sábado, 29 de octubre de 2016

Manga: Astroboy contra Superman


A principios de los años treinta, en un Japón duramente golpeado  por la devastadora crisis económica mundial que siguió al crack bursátil de 1929, se popularizó un teatrillo ambulante conocido como Kamishibai. Vendedores de caramelos y golosinas ofrecían a los niños, a cambio de su mercancía, la lectura de historias fantásticas ilustradas por láminas con dibujos que iban sucediéndose –cual viñetas de un cómic– conforme avanzaba el relato. Se trata de uno de los antecedentes más claros del manga moderno, convertido hoy en un fenómeno global. Esta potentísima industria, que en Japón representa el 30% de la producción editorial y extiende sus tentáculos a la televisión, el cine y el merchandising, afronta hoy un momento crucial, caracterizado por el descenso de las ventas en papel y la emergencia  balbuciente del sector digital.

La revista de manga Jump, un tocho de papel barato que supera las 400 páginas y ofrece semanalmente a sus lectores numerosas historietas por capítulos a un módico precio (unos dos euros y medio), tiene una tirada de 2,7 millones de ejemplares. Es la más vendida en Japón gracias, entre otras cosas, a publicar desde 1997 las historias –destinadas al público infantil y juvenil– del grupo de piratas de One Piece, el manga japonés más exitoso de todos los tiempos con ventas acumuladas de cientos de millones de ejemplares en todo el mundo: el año pasado, la entrega número 80 de la serie alcanzó un récord histórico de ventas, con 3,6 millones de ejemplares sólo en Japón.

Semejantes cifras, que pueden parecer mareantes para mercados editoriales mucho más modestos, esconden sin embargo un cierto declive. El semanario Jump vende aún muchísimo, pero muy poco si se compara con los seis millones de ejemplares que alcanzó a mediados de los años 90. “En la última década se ha producido un descenso sostenido de las ventas en papel, más en el segmento de las revistas que en el de los libros”, constata Kazuma Yoshimura, director del Centro Internacional de Investigación del Manga y miembro de la junta directiva del Museo del Manga de Kioto. Globalmente, la cifra de negocios de las historietas de manga en papel ha caído de 4,5 millones de euros anuales en el 2006 a  3,1 millones en el 2015, sobre todo por las pérdidas de las revistas. Al mismo tiempo, el negocio digital ha subido en el mismo periodo de 0,1 a 1,5 millones... “Las pérdidas en un lado parece que podrían compensarse por el otro”, apunta Yoshimura.

No se muestra tan optimista Kohei Nishino, profesor de manga en la Universidad de Kioto Seika y autor de historietas junto a su mujer bajo el seudónimo de Konohana Sakuya. “El aumento del consumo digital no alcanza por ahora a compensar le pérdida en el papel”, constata. Y eso que Nishino es un pionero: en 1996 creo la primera página web y ha desarrollado aplicaciones especialmente pensadas para tabletas y smartphones. La historia se sigue desarrollando en viñetas, pero se incorporan vídeos y voces. La ventaja, de cara a la internacionalización del producto, es que el texto escrito se puede leer en diferentes idiomas, a elegir.

Kohei Nishino tiene su despacho en el quinto piso de la Facultad del Manga –la única existente en todo Japón–, situada en uno de los campus de la Universidad de Kioto, al norte de la ciudad. En ella hay inscritos entre 800 y 900 estudiantes, a quienes se forma no sólo en el dibujo, sino en la animación y también en el desarrollo de productos derivados.  El ambiente aquí es alegre y desenfadado. Nada encorsetado. En cierto sentido, muy poco japonés.

“Siempre les digo a mis alumnos que no deben escuchar lo que digan los adultos, sino guiarse por lo que ellos piensan o sienten por sí mismos”, explica Nishino con su aspecto de eterno adolescente. Un planteamiento que en este hemisferio puede parecer evidente, pero que en Japón choca brutalmente con un sistema de enseñanza y una organización social que prima la obediencia y la disciplina por encima de todo.

