lunes, 20 de mayo de 2019

La tentación de un ‘Maine’


Faltaban veinte minutos para las 10 de la noche cuando una potente explosión sacudió la bahía de La Habana. Era el 15 de febrero de 1898 y, en ese instante, el acorazado norteamericano Maine saltó por los aires, muriendo 266 de sus marineros. El buque había fondeado en  Cuba unas semanas antes, formalmente con la misión de proteger a los ciudadanos e intereses norteamericanos amenazados por la guerra que España mantenía desde hacía tres años contra los independentistas criollos. La  explosión fue el pretexto utilizado por Estados Unidos para, dos meses después, declarar la guerra a España, que ese agosto caería derrotada y perdería su última posesión americana.

Un informe oficial de la Marina de EE.UU. realizado tras el siniestro atribuyó la destrucción del Maine a la explosión de una mina bajo su casco, lo que apuntaba –aunque sin más pruebas– a España. No hizo falta más, porque los diarios norteamericanos se encargaron de hacer el resto del trabajo y caldear a la opinión pública. España fue declarada culpable y EE.UU. lanzó sus represalias al grito de “¡Recordad el Maine y al infierno con España!”.  En 1911, el buque fue reflotado para examinarlo, pero las conclusiones de ese análisis no fueron determinantes. Hubo que esperar a 1975 para que un estudio dirigido por el almirante Hyman G. Rickover, jefe de la división nuclear de la US Navy, demostrara que la destrucción del Maine se debió a una explosión accidental en el interior del propio acorazado.

La operación de 1898 salió tan redonda para los intereses norteamericanos, que desde entonces Washington no ha cejado de buscar y aprovechar todos los Maines que el azar le ha puesto en su camino –cuando no los ha buscado– para justificar sus acciones militares en el exterior. El súmmum llegó en el 2003 con la penosa intervención del general Colin Powell –su trayectoria merecía mucho más– ante el Consejo de Seguridad de la ONU presentando las supuestas pruebas, que a la postre resultaron falsas, sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Las armas nunca existieron, cosa que casi todos los promotores de la guerra –salvo algún empecinado– terminaron por admitir, empezando por el presidente George W. Bush. Pero, otra vez, demasiado tarde...

Porque aquellas armas que nunca existieron justificaron la invasión del país y el derrocamiento de Saddam Hussein, en una operación bélica que abrió las puertas a una sangrienta guerra civil, propició la aparición del Estado Islámico y empujó al país hacia la órbita del archienemigo Irán. Un absoluto desastre en todos los frentes.

Hay quien no aprende, sin embargo. El consejero de Seguridad Nacional de EE.UU., el halcón Jonh Bolton, conocido en Washington por su tendencia a exagerar y tergiversar los informes de inteligencia, fue uno de los urdidores de la aventura de Irak y ahora es el principal adalid de la campaña contra Irán, que a poco que vayan mal las cosas puede descontrolarse y conducir a una guerra, incluso por accidente.

El presidente Donald Trump, que salió elegido prometiendo –entre otras cosas– que retiraría al ejército norteamericano de todos los escenarios bélicos, ha expresado que no desea una guerra con Irán. Pero los generales que podrían introducir un poco de sentido común en la Casa Blanca fueron despedidos hace tiempo y el fogoso multimillonario está rodeado de personajes –desde Bolton al secretario de Estado, Mike Pompeo– cuyo ardor guerrero es inversamente proporcional a su sagacidad.

Trump no querrá una guerra, pero su estrategia –fiel  a su trayectoria de negociador inmobiliario– es de alto riesgo: amenazar y extorsionar hasta que el oponente claudique, así sea un adversario o un aliado (que tampoco hace aquí distingos). Y a fuerza de tensionar la situación con Irán, puede encender la mecha de la guerra.

