domingo, 11 de diciembre de 2022

El (incierto) amigo americano


@Lluis_Uria

En los negocios no hay amigos, sólo hay clientes, se suele decir. Hay quien atribuye esta sentencia al escritor francés Alexandre Dumas padre, el autor de Los tres mosqueteros, pero como suele suceder con este tipo de citas su autoría es dudosa. No por ello deja de ser cierta. Si algún ejemplo ilustra a la perfección esta máxima, es la relación entre Estados Unidos y sus aliados europeos. Quedó groseramente en evidencia con Donald Trump en la Casa Blanca. Pero con Joe Biden, aunque infinitamente más educado y contemporizador, las líneas de fondo no han cambiado. Parafraseando al canciller británico Lord Palmerston (1784-1865), podría decirse que EE.UU. “no tiene amigos permanentes ni enemigos permanente, tiene intereses permanentes”.

En el 2019, Trump decretó una serie de sanciones contra todas aquellas empresas que colaboraran en la construcción del gasoducto Nord Stream 2 (terminado pero nunca puesto en servicio) para conducir gas natural desde Rusia a Alemania. Oficialmente, el objetivo era combatir la dependencia energética europea de Moscú (aún en contra de Berlín)

Oficiosamente, había otros intereses, que el multimillonario neoyorquino no se abstuvo de explicitar:  habituado a hacer negocios con el método de la extorsión, Trump presionó a los europeos para que compraran el gas norteamericano procedente del fracking (fracturación hidráulica), un método  agresivo y dañino para el medio ambiente que Europa dejó de lado pero triunfó en EE.UU. En aquella época, las cosas no les iban muy bien a los productores estadounidenses, necesitados de ingresos para paliar la enormes inversiones realizadas.

Las sanciones –levantadas después por Biden– no funcionaron. Pero la insensata guerra desencadenada por el presidente ruso, Vladímir Putin, contra Ucrania el pasado 24 de febrero, y las represalias económicas y energéticas mutuas posteriores, han convertido en realidad el sueño de Trump. EE.UU., que gracias al fracking es desde el 2014 el principal productor mundial de petróleo –por delante de Arabia Saudí y de Rusia–, se ha convertido este año también en el principal exportador de gas natural licuado –por delante de Qatar y Australia–. Y su gran cliente es ahora Europa, desesperada por encontrar proveedores alternativos a Moscú.

Los europeos deberían estar contentos con su amigo americano, que ha entregado ya mucho más gas del que inicialmente prometió –hasta junio, había distribuido más de 40.000 millones de metros cúbicos (bcm)–, convirtiendo al Viejo Continente en el destino del 68% de sus exportaciones (en detrimento, todo hay que decirlo, de países asiáticos como Pakistán o India). Pero de lo que los europeos, sin embargo, no están tan satisfechos es de lo que pagan por el gas, de tres a cinco veces más de lo que cuesta en EE.UU. El ministro alemán de Economía, Robert Habeck, se ha quejado del cobro de “precios astronómicos”, mientras el presidente francés, Emmanuel Macron, fue aún más allá: “Estados Unidos es un productor de gas barato que nos está vendiendo a un precio caro, no creo que eso sea amistoso”, dijo.     

No obstante, las cosas no son  tan claras como se exponen desde las capitales europeas. Según apuntaba recientemente Corey Grindal, vicepresidente ejecutivo de la principal compañía gasista exportadora americana, Cheniere Energy, al semanario Politico, no serían los productores americanos quienes se estarían llenando más los bolsillos, sino las grandes compañías intermediarias que revenden el gas en el mercado mayorista europeo.

Sea como sea, este era uno de los asuntos que, en nombre propio y de toda la Unión Europea, planteó Macron a Biden en la reunión que ambos mantuvieron en la Casa Blanca el pasado jueves. El otro, más peliagudo todavía, es el de las consecuencias negativas que puede tener para la industria europea la Ley para Reducción de la Inflación impulsada por el presidente estadounidense.

El plan de Biden supondrá, entre muchas otras medidas, inyectar subvenciones a la industria americana para fomentar la economía verde por valor de 369.000 millones de dólares y beneficios fiscales a quienes compren vehículos eléctricos estadounidenses. “Imaginad un mundo en que la gente levantara el capó de su coche y en la batería viera la inscripción Made in America”, celebró el presidente cuando fue aprobada por el Congreso en agosto. Pensaba probablemente en China, pero olvidaba –conscientemente o no– a Europa...

Para los europeos fue un mazazo. La iniciativa no sólo coarta la libre competencia y las opciones de la industria europea en el mercado norteamericano, sino que en el extremo puede fomentar deslocalizaciones. En Washington Macron tildó esta legislación de “superagresiva” y añadió que amenaza con “fragmentar a Occidente”. Comprensivo, Biden le dijo que nunca fue su intención perjudicar a Europa y se mostró dispuesto a estudiar “ajustes” para suavizar sus efectos. Pero poco más. Aunque mucho más presentable en las formas, no deja de ser una reformulación del lema “America first”.