Pero justamente lo que exige a sus estudiantes Kohei Nishino, alias Konohana Sakuya –“Konohana es el nombre de la diosa del monte Fuji y Sakuya alude al sake”, explica–, es lo que está detrás del éxito apabullante del manga más allá de las fronteras del país del sol naciente. En Japón, el manga tiene un publico universal, incluyendo a los adultos. Hay multitud de géneros: fantástico, histórico, romántico, divulgativo, realista, femenino, erótico... Pero el que se lleva la palma es el dirigido al público infantil y juvenil. Y es en este segmento donde se ha expandido por el mundo –principalmente, en Asia y Europa–, primero a través de series de dibujos animados y después a través de publicaciones y libros.

“Hay muchos jóvenes en el mundo del manga –¡hay incluso una debutante de 14 años!–, y eso hace que los dibujantes y guionistas pertenezcan a la misma generación que sus lectores. Que los adultos se pongan a pensar lo que les interesa a los jóvenes es difícil que funcione”, sostiene Nishino.

La diferencia fundamental entre el manga infantil-juvenil japonés y los cómics occidentales es la misma que va entre el gran superhéroe americano Superman, creado en los años treinta del siglo pasado por Jerry Siegel y Joe Shuster, del ídolo japonés de los años cuarenta Astroboy –un robot infantil son sentimientos humanos–, creado por Tezuka Osamu, considerado el padre fundador del manga moderno. En el manga, el héroe acostumbra a ser  un niño en defensa de la justicia.

Desde el punto de vista formal,  se diría que el estilo del dibujo es una de las principales características que distinguen al manga japonés del cómic de tradición norteamericana o franco-belga. Pero a la vista de la variedad de estilos que circulan por Japón, esta intuición se tambalea. Si hubiera que encontrar los rasgos más específicos del manga habría que buscarlos más bien, según Kazuma Yoshimura, en la expresión –más que el dibujo, la disposición de las páginas, donde las viñetas se combinan de forma mucho más libre que en el cómic occidental–, la difusión –un sistema de rotación, que pasa por las revistas antes de su traducción en libro– y la variedad de géneros, que hace que el manga tenga también un elevado consumo por parte de los lectores adultos: “A diferencia de Europa, en Japón los padres de 50 años saben más de manga que sus hijos”.



Temblores en el Pacífico

Viernes 21 de octubre, 14.07 de la tarde. Un seísmo de magnitud 6,6, cuyo epicentro se halla situado diez kilómetros bajo tierra, sacude la población japonesa de Kurayoshi, en la prefectura de Tottori (oeste). A 150 kilómetros de allí, en el despacho del profesor Kohei Nishino, de la Universidad de Kioto Seika,  los móviles de varios de los presentes lanzan una ruidosa alerta: “¡Terremoto! ¡terremoto!”. Segundos después, el suelo empieza a temblar y el edificio, a tambalearse. El movimiento y el ruido sordo que surge de la tierra cesan instantes después. En Tottori se cuentan 15 heridos, 165 viviendas dañadas y 2.800 personas refugiadas. Aparte de eso, sólo un susto, uno más. La vida sigue, sin inmutarse.

En las horas previas al temblor de Tottori, otros dos seísmos, en este caso de carácter político, habían hecho temblar –de verdad– a la clase dirigente japonesa: el miércoles, en su último cara a cara con  Hillary Clinton, el candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump, había advertido que Japón y Corea del Sur deberían ir pensando en arrimar más el hombro para su propia defensa y esperar menos de Washington. El jueves, en visita oficial a Pekín, el impetuoso presidente filipino, Rodrigo Duterte, había anunciado su intención de poner fin a la alianza militar con Estados Unidos y acercarse a China. Dos movimientos que, en caso de confirmarse, alterarían radicalmente el equilibrio geoestratégico en una de las regiones más calientes del mundo.

