domingo, 11 de diciembre de 2022

El (incierto) amigo americano


@Lluis_Uria

En los negocios no hay amigos, sólo hay clientes, se suele decir. Hay quien atribuye esta sentencia al escritor francés Alexandre Dumas padre, el autor de Los tres mosqueteros, pero como suele suceder con este tipo de citas su autoría es dudosa. No por ello deja de ser cierta. Si algún ejemplo ilustra a la perfección esta máxima, es la relación entre Estados Unidos y sus aliados europeos. Quedó groseramente en evidencia con Donald Trump en la Casa Blanca. Pero con Joe Biden, aunque infinitamente más educado y contemporizador, las líneas de fondo no han cambiado. Parafraseando al canciller británico Lord Palmerston (1784-1865), podría decirse que EE.UU. “no tiene amigos permanentes ni enemigos permanente, tiene intereses permanentes”.

En el 2019, Trump decretó una serie de sanciones contra todas aquellas empresas que colaboraran en la construcción del gasoducto Nord Stream 2 (terminado pero nunca puesto en servicio) para conducir gas natural desde Rusia a Alemania. Oficialmente, el objetivo era combatir la dependencia energética europea de Moscú (aún en contra de Berlín)

Oficiosamente, había otros intereses, que el multimillonario neoyorquino no se abstuvo de explicitar:  habituado a hacer negocios con el método de la extorsión, Trump presionó a los europeos para que compraran el gas norteamericano procedente del fracking (fracturación hidráulica), un método  agresivo y dañino para el medio ambiente que Europa dejó de lado pero triunfó en EE.UU. En aquella época, las cosas no les iban muy bien a los productores estadounidenses, necesitados de ingresos para paliar la enormes inversiones realizadas.

Las sanciones –levantadas después por Biden– no funcionaron. Pero la insensata guerra desencadenada por el presidente ruso, Vladímir Putin, contra Ucrania el pasado 24 de febrero, y las represalias económicas y energéticas mutuas posteriores, han convertido en realidad el sueño de Trump. EE.UU., que gracias al fracking es desde el 2014 el principal productor mundial de petróleo –por delante de Arabia Saudí y de Rusia–, se ha convertido este año también en el principal exportador de gas natural licuado –por delante de Qatar y Australia–. Y su gran cliente es ahora Europa, desesperada por encontrar proveedores alternativos a Moscú.

Los europeos deberían estar contentos con su amigo americano, que ha entregado ya mucho más gas del que inicialmente prometió –hasta junio, había distribuido más de 40.000 millones de metros cúbicos (bcm)–, convirtiendo al Viejo Continente en el destino del 68% de sus exportaciones (en detrimento, todo hay que decirlo, de países asiáticos como Pakistán o India). Pero de lo que los europeos, sin embargo, no están tan satisfechos es de lo que pagan por el gas, de tres a cinco veces más de lo que cuesta en EE.UU. El ministro alemán de Economía, Robert Habeck, se ha quejado del cobro de “precios astronómicos”, mientras el presidente francés, Emmanuel Macron, fue aún más allá: “Estados Unidos es un productor de gas barato que nos está vendiendo a un precio caro, no creo que eso sea amistoso”, dijo.     

No obstante, las cosas no son  tan claras como se exponen desde las capitales europeas. Según apuntaba recientemente Corey Grindal, vicepresidente ejecutivo de la principal compañía gasista exportadora americana, Cheniere Energy, al semanario Politico, no serían los productores americanos quienes se estarían llenando más los bolsillos, sino las grandes compañías intermediarias que revenden el gas en el mercado mayorista europeo.

Sea como sea, este era uno de los asuntos que, en nombre propio y de toda la Unión Europea, planteó Macron a Biden en la reunión que ambos mantuvieron en la Casa Blanca el pasado jueves. El otro, más peliagudo todavía, es el de las consecuencias negativas que puede tener para la industria europea la Ley para Reducción de la Inflación impulsada por el presidente estadounidense.

El plan de Biden supondrá, entre muchas otras medidas, inyectar subvenciones a la industria americana para fomentar la economía verde por valor de 369.000 millones de dólares y beneficios fiscales a quienes compren vehículos eléctricos estadounidenses. “Imaginad un mundo en que la gente levantara el capó de su coche y en la batería viera la inscripción Made in America”, celebró el presidente cuando fue aprobada por el Congreso en agosto. Pensaba probablemente en China, pero olvidaba –conscientemente o no– a Europa...

