Si uno es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras
–gran aforismo lleno de verdad atribuido por igual a Aristóteles, los árabes,
Shakespeare y Churchill como mínimo–, habrá que concluir que nunca ha habido
tantos esclavos en la historia como en el ensordecedor mundo de las actuales
redes sociales, donde todo el mundo habla –cuando no escupe– y muy pocos
escuchan. No está entre ellos Angela Merkel. La canciller de Alemania, que a
sus 63 años se dispone a ser reelegida –con toda seguridad– el próximo domingo
para un cuarto mandato consecutivo, es austera en palabras, así en público como
en privado. La otra cara de la moneda del charlatán que habita en la Casa
Blanca. O de su oponente de Pyongyang. ¿Inseguridad? ¿Timidez? No lo parece.
Todo indica, más bien, que es la consecuencia lógica de un carácter que
privilegia la duda sobre la certidumbre, la prudencia sobre la temeridad, el
pragmatismo sobre la ideología. Otras tantas rarezas que explican su inusual
longevidad en el cargo. Los alemanes quieren seguridad y estabilidad. Y eso es
lo que Mutti (mamá) Merkel, criada en la opresiva dictadura comunista de la
antigua RDA y desembarcada en la política ya con 35 años, les ofrece desde el
2005.
Toda Europa está pendiente de las elecciones del domingo –en fin,
casi toda– para poder empezar a abordar los grandes retos que aguardan a la UE,
sobre todo después de la demanda de divorcio planteada por los británicos tras
el referéndum del Brexit. Antes de poder empezar a caminar –hacia dónde, es
otra cuestión– primero había que despejar la incógnita de las elecciones
presidenciales francesas del pasado mes de mayo, que no pudieron tener un
resultado más esperanzador para el proyecto europeo: la victoria de un europeísta
ferviente como Emmanuel Macron –determinado a dar un salto adelante en la
integración europea– frente a la eurófoba Marine Le Pen –que proponía un
referéndum sobre el Frexit– ha alejado una de las principales amenazas que se
cernían sobre la Unión. La otra incógnita –pendiente de la cita electoral de
Berlín– no era tal, pero ha mantenido congelado hasta ahora el calendario
político europeo, hasta el punto de bloquear cualquier nueva iniciativa. “Visto
el papel que ha adoptado hoy Alemania, todos los europeos deberían votar en las
próximas elecciones para elegir al nuevo canciller”, subraya a modo de boutade
el ex primer ministro italiano Enrico Letta en su reciente libro Hacer Europa y
no la guerra (Península, 2017), de forma análoga a lo que siempre se había
dicho de las elecciones presidenciales de EE.UU. por sus repercusiones
planetarias. Alemania es una de las piedras angulares de Europa, su principal
motor. Nada pAngelauede hacerse sin ella o contra ella. Tampoco sólo a su dictado...
La salida del Reino Unido de la UE, que deberá producirse
teóricamente en el 2019 después de una negociación que se presume compleja y
agria, coloca a Europa ante una encrucijada vital: o da un decidido paso
adelante en el camino de la integración –para la que los británicos fueron
siempre un freno fundamental– o deja que las cosas sigan como están, esto es,
degradándose, lo cual conduciría inexorablemente al desleimiento y a la
desintegración.
Libres de condicionamientos electorales, aunque no por mucho
tiempo, Francia y Alemania pueden dirigir ahora lo que Macron ha definido como
la “refundación de Europa”. En un discurso que pretendía fundacional,
pronunciado hace dos semanas en Atenas, el presidente francés planteó dar un
nuevo impulso a la integración europea centrándose en la zona euro, a la que
propone potenciar dotándola de un presupuesto propio y de un superministro de
Finanzas, controlados por el Parlamento Europeo, una mayor convergencia fiscal
y social, e incluso la creación de listas electorales transnacionales cara a la
renovación del Europarlamento en el 2019. Alemania parece abierta hoy –más que
ayer– a aceptar algunos de estos planteamientos, que Macron piensa detallar en
los próximos días, y a los que se añadiría la transformación del actual
Mecanismo Europeo de Estabilidad en un auténtico Fondo Monetario Europeo.
Pero si las elecciones del domingo en Alemania no ofrecen ninguna
duda sobre quién ocupará la cancillería los próximos cuatro años, menos claro
está qué coalición de gobierno podrá formarse en función del mapa electoral
resultante. Si se produjera una de las opciones que están actualmente sobre la
mesa, con la incorporación al Gobierno de los liberales del FDP –furibundamente
intransigentes con los países endeudados como Grecia, a la que desearían expulsar
de la zona euro–, la cosa se complicaría considerablemente.
Hasta ahora, Angela Merkel –una europeísta de razón, que no de
corazón– ha sido más un freno que un motor en el proceso de integración, que ha
sometido siempre a los intereses alemanes. Todas las medidas que se han ido
adoptando en los últimos años a raíz de la crisis de la zona euro le han sido
arrancadas después de ímprobos esfuerzos y extenuantes negociaciones. Pero nada
dice que esta dinámica no pueda cambiar. Discreta, prudente, dubitativa,
pragmática... la canciller ha demostrado también que, frente a su imagen de
intransigencia, puede ser imprevisiblemente flexible. Ahí están sus cambios de
180 grados sobre la energía nuclear, el salario mínimo, los refugiados o el
matrimonio homosexual. Habrá que confiar en su elasticidad. Y en que encuentre
a los aliados adecuados.