El politólogo Ken Jimbo, profesor de la Universidad de Keio e investigador del Canon Institute for Global Studies (CIGS) no cree en una victoria de Donald Trump –“Cuanto más habla, menos posibilidades hay de que gane las elecciones”, opina–, pero sus posicionamientos demuestran, a su juicio, una nueva y preocupante tendencia  en la opinión pública de Estados Unidos, que puede empujar al país hacia el aislacionismo. “Hasta ahora, EE.UU. ha actuado como garante del equilibrio global. Si abandona ese papel, puede ser un desastre”, advierte. Desde luego, lo sería para Japón, de quien Estados Unidos se ha erigido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en el protector oficial. Pero también para Corea del Sur y para Filipinas... Mal que le pese a Duterte. “Si Filipinas fuera atacada, sólo Estados Unidos podría salir en su defensa”, subraya pensando en China.

El juego de Duterte, que un día afirma una cosa y al día siguiente la matiza –cuando no la contradice–, es oscuro. Nadie se atreve a pronunciarse sobre lo que realmente pretende o a adónde se dirige. “Está claro que no le gusta Estados Unidos, pero tampoco sabemos por qué”, admite Tetsuo Kotani, del Japan Institute of International Affairs (JIIA),  para quien el giro político de Duterte está en contradicción con la disputa territorial que su país mantiene con Pekín en el mar de China Meridional por las islas  Spratly, y que el pasado mes de julio suscitó un pronunciamiento del Tribunal Internacional de La Haya favorable a Manila (que los chinos no reconocen).

El mar de China Meridional, y en menor medida el mar de China Oriental, se han convertido en el escenario de un pulso geoestratégico por la hegemonía en la región Asia-Pacífico, con China y Estados Unidos jugando a amedrentarse mutuamente con sus fuerzas navales, que lo convierten en un polvorín. Desde su nueva fortaleza económica y militar, China lleva tiempo sometiendo a una fuerte presión a sus vecinos del sur con sus reivindicaciones sobre los archipiélagos intermedios: a Filipinas, Vietnam,  Taiwán, Malasia y Brunei en las islas Spratly –zona donde Pekín ha empezado a construir islas artificiales–; a Taiwán y Vietnam en las islas Paracelso, y de nuevo a Taiwán en las islas Pratas. Al este, frente a Japón, las maniobras agresivas de Pekín se centran en las islas Senkaku.  Cada paso de China destinado a tratar de cambiar por la vía de los hechos el actual statu quo es respondido por EE.UU. paseando a sus  buques de guerra por estas aguas.

“Estados Unidos siempre ha tenido  mucha influencia en esta zona, y ahora China se ve con fuerza militar suficiente para cambiar esta situación”, opina Tetsuo Kotani, para quien todas estas maniobras en el mar Meridional y el mar Oriental tienen en última instancia el objetivo de prevenir un eventual intento de Taiwán de proclamar la independencia.

El otro punto de ignición bélica es Corea del Norte. Desde que Kim Jong Un asumió las riendas del país,  el régimen de Poyngyang ha aumentado la escalada militar. Sólo en los últimos ocho meses, ha realizado dos ensayos nucleares y lanzado una docena de misiles balísticos. “Es sin duda la amenaza más grave en la zona”, considera el profesor Jimbo, puesto que “ya no se trata de gestos simbólicos como en el pasado, sino que Corea del Norte busca hacer operativos sus sistemas”. “Es muy serio”, remarca.

Los agoreros de una Tercera Guerra Mundial tienen en el Pacífico –además de en los diversos escenarios de la confrontación entre Rusia y EE.UU.– uno de sus focos potenciales más importantes. Los analistas japoneses no creen en la posibilidad de una conflagración general –“No es probable un enfrentamiento directo entre China y Estados Unidos, ambos países van con mucho cuidado”, sostiene Kotani–, aunque el riesgo de un conflicto militar entre el gigante asiático y alguno de los países de su entorno no es descartable. “Un conflicto de baja intensidad es posible”, admite Jimbo, pero no una guerra global: “Sería un desastre humano y económico, el interés común de todos los países es evitarla”. A diario, sin embargo, se suceden los roces (ayer mismo, China advirtió a Japón sobre las “peligrosas maniobras” de intercepción de sus cazas) y cualquier incidente puede desencadenar el mecanismo infernal.


