domingo, 24 de septiembre de 2017

Angela IV

Si uno es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras –gran aforismo lleno de verdad atribuido por igual a Aristóteles, los árabes, Shakes­peare y Churchill como mínimo–, habrá que concluir que nunca ha habido tantos esclavos en la historia como en el ensordecedor mundo de las actuales redes sociales, donde todo el mundo habla –cuando no escupe– y muy pocos escuchan. No está entre ellos Angela Merkel. La canciller de Alemania, que a sus 63 años se dispone a ser reelegida –con toda seguridad– el próximo domingo para un cuarto mandato consecutivo, es austera en palabras, así en público como en privado. La otra cara de la moneda del charlatán que habita en la Casa Blanca. O de su oponente de Pyongyang. ¿Inseguridad? ¿Timidez? No lo parece. Todo indica, más bien, que es la consecuencia lógica de un carácter que privilegia la duda sobre la certidumbre, la prudencia sobre la temeridad, el pragmatismo sobre la ideología. Otras tantas rarezas que explican su inusual longevidad en el cargo. Los alemanes quieren segu­ridad y estabilidad. Y eso es lo que Mutti (mamá) Merkel, criada en la opresiva dictadura comunista de la antigua RDA y desembarcada en la política ya con 35 años, les ofrece desde el 2005.

Toda Europa está pendiente de las elecciones del domingo –en fin, casi toda– para poder empezar a abordar los grandes retos que aguardan a la UE, sobre todo después de la demanda de divorcio planteada por los británicos tras el referéndum del Brexit. Antes de poder empezar a caminar –hacia dónde, es otra cuestión– primero había que despejar la incógnita de las elecciones presidenciales francesas del pasado mes de mayo, que no pudieron tener un resultado más esperanzador para el proyecto europeo: la victoria de un europeísta ferviente como Emmanuel Macron –determinado a dar un salto adelante en la integración europea– frente a la eurófoba Marine Le Pen –que proponía un referéndum sobre el Frexit– ha alejado una de las principales amenazas que se cernían sobre la Unión. La otra incógnita –pendiente de la cita electoral de Berlín– no era tal, pero ha mantenido congelado hasta ahora el calendario político europeo, hasta el punto de bloquear cualquier nueva iniciativa. “Visto el papel que ha adoptado hoy Alemania, todos los europeos deberían votar en las próximas elecciones para elegir al nuevo canciller”, subraya a modo de boutade el ex primer ministro italiano Enrico Letta en su reciente libro Hacer Europa y no la guerra (Península, 2017), de forma análoga a lo que siempre se había dicho de las elecciones presidenciales de EE.UU. por sus repercusiones planetarias. Alemania es una de las piedras angulares de Europa, su principal motor. Nada pAngelauede hacerse sin ella o contra ella. Tampoco sólo a su dictado...

La salida del Reino Unido de la UE, que deberá producirse teóricamente en el 2019 después de una negociación que se presume compleja y agria, coloca a Europa ante una encrucijada vital: o da un decidido paso adelante en el camino de la integración –para la que los británicos fueron siempre un freno fundamental– o deja que las cosas sigan como ­están, esto es, degradándose, lo cual conduciría inexorablemente al desleimiento y a la desintegración.

Libres de condicionamientos electorales, aunque no por mucho tiempo, Francia y Alemania pueden dirigir ahora lo que Macron ha definido como la “refundación de Europa”. En un discurso que pretendía fundacional, pronunciado hace dos semanas en Atenas, el presidente francés planteó dar un nuevo impulso a la integración europea centrándose en la zona euro, a la que propone potenciar dotándola de un presupuesto propio y de un superministro de Finanzas, controlados por el Parlamento Europeo, una mayor convergencia fiscal y social, e incluso la creación de listas electorales transnacionales cara a la renovación del Europarlamento en el 2019. Alemania parece abierta hoy –más que ayer– a aceptar algunos de estos planteamientos, que Macron piensa detallar en los próximos días, y a los que se añadiría la transformación del actual Mecanismo Europeo de Estabilidad en un auténtico Fondo Monetario Europeo.

Pero si las elecciones del domingo en Alemania no ofrecen ninguna duda sobre quién ocupará la cancillería los próximos cuatro años, menos claro está qué coalición de gobierno podrá formarse en función del mapa electoral resultante. Si se produjera una de las opciones que están actualmente sobre la mesa, con la incorporación al Gobierno de los liberales del FDP –furibundamente intransigentes con los países endeudados como Grecia, a la que desearían expulsar de la zona euro–, la cosa se complicaría considerablemente.


Hasta ahora, Angela Merkel –una europeísta de razón, que no de corazón– ha sido más un freno que un motor en el proceso de integración, que ha sometido siempre a los intereses alemanes. Todas las medidas que se han ido adoptando en los últimos años a raíz de la crisis de la zona euro le han sido arrancadas después de ímprobos esfuerzos y extenuantes negociaciones. Pero nada dice que esta dinámica no pueda cambiar. Discreta, prudente, dubitativa, pragmática... la canciller ha demostrado también que, frente a su imagen de intransigencia, puede ser imprevisiblemente flexible. Ahí están sus cambios de 180 grados sobre la energía nuclear, el salario mínimo, los refugiados o el matrimonio homosexual. Habrá que confiar en su elasticidad. Y en que encuentre a los aliados adecuados.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

La guerra de Kim

09-09-2017

El 9 de septiembre de 1948, hace hoy 69 años, fue proclamada la República Popular Democrática de Corea, el presunto Estado comunista –definición bajo la que se enmascara una dictadura familiar totalitaria que oscila entre el esperpento y el espanto– asentado al norte del paralelo 38 de la península coreana. A la hora de leer estas líneas, muy probablemente el régimen dirigido por Kim Jong Un lo haya celebrado o esté a punto de hacerlo de la manera habitual, a saber, lanzando algún misil en algún punto de la región, desafiando una vez más a la comunidad internacional. La penúltima provocación, la detonación de una bomba de hidrógeno –su sexta prueba nuclear subterránea– el domingo pasado, le valió una durísima reacción de Estados Unidos, que le amenazó con una “respuesta militar masiva”. “El “fuego y la furia” de Donald Trump pero dicho con otras palabras. Y aparentemente con la misma falta de contenido.

