lunes, 27 de enero de 2020

No me toques las ‘chips’ de gambas


Boris Johnson y Donald Trump tienen muchas cosas en común más allá de la más evidente y visible:  esa encrespada cabellera rubia –la del segundo, definitivamente teñida– que ambos gustan de lucir. Menos conocido es el hecho de que ambos nacieron en Nueva York un mes de junio, en dos años de guarismos similares (1964 el primer ministro británico y 1946 el presidente de Estados Unidos) o que los dos cultivaron su particular faceta de showman en la televisión antes de devenir estrellas de la política: como invitado recurrente en un programa satírico de la BBC –Have I got news for you–  el primero, en su propio reality show –The Apprentice– en la cadena NBC el segundo.

Finalmente, ambos comparten un mismo discurso político de fondo, basado en un nacionalismo desacomplejado preñado de tics populistas dirigido a seducir a las clases trabajadoras y empobrecidas –entre las que ninguno de ellos se cuenta por cuna, ni de lejos–, y un común desapego hacia la verdad: ambos son mentirosos sobresalientes, habituados a lanzar embustes con el desparpajo de quien sabe que no sólo va a ser creído diga lo que diga, sino que –en caso de quedar luego al descubierto– será indefectiblemente perdonado.

La mentira es adictiva y Boris Johnson la practica desde hace mucho tiempo, desde mucho antes de la falsaria campaña del referéndum del Brexit en el 2016. Es algo que forma parte de su personaje público –un gamberro simpático–, al igual que sus bromas y astracanadas. De profesión periodista, Boris Johnson –Bojo– saltó a la gloria mediática con sus corrosivas crónicas en The Daily Telegraph entre 1989 y 1994 como corresponsal en Bruselas, una ciudad donde ya había vivido en la infancia por motivos de trabajo de su padre, Stanley Johnson, quien –paradojas de la vida– fue uno de los primeros altos cargos del Reino Unido en la Comisión Europea tras su ingreso en 1973 (algún día habrá que analizar estas conflictivas relaciones paternofiliales, como la del agricultor y activista francés José Bove, hijo de un ingeniero agrónomo que trabajó en la investigación de cultivos OGM, que su retoño combate)

El caso es que el joven Boris Johnson, quien –por cierto– había sido despedido previamente de The Times por falsear una información, triunfó en el Daily Telegraph denunciando con ironía las intromisiones y excesos de la burocracia comunitaria, ciertas algunas, exageradas o sacadas de contexto la mayoría, y directamente inventadas otras. “Johnson hizo lo que la gente llamaría treinta años después fake news y provocación. Fue un precursor”, declaró al Financial Times el francés Pascal Lamy, ex director general de la Organización Mundial del Comercio (OCM), que en la época era el director de gabinete del presidente de la Comisión, Jacques Delors.

La información falsa más celebrada –que no la única– de Johnson fue una publicada en 1993 en la que aseguraba que Bruselas se proponía prohibir la venta de uno de los aperitivos más populares entonces en Gran Bretaña: las chips con sabor a cóctel de gambas. Aunque inmediatamente desmentida, la supuesta iniciativa quedó grabada a fuego en el inconsciente colectivo como esas leyendas que resisten el paso del tiempo contra toda evidencia.

La labor periodístico-propagandística de Johnson fue fundamental para galvanizar el euroescepticismo –hasta entonces anclado a la izquierda– entre los conservadores británicos, que habían sido los adalides de la integración del Reino Unido en Europa (¡impulsada por la mismísima Margaret Thatcher!) La deriva iniciada en aquella época por los tories es la que ha acabado desembocando en el Brexit.

A cinco días vista de la consumación del Brexit –el Reino Unido dejará oficialmente de formar parte de la UE en la medianoche del viernes al sábado–, es oportuno recordar el caso de las chips con sabor a gambas porque el debate de fondo que suscita está lejos de haberse cerrado. Cierto, Londres ya no formará parte del club europeo a partir del próximo sábado. Pero es igualmente cierto que el acuerdo de salida finalmente pactado por Johnson no es definitivo y que ahora se abre un periodo de transición hasta final de año en el que las cosas seguirán funcionando más o menos como hasta ahora, mientras se negocia la relación definitiva entre ambas partes.

