sábado, 25 de junio de 2016

¿Qué puede importarle ya a Jo Cox?

Cuando Jo Cox llegó a este mundo, el 22 de junio de 1974, el laborista Harold Wilson acababa de ganar las elecciones británicas por los pelos, el IRA iba sembrando bombas y muerte por doquier, el Manchester United había bajado a segunda división y el grupo sueco Abba se había dado a conocer a todo el mundo con un éxito fulgurante –Waterloo– en el festival de Eurovisión, que celebró su 19.ª edición en Brighton. Hacía un año y medio –desde el 1 de enero de 1973– que el Reino Unido formaba parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea, donde ingresó con Irlanda y Dinamarca.

Se diría casi la prehistoria... Y sin embargo, Jo Cox era todavía muy joven –hubiera cumplido 42 años este pasado miércoles– cuando un desequilibrado cegado por el odio llamado Thomas Mair decidió en nombre de la patria –esa hija bastarda de la estulticia humana– que la diputada laborista era rea de traición por defender la permanencia de su país en la Unión Europea y merecía morir. “¡Muerte a los traidores, libertad para Gran Bretaña!”, exclamó el asesino ante el juez, después de haber tiroteado y apuñalado sin piedad a la desdichada Jo.

Los británicos decidieron ayer por un margen de 52% a 48% quitarle la razón a Jo Cox y dar un portazo a la Unión Europea. A los políticos les toca ahora gestionar tan endemoniado resultado. Pero a Jo... ¿Qué puede importarle ya el resultado? Su vida se ha acabado. Y con ella sus anhelos, su alegría de vivir, su sed de justicia, su sentido de la solidaridad, su compromiso político. Nunca verá crecer a sus dos hijos, Cuillin, de 5 años, y Lejla, de 3... ¿Vale una idea, una patria, un dios, el precio de una vida humana? El asesino presunto (pero confeso) podrá preguntárselo en los próximos años internado en la cárcel o en un centro psiquiátrico... Y si tiene tan sólo un instante de lucidez, uno solo, comprenderá que no.

En los altos de Sedan, en las brumosas tierras de las Ardenas, el cementerio alemán de Noyers-Pont-Maugis alberga en tierra francesa las tumbas de 27.000 soldados germanos caídos en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. En la capilla, hace tiempo, el 18.º Regimiento de Infantería del ejército francés dejó una placa de homenaje: “Los antiguos combatientes, a sus camaradas alemanes”. Un gesto de amistad y reconciliación hacia quienes luchaban al otro lado de la trinchera, una confesión descarnada de la absurdidad de la guerra y la violencia. De su pavorosa inutilidad. Setenta años después de la última y más salvaje conflagración bélica en Europa, los antiguos enemigos se reconocían entre ellos como hermanos. ¿Qué sentirían los millones de personas enviadas al matadero en nombre de la patria si pudieran ver a ambos pueblos celebrar hoy su amistad?

¿Qué pensarán los antiguos yugoslavos que a principios de los años noventa –¡ayer mismo!– se masacraban con saña por los pedazos de la antigua Yugoslavia cuando se vuelvan a encontrar todos juntos –sin fronteras– dentro de la Unión Europea? Eslovenia se adhirió en el 2004, Croacia ingresó en el 2013, y Serbia y Montenegro podrían hacerlo –si las cosas no se complican– en el 2020. Macedonia, candidata oficial, tiene un horizonte un poco más complicado y Bosnia todavía mucho más difícil, pero su vocación es también inequívoca... ¿Quién les explicará entonces a los miles de muertos y torturados, a las mujeres violadas, que aquello fue un trágico error? ¿Que los antiguos enemigos ya no lo son? ¿Que su sacrificio –decretado por los verdugos– no sirvió para nada?