Porque... ¿están realmente dispuestos Estados Unidos y sus aliados a lanzar un ataque militar preventivo contra Pyonyang para evitar que siga desarrollando su programa nuclear? Todo indica que Kim Jong Un, el “líder supremo” de Corea del Norte, no lo cree en absoluto. Para el dictador norcoreano, tercero de la dinastía fundada por Kim Il Sung, la apuesta nuclear representa una garantía de supervivencia. Del régimen en primer lugar, que se cree gravemente amenazado por EE.UU. y a quien sólo ve capaz de frenar gracias a la disuasión nuclear. Y de su propio liderazgo.

Kim Il Sung, el Presidente Eterno, tenía la legitimidad que le otorgó la guerra. Resistente contra la ocupación japonesa, integrado después en las filas del Ejército Rojo soviético, el fundador del régimen de Corea del Norte fue aupado al poder por la antigua URSS, que creó un régimen estalinista en torno al Partido del Trabajo de Corea y su líder. La guerra de Corea (1950-1953) afianzó su mando, que ejerció hasta su muerte en 1994. Sus sucesores, su hijo Kim Jong Il –el Amado Líder, que reinó entre 1994 y el 2001– y su nieto Kim Jong Un, se han sostenido en el trono acentuando el terror y exacerbando el culto a la personalidad hasta niveles que podrían parecer ridículos si no fueran siniestros. Para el último de la saga, la carrera nuclear y su pulso con EE.UU. es un medio de reforzarse en el interior. Y, si se sale con la suya, un modo de garantizar que su régimen no pueda ser derribado desde el exterior.

La falta de efecto de las sanciones económicas aprobadas por la ONU –Pyonyang ha conseguido sortearlas gracias al apoyo directo o indirecto de China–, ha llevado al presidente Trump y algunos de sus colaboradores a plantearse la eventualidad de una intervención armada en el caso de que Kim Jong Un llevara su desafío al extremo de amenazar directamente los intereses norteamericanos (atacando, por ejemplo, la isla de Guam, donde EE.UU.dispone de varias bases militares, como amenazó con hacer el pasado mes de agosto antes de echarse prudentemente atrás)

Pascal Boniface, director del Instituto de Estudios Internacionales y Estratégicos (IRIS, en sus siglas en francés), escribía esta misma semana en La Vanguardia que una solución militar es inviable: “Trump no tiene soluciones militares a su alcance; si ataca Corea del Norte, es seguro que ganaría la guerra, pero mientras tanto puede haber destruido Seúl o Tokio”, sostiene. Sucede, sin embargo, como siempre en estos casos, que hay opiniones completamente divergentes. Y ni siquiera hace falta ir en busca de los halcones del Pentágono para encontrarlos. En este mismo lado del Atlántico, Valérie Niquet, experta en Asia de la Fundación para la Investigación Estratégica (FRS), sostiene exactamente lo contrario. En un artículo publicado en Le Monde bajo el título Frente a Corea del Norte, la opción militar es la menos arriesgada, Niquet admite que esta vía es muy peligrosa y que Seúl podría ser la primera víctima de un contraataque norcoreano, pero aun y así cree que la tolerancia de Washington dejaría a sus aliados asiáticos inermes y abriría la puerta a que Pyonyang, fortalecido con su capacidad nuclear, intentara imponer por la fuerza una reunificación de la península coreana. “La opción del apaciguamiento y del diálogo, aunque pueda parecer más razonable, podría ser también la que finalmente desembocara en conflictos mucho más graves”, concluye.

Quizá sí, quizá no... En cualquiera de los casos, el resultado de una intervención militar –aún suponiendo que no se utilizaran armas nucleares– sería catastrófico para millones de personas. En sus preparativos de una posible intervención, los militares estadounidenses han calculado los eventuales efectos de un ataque y dibujado diversos escenarios. Chetan Peddada, exoficial de inteligencia del ejército de EE.UU., lo exponía el jueves en Foreign Policy. Y pone los pelos de punta.

Corea del Norte, que dispone de un ejército de más de un millón de hombres y de un imponente arsenal bélico –incluidos un millar de misiles, así como depósitos de armas químicas y bacteriológicas–, podría lanzar un ataque de artillería devastador sobre Corea del Sur, que podría causar “decenas de miles de muertos” y destruir Seúl, la capital. También habría numerosas bajas entre las tropas norteamericanas estacionadas en el país. Los norcoreanos podrían asimismo infiltrarse en el sur, bien mediante submarinos –desembarcando tropas en sus costas– o a través de la red de túneles que se supone que ha construido en la zona de la frontera –por los que podrían transitar 8.000 soldados cada hora–, o lanzar ataques “descentralizados” a través de sus agentes secretos repartidos por el mundo... Estados Unidos y Corea del Sur acabarían venciendo y derribando al régimen de Pyongyang, pero al coste de una “sangrienta y pírrica guerra”. En la que acabarían pagando los mismos de siempre.