martes, 23 de abril de 2019

El desmoronamiento


Todavía humeaban los restos de la viguería de la catedral de Notre Dame de París, consumida por el terrible fuego del lunes, cuando en Amazon empezaron a dispararse las ventas de la  célebre novela homónima de Victor Hugo, la trágica historia del jorobado campanero de la catedral, Quasimodo –que habitaba justamente en el armazón de roble de la techumbre ahora desaparecido–, y la bella bailarina gitana Esmeralda. No deja de ser un guiño de la Historia. Pues fue la obra del escritor francés la que en el siglo XIX rescató a la vieja catedral de París de su decrepitud y olvido. Y acaso de la demolición.

Victor Hugo siempre estuvo preocupado por el abandono del legado arquitectónico de la época gótica, y ya antes de publicar su novela (en 1831) había clamado contra esa incuria en algunos escritos. Nuestra Señora de París –que con el tiempo daría lugar a numerosas recreaciones teatrales y cinematográficas–  fue tal éxito, provocó tal aldabonazo en las conciencias, que propició la gran obra de restauración dirigida en 1844 por el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc. De esa época procedía la aguja que ardió y se desmoronó el lunes, así como sus características gárgolas, un elemento que no existía cuando fue construida, en el siglo XII.

El fuego del lunes, que podría haber tenido consecuencias muchísimo más graves, ha caído como una mortificación sobre la desmoralizada comunidad católica francesa, minada  como en otros países por el escándalo  de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, que en el caso de Francia ha llevado a la condena, por omisión, del mismísimo cardenal Philippe Barbarin, obispo de Lyon y primado de las Galias.

La Francia del siglo XXI tiene ya poco que ver con la hija primogénita de la Iglesia declarada en la época del papa Esteban II. Hoy, sólo un 54% de los franceses se declaran católicos y apenas un 5% cumplen con el ritual de asistir a misa. Yann Raison du Cleuziuo, autor de un estudio sociológico publicado por el diario católico La Croix, resumía la situación en una ilustrativa frase: “El catolicismo francés se ha convertido en una realidad festiva”. Esto es, vinculada a las festividades cristianas tradicionales y a los acontecimientos fundamentales de la vida (bautismos, bodas, funerales). Y aún... porque, año tras año, desciende el número de bautizos y matrimonios religiosos.

En algunos sectores católicos ha llegado a germinar incluso un cierto sentimiento de asedio, agravado por los ataques y actos vandálicos –alrededor de un millar al año– de que son víctimas recurrentes las iglesias francesas en los últimos tiempos. Los espíritus se soliviantaron el pasado mes de febrero con tres profanaciones consecutivas en el lapso de diez días. Y la alarma se disparó  definitivamente el 14 de marzo cuando unos desconocidos prendieron fuego a una de las puertas de la iglesia de Saint-Sulpice de París, mientras en su interior se celebraba un concierto de órgano. No hay que sorprenderse, pues, si en las redes sociales hay quien se pregunta por el origen del fuego de esta semana en la catedral, que los investigadores atribuyen como primera hipótesis a un accidente fortuito. “La duda está permitida. Después de los actos de destrucción, vandalismo y saqueo que han sufrido nuestras iglesias (...), ¿ahora Notre Dame de París en plena Semana Santa? ¿Simple coincidencia?”, se preguntaba un lector del semanario conservador Valeurs Actuelles. Otros internautas, vinculados a la extrema derecha, van decididamente más allá, alimentando las teorías conspiracionistas y señalando con el dedo a los musulmanes.

Ni qué decir tiene que, de demostrarse que el incendio fue provocado, ello causaría un terremoto social, una hecatombe. Por ahora, afortunadamente, el siniestro de Notre Dame no ha pasado de una conmoción severa. Pero el golpe no se circunscribe a la comunidad católica –por mucho que sea la más quebrantada–, sino que alcanza a todo el país. De entrada, porque la catedral es un símbolo nacional, escenario de grandes acontecimientos de la Historia de Francia  (bodas reales, estados generales, entronizaciones imperiales, funerales de Estado...) Y después, pero no en último lugar, porque el desastre viene a coronar una serie negra que empezó con la revuelta de las banlieues en el otoño del 2005 y siguió con la crisis económica del 2008, los sangrientos atentados yihadistas del 2015 contra Charlie Hebdo y el Bataclan   –cuyo preludio fueron los asesinatos en serie de Mohamed Merah en el 2007–, y la crisis de los chalecos amarillos, la violenta protesta desencadenada en noviembre del año pasado y todavía abierta.