Para los europeos fue un mazazo. La iniciativa no sólo coarta la libre competencia y las opciones de la industria europea en el mercado norteamericano, sino que en el extremo puede fomentar deslocalizaciones. En Washington Macron tildó esta legislación de “superagresiva” y añadió que amenaza con “fragmentar a Occidente”. Comprensivo, Biden le dijo que nunca fue su intención perjudicar a Europa y se mostró dispuesto a estudiar “ajustes” para suavizar sus efectos. Pero poco más. Aunque mucho más presentable en las formas, no deja de ser una reformulación del lema “America first”.

  El enroque industrial americano, unido a los altos precios de la energía en Europa, pueden resultar letales para la industria europea. “La amenaza de un éxodo (empresarial) es real”, ha advertido el presidente de la Federación de la Industria Alemana (BDI), Siegfried Russwurm. Y así lo ven los máximos responsables políticos en Bruselas, Berlín y París, decididos a buscar una respuesta común –no necesariamente en términos de guerra comercial– al desafío del amigo americano. Más allá de esta coyuntura, sin embargo, el reto es salvaguardar y potenciar la industria europea antes de que acabe engullida en la guerra por la hegemonía económica y comercial entre EE.UU. y China.


domingo, 4 de diciembre de 2022

Los locos de la colina


@Lluis_Uria

Mientras en Francia los revolucionarios instauraban el régimen del Terror, en septiembre de 1793, en Estados Unidos el presidente George Washington ponía la primera piedra del Capitolio, el edificio que debía albergar la sede de la democracia americana. El fundador eligió como emplazamiento una suave colina en el centro de la nueva capital federal: Capitol Hill.

Las guías turísticas de la ciudad subrayan dos hitos en su historia: el incendio por parte de las tropas británicas en la guerra de 1812-1814, y el asalto golpista instigado por el entonces presidente saliente, Donald Trump, el 6 de enero del 2021 para tratar de impedir el traspaso del poder al presidente electo, Joe Biden. La democracia estadounidense se encuentra bajo asedio desde entonces.

Ahora, algunos de quienes alentaron o justificaron el asalto al Congreso se pasearán bajo la gran cúpula del Capitolio como congresistas. Y tendrán en su mano la mayoría de la Cámara de Representantes (no así del Senado). El resultado de las elecciones legislativas del día 8 podía haber sido más inquietante. Los republicanos se han quedado muy lejos de sus expectativas, y los demócratas –a pesar de que las elecciones midterm son tradicionalmente desfavorables al partido gobernante– no han obtenido un balance tan adverso. De haberse producido la ola roja (por el color de los republicanos) que vaticinaba Trump, la situación sería ahora mucho más comprometida. Y no ya para Joe Biden, sino para la propia república.

La extraordinaria movilización de amplios segmentos del electorado –los jóvenes, las mujeres en defensa del derecho al aborto...– ha permitido a los demócratas evitar el peor escenario. Y, sobre todo, ha bloqueado en estados cruciales el ascenso a los puestos de gobernadores y secretarios de Estado de algunos de los más conspicuos negacionistas (deniers) de la derrota de Trump en el 2020, que atribuyen contra toda evidencia a un fraude organizado. Había una acción concertada para tratar de controlar las instancias oficiales de recuento de sufragios en aquellos estados donde se jugará el desenlace de las elecciones presidenciales del 2024 y poder así anular las votaciones adversas.

Los republicanos llevan tiempo tratando de echar el cerrojo a la democracia norteamericana –rediseño de circunscripciones electorales en beneficio propio, control del Tribunal Supremo...– y este pretendía ser otro eslabón de la cadena.

El voto popular ha bloqueado esta última maniobra, al deshacerse de la mayor parte de los candidatos trumpistas –algunos, verdaderos energúmenos– en los lugares más delicados. Pero no ha podido evitar que decenas de “candidatos MAGA” (por las siglas del lema de Trump: “Make America great again”) hayan llegado al Congreso. Se trata de un universo de fanáticos y extremistas que cuestionan la legitimidad del presidente y de las instituciones, presentan a los demócratas como enemigos de la patria a los que hay que destruir y justifican la violencia política. 

