lunes, 31 de octubre de 2022

El inquietante Mr. Musk


@Lluis_Uria

Para conectarse a internet en cualquier parte del mundo, incluso en las zonas más aisladas, basta una pequeña y sencilla antena parabólica de 51,3 por 30,3 centímetros, un trípode y un router. El equipo cuesta 390 euros y el abono mensual, 70. El servicio es ofrecido por la empresa Starlink, del multimillonario norteamericano Elon Musk, que utiliza un enjambre de 2.400 satélites (acabarán siendo 12.000) puestos en órbita por la empresa matriz SpaceX, la principal compañía espacial privada del planeta, con el fin de universalizar la conexión a internet.

Una de las claves de los éxitos militares de Ucrania frente a la invasión rusa es justamente esta tecnología, que ha permitido garantizar en todo momento y circunstancia las comunicaciones entre el estado mayor y las diferentes unidades del ejército ucraniano. La decisión personal de Musk de facilitar al Gobierno de Kyiv 25.300 terminales de Starlink –más sofisticados que los destinados al gran público– y de prestar el servicio de conexión por satélite ha acabado determinando el desarrollo de la guerra.

Que una ayuda de este calibre dependa de una empresa privada y, en última instancia, de la decisión de una sola persona, que no responde ante nadie más que ante sí mismo, abre ya de por sí importantes interrogantes sobre su legitimidad. Pero además la hace enormemente frágil. Dos episodios recientes ilustran hasta qué punto la intervención de Musk en Ucrania puede ser volátil.

El primero de ellos data del mes pasado, aunque se ha conocido ahora gracias a una información de la CNN: la empresa SpaceX envió en septiembre una carta al Pentágono en la que instaba al Departamento de Defensa de Estados Unidos a asumir el coste del servicio de Starlink en Ucrania (120 millones de dólares hasta final de año y 400 millones más para todo el 2023, lo que incluiría la entrega de 8.000 terminales más solicitados por el ejército ucraniano). SpaceX alegaba que la empresa no podía seguir asumiendo este esfuerzo económico (que, por otra parte, tampoco ha hecho en solitario, pues los gobiernos norteamericano y polaco también han sufragado parte de los gastos)

Tras destaparse el asunto, Musk retiró la petición, aunque el problema puede volver a suscitarse en cualquier momento. En previsión de ello, Washington y Bruselas estudian asumir el coste del servicio de Satrlink, antes de poner en peligro las conexiones del ejército ucraniano.

Paralelamente, el patrón de SpaceX  se lanzó a proponer a través de Twitter un plan de paz para Ucrania que –para horror de Kyiv– planteaba reconocer la soberanía rusa sobre la península de Crimea, anexionada por Moscú en el 2014, y la celebración de referéndums supervisados por la ONU en las zonas ocupadas por los rusos en el este y en el sur del país para determinar si sus habitantes quieren unirse a Rusia o seguir en Ucrania.

Según el politólogo Ian Bremmer, del Grupo Eurasia, Musk le explicó haber hablado personalmente poco antes con el presidente ruso, Vladímir Putin, quien le habría explicado cuáles eran sus líneas rojas. Musk negó haber mantenido esta conversación, pero sí justificó su iniciativa  por el miedo a una escalada que conduzca a un conflicto nuclear. La intervención del magnate no sólo irritó al Gobierno ucraniano, sino que levantó una polémica política  en EE.UU. y en Europa.

Cada vez más interesado en los problemas geopolíticos globales –¿cómo no podría estarlo un individuo que pretende salvar a la humanidad colonizando Marte?–, Musk se atrevió también a proponer  una solución para el conflicto de Taiwán, sobre la que China reivindica su soberanía pero que en la práctica funciona como un territorio independiente. En una entrevista con el Financial Times,  el multimillonario planteó buscar un acuerdo sobre la base de que Pekín mantuviera un cierto control sobre la isla. Lo cual fue ásperamente rechazado por las autoridades de Taipei.

El activismo personalista de Elon Musk podría resultar  curioso, si no fuera inquietante. Porque a sus 51 años el empresario norteamericano no es un outsider cualquiera:  no sólo es el hombre más rico del mundo (con una fortuna estimada en 219.000 millones de dólares), sino que las grandes empresas tecnológicas que controla y las que está a punto de controlar le otorgan un inmenso poder.