El problema con los seísmos es que nunca se sabe si constituyen temblores pasajeros o anticipan un terremoto devastador.


sábado, 15 de octubre de 2016

El suicidio del escorpión

El miércoles 23 de abril de 1969, el general Charles de Gaulle, presidente de la República francesa, reunió por última vez a su Consejo de Ministros. Al término de la sesión, como era su costumbre, se despidió de los presentes con un “Hasta el próximo miércoles”. Los rostros de los ministros recibieron sus palabras con incredulidad y preocupación. Nada era más incierto. Cuatro días más tarde, un referéndum convocado para aprobar la instauración de las regiones y la reforma del Senado, al que De Gaulle había apostado su continuidad en el Elíseo, podía dar al traste con todo. El propio general, tras unos instantes de duda, agregó: “En fin, eso creo, eso espero; si no, habrá pasado una página de la Historia”. Y eso fue exactamente lo que pasó el domingo 29 de abril.

Una mayoría neta –aunque no aplastante– de franceses (el 52%) votó no, y pocas horas después, pasados apenas unos minutos de medianoche, el presidente francés, el líder de la resistencia contra los alemanes, el liberador, el fundador de la V República, comunicó su renuncia irrevocable. Ni siquiera el primer ministro británico, David Cameron, gravemente desautorizado por sus conciudadanos en el referéndum del Brexit, el pasado 23 de junio, fue tan rápido en dimitir.

El referéndum de De Gaulle de 1969  es prototípico. Muchos otras consultas posteriores han tenido similar génesis, desarrollo y desenlace (incluso aunque al final no haya mediado dimisión alguna). El asunto que se ventilaba, en este caso, no era fundamental. Pero aunque lo hubiera sido. Pronto se vio que lo que se preguntaba no era lo esencial, sino que lo que se jugaba en realidad era la aprobación o rechazo al jefe del Estado y a su política. El propio De Gaulle, que había sido fuertemente contestado en la crisis de Mayo del 68, fue el primero en quererlo así. Ansiaba el aval de la nación. Y así le fue. Los franceses no votaron contra la regionalización del país. Votaron contra De Gaulle. “Referéndum es un consulta en que se hace una pregunta a los ciudadanos y estos responden lo que les da la gana”, dice acertadamente una sarcástica definición  en boga estos días...

En un reciente artículo publicado en Foreign Policy, el politólogo Matt Qvortrup, profesor de la Universidad de Coventry, constataba que el referéndum es un instrumento preferentemente utilizado por los políticos en tiempos de inestabilidad en busca de respaldo social, que indefectiblemente acaba poniendo en la balanza la confianza o desconfianza hacia el poder establecido y, en consecuencia, resulta incontrolable. Pero que sea incontrolable, subrayaba, no quiere decir que su resultado no pueda ser predecible. “Si algo sabemos de los referéndums –concluía– es que los gobiernos que llevan largo tiempo en el poder tienden a perderlos más frecuentemente: de media pierden un 1,5% de apoyos por año de gobierno”. Si hubieran tenido presente este cálculo acaso ni el británico David Cameron ni el colombiano Juan Manuel Santos –que perdió el referéndum del pasado 2 de octubre para ratificar los acuerdos de paz con las FARC– se hubieran aventurado por este camino. No son las únicas consultas fallidas realizadas este año: en abril, los holandeses tumbaron en referéndum el acuerdo de asociación de la Unión Europea con Ucrania, y en octubre –mediante una abstención masiva– los húngaros infligieron un serio correctivo al primer ministro Vitkor Orbán... El premier  Matteo Renzi, que someterá el 4 de diciembre al plebiscito de los italianos su reforma electoral y del Senado, puede empezar a prepararse, porque los sondeos le vaticinan un fracaso similar al del resto de sus homólogos... “La paradoja es que cuantos más gobiernos pierden sus referéndums, más  parecen dispuestos a convocarlos”, se exclamaba Rosa Balfour, de la Fundación Marshall, en un intercambio con Judy Dempsey, del think tank Carnegie Europe. Es como el suicidio del escorpión. No lo pueden evitar.