La cuestión fundamental, la gran incógnita, es y sigue siendo qué están dispuestos a aceptar los británicos –incluida la regulación de los aditivos en las patatas chip–  a cambio de seguir teniendo acceso al mercado único europeo, destino –no hay que olvidarlo– de más del 50% de sus exportaciones (mientras para la UE en sentido inverso sólo representa el 10% de las suyas)

Las diferentes alternativas que existen sobre la mesa no parece, a priori, que puedan satisfacer a los euroescépticos británicos ni a los votantes del Brexit. Desde el modelo más integrado de Noruega –país ajeno a la UE con acceso al Espacio Económico Europeo (EEE)– al más alejado de Turquía –que sólo forma parte de la unión aduanera–, pasando por el intermedio de Suiza –que tiene suscritos dos acuerdos bilaterales con Bruselas–, todos ellos obligan al país firmante a asumir y cumplir buena parte de las regulaciones comunitarias, contribuir de algún modo al presupuesto europeo y aceptar en muchos casos la libre circulación de personas, sin por ello tener arte ni parte en las decisiones.

Parece difícil concebir que Londres haya hecho  semejante viaje para acabar aquí. Como impensable es que Los 27 puedan aceptar un trato que otorgue a los británicos todas las ventajas de pertenecer a la UE sin ninguno de sus peajes. Es, pues, altamente probable que el Reino Unido –con unas ganas locas de volar libre– suscriba un acuerdo comercial de mínimos con la UE y se encomiende a partir del 2021 a las reglas de la OMC. La apuesta es arriesgada. Primero, porque el comercio internacional –como recordaba hace unos meses un informe del Centre for European Reform (CER)– está prácticamente estancado desde la crisis financiera del 2008, y las guerras comerciales de Washington –con China hoy, con Europa quizá mañana– no hacen más que ensombrecer el panorama.

Y, segundo, porque su confianza ciega en obtener un acuerdo comercial privilegiado con Estados Unidos –por aquello del vínculo especial trasatlántico– amenaza con convertirse en un calvario. Donald Trump es un hombre de negocios brutal y desde la Casa Blanca se ha comportado hasta ahora del mismo modo. Al presidente norteamericano –no porque sí un fan del Brexit– le ha faltado tiempo para mostrar su apetito por la explotación del Servicio Nacional de Salud británico (NHS) y amenazar por vía interpuesta a Downing Street con sanciones arancelarias como se le ocurra adjudicar al grupo chino Huawei la nueva red de telefonía móvil 5G... Como se descuiden, los británicos pueden acabar comiendo chips de gambas made in USA.

@Lluis_Uria








martes, 14 de enero de 2020

No abras la puerta que no puedas cerrar


"Basta una chispa para incendiar cien universos”, reza un proverbio persa. El tiempo dirá si el asesinato del general iraní Qasem Soleimani por un dron norteamericano la madrugada del 3 de enero en la carretera del aeropuerto de Bagdad pasará a la Historia como la chispa que desencadenó una hoguera devastadora en Oriente Medio –y por consiguiente en este momento viviríamos la calma que precede a la tempestad– o bien si Washington y Teherán, tras haber cruzado la línea roja de llegar al enfrentamiento militar directo, han decidido realmente dar marcha atrás. Es arriesgado aventurarlo. Una guerra abierta en el golfo Pérsico entre Irán y Estados Unidos es algo que ninguno de los dos contendientes se puede permitir, pero la Historia está preñada de desatinos semejantes. También es precipitado avanzar el desenlace de este pulso, que bien podría acabar –cual bumerán– debilitando aún más la declinante influencia de EE.UU. en esta región.

Cuando el presidente  Donald Trump dio luz verde al bombardeo del convoy en el que viajaba el general Soleimani, iraníes y norteamericanos llevaban ya semanas buscándose el cuerpo en Irak (los iraníes, a través de milicias chiíes interpuestas). Tres días antes del ataque contra Soleimani –en el que también murió Abu Mahdi al Muhandis, comandante de la agrupación de milicias iraquíes Hashd al Shaabi (Fuerzas de Movilización Popular)–, cientos de milicianos chiíes habían tratado de asaltar la embajada de EE.UU. en Bagdad. Esta acción era una respuesta a un ataque previo norteamericano contra posiciones de la milicia chií Kataeb Hizbulah cerca de la frontera con Siria, que había causado 25 muertos.  Lo que a su vez era la represalia a un ataque anterior con granadas de este grupo contra una base militar cerca de Kirkuk que había costado la vida a un contratista civil estadounidense.