  El enroque industrial americano, unido a los altos precios de la energía en Europa, pueden resultar letales para la industria europea. “La amenaza de un éxodo (empresarial) es real”, ha advertido el presidente de la Federación de la Industria Alemana (BDI), Siegfried Russwurm. Y así lo ven los máximos responsables políticos en Bruselas, Berlín y París, decididos a buscar una respuesta común –no necesariamente en términos de guerra comercial– al desafío del amigo americano. Más allá de esta coyuntura, sin embargo, el reto es salvaguardar y potenciar la industria europea antes de que acabe engullida en la guerra por la hegemonía económica y comercial entre EE.UU. y China.


domingo, 4 de diciembre de 2022

Los locos de la colina


@Lluis_Uria

Mientras en Francia los revolucionarios instauraban el régimen del Terror, en septiembre de 1793, en Estados Unidos el presidente George Washington ponía la primera piedra del Capitolio, el edificio que debía albergar la sede de la democracia americana. El fundador eligió como emplazamiento una suave colina en el centro de la nueva capital federal: Capitol Hill.

Las guías turísticas de la ciudad subrayan dos hitos en su historia: el incendio por parte de las tropas británicas en la guerra de 1812-1814, y el asalto golpista instigado por el entonces presidente saliente, Donald Trump, el 6 de enero del 2021 para tratar de impedir el traspaso del poder al presidente electo, Joe Biden. La democracia estadounidense se encuentra bajo asedio desde entonces.

Ahora, algunos de quienes alentaron o justificaron el asalto al Congreso se pasearán bajo la gran cúpula del Capitolio como congresistas. Y tendrán en su mano la mayoría de la Cámara de Representantes (no así del Senado). El resultado de las elecciones legislativas del día 8 podía haber sido más inquietante. Los republicanos se han quedado muy lejos de sus expectativas, y los demócratas –a pesar de que las elecciones midterm son tradicionalmente desfavorables al partido gobernante– no han obtenido un balance tan adverso. De haberse producido la ola roja (por el color de los republicanos) que vaticinaba Trump, la situación sería ahora mucho más comprometida. Y no ya para Joe Biden, sino para la propia república.

La extraordinaria movilización de amplios segmentos del electorado –los jóvenes, las mujeres en defensa del derecho al aborto...– ha permitido a los demócratas evitar el peor escenario. Y, sobre todo, ha bloqueado en estados cruciales el ascenso a los puestos de gobernadores y secretarios de Estado de algunos de los más conspicuos negacionistas (deniers) de la derrota de Trump en el 2020, que atribuyen contra toda evidencia a un fraude organizado. Había una acción concertada para tratar de controlar las instancias oficiales de recuento de sufragios en aquellos estados donde se jugará el desenlace de las elecciones presidenciales del 2024 y poder así anular las votaciones adversas.

Los republicanos llevan tiempo tratando de echar el cerrojo a la democracia norteamericana –rediseño de circunscripciones electorales en beneficio propio, control del Tribunal Supremo...– y este pretendía ser otro eslabón de la cadena.

El voto popular ha bloqueado esta última maniobra, al deshacerse de la mayor parte de los candidatos trumpistas –algunos, verdaderos energúmenos– en los lugares más delicados. Pero no ha podido evitar que decenas de “candidatos MAGA” (por las siglas del lema de Trump: “Make America great again”) hayan llegado al Congreso. Se trata de un universo de fanáticos y extremistas que cuestionan la legitimidad del presidente y de las instituciones, presentan a los demócratas como enemigos de la patria a los que hay que destruir y justifican la violencia política. 

Hay al menos una cuarentena de ellos en el Congreso, agrupados en torno al grupo Freedom Caucus, entre los cuales hay iluminados que abonan las teorías conspirativas más aberrantes. Como la congresista Marjorie Taylor Greene, representante de Georgia y llamada a papeles relevantes en esta legislatura, quien sostiene la patraña de que los demócratas integran una red satánica de pedófilos.

Biden va a sufrir los próximos dos años con una Cámara de Representantes de mayoría republicana y una potente ala ultra determinada a abortar cualquier intento de compromiso. Limitaciones a los presupuestos y al techo de endeudamiento, amén de comisiones de investigación de todo tipo, pueden coartar notablemente la acción de su Gobierno.

Es cierto que los republicanos están divididos. Y que el magro resultado de las elecciones ha suscitado críticas abiertas al todopoderoso líder, a quien algunos querrían ver fuera de la carrera presidencial del 2024 (su propio exvicepresidente, Mike Pence, ha señalado que habrá “mejores opciones”). Pero las asilvestradas bases del partido republicano, convertido en una fuerza de extrema derecha, no comparten las objeciones del establishment.

Consciente de que una parte de los suyos desearían enterrarle definitivamente, Trump se ha lanzado ya a la arena y ha anunciado –con una antelación inédita– su candidatura para dentro de dos años. Hay quienes confían –o quieren confiar– en que el partido republicano le acabará apartando de la carrera, habida cuenta de sus malos resultados (the biggest loser, “el mayor perdedor”, le adjetivó The Wall Street Journal). Pero en el 2016, cuando solo era un jinete solitario, ya no pudieron con él. Y tras el asalto al Capitolio, a pesar de las evidencias en su contra, ni se atrevieron.

¿Podrían detenerle justamente las amenazas judiciales que penden sobre su cabeza? Hay varios casos que pueden llevarle a juicio, desde el propio asalto al Capitolio hasta la usurpación de documentos clasificados, pasando por sus actividades empresariales. Cualquiera de ellos podría hacerle descarrilar. A no ser que su candidatura actúe al final como un cortafuegos.

En todo caso, las alborotadas bases electorales republicanas están con él, a ciegas, como demostraron las primarias que se celebraron en todo el país para elegir a los candidatos republicanos del 8-N. “Tengo a la gente más leal, ¿alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en la Quinta Avenida y disparar a la gente y no perdería votantes”, dijo –fanfarrón como es– cuando optaba a ser candidato en el 2016. Era así entonces. Hoy lo es más que nunca.