La historia avanza en círculos. Cada cierto tiempo las cosas parecen volver al punto de partida. El Reino Unido lleva 43 años en la Unión Europea, casi los que tenía Jo Cox. Dentro de cuatro décadas, cuando los pequeños Cuillin y Lejla lleguen a la edad que tenía su madre, ¿dónde estará el Reino Unido? ¿Y Europa? ¿Quién dice que los jóvenes británicos que ayer votaron en masa por quedarse en la UE no habrán logrado revertir la situación? ¿Se acordará alguien todavía de la dicharachera diputada de Batley? ¿Y de su torturado asesino?

Si algo ha puesto aterradoramente de manifiesto la dura campaña del Brexit es que ni siquiera una democracia tan arraigada como la británica está a salvo del auge de la extrema derecha, de la xenofobia y el odio, de la violencia como argumento político último. Solitario, recluido en sí mismo, Thomas Mair era –es– un desequilibrado. Pero su gesto no nace de la nada. Surge de un caldo de cultivo marcado por el miedo y la furia. Los desequilibrados son siempre los primeros en empuñar la pistola y pasar al acto. Siempre los ha habido y siempre los habrá. El problema es cuando se les empuja. Y cuando se les sigue. “Todo hombre es un criminal que se ignora”, dijo Albert Camus. Sólo le falta la oportunidad.

En esta Europa del siglo XXI que tanto se parece en algunos aspectos a la del siglo XX, las fuerzas extremistas y los nacionalismos excluyentes florecen de nuevo en todo el continente –y también en las islas británicas–, anunciando el retorno de horas oscuras. El New York Times advertía esta misma semana en un editorial ante este panorama –extensible también a Estados Unidos con el ascenso de Donald Trump– que “las democracias occidentales necesitarán abordar la división social, las inseguridades, la alienación, el nacionalismo y el racismo que han invadido los campos de batalla políticos”. “La reacción populista se alimenta con una violencia inédita en los últimos 70 años. Es verbal, ultrajante y malsana. Gana los espíritus y deviene física, por accidente o deriva”, advertía, por su parte, en un artículo titulado El retorno de la violencia a Europa, el presidente de la Fundación Robert Schuman, Jean-Dominique Giuliani. Y llamaba a reaccionar sin demora: “Debemos rehacernos antes de que sea demasiado tarde y sea incontrolable”.


sábado, 11 de junio de 2016

Camas separadas

Llevan mucho tiempo juntos, se tienen cariño y comparten muchas cosas, además de una prole numerosa. Los años han creado entre ellos grandes complicidades y han ido tejiendo a su alrededor una red de intereses comunes lo bastante sólidos como para no temer gravemente por la continuidad de su matrimonio. Por lo demás, la pasión hace tiempo que desertó de su relación y cada uno hace su vida, totalmente a su aire. Sí, todavía celebran juntos los aniversarios y ofrecen una imagen impecable, e incluso afectuosa, en los grandes acontecimientos familiares. Y cuando se trata de defender sus intereses mutuos son una auténtica piña. Pero es una pareja a la deriva...

Y con ella, va a la deriva todo un continente.

Todos los saltos adelante que Europa ha dado, desde su fundación, todos sus logros, han tenido como motor a la pareja integrada por Francia y Alemania, los auténticos progenitores de la Europa unida. Nada se ha podido hacer nunca contra su parecer. Tampoco nada sin su contribución. Y en eso estamos, precisamente, que hoy no se hace nada. O muy poco. Europa avanza –¿avanza?– a salto de mata, a la defensiva, mientras el escepticismo se extiende de este a oeste sin que desde el Elíseo ni la Cancillería se emita señal alguna. Silencio radio.

El 4 de junio del 2005, cinco días después de que los franceses tumbaran en las urnas el proyecto de Constitución Europea, François Hollande –a la sazón, primer secretario del Partido Socialista francés– impuso la expulsión de la dirección del PS del ex primer ministro Laurent Fabius, que había dirigido una activa campaña paralela –facciosa– por el no en el referéndum europeo, contraviniendo la posición oficial de su partido. Siete años después, tras ser elegido presidente de la República, Hollande el europeo, ¡el presunto heredero político de Jacques Delors!, puso a Fabius, el euroescéptico, al frente del Quai d’Orsay. En Bruselas y en Berlín estuvieron a punto de perder la vista a base de restregarse los ojos. ¿Cuál era el mensaje que pretendía enviar Hollande a sus sorprendidos y atónitos socios?