La galaxia empresarial de Musk comprende hoy Tesla Motors (coches y baterías eléctricas, así como un prototipo de robot humanoide, el Optimus), SolarCity (energía solar), The Boring Company (infraestructuras de transporte), OpeanAI (inteligencia artificial), Neuralink (desarrollo de interfaces cerebro-ordenador) y SpaceX, que además de gestionar la red de satélites Starlink ha desarrollado fundamentalmente los cohetes y naves espaciales que ahora utiliza la NASA para enviar a astronautas a la Estación Espacial Internacional y para la futura misión tripulada a la Luna prevista para el 2025.

A todo este complejo industrial, Musk pretende añadir próximamente la red social Twitter (por 44.000 millones de dólares), de la que él mismo es un activísimo usuario y donde tiene 109 millones de seguidores. El magnate ya ha advertido que su intención es garantizar una “absoluta libertad de expresión” en la red, lo que probablemente incluirá al hoy vetado Donald Trump... Inteligente, brillante, con una capacidad de trabajo extraordinaria, hay quienes ven en Elon Musk a un genio. Pero es también un hombre endiosado y excéntrico que apenas disimula su mesianismo. Un megalómano para quien la intervención en los asuntos del mundo parece ser irresistible. Y peligrosa.

 

El partido caníbal

@Lluis_Uria

No, el problema no era Liz Truss. Tampoco Boris Johnson. Ni Theresa May. Ni David Cameron. Eran todos ellos a la vez. Cuando los cuatro últimos primeros ministros conservadores del Reino Unido, desde el 2010 hasta nuestros días, se revelan un fiasco semejante es evidente que el problema no es personal, ni individual. Es el resultado de un sistema, el producto de un partido gangrenado por las luchas intestinas por el poder, y minado por la inconsistencia y la mediocridad políticas. No son ni Truss, ni Johnson, ni May, ni Cameron el problema. Son los tories colectivamente. 

¿En qué momento el partido de Churchill y Thatcher empezó su descenso a los abismos? Quizá fue justo el instante en que decidió sacrificar salvajemente a la antigua Dama de Hierro. Recordémoslo: sucedió en el otoño de 1990, las encuestas iban mal para los conservadores y la premier, tras once años en el número 10 de Downing Street, presentaba ya un serio desgaste político. Así que decidieron quitársela de en medio. La leyenda, hoy reivindicada por la fugaz Lizz Truss, entonces ya molestaba.

La acción desencadenante de las hostilidades fue la dimisión del viceprimer ministro Geoffrey Howe, un modus operandi que ha acabado integrando la liturgia caníbal del partido tory. Thatcher no sobrevivió más de 27 días a este desafío antes de presentar su renuncia. Los conservadores británicos probaron la sangre y les gustó. Y así les ha ido… Hasta acabar, estos últimos seis años, entregándose a una orgía desenfrenada de antropofagia.

Tras Margaret Thatcher, el periodo de John Major, no exento de convulsiones internas, fue el acto final de un proceso de decadencia que inauguraría, con la elección de Tony Blair –y después de su sucesor, Gordon Brown-, un periodo de 13 años de dominio laborista, el paréntesis más largo para los tories desde la Segunda Guerra Mundial.

El retorno de los conservadores al poder en el 2010 con David Cameron debía ser el inicio de la redención. Pero en realidad abrió las puertas del purgatorio. El nuevo primer ministro pasará a la historia del Reino Unido como el responsable -sin pretenderlo- de la traumática salida británica de la Unión Europea. El referéndum del Brexit celebrado en el 2016, una burda y arriesgada añagaza de Cameron para tratar de reforzar su poder dentro del partido -¡una vez más!- y contrarrestar al ascenso de los nacionalistas del UKIP, se saldó con un estrepitoso fracaso. La victoria de los brexiters (por 51,95% contra 48,1%) abrió una grave fractura en la sociedad británica e inició un periodo de inestabilidad política y económica que está lejos de haberse cerrado.

La consulta acabó, por descontado, con la carrera política de Cameron. Y ha acabado marcando también la de sus zarandeados sucesores, víctimas propiciatorias –cada vez con más celeridad- del fuego amigo. El espectáculo ofrecido por la política británica en los últimos seis años a manos de Theresa May, Boris Johnson, Lizz Truss y sus camaradas de partido recuerda vivamente el de las peripecias cómico-taurinas de La Banda del Empastre o el Bombero torero, que durante siete décadas recorrieron las plazas de España con sus bufonadas. Sería risible, si no fuera tan serio. 