Hay al menos una cuarentena de ellos en el Congreso, agrupados en torno al grupo Freedom Caucus, entre los cuales hay iluminados que abonan las teorías conspirativas más aberrantes. Como la congresista Marjorie Taylor Greene, representante de Georgia y llamada a papeles relevantes en esta legislatura, quien sostiene la patraña de que los demócratas integran una red satánica de pedófilos.

Biden va a sufrir los próximos dos años con una Cámara de Representantes de mayoría republicana y una potente ala ultra determinada a abortar cualquier intento de compromiso. Limitaciones a los presupuestos y al techo de endeudamiento, amén de comisiones de investigación de todo tipo, pueden coartar notablemente la acción de su Gobierno.

Es cierto que los republicanos están divididos. Y que el magro resultado de las elecciones ha suscitado críticas abiertas al todopoderoso líder, a quien algunos querrían ver fuera de la carrera presidencial del 2024 (su propio exvicepresidente, Mike Pence, ha señalado que habrá “mejores opciones”). Pero las asilvestradas bases del partido republicano, convertido en una fuerza de extrema derecha, no comparten las objeciones del establishment.

Consciente de que una parte de los suyos desearían enterrarle definitivamente, Trump se ha lanzado ya a la arena y ha anunciado –con una antelación inédita– su candidatura para dentro de dos años. Hay quienes confían –o quieren confiar– en que el partido republicano le acabará apartando de la carrera, habida cuenta de sus malos resultados (the biggest loser, “el mayor perdedor”, le adjetivó The Wall Street Journal). Pero en el 2016, cuando solo era un jinete solitario, ya no pudieron con él. Y tras el asalto al Capitolio, a pesar de las evidencias en su contra, ni se atrevieron.

¿Podrían detenerle justamente las amenazas judiciales que penden sobre su cabeza? Hay varios casos que pueden llevarle a juicio, desde el propio asalto al Capitolio hasta la usurpación de documentos clasificados, pasando por sus actividades empresariales. Cualquiera de ellos podría hacerle descarrilar. A no ser que su candidatura actúe al final como un cortafuegos.

En todo caso, las alborotadas bases electorales republicanas están con él, a ciegas, como demostraron las primarias que se celebraron en todo el país para elegir a los candidatos republicanos del 8-N. “Tengo a la gente más leal, ¿alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en la Quinta Avenida y disparar a la gente y no perdería votantes”, dijo –fanfarrón como es– cuando optaba a ser candidato en el 2016. Era así entonces. Hoy lo es más que nunca.



lunes, 14 de noviembre de 2022

Alemania, erre que erre


@Lluis_Uria

El día en que los tanques rusos entraron en Ucrania, Alemania perdió la brújula. Y aún no la ha encontrado. La guerra decidida por el presidente Vladímir Putin  significó el abrupto fin de una ensoñación según la cual el estrechamiento de los vínculos económicos entre Berlín y Moscú era una garantía de paz y estabilidad. Cuando no una vía de alentar la democracia en Rusia.... Pero el 24 de febrero la bonita teoría del Wandel durch Handel (cambiar a través del comercio) saltó hecha pedazos.

Desde entonces, con la economía alemana –y europea– estranguladas por el chantaje energético ruso, todo han sido lamentos y actos de contrición. “La Rusia de hoy no deja espacio para viejos sueños”, admitió esta semana el presidente de la República Federal, el socialdemócrata Frank Walter Steinmeier, uno de los más notables exponentes de la política de acercamiento a Moscú, quien habló de “ruptura histórica”.

Cabe decir que Alemania tenía también un interés muy particular cuando promovió los acuerdos energéticos con Moscú (de los que salió la construcción de los gasoductos Nord Stream y Nord Stream 2) y no únicamente el de la paz y la democracia: el barato gas ruso ha sido un pilar del crecimiento económico alemán,  la droga que ha dopado durante años a su potente industria. Berlín lo apostó todo a esta carta (más aún desde el momento en que decidió abandonar la energía nuclear) y  ¡con qué afán batalló para que el gas fuera aceptado por la UE como energía de transición hacia un sistema verde! En el altar del interés económico, sacrificó las consideraciones geoestratégicas, desoyendo las reiteradas advertencias de EE.UU. del peligro de la dependencia de Rusia. Por eso el despertar ha sido tan amargo. Y el síndrome de abstinencia, tan duro.