Imbuido de esta fiebre del referéndum, como la calificó recientemente con sarcasmo la agencia oficial china de noticias Xinhua, el expresidente francés Nicolas Sarkozy –candidato a la reelección en el 2017– ha hecho bandera electoral de  las consultas populares y, presentándose como heredero de De Gaulle, promete convocar al menos dos: para recortar derechos a los inmigrantes y para reforzar el control de  los sospechosos de terrorismo. Populismo más descarado, imposible.

Quienes invocan  el referéndum como la quintaesencia de la democracia y hacen ostentación de su voluntad de dar voz al pueblo  son frecuentemente los primeros en desconfiar  de la opinión de ese pueblo y en estar dispuestos a corregir el tiro si el resultado no es el esperado.

En el 2005, los franceses tumbaron el proyecto de Constitución Europea. Pero en el 2007, buena parte de lo previsto en el proyecto fue incorporado al Tratado de Lisboa sin pasar de nuevo por las urnas (siendo presidente un tal Sarkozy, por cierto). A los holandeses, que les secundaron, les sucedió algo similar. En julio del 2015, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, logró que sus conciudadanos rechazaran en referéndum las condiciones de la UE para el rescate financiero de su país, para acto seguido acatar todas y cada una de ellas (bajo amenaza de expulsión). El referéndum convocado por el jefe de gobierno húngaro, Viktor Orbán, para bloquear las cuotas europeas de refugiados en su país resultó inválido por falta de quórum, lo cual no le ha impedido empezar a tramitar una reforma constitucional en este sentido. Juan Manuel Santos, ahora con el concurso del líder opositor Álvaro Uribe –adalid del no–, intenta salvar el proceso de paz en Colombia pese al rechazo de los colombianos. Y ya veremos qué acaba pasando con el Brexit...

No es no... pero más o menos, a veces. Sí es sí... pero depende, no siempre.

sábado, 1 de octubre de 2016

El país de nunca jamás

Pequeño y enjuto, Muhamed Kresevljakovic, tenía 53 años cuando aterrizó en Barcelona en julio de 1992, en vísperas de los Juegos Olímpicos. Pero parecía mayor. Antiguo profesor de historia, su larga carrera como experto en la conservación del patrimonio no le había preparado para la carga que en aquellos momentos tenía que soportar. Elegido alcalde de Sarajevo en 1991, desde hacía tres meses tenía que hacer frente al drama de una ciudad asediada y bombardeada por las milicias serbobosnias y el ejército federal yugoslavo, cuyos habitantes eran cazados como ratones por los francotiradores chetniks apostados en la ribera sur del río Miljacka.

Animado por el entonces alcalde Pasqual Maragall, Kresevljakovic vino a Barcelona a llamar la atención del mundo y pedir ayuda internacional para la capital de Bosnia-Herzegovina. “Sarajevo ha sido totalmente destruida. Sus escuelas, sus fábricas, sus casas, sus industrias. Pero la mayor catástrofe que nos puede ocurrir es que pierda su espíritu de convivencia”, declaró en una entrevista con La Vanguardia. En una conferencia de prensa en el Ayuntamiento de Barcelona, el alcalde de Sarajevo –de confesión musulmana– compareció flanqueado por dos miembros de su gobierno, serbio uno, croata el otro, en un intento de demostrar que la guerra no había acabado con la realidad multiétnica y la tradición de tolerancia de Sarajevo, y subrayar que los únicos culpables eran los extremistas, fueran del signo que fueran. “Si un día Sarajevo se rompe en pedazos, renunciaré”, aseguró un año después. En 1994 había dejado ya la alcaldía...