Aliados de circunstancias –eso sí, dándose la espalda– en la lucha contra el Estado Islámico, la derrota territorial de los yihadistas en Irak y en Siria ha dejado a iraníes y estadounidenses solos frente a frente. Desde la derrota del califato, Irán y sus aliados chiíes empujan para lograr la expulsión de Irak de las tropas de EE.UU. –unos 5.200 soldados, desplegados en el 2014– y la presión se ha redoblado en las últimas semanas. El asesinato de Qasem Soleimani, en lugar de frenar el proceso, lo ha acelerado: el Parlamento iraquí aprobó el día 5 la retirada de las tropas extranjeras.

El atentado contra el general iraní –según fuentes de la CNN, urdido por el secretario de Estado, Mike Pompeo, que habría convencido a Trump a falta de ningún general de peso para frenar  la idea– marcará un antes y un después. No sólo se trata de una acción desproporcionada a la vista de las escaramuzas registradas hasta ese momento, sino que representa un grave salto cualitativo en el enfrentamiento entre EE.UU. e Irán, que nunca habían llegado directamente a las manos. El general Soleimani, jefe de la división Quds –una fuerza de élite de los Guardianes de la Revolución– y un hombre de la estrecha confianza personal del líder supremo, el ayatolá Ali Jamenei, era el artífice de la política exterior de Irán en la región, el arquitecto de las alianzas militares iraníes con fuerzas chiíes en Irak, Siria, Líbano, Palestina y Yemen. Justamente lo que EE.UU. querría frenar a toda costa y que le llevó en el 2015 a romper el acuerdo nuclear con Irán y a aplicar la política de “máxima presión”contra el régimen de Teherán.

Trump ha justificado el asesinato de Soleimani alegando que preparaba ataques inminentes contra EE.UU., lo mismo que argumentaron el jueves Mike Pompeo y el secretario de Defensa, Mark Esper, a puerta cerrada en el Congreso sin presentar el más leve indicio de una prueba (lo que recuerda el penoso papel de Colin Powell en la ONU  intentando demostrar la falsa existencia de armas de destrucción masiva para justificar la invasión del Irak en el 2003)

La arriesgada jugada de Trump podría conducir a una guerra abierta. De momento Irán se ha conformado con un bombardeo limitado de represalia contra dos bases en Irak –por suerte o calculadamente sin víctimas– y EE.UU. ha renunciado a una nueva respuesta  militar, aprobando otro paquete de sanciones económicas (como si quedara mucho margen) Pero lo peor  no puede descartarse.

Además de peligrosa, la iniciativa de Trump  podría acabar resultando contraproducente para los intereses de EE.UU. En un momento en que el dominio iraní se enfrentaba a serios movimientos de contestación popular –en el interior de Irán, pero también en  Irak y Líbano–, el asesinato de Soleimani ha dado un respiro al régimen de los ayatolás, que gracias a  ello ha podido cerrar filas contra el enemigo exterior. Como escribía en el diario  El País el ex secretario general de la OTAN y ex alto comisionado para la política exterior y de defensa común de la UE Javier Solana,  “Trump hizo caso omiso de la famosa máxima de Napoleón: ‘Nunca interrumpas a tu enemigo mientras está cometiendo un error”.

El presidente norteamericano, que no parece tener una estrategia clara –y ni siquiera la más mínima idea– respecto a lo que hacer en Oriente Medio, ¿habrá caído sin saberlo en una trampa oriental? Decidido probablemente más en clave de política interior que exterior, el asesinato del general Soleimani no sólo ha puesto al mundo al borde de la guerra, sino que puede acabar siendo la espoleta que –después de abandonar Siria– expulse a EE.UU. también de Irak, lo cual representaría un triunfo incontestable para Irán.  Algunos analistas, como Steven A. Cook, del Council of Foreign Relations, ya lo dan por descontado: “Los iraníes ya han ganado esta batalla . Y cuanto antes lo digieran los responsables políticos de EE.UU., mejor”. Trump tampoco tuvo en cuenta otro proverbio persa: “No abras la puerta que no seas capaz de cerrar”.