La ofensiva contra Irán empezó hace un año, cuando Trump decidió la salida de EE.UU. del Acuerdo Nuclear firmado en el 2015, a lo que siguió la reanudación de las sanciones económicas. En abril, Washington endureció el acoso  con la anulación de la exención que permitía a algunos países –China, Corea del Sur, India, Japón y Turquía– seguir importando petróleo iraní, con el objetivo de ahogar definitivamente sus finanzas, y la declaración de la Guardia Revolucionaria  como organización terrorista.

Esta escalada ha alcanzado su paroxismo este mes de mayo: aduciendo una vaga amenaza de  las fuerzas iraníes o sus milicias aliadas contra sus tropas estacionadas en Irak –basadas en unas fotos que apenas prueban nada–, Estados Unidos  anunció el envío al golfo Pérsico del portaaviones USS Abraham Lincoln y su grupo de combate –del que se ha descolgado posteriormente la fragata española Méndez Nuñez– y de una dotación de cazabombarderos B-52, mientras el Pentágono ponía al día un plan para enviar a 120.000 soldados.

En los últimos días, se han sucedido  en la zona varios incidentes que parecerían calculados para desencadenar un conflicto, desde el sabotaje de varios petroleros –dos de ellos saudíes– en los Emiratos Árabes Unidos hasta el ataque con drones contra un oleoducto de Arabia Saudí por parte de las milicias hutíes –que tienen el apoyo de Irán– desde Yemen. ¿Querías un Maine? Empieza a haber un catálogo...

La situación es enormemente peligrosa. Los aliados europeos de EE.UU y la oposición demócrata desde el Congreso ponen seriamente en cuestión las supuestas pruebas contra Irán e intentan frenar la deriva de la Casa Blanca. En un artículo en The New York Times, la que fuera subsecretaria de Asuntos Políticos bajo la presidencia de Barack Obama y artífice del Acuerdo Nuclear, Wendy R. Sherman, alertaba del “riesgo peligrosamente alto de un conflicto serio” y llamaba a evitarlo por todos los medios: “No podemos dejar que suceda”, decía. La cuestión es si podrá Trump.



lunes, 6 de mayo de 2019

¡Me has pillado!


Santiago Abascal debe saber mucho de armas, pues bajo su sobaco cuelga un revólver Smith & Wesson y defiende con vehemencia italiana el derecho de la gente honrada a llevar pistola para defenderse de criminales y facinerosos. Pero de política exterior no sabe nada. Ni parece importarle. “¿Ves? Ahí me pillas. Ese es un mundo en el que no tengo demasiadas convicciones, más allá de nuestro compromiso de actuar siempre en pro de los intereses de España”, respondió el líder de Vox al escritor Fernando Sánchez Dragó cuando éste –en su libro-entrevista España vertebrada– le preguntó por sus ideas sobre política internacional.

Cómo pueden defenderse cabalmente los intereses de España en el mundo sin tener ni idea de lo que pasa más allá de sus fronteras es una pregunta que el líder de la extrema derecha neofranquista parece no haberse hecho. Pero no es el único. En España, el mundo parece no interesar, o  interesar muy poco. No hay más que repasar la reciente campaña electoral para comprobar que las cuestiones internacionales o de alcance mundial han estado clamorosamente ausentes del debate. ¿La construcción europea? ¿Los retos y desafíos que suscitan Rusia y China? ¿Las relaciones con el imprevisible Donald Trump? ¿La explosiva situación en Argelia y Libia? ¿Los efectos del cambio climático? Nada. Un desierto. Semejante desdén –no sólo atribuible a los políticos, que no dejan de ser el reflejo de la ciudadanía de la que surgen– es impensable en países como Estados Unidos o Francia...

El problema del ensimismamiento español viene de lejos. Hay quien lo sitúa en el Desastre de 1898, cuando España perdió sus últimas colonias ultramarinas. “Desde hace siglos, España no tiene política exterior. Verdaderamente nacional, quizás no haya tenido nunca. Y cuando quedó aniquilada por el más completo fracaso la que le prestaron e impusieron los intereses particularistas de Austrias y Borbones, España desapareció, materialmente barrida, de la política internacional (...) Está tan plenamente demostrado que el universo puede muy bien prescindir de España, como que España puede pasarse del universo”. Así escribía el periodista Agustí Calvet, Gaziel, quien fuera en la época director de La Vanguardia, en octubre de 1926. Hace casi una centuria y las cosas no han cambiado tanto.

