lunes, 18 de noviembre de 2019

Cuando los gofres no dejan ver


Hay pocas maneras tan originales –y atrevidas– de desmarcarse de la firma de un manifiesto como la que utilizó el diputado de izquierdas francés François Ruffin para distanciarse de la declaración –que él mismo había rubricado– de la manifestación contra la islamofobia del pasado domingo en París. “Estaba en Bruselas comiendo patatas fritas y gofres con mis hijos”, alegó para justificar su inatención al texto que le habían pasado.

La manifestación, convocada por el Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF), al que algunos vinculan con los Hermanos Musulmanes, estuvo marcada por la polémica  desde el principio y dividió radicalmente a la izquierda. El Partido Socialista rechazó secundarla.  La declaración incluía algunos puntos controvertidos, como la de definir como leyes liberticidas las que restringen el uso del velo. Y, también, algunos signatarios incómodos: las críticas obligaron a retirar de la lista a Nader Abou Anas, imán de la mezquita de Aubervilliers (Sena-San Denís), defensor del sometimiento de las mujeres hasta el punto de justificar la violación conyugal.

Quienes se abstuvieron de asistir a la manifestación se ahorraron el disgusto de ver a algunos manifestantes desfilando con una estrella de David amarilla –haciendo una comparación abusiva con la persecución y exterminio de los judíos– o tener que escuchar el grito de Allahu Akbar! (Alá es el más grande). La contradictoria movilización, formalmente laica pero intensamente confesional, es un reflejo de la complejidad que rodea la integración de los 4 millones de musulmanes que viven en Francia  y el papel público de la religión.

Que la islamofobia  existe no cabe ninguna duda. Como existe el antisemitismo y el racismo. Es evidente que en Francia, el país europeo más castigado por el terrorismo islamista, la hostilidad hacia los musulmanes ha crecido en los últimos años, añadiéndose a la xenofobia que ya incubaba una parte de la población y que ha sabido explotar con astucia la ultraderecha. Un sondeo de Ifop hecho público el pasado día 6 constata que el 24% de los musulmanes  ha recibido insultos o injurias de carácter difamatorio en los últimos cinco años y un 7% ha sufrido asimismo agresiones físicas.

En principio, pues, debería ser muy fácil adherirse a una acción colectiva contra la islamofobia. Pero no lo es. Y no lo es porque una parte del colectivo –la más activa y radical– pretende utilizar la solidaridad general para llevar el agua a su molino, tensando las costuras de los principios republicanos de laicidad y de igualdad. En los últimos años ha crecido la presión islamista en numerosos frentes –escuelas, hospitales, piscinas públicas– para intentar imponer sus prejuicios sobre  la mujer. Y en este pulso el velo ha devenido el emblema. La prohibición en el 2004 de llevarlo –así como de ostentar cualquier otro símbolo religioso– en los centros de enseñanza de primaria y secundaria, y la interdicción en el 2009 del velo integral –niqab o burka, que ocultan el rostro– en el espacio público, centran los ataques de estos sectores.

Hay que decir que, si bien dos terceras partes de las mujeres musulmanas no llevan nunca velo, la población musulmana francesa siente globalmente un gran apego a esta prenda: un 65% se declara favorable a su uso, según un interesante retrato de esta comunidad realizado el 2016 por el Institut Montaigne, hasta el punto de haberlo convertido en un símbolo de identidad.

Este apoyo popular al velo, que más que piedad religiosa refleja la pervivencia de una visión extremadamente conservadora sobre el papel de la mujer y su subordinación al hombre, es el que está siendo utilizado por los sectores más radicales como punta de lanza para fomentar la desafección  a la República. Y no son precisamente pocos. El mismo estudio, dirigido por el ensayista y consultor Karim El Karoui, señala que un 28% de los musulmanes franceses rechaza los valores republicanos, pone la religión por encima de la ley civil y muestra  “actitudes autoritarias” y “secesionistas”.

En esta deriva se inscribe la aparición de nuevas fuerzas políticas  de carácter confesional, como la Unión de los Demócratas Musulmanes Franceses (UDMF), que se propone presentarse como tal a las elecciones municipales del próximo mes de marzo (si nadie lo impide, porque ya hay movimientos para tratar de prohibir este tipo de partidos). Aunque se define abierta a todos los franceses con independencia de su religión, lo cierto es que la UDMF pretende convertirse en la voz de la población musulmana y, aunque presenta un ideario laico y moderado, en su programa incluye una agenda identitaria: generalización de la comida halal en las escuelas, enseñanza del árabe, liberalización del velo en nombre de la libertad individual de las mujeres...

Resulta difícil aceptar el velo, símbolo de sumisión donde los haya –y de sexualización de la mujer, a la que se oculta de la vista presuntamente concupiscente de los hombres–, como un vehículo de libertad. Que algunas mujeres lo vistan voluntariamente –en Occidente, en otros lugares no tienen esa suerte–no cambia su significado profundo. Del mismo modo que criticarlo no le hace a uno sospechoso de islamofobia, como interesadamente pretenden  algunos. 