Pasqual Maragall, uno de los políticos europeos –a su nivel– más activos en defensa de Sarajevo, lideró un movimiento solidario de ciudades que desembocó en 1996 en la apertura de una suerte de embajada europea en la capital bosnia. En marzo de ese año, el entonces alcalde de Barcelona encabezó una expedición a Sarajevo para inaugurarla. Apenas tres meses antes, en diciembre de 1995, se habían firmado en París los acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra –que había causado 100.000 muertos y dos millones de desplazados– al precio de dividir el país en dos entidades subestatales: la Federación de Bosnia-Herzegovina –compartida por los bosnios musulmanes, que decidieron llamarse a sí mismos bosniacos, y los bosniocroatas, de religión católica– y la República Srpska –donde se agrupó la población serbobosnia, de religión ortodoxa–.
En aquellos días, Sarajevo era todavía una ciudad destruida, física y moralmente, sus edificios se mostraban acribillados por los proyectiles y sus calles seguían sembradas de contenedores dispuestos para proteger a los viandantes de los disparos enemigos...

Cuando, después de un largo viaje en autocar siguiendo la costa croata desde Split y remontando después el río Neretva, Maragall llegó a Sarajevo, se encontró con las puertas del ayuntamiento cerradas y, por toda explicación, el breve mensaje de un seco funcionario gubernamental comunicándole que el municipio había sido disuelto horas antes y el alcalde –su amigo Tarik Kupusovic, que había sido pregonero de las fiestas de la Mercè–, depuesto de su cargo. La destitución del sucesor de Kresevljakovic decretó el fin del sueño de la ciudad abierta y tolerante que ambos habían luchado por salvaguardar y el advenimiento de una era marcada por el establecimiento de compartimentos estancos de carácter étnico-religioso y una nueva hegemonía identitaria islámica.

Han pasado veinte años y nada ha cambiado sustancialmente. Los acuerdos de Dayton detuvieron la guerra de la ex-Yugoslavia, pero no han servido para traer la paz. Ni para hacer de Bosnia-Herzegovina un verdadero país. Las divisiones existentes a principios de los años noventa siguen ahí. Si acaso, corregidas y aumentadas.

La comunidad bosnia musulmana, antaño víctima del fuego cruzado de ultranacionalistas serbios y croatas, se ha radicalizado a su vez. La vieja dominación otomana dio paso en los noventa a la influencia saudí –a través de inversiones y de la construcción de mezquitas y escuelas coránicas– y con ella la difusión de un islam intolerante y ultraconservador. El extremismo islámico encuentra eco en una juventud maltratada por el paro –cerca del 60%–, hasta el punto de que Bosnia es el país con mayor número de yihadistas combatiendo en el exterior en relación con su población.

Los bosniocroatas, unidos a los musulmanes por los acuerdos de Dayton –pese a haber ido a degüello en Mostar y otros enclaves–, sueñan con irse por su cuenta y crear una tercera entidad subestatal. Y la comunidad serbobosnia de la República Srpska, dirigida por un nacionalista radical –Milorad Dodik–, sigue acantonada en sus certidumbres. Sus habitantes ansían desgajarse de Bosnia y reunirse con sus hermanos serbios, y en sus calles el tenebroso Radovan Karadzic –condenado a cuarenta años de prisión por el Tribunal Penal Internacional de La Haya por genocidio y crímenes contra la humanidad– es loado como un héroe y padre fundador.

El referéndum unilateral del pasado 25 de septiembre, por el que los serbobosnios declararon el 9 de enero –fecha de creación de su república– “Día del Estado”, ha crispado las relaciones con el Gobierno central y ha alentado un cruce de acusaciones de una violencia verbal que parecía olvidada. El representante musulmán en la presidencia colegiada de Bosnia-Herzegovina, Bakir Izetbegovic, ha vaticinado al líder serbobosnio que acabará como Gadafi, mientras el ministro de Exteriores de Serbia, Ivica Dacic, advertía que su ejército saldría en defensa de sus hermanos serbios si fueran atacados... El lenguaje bélico vuelve a impregnar los Balcanes.

Muhamed Kresevljakovic ya no está para verlo. Murió, prematuramente, en el 2001. Primer año de un siglo no tan nuevo.