En poco más de una década, Francia ha sido sometida a fuertes tensiones que amenazan su cohesión social desde múltiples focos de fractura –económicos, sociales, étnicos y religiosos– y han proyectado sobre el país un pesado y sombrío sentimiento de pesimismo. El incendio de Notre Dame, la última desgracia, puede convertirse en un factor de unión nacional –y es evidente que el presidente Emmanuel Macron así lo está intentando–, pero también  puede suceder fácilmente todo lo contrario: el generoso –¿u obsceno?– alud de millones de euros que de repente han salido de debajo de las alfombras para contribuir a la reconstrucción del templo han empezado ya a provocar más irritación que admiración...

En un capítulo de Nuestra Señora de París, Quasimodo defiende la catedral del asalto de una turba prendiendo fuego. “Todas las miradas se habían levantado hacia lo alto de la iglesia. Lo que estaban viendo era extraordinario. En la parte más elevada de la última galería, por encima del rosetón central, había una gran llama que ascendía entre los campanarios con torbellinos de chispas, una gran llama revuelta y furiosa de la que el viento arrancaba a veces una lengua en medio de una gran humareda”, escribió Victor Hugo hace casi doscientos años. La historia acabó en tragedia.


lunes, 8 de abril de 2019

¿Democrático, un referéndum?


La unanimidad es rara. Y cuando se produce, hay que desconfiar. Porque muchas veces indica que algo está fallando. En un artículo publicado en el 2016 en la revista científica Proceedings of The Royal Society –titulado Demasiado bueno para ser cierto: cuando la abrumadora evidencia no convence–, un equipo de investigadores dirigido por el ingeniero Lachlan J. Gunn y el físico Derek Abbott constata que la unanimidad es matemáticamente tan improbable que, cuando se da, lo más probable es que enmascare un error. “La unanimidad es a menudo considerada fiable, pero está demostrado que la probabilidad de que un gran número de personas estén todas de acuerdo es débil, de modo que esta confianza está mal fundada”, escriben. La “paradoja de la unanimidad” puede encontrarse en muchos terrenos, desde los procesos de identificación judicial hasta la criptografía de datos. Pasando también por la política.

En los últimos años, parece haberse anclado en Europa la idea –si no unánime, muy extendida y ampliamente aceptada– según la cual el referéndum como vía para dirimir las grandes cuestiones políticas es la máxima expresión democrática que pueda caber. El voto directo del pueblo, ¡el súmmum de la democracia! Sin embargo, y como el Brexit ha puesto dramáticamente de manifiesto en el Reino Unido, tal convicción es harto discutible.

“Esto no es democracia, es una ruleta rusa”, resumía sobre el referéndum el profesor Kenneth Rogoff, politólogo y economista de la Universidad de Harvard, en una intervención en el 2016 en el World Economic Forum. La democracia moderna, subrayó Rogoff, es un sistema basado en un conjunto de “frenos y equilibrios” que en el referéndum desaparecen. “La idea de que cualquier decisión tomada por las reglas de la mayoría es necesariamente democrática es una perversión del término”, sostiene. El referéndum, al revés que unas elecciones, no ofrece posibilidad de corrección ni de marcha atrás. La decisión –prosigue– acostumbra a tomarse con una absoluta ignorancia sobre sus consecuencias ulteriores y, en general, por mayorías muy exiguas. Y concluye: “Un país no debería adoptar cambios fundamentales e irreversibles basados en una minúscula mayoría que prevalece sólo durante un breve periodo de emoción”.

