Hay
pocas maneras tan originales –y atrevidas– de desmarcarse de la firma de un
manifiesto como la que utilizó el diputado de izquierdas francés François
Ruffin para distanciarse de la declaración –que él mismo había rubricado– de la
manifestación contra la islamofobia del pasado domingo en París. “Estaba en
Bruselas comiendo patatas fritas y gofres con mis hijos”, alegó para justificar
su inatención al texto que le habían pasado.
La
manifestación, convocada por el Colectivo contra la Islamofobia en Francia
(CCIF), al que algunos vinculan con los Hermanos Musulmanes, estuvo marcada por
la polémica desde el principio y dividió
radicalmente a la izquierda. El Partido Socialista rechazó secundarla. La declaración incluía algunos puntos
controvertidos, como la de definir como leyes liberticidas las que restringen
el uso del velo. Y, también, algunos signatarios incómodos: las críticas
obligaron a retirar de la lista a Nader Abou Anas, imán de la mezquita de
Aubervilliers (Sena-San Denís), defensor del sometimiento de las mujeres hasta
el punto de justificar la violación conyugal.
Quienes
se abstuvieron de asistir a la manifestación se ahorraron el disgusto de ver a
algunos manifestantes desfilando con una estrella de David amarilla –haciendo
una comparación abusiva con la persecución y exterminio de los judíos– o tener
que escuchar el grito de Allahu Akbar! (Alá es el más grande). La
contradictoria movilización, formalmente laica pero intensamente confesional,
es un reflejo de la complejidad que rodea la integración de los 4 millones de
musulmanes que viven en Francia y el
papel público de la religión.
Que
la islamofobia existe no cabe ninguna
duda. Como existe el antisemitismo y el racismo. Es evidente que en Francia, el
país europeo más castigado por el terrorismo islamista, la hostilidad hacia los
musulmanes ha crecido en los últimos años, añadiéndose a la xenofobia que ya
incubaba una parte de la población y que ha sabido explotar con astucia la
ultraderecha. Un sondeo de Ifop hecho público el pasado día 6 constata que el
24% de los musulmanes ha recibido
insultos o injurias de carácter difamatorio en los últimos cinco años y un 7%
ha sufrido asimismo agresiones físicas.
En
principio, pues, debería ser muy fácil adherirse a una acción colectiva contra
la islamofobia. Pero no lo es. Y no lo es porque una parte del colectivo –la
más activa y radical– pretende utilizar la solidaridad general para llevar el
agua a su molino, tensando las costuras de los principios republicanos de
laicidad y de igualdad. En los últimos años ha crecido la presión islamista en
numerosos frentes –escuelas, hospitales, piscinas públicas– para intentar
imponer sus prejuicios sobre la mujer. Y
en este pulso el velo ha devenido el emblema. La prohibición en el 2004 de
llevarlo –así como de ostentar cualquier otro símbolo religioso– en los centros
de enseñanza de primaria y secundaria, y la interdicción en el 2009 del velo
integral –niqab o burka, que ocultan el rostro– en el espacio público, centran
los ataques de estos sectores.
Hay
que decir que, si bien dos terceras partes de las mujeres musulmanas no llevan
nunca velo, la población musulmana francesa siente globalmente un gran apego a
esta prenda: un 65% se declara favorable a su uso, según un interesante retrato
de esta comunidad realizado el 2016 por el Institut Montaigne, hasta el punto
de haberlo convertido en un símbolo de identidad.
Este
apoyo popular al velo, que más que piedad religiosa refleja la pervivencia de una
visión extremadamente conservadora sobre el papel de la mujer y su
subordinación al hombre, es el que está siendo utilizado por los sectores más
radicales como punta de lanza para fomentar la desafección a la República. Y no son precisamente pocos.
El mismo estudio, dirigido por el ensayista y consultor Karim El Karoui, señala
que un 28% de los musulmanes franceses rechaza los valores republicanos, pone
la religión por encima de la ley civil y muestra “actitudes autoritarias” y “secesionistas”.
En
esta deriva se inscribe la aparición de nuevas fuerzas políticas de carácter confesional, como la Unión de los
Demócratas Musulmanes Franceses (UDMF), que se propone presentarse como tal a
las elecciones municipales del próximo mes de marzo (si nadie lo impide, porque
ya hay movimientos para tratar de prohibir este tipo de partidos). Aunque se
define abierta a todos los franceses con independencia de su religión, lo
cierto es que la UDMF pretende convertirse en la voz de la población musulmana
y, aunque presenta un ideario laico y moderado, en su programa incluye una
agenda identitaria: generalización de la comida halal en las escuelas,
enseñanza del árabe, liberalización del velo en nombre de la libertad
individual de las mujeres...
Resulta
difícil aceptar el velo, símbolo de sumisión donde los haya –y de sexualización
de la mujer, a la que se oculta de la vista presuntamente concupiscente de los
hombres–, como un vehículo de libertad. Que algunas mujeres lo vistan
voluntariamente –en Occidente, en otros lugares no tienen esa suerte–no cambia
su significado profundo. Del mismo modo que criticarlo no le hace a uno
sospechoso de islamofobia, como interesadamente pretenden algunos.
Puestos
a adherirse a una causa, uno prefiere la lucha liberadora de numerosas feministas musulmanas, como Chahla Chafiq,
Fadela Amara, Marjane Satrapi, Henda Ayari, Hanane Pernel y tantas otras, en
defensa de los derechos de las mujeres contra el integrismo islámico... O de
los 101 musulmanes –la mayoría, mujeres– firmantes de un reciente manifiesto en
la revista Marianne contra el velo islámico donde se declara con contundencia:
“Llevar velo es el signo ostentoso de una comprensión retrógrada, oscurantista
y sexista del Corán”. Su batalla es una
batalla por la libertad y la igualdad. No tenemos que dejarnos obnubilar por
los gofres.