El mensaje ha quedado diáfanamente claro desde entonces. El presidente francés, un gran táctico según sus aduladores –un maniobrero, al parecer de sus detractores– nombró a Fabius al frente de Exteriores para atarle corto y desactivarlo como rival en el interior de su partido. Al hacerlo, puso sus intereses de política inte-rior por delante de su presunta ambición europea. Y lo ha seguido haciendo.

No es tan chocante. Porque la ambición europea de Francia –tan apegada a sus especificidades y a su grandeur– es en realidad bastante menor de lo que proclama... De hecho, todas las propuestas que en el pasado se hicieron desde Berlín –también muy pasivo desde el acceso al poder de Angela Merkel– para dar un salto adelante en la integración política de Europa, chocaron una y otra vez con las reticencias de París, definitivamente a la defensiva desde que la unificación de Alemania en 1990 convirtió a su partenaire en la superpotencia incontestable del continente.

El distanciamiento entre Francia y Alemania –por detrás de las sonrisas y las buenas palabras que presiden siempre los encuentros entre Hollande y Merkel– se puso severamente de manifiesto con la crisis financiera y económica del 2008 y ha continuado desde entonces. La crisis de los refugiados, con Alemania pidiendo a gritos la solidaridad europea mientras Francia silbaba y miraba a otro lado, ha mostrado la profundidad de la brecha. Se dirá –y se dice a este lado del Rhin– que los alemanes tampoco han puesto la carne en el asador cuando se trata de atender las preocupaciones francesas, principalmente en materia de seguridad y terrorismo. Pero eso no hace más que confirmar el diagnóstico.

En todo el continente surgen voces inquietas que llaman a París y a Berlín a despertar, y les recuerdan que los retos que Europa tiene delante son de gran magnitud. “Los capitanes del navío europeo parecen haber hecho una parada en el camino”, se quejaba en un reciente artículo el presidente de la Fundación Schuman, Jean-Dominique Giuliani, quien advertía: “Nada es peor en el gobierno de los estados que la indiferencia”. Voces como la del ensayista francés Olivier Guez, quien lamenta la falta de liderazgo de Hollande y Merkel, a quienes reprocha “estar más focalizados en sus problemas internos”, y advierte que “si Francia y Alemania no trabajan juntas, el sueño de la unidad de Europa se hará añicos”. O como la de Josef Janning, del European Council on Foreign Relations (ECFR): “Alemania y Francia deben dar a la UE una dirección más clara (...), una visión más proactiva que la mera aproximación defensiva para que los ciudadanos recuperen la confianza en el proyecto europeo”.

No se trata únicamente de responder a los problemas, sino de ofrecer una visión, algo en lo que soñar. Y, ¿por qué no?, poner en ello una pizca de pasión... “Cuando veo la pasión de los euroescépticos me digo que por qué no la mostramos nosotros un poco más también para defender Europa”, le confesaba días atrás a Beatriz Navarro, la excelente –y tenaz– corresponsal de La Vanguardia en Bruselas, la comisaria europea de la Competencia, Margrethe Vestager. ¿Pasión, Merkel y Hollande? ¿Visión? ¿Atrevimiento? ¿Coraje?

En Berlín y en París no se mueve nada, y nada se va a mover –subrayan en ambas capitales– hasta que pasen las elecciones presidenciales francesas y las federales alemanas. O sea, hasta el 2017.

Mientras tanto, Nicolas Sarkozy, postulante a repetir en el Elíseo el año que viene, arrancaba esta semana un discurso electoral en Lille diciendo: “Yo soy francés, vosotros sois franceses, nosotros somos franceses. Es una suerte ser francés. Es un privilegio ser francés”...

Pura pasión europeísta...