Durante este tiempo, el partido conservador británico se ha entregado a una deriva nacionalista inquietante, ha desorientado a su electorado natural dando continuos bandazos ideológicos –ora fingidamente keynesiano, ora neoliberal thatcherista-, ha abusado de la demagogia –si no de la mentira- y mostrado una frivolidad espeluznante. En su carrera hacia ninguna parte ha acabado logrando que los mercados financieros y hasta el mismísimo FMI le obligaran a corregir de arriba abajo su política económica.

El declive de los tories no deja de ser un reflejo del propio declive del Reino Unido, sin norte desde su abrupta salida de Europa. Las crisis consecutivas de la pandemia de covid y la guerra de Ucrania han podido enmascarar un tanto la realidad. Pero lo cierto es que el Brexit, lejos de ser la llave de un futuro próspero y radiante, se ha convertido en una losa. Estudios e informes recientes del think tank The Resolution Foundation, vinculado a la London School of Economics, el Centre for European Reform (CER) o la propia Oficina de Responsabilidad Presupuestaria -un organismo gubernamental- apuntan que la salida del mercado único europeo ha provocado ya, y va a seguir provocando, una pérdida de la productividad y la competitividad británicas, un descenso de las inversiones y del comercio exterior, y un menor crecimiento del PIB.

El partido que prometió el oro y el moro, el causante del desastre, el mismo del que han salido los calamitosos últimos primeros ministros va a elegir en los próximos días un nuevo líder y jefe de Gobierno. Confiar en que vaya a enderezar el rumbo o llegue vivo a las elecciones del 2025 sería sin duda mucho creer.

 

 

 

 

 

 

lunes, 17 de octubre de 2022

El Waterloo de Putin


@Lluis_Uria

Hay que ver sus rostros, algunos esculpidos ya por la edad. Sus gestos escasamente marciales, sus miradas de fatiga y resignación. Son los conscriptos de Vladímir Putin, los 300.000 reservistas que están siendo movilizados a toda prisa para enviar a Ucrania y tratar de evitar una humillación militar. Para intentar salvarle la cara también al presidente ruso, que cuando el 24 de febrero ordenó la invasión del país vecino cometió el mayor error de su vida (además de un crimen). Un desatino que, según una extendida opinión entre observadores y analistas, le va a conducir indefectiblemente a la derrota.  Sin remedio.

La variopinta y desmotivada tropa que el ejército ruso se dispone a enviar al campo de batalla –en su mayoría, de las clases más modestas, las regiones más alejadas, las minorías más menospreciadas de Rusia– no parece que vaya a ser capaz de revertir la situación actual, marcada por una exitosa contraofensiva ucraniana. Son carne de cañón. Vidas que  serán sacrificadas para nada.

La guerra de Ucrania ha tomado en las últimas semanas un derrotero inesperado. El ejército invasor no sólo  no avanza en la consecución de sus objetivos militares –no controla al completo ninguna de las provincias formalmente anexionadas–, sino que se bate en retirada ante el empuje del ejército ucraniano: mucho más motivado, mejor equipado –con modernas y efectivas armas occidentales– y mejor dirigido que su adversario. El ejército ruso, que todo el mundo creía un gigante, se ha revelado una ficción. Fracasó en el intento de tomar Kyiv y está fracasando ahora en el Donbass y en el sur. Y los expertos militares occidentales dudan mucho de que los refuerzos puedan revertir la dinámica actual. Lo cual no quiere decir que la guerra vaya a acabar en dos días.

El malestar en Rusia por el giro que han dado los acontecimientos es evidente y desborda los estrechos márgenes que marcan la censura y la propaganda. El recurso a la movilización “parcial” –como se ha presentado–, ha llevado la guerra a los hogares rusos, hasta ahora amparados en la ficción de la “operación militar especial”. Cientos de miles de hombres en edad de ser reclutados han abandonado el país por sus fronteras terrestres hacia Finlandia, Georgia o Kazajistán –¡hasta en pateras hacia Alaska atravesando el estrecho de Bering!– para evitar ir al frente.