El referéndum del Brexit del 2016, cuya convocatoria misma fue absolutamente espuria –David Cameron lo urdió únicamente para tratar de acallar la oposición interna en los tories y reforzar su poder sobre el partido–, reúne probablemente todos los defectos imaginables. No sólo no hubo espacio para un debate racional sobre la conveniencia o no de salir de la Unión Europea, sino que la campaña fue un obsceno desfile de mentiras. Nadie sabía lo que significaba de verdad el Brexit –¿romper totalmente con la UE? ¿mantenerse en la unión aduanera? ¿seguir en el Espacio Económico Europeo como Noruega?– porque nadie lo explicó y, como se ha visto, nadie tenía en realidad ningún plan para el día después. En lugar de eso, se apeló a las emociones de los votantes inundándoles de intoxicaciones e informaciones falsas: a través de la propaganda política convencional –con los Johnson y los Farage en el papel de principales farsantes– y de las redes sociales –pasto de las tramas rusas y las huestes del ultraderechista Steve Bannon y Cambridge Analytica–.

Finalmente, el triunfo del leave sobre el remain fue claro pero manifiestamente precario: 51,9% frente al 48,1%. Lo cual implica que, contando la abstención, resulta que los favorables al Brexit representaron en realidad sólo el 37% de los electores. Una mayoría legal, incontestable con las reglas en la mano, pero claramente insuficiente. Y movediza... Los sondeos dan hoy la mayoría a los partidarios de seguir en la UE si se celebrara una segunda consulta.

“El problema de la legitimidad se agrava en un referéndum sobre la soberanía porque las consecuencias de los dos resultados no son simétricos”, remarca por su parte el exfinanciero británico Nat Le Roux, cofundador de The Constitution Society. El leave, en efecto, es irreversible, mientras que el remain hubiera permitido nuevas consultas en el futuro (y si no, que se lo pregunten a los de Quebec). “Por eso –opina–, muchos constitucionalistas creen que referéndums de este tipo deberían requerir una supermayoría –el 60% de los votos emitidos es el umbral más comúnmente sugerido– para romper el statu quo”.

No es el único que propone tal condición. En su exposición, Kenneth Rogoff planteaba también la necesidad de exigir en los referendos mayorías más cualificadas (al igual que se requiere en numerosos parlamentos para cambiar la constitución del país y otras decisiones fundamentales) y proponía ese mismo umbral del 60%.

Desde el otro lado del Canal de la Mancha, el politólogo Gérad Grünberg, el historiador Elie Cohen y el filósofo Bernard Manin, i por la agencia intelectual francesa Telos, respaldan el planteamiento de que cuando “se trata de cuestiones decisivas para el futuro del país, debería introducirse el principio de mayorías cualificadas, de dos tercios o tres quintas partes, de forma que la elección aparezca lo más legítima e incontestable posible”. Porque, de lo contrario, puede abrirse una grave fractura en la sociedad: es lo que ya ha sucedido en el Reino Unido. “Es más peligroso oponer al pueblo a sí mismo que a sus representantes unos contra otros”, alertan.

Los tres autores consideran el referéndum un “instrumento defectuoso” por varias razones: porque frente a problemas enormemente complejos, propone dos alternativas simples y “maniqueas” que deben resolverse por “enfrentamiento”; a diferencia de los debates en los parlamentos, la deliberación pública no sirve para modificar la propuesta original; del mismo modo, a diferencia de las elecciones convencionales, el resultado es en este caso difícilmente reversible, no se puede cambiar como de mayoría, cada cuatro años, ni corregir el tiro (los derrotados, por consiguiente, encajan mucho peor la derrota); y los votantes muy a menudo no responden a la pregunta formulada, sino que votan por otros motivos (por o contra el Gobierno de turno las más de las veces)

Profesor de Derecho Constitucional en la Sorbona, Dominique Rousseau –de apellido evocador– es igualmente contrario a la consulta directa, como dejó en evidencia en una conferencia en Toulouse en el 2017. Partidario de la democracia representativa –los representantes responden de sus actos y sus decisiones, el pueblo no, argumenta–, duda de que “el sufragio universal sea el único pilar de la democracia”, defiende que “la representación es un elemento necesario de la calidad democrática de una sociedad”, y concluye: “El referéndum es un instrumento del populismo, no un instrumento de la democracia”.

No hay mejor reivindicación de la democracia que romper la unanimidad.