Boris
Johnson y Donald Trump tienen muchas cosas en común más allá de la más evidente
y visible: esa encrespada cabellera
rubia –la del segundo, definitivamente teñida– que ambos gustan de lucir. Menos
conocido es el hecho de que ambos nacieron en Nueva York un mes de junio, en
dos años de guarismos similares (1964 el primer ministro británico y 1946 el
presidente de Estados Unidos) o que los dos cultivaron su particular faceta de
showman en la televisión antes de devenir estrellas de la política: como
invitado recurrente en un programa satírico de la BBC –Have I got news for
you– el primero, en su propio reality
show –The Apprentice– en la cadena NBC el segundo.
Finalmente,
ambos comparten un mismo discurso político de fondo, basado en un nacionalismo
desacomplejado preñado de tics populistas dirigido a seducir a las clases
trabajadoras y empobrecidas –entre las que ninguno de ellos se cuenta por cuna,
ni de lejos–, y un común desapego hacia la verdad: ambos son mentirosos
sobresalientes, habituados a lanzar embustes con el desparpajo de quien sabe
que no sólo va a ser creído diga lo que diga, sino que –en caso de quedar luego
al descubierto– será indefectiblemente perdonado.
La
mentira es adictiva y Boris Johnson la practica desde hace mucho tiempo, desde
mucho antes de la falsaria campaña del referéndum del Brexit en el 2016. Es
algo que forma parte de su personaje público –un gamberro simpático–, al igual
que sus bromas y astracanadas. De profesión periodista, Boris Johnson –Bojo–
saltó a la gloria mediática con sus corrosivas crónicas en The Daily Telegraph
entre 1989 y 1994 como corresponsal en Bruselas, una ciudad donde ya había
vivido en la infancia por motivos de trabajo de su padre, Stanley Johnson,
quien –paradojas de la vida– fue uno de los primeros altos cargos del Reino
Unido en la Comisión Europea tras su ingreso en 1973 (algún día habrá que
analizar estas conflictivas relaciones paternofiliales, como la del agricultor
y activista francés José Bove, hijo de un ingeniero agrónomo que trabajó en la
investigación de cultivos OGM, que su retoño combate)
El
caso es que el joven Boris Johnson, quien –por cierto– había sido despedido
previamente de The Times por falsear una información, triunfó en el Daily
Telegraph denunciando con ironía las intromisiones y excesos de la burocracia
comunitaria, ciertas algunas, exageradas o sacadas de contexto la mayoría, y
directamente inventadas otras. “Johnson hizo lo que la gente llamaría treinta años
después fake news y provocación. Fue un precursor”, declaró al Financial Times
el francés Pascal Lamy, ex director general de la Organización Mundial del
Comercio (OCM), que en la época era el director de gabinete del presidente de
la Comisión, Jacques Delors.
La
información falsa más celebrada –que no la única– de Johnson fue una publicada
en 1993 en la que aseguraba que Bruselas se proponía prohibir la venta de uno
de los aperitivos más populares entonces en Gran Bretaña: las chips con sabor a
cóctel de gambas. Aunque inmediatamente desmentida, la supuesta iniciativa
quedó grabada a fuego en el inconsciente colectivo como esas leyendas que
resisten el paso del tiempo contra toda evidencia.
La
labor periodístico-propagandística de Johnson fue fundamental para galvanizar
el euroescepticismo –hasta entonces anclado a la izquierda– entre los
conservadores británicos, que habían sido los adalides de la integración del
Reino Unido en Europa (¡impulsada por la mismísima Margaret Thatcher!) La
deriva iniciada en aquella época por los tories es la que ha acabado
desembocando en el Brexit.
A
cinco días vista de la consumación del Brexit –el Reino Unido dejará
oficialmente de formar parte de la UE en la medianoche del viernes al sábado–,
es oportuno recordar el caso de las chips con sabor a gambas porque el debate
de fondo que suscita está lejos de haberse cerrado. Cierto, Londres ya no
formará parte del club europeo a partir del próximo sábado. Pero es igualmente
cierto que el acuerdo de salida finalmente pactado por Johnson no es definitivo
y que ahora se abre un periodo de transición hasta final de año en el que las
cosas seguirán funcionando más o menos como hasta ahora, mientras se negocia la
relación definitiva entre ambas partes.
La
cuestión fundamental, la gran incógnita, es y sigue siendo qué están dispuestos
a aceptar los británicos –incluida la regulación de los aditivos en las patatas
chip– a cambio de seguir teniendo acceso
al mercado único europeo, destino –no hay que olvidarlo– de más del 50% de sus
exportaciones (mientras para la UE en sentido inverso sólo representa el 10% de
las suyas)
Las
diferentes alternativas que existen sobre la mesa no parece, a priori, que
puedan satisfacer a los euroescépticos británicos ni a los votantes del Brexit.
Desde el modelo más integrado de Noruega –país ajeno a la UE con acceso al
Espacio Económico Europeo (EEE)– al más alejado de Turquía –que sólo forma
parte de la unión aduanera–, pasando por el intermedio de Suiza –que tiene
suscritos dos acuerdos bilaterales con Bruselas–, todos ellos obligan al país
firmante a asumir y cumplir buena parte de las regulaciones comunitarias,
contribuir de algún modo al presupuesto europeo y aceptar en muchos casos la
libre circulación de personas, sin por ello tener arte ni parte en las
decisiones.
Parece
difícil concebir que Londres haya hecho
semejante viaje para acabar aquí. Como impensable es que Los 27 puedan
aceptar un trato que otorgue a los británicos todas las ventajas de pertenecer
a la UE sin ninguno de sus peajes. Es, pues, altamente probable que el Reino
Unido –con unas ganas locas de volar libre– suscriba un acuerdo comercial de
mínimos con la UE y se encomiende a partir del 2021 a las reglas de la OMC.
La apuesta es arriesgada. Primero, porque el comercio internacional –como
recordaba hace unos meses un informe del Centre for European Reform (CER)– está
prácticamente estancado desde la crisis financiera del 2008, y las guerras
comerciales de Washington –con China hoy, con Europa quizá mañana– no hacen más
que ensombrecer el panorama.
Y,
segundo, porque su confianza ciega en obtener un acuerdo comercial privilegiado
con Estados Unidos –por aquello del vínculo especial trasatlántico– amenaza con
convertirse en un calvario. Donald Trump es un hombre de negocios brutal y desde
la Casa Blanca se ha comportado hasta ahora del mismo modo. Al presidente
norteamericano –no porque sí un fan del Brexit– le ha faltado tiempo para
mostrar su apetito por la explotación del Servicio Nacional de Salud británico
(NHS) y amenazar por vía interpuesta a Downing Street con sanciones
arancelarias como se le ocurra adjudicar al grupo chino Huawei la nueva red de
telefonía móvil 5G... Como se descuiden, los británicos pueden acabar comiendo
chips de gambas made in USA.
@Lluis_Uria