Mientras, la frustración y el descontento crecen entre los aliados ultranacionalistas de Putin, quienes –con el líder checheno Ramzán Kadírov a la cabeza– reclaman medidas radicales y castigos ejemplares para los responsables del desastre (sin cuestionar al líder, por ahora)

“Rusia está perdiendo la guerra  y la decisión de movilizar al país está condenada antes de empezar”, opinaba esta semana Doug Klain, del Eurasia Center (adscrito al Atlantic Council) en Foreign Policy. No es, ni de lejos, el único que piensa así. El general norteamericano ya retirado David Petraeus, veterano de Irak y Afganistán, y ex jefe de la CIA, declaró hace una semana en ABC News que, a su juicio, “la realidad en el campo de batalla a la que se enfrenta (Putin) es irreversible”. El pensador Francis Fukuyama, el profeta del fin de la historia, vaticinaba a su vez  un gran “colapso ruso” en los próximos días...

“Putin ahora no puede parar, sería humillante para él. Pero eso no le salvará de la derrota. De hecho, Putin ya ha perdido”, opina por su parte el politólogo francés Gérard Grunberg, que esta semana ha estado en Barcelona invitado por el Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS). Y la derrota  en Ucrania supondrá, a su juicio, la más que probable caída del líder ruso: “No creo que Putin pueda sobrevivir a lo que a va a ser su Waterloo”, dice.

Ahí está justamente el mayor peligro. Que, acorralado, comprometida su propia supervivencia política –y quien sabe si también la personal–, Putin pueda decidir lo inimaginable. Es decir, utilizar la bomba atómica. Algo con lo que ha amenazado ya reiteradas veces, con el aviso último de que “no se trata de un farol”. Desde luego, nadie se lo toma a broma. Y el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha llegado a hablar –un poco dramáticamente– de la proximidad de “un Armagedón nuclear”. El apocalipsis, el fin del mundo...

Los expertos occidentales creen plausible que Putin pueda llegar a ordenar el uso de un arma nuclear táctica –con una potencia similar a la bomba atómica lanzada por EE.UU. sobre Hiroshima en 1945– si se ve enfrentado a una derrota inminente. El objetivo podría ser una gran concentración de tropas del enemigo –lo más lógico desde el punto de vista militar–, o una ciudad... Una decisión así tendría gravísimas consecuencias, también para Rusia. Pero, vista la actuación hasta ahora del presidente ruso, nada es descartable.

Si eso llegara a producirse, Washington ya ha advertido pública y privadamente a Moscú que ello comportaría –en palabras del consejero nacional de Seguridad, Jake Sullivan– “consecuencias catastróficas para Rusia”. Las represalias militares norteamericanas, según se ha filtrado,  serían contundentes –destrucción de bases militares rusas, hundimiento de la flota del mar Negro...–, aunque en principio no utilizarían armas nucleares. Poco importa. Rusia y EE.UU. estarían entonces en guerra. Y habría saltado el último cerrojo.

El 22 de junio de 1815, siete días después de caer derrotado en la batalla de Waterloo frente a las potencias europeas –su último y desesperado intento de retomar el poder–, Napoleón abdicó definitivamente. “Me ofrezco en sacrificio al odio de los enemigos de Francia”, declaró. ¿Será capaz Putin de una capitulación semejante?



Los emboscados de Putin


@Lluis_Uria

Dentro de una década o dos, la Unión Europea podría estar a punto de desmoronarse y su población originaria, reducida a la condición de minoría en las ciudades de Francia y otros países por el empuje demográfico de la comunidad musulmana. Para entonces, los países del Este que se sumaron a la UE en los primeros años del siglo estarían preparando su salida...

Esta visión apocalíptica la habría expuesto el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, en una reunión celebrada a puerta cerrada por su partido, Fidesz, el pasado día 10 en la ciudad de Kötcse, a orillas del lago Balatón, según una información de Radio Free Europe. Como vaticinio parece discutible, pero denota la falta de fe europeísta del premier hún­garo, el dirigente europeo más cercano, con diferencia, al presidente ruso, Vladímir Putin.

