mero pretexto. Rusia es la última interesada en el triunfo del califato, que sería un foco temible de desestabilización en el Cáucaso. En las filas del EI y de otros grupos islamistas en Siria –como Al Nusra, la rama de Al Qaeda– se calcula que entre los 20.000 combatientes extranjeros hay algo más de 2.000 rusos –sobre todo de Chechenia y Daguestán–, que en caso de triunfo en Siria podrían regresar a combatir en casa. Una casa donde el 15% es de confesión musulmana.

La partida, sin embargo, es enormemente compleja –y peligrosa–, puesto que sobre el terreno se han configurado dos coaliciones enfrentadas. El objetivo a corto plazo parece común, como lo era batir a Hitler y la Alemania nazi en los años cuarenta –por utilizar el símil del propio Putin–, pero a largo plazo los intereses de los dos bloques son antagónicos. Rusia ha nucleado una coalición con los países chiís de la región: Siria –la minoría gobernante, alauí, es una rama del chiísmo–, Iraq e Irán, la gran potencia de la zona. Enfrente, Estados Unidos y los países europeos militarmente involucrados –los únicos capaces de hacerlo, Francia y el Reino Unido– agrupan a una coalición internacional que reúne a los países árabes suníes, con Arabia Saudí a la cabeza.

Persas y saudíes tienen entablada una guerra, por ahora soterrada, interpuesta, por la hegemonía de la región. Su principal teatro de operaciones ha sido hasta ahora Yemen. Y Siria podría ser la siguiente ficha del dominó. Con el riesgo de una escalada general.