La oscura noche franquista mantuvo el aislamiento internacional de España durante cuarenta años. Y sólo la restauración de la democracia permitió volver a salir al mundo. En los años 80, toda la acción exterior se volcó en la reincorporación plena de España a los organismos internacionales, particularmente la Unión Europea –las entonces llamadas Comunidades Europeas– y la OTAN. Los gobiernos de Felipe González tuvieron un papel fundamental en este proceso, el periodo probablemente más activo de la política exterior reciente.

¿Y después? La llegada de José María Aznar a la Moncloa cambió radicalmente las cartas. El entonces líder del PP menospreció a Europa y se lo jugó todo a tratar de construir una alianza privilegiada con EE.UU., para lo cual no dudó en adherirse a la desastrosa intervención militar decidida por George W. Bush en Irak en el 2003. Dejando al margen al británico Tony Blair, comprometido en la misma empresa,  Aznar se ganó con ello la animadversión de los principales líderes europeos, contrarios a la guerra, y particularmente de Jacques Chirac. “Me pareció deplorable el alineamiento sin condiciones del jefe del Gobierno español, José María Aznar, con las tesis anglonorteamericanas y los juicios extremadamente críticos que no cesó de proferir hacia Francia. Sobre esta cuestión, tuvimos el 26 de febrero en París una discusión particularmente tormentosa”, consignaría el presidente la República francesa en el segundo tomo de sus memorias.

La aventura americana de Aznar terminó con él. No quedó nada. Y los presidentes que le sucedieron –José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, como ahora  Pedro Sánchez– retomaron la prioridad europea. Pero con escasa ambición.

El economista y ensayista francés Alain Minc, asesor áulico de presidentes –de Nicolas Sarkozy a François Hollande–, en una conversación con este diario mantenida hace una década en su cuartel general de la avenida George V de París,  manifestaba su estupefacción  por la renuncia de la España de Zapatero –hoy el cuarto país de Europa en población y en PIB, sin contar con el ya saliente Reino Unido, el quinto entonces– a hacer valer su peso en la UE. “Felipe González tenía menos cartas, en un momento en que España era mucho más débil que hoy,  pero logró sentarse en la mesa de los grandes de Europa”, subrayaba.

La crisis económico-financiera del 2008 no ayudó precisamente, pero lo cierto es que tanto Zapatero como Rajoy después acabaron asumiendo un papel subalterno. No es mejor la opinión que sobre la etapa de este último tiene el politólogo británico William Chislett, antiguo corresponsal de The Times y el Financial Times, en un artículo publicado hace unos meses por el Real Instituto Elcano sobre los cuarenta años de democracia en España:  “La pasiva política exterior creó la sensación entre  observadores independientes de que España estaba por debajo de su peso”.

Esta sensación es particularmente acusada en Bruselas y en Estrasburgo, donde se constata que Madrid sigue ausente de los grandes debates, sin ideas ni propuestas propias. La salida del Reino Unido de la UE y la caída de Italia en el lado oscuro, lo hacen todavía más sangrante.  “Necesitamos a España más que nunca, una España ambiciosa”, sostenía hace unos meses, ante un plato de chucrut en la capital alsaciana, un destacado dirigente del partido socialista europeo.
Francia dispone del cuerpo diplomático más numeroso del mundo después de Estados Unidos, seguramente por encima de su peso real como potencia pero acorde con su ambición. A España –¿por complejo? ¿falta de interés?– le sucede exactamente a la inversa.

El olvido de la política exterior en el debate político español es, a este respecto, un síntoma alarmante. Porque, como decía Henry Kissinger, jefe de la diplomacia de EE.UU. con Richard Nixon, “cuando uno no sabe a dónde va, todos los caminos conducen a ninguna parte”.