En Kötcse, Orbán volvió a demostrarlo una vez más: denostó las sanciones europeas contra Rusia por la invasión de Ucrania –que en su opinión son un “tiro en el pie” que se ha disparado la propia Europa– y anunció su intención de bloquear su extensión seis meses más. Esta misma semana, después de que los ministros de Exteriores de la UE acordaran en Nueva York impulsar un octavo paquete de sanciones, el líder húngaro amenazó con convocar un referéndum para someter esta cuestión a los ciudadanos (este verano, su ministro de Exteriores, Peter Szijjarto, ya había avanzado su veto a nuevas medidas punitivas contra Moscú tras reunirse, todo sonrisas, con su homólogo ruso, Serguéi Lavrov)

Hasta ahora, Hungría –en posición minoritaria– ha evitado un choque frontal dentro de la UE por este asunto, aunque se ha desmarcado en la práctica, manteniendo los vínculos con Moscú en materia energética y bloqueando el paso por su territorio de los envíos de armas a Kyiv. Ahora, Orbán confía en estar menos solo. En Kötcse dijo esperar el apoyo del nuevo gobierno italiano que salga de las elecciones de hoy (en las que los sondeos dan como vencedora a la ultraderechista Georgia Meloni, líder de Hermanos de Italia)

Meloni, admiradora de Mussolini en su juventud y ferviente camarada de Vox, ha tratado en los últimos tiempos –y particularmente durante la campaña electoral– de moderar su imagen, alejándola de las raíces neofascistas de su partido, y tranquilizar a los aliados occidentales sobre la continuidad de la política exterior italiana, sobre todo en lo que atañe a Ucrania.

Pero Meloni no está sola. Si gobierna, lo hará con el apoyo de una coalición de derechas donde están la Forza Italia de Silvio Berlusconi –un antiguo amigo de Putin– y La Liga de Matteo Salvini, cuyas posiciones prorrusas son asimismo conocidas. El catódico ex primer ministro italiano, que en el pasado recibió al presidente ruso varias veces en su mansión de Villa Certosa, aguó el final de campaña de su camarada al justificar a Putin, quien a su juicio fue “empujado” a invadir Ucrania para sustituir al Gobierno del presidente Volodímir Zelenski “por gente de bien”.

Salvini no presenta mejor figura. El líder de La Liga se ha destacado durante la campaña por sus alegatos contra las sanciones a Moscú: “Rusia está ganando y Europa está de rodillas”, ha afirmado sobre su efecto en el precio del gas y la electricidad. Su partido ha sido acusado de haber mantenido contactos con la embajada rusa poco antes de la caída del gobierno de Mario Draghi. Y la información de The Washington Post, citando fuentes de los servicios secretos de Estados Unidos, sobre cómo el Kremlin ha financiado a políticos y partidos afines a sus intereses en una veintena de países –unos 300 millones de euros desde el 2014– ha arrojado sobre él nuevas sombras de duda.

Donde no existe duda alguna es en el caso de la ultraderecha francesa, cuya líder, Marine Le Pen, es otra buena y reconocida amiga de Moscú. En el 2014, el entonces Frente Nacional –hoy rebautizado como Reagrupamiento Nacional (RN)– recibió un préstamo de más de nueve millones de euros del banco ruso First Czech Russian Bank (FCRB), que el opositor Alexéi Navalni consideraba un instrumento de blanqueo del Kremlin. El conocimiento de este hecho no impidió que Le Pen atrajera el 41% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de abril en Francia y que, en junio, su partido obtuviera en las legislativas un resultado histó­rico (18,7%), erigiéndose en el primer partido de oposición de la derecha.

El domingo pasado, Marine Le Pen se unió a las críticas contras las sanciones, que calificó de “inapropiadas e irreflexivas”, a la par que atacaba las posturas supuestamente “belicosas” de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, respecto al conflicto de Ucrania y censuraba la visión “imperial” no de Rusia sino de... ¡la Unión Europea!

Esta semana también, una delegación del partido ultra Alternativa por Alemania (AdF) ha viajado a Moscú y tenía previsto hacerlo asimismo a la zona del Donbass ocupada por el ejército ruso para denunciar la información “tendenciosa” de Occidente sobre la guerra de Ucrania. Mientras, en una Grecia en plena crisis política, el partido conservador Nueva Democracia, del primer ministro Kyrakos Mitsotakis, manifestaba por primera vez estar abierto a futuros pactos con el partido de ultraderecha Solución Griega, de Kyriakos Velopoulos, otro declarado prorruso y admirador del jefe del Kremlin...

Los emboscados de Putin en Europa no son muy numerosos, pero están en todas partes. Y en algunos países tienen, o pueden tener, un peso importante. Italia, país fundador de la UE y tercera economía de Europa, puede caer hoy en ese lado.