Puestos a adherirse a una causa, uno prefiere la lucha liberadora de numerosas   feministas musulmanas, como Chahla Chafiq, Fadela Amara, Marjane Satrapi, Henda Ayari, Hanane Pernel y tantas otras, en defensa de los derechos de las mujeres contra el integrismo islámico... O de los 101 musulmanes –la mayoría, mujeres– firmantes de un reciente manifiesto en la revista Marianne contra el velo islámico donde se declara con contundencia: “Llevar velo es el signo ostentoso de una comprensión retrógrada, oscurantista y sexista del Corán”. Su batalla es  una batalla por la libertad y la igualdad. No tenemos que dejarnos obnubilar por los gofres.


lunes, 4 de noviembre de 2019

Nostalgia de un imperio


"Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer–; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro”. Abrumado por la furia suicida de Europa, que por segunda vez en el siglo XX dirigía el continente hacia la destrucción, el escritor austriaco lamentaba la pérdida de un mundo basado en la razón y la tolerancia, y añoraba la Austria culta, cosmopolita, abierta y plural, arruinada por las guerras mundiales y condenada en aquel momento –finales de los años treinta, principios de los cuarenta– a convertirse bajo la bota de Hitler en  una provincia alemana: “Sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad”.

Un siglo después de la caída y desmembramiento del imperio austro-húngaro –el pasado 10 de septiembre se cumplieron cien años de la firma del Tratado de Saint-Germain-en-Laye entre Austria y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que certificó su fenecimiento–, algunos estudiosos valoran el legado de la monarquía de los Habsburgo, cuya evolución a finales del siglo XIX ven como un ejemplo de Estado multinacional moderno, alejado del mito de la “prisión de naciones” con el que fue calificado al término de la Gran Guerra.

Los historiadores Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, autores de un artículo reciente publicado en The New York Times con el título Lo que el imperio de los Habsburgo hizo bien, presentan la monarquía multinacional austriaca casi como un antecedente de la Unión Europea: en sus vastos territorios –que incluían Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, buena parte de Polonia y Rumanía, y porciones de Italia y Ucrania–, no había fronteras interiores, funcionaba una moneda única, había 11 lenguas reconocidas oficialmente, se permitía la libertad de expresión y de religión, y todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. No se trataba, desde luego, de un Estado democrático, pero sí era más abierto y tolerante que los imperios vecinos, el alemán y el ruso. Para Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, la monarquía de los Habsburgo demostró que “un Estado multinacional no está necesariamente condenado al fracaso” y que “el Estado-nación no es la única forma natural de organización política”.

¿Hasta qué punto el modelo de los Habsburgo fue una apuesta política consciente o resultado de las contingencias históricas? El escritor italiano Claudio Magris, nacido en una antigua posesión austro-húngara, Trieste, y autor de un formidable libro histórico y cultural sobre las tierras del viejo imperio –El Danubio–,  sostiene que la inclinación de Viena por la construcción de la denominada Mitteleuropa fue consecuencia de su impotencia a la hora de disputar a Berlín la hegemonía del mundo germánico. “Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, a cuya cabeza se sitúa Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en el imperio supernacional, crisol de pueblos y de culturas”, escribe Magris. El Danubio se acabaría erigiendo así en símbolo de cruce y de mezcla, en contraposición al Rin, “místico guardián de la pureza de la estirpe”.

Quien más quien menos reconoce la originalidad del modelo supranacional austriaco, pero no todo el mundo comparte el mismo entusiasmo. En un trabajo realizado en 1997 para el Center for Austrian Studies of Minnesota –y publicado en el 2009 on line por Cambridge University Press–, el desaparecido historiador norteamericano Solomon Wank, uno de los mayores expertos mundiales en el imperio austro-húngaro, constataba ya en aquel momento –dos décadas atrás– la existencia de una cierta “ola de nostalgia” historiográfica hacia lo que representó la monarquía de los Habsburgo, que compartía sólo parcialmente. Wank reconocía de buena gana los avances que el imperio introdujo a nivel económico y social, pero –por más que consideraba también contingente la organización del Estado-nación, modelo que según decía “no durará siempre”– veía serias disfunciones en la estructura austro-húngara.

El modelo presentaba claros desequilibrios. Fruto del llamado Compromiso de 1867, por el cual se reconocieron como iguales  las entidades nacionales austriaca y húngara, el imperio otorgó un segundo rango al resto de nacionalidades y nunca llegó a adoptar la forma federal e igualitaria que reivindicaba en 1848 el líder nacionalista checo Francis Palacký.

A juicio de Solomon Wank, las sucesivas concesiones descentralizadoras realizadas por los Habsburgo –que no dejaban de verse a sí mismos como una dinastía alemana– perseguían solamente salvaguardar la continuidad de su monarquía y no hicieron sino acrecentar las pulsiones nacionalistas en el seno del imperio. “La cuestión de cómo purgar el nacionalismo de Europa central y del este de sus agresivas y destructivas tendencias y crear una estructura política multinacional –razonaba Wonk– sigue abierta. (...) Quizá la solución radica en una Europa comunitaria ampliada”.

Eso escribía en 1997. Austria había ingresado en la UE apenas dos años antes, y el resto de países del viejo imperio, aún tardarían bastante: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Polonia entrarían en el 2004; Rumanía en el 2007; Croacia en el 2013... No deja de ser irónico que el nacionalismo de los antiguos países del viejo imperio, lejos de haberse curado en la Europa unida, no ha hecho más que exacerbarse, hasta el punto de que son precisamente ellos –reunidos en el Grupo de Visegrado– los que amenazan hoy más directa y gravemente los principios y la cohesión de la UE.