Ahora todo el mundo parece haber aprendido la lección. “Nunca más” se dicen unos a otros. El ejemplo ruso debería servir en adelante –insisten– para prevenir derivas semejantes con otras potencias, empezando por China, cada vez más asertiva (una manera diplomática de designar su agresividad económica y diplomática) Todo el mundo parece estar en la misma línea. La cumbre de la UE de octubre abordó una redefinición de su política hacia el gigante asiático justamente con el objetivo de fortalecer la “autonomía estratégica”, evitar una excesiva dependencia en los sectores económicos clave y diversificar las alianzas comerciales.

Sin embargo, tal unanimidad presenta alguna fisura. Nuevamente, Berlín. La ambigüedad del canciller Olaf Scholz hacia China ha empezado a sembrar la duda y a despertar la inquietud entre sus aliados europeos e incluso sus propios socios de coalición en el gobierno alemán. El breve viaje que Scholz hizo a Pekín el  viernes, acompañado por los presidentes de algunas de las mayores empresas alemanas –Adidas, BASF, BMW, Deutsche Bank, Merck, Siemens, Volkswagen...– disparó todas las alarmas. Sobre todo después de que el canciller alemán accediera a ceder a la multinacional china Cosco el control del 25% del puerto de Hamburgo –el segundo de Europa– en contra de la opinión de algunos de sus principales ministros: el de Economía, el liberal Christian Lindner, y la de Exteriores, la ecologista Annalena Baerbock, entre otros.

Incluso el presidente francés, Emmanuel Macron, se atrevió a criticar la operación con dureza calificándola de “error estratégico”. Una muestra descarnada del periodo tormentoso que atraviesan las relaciones entre París y Berlín, cuyos desacuerdos alcanzan a frentes como la política energética o la de la defensa.

“China es y sigue siendo un importante socio económico y comercial para Europa y Alemania”, se ha justificado Scholz. Que para Berlín lo es, no cabe ninguna duda. China  tiene para la economía alemana un peso fundamental (como Rusia lo tenía como suministrador energético). Con el 8%, es el tercer destino de las exportaciones alemanas –coches, principalmente–, después de la UE y de EE.UU., y es el primer país de origen de sus importaciones (12,4%)

La suspicacia es lícita. Y se extiende en primer lugar por la propia Alemania. “¿Olaf Scholz cae en la misma trampa que cayó Angela Merkel antes de él?”, se preguntaba el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Dicho de otro modo, ¿va a seguir Alemania poniendo demasiados huevos en la cesta de China como antes hizo con Rusia? Desde Pekín, el canciller no sólo no se mostró tranquilizador, sino que  abogó por “desarrollar más” los lazos económicos con Pekín.

De hecho, por aquí van las cosas. Desde el inicio de  la guerra en Ucrania, lejos de frenarse, la relación ha ido a más. Entre enero y junio del 2002, las inversiones alemanas en China alcanzaron el récord semestral de 10.000 millones de euros, según datos del Instituto de Economía alemán (WI). “A pesar de los peligros, la interdependencia económica con China ha avanzado en la dirección equivocada a un ritmo tremendo”, señaló a Reuters el autor del informe, el economista Jürgen Matthes.

El mes pasado, el jefe de la Oficina Federal de Protección de la Constitución (los servicios secretos alemanes), Thomas Haldenwang, alertó en el Bundestag del riesgo de que Pekín pueda utilizar su control sobre infraestructuras estratégicas y sus vínculos económicos como medio de  coerción política. Algo así como lo que ha tratado de hacer Moscú cortando la espita del gas. Pero peor: “Si Rusia es la tormenta –advirtió–, China es el cambio climático”.

Acuciado por la crisis, Scholz busca sostener como sea la economía alemana. Aún a costa de arriesgarse a caer de nuevo en los mismos viejos errores.



lunes, 31 de octubre de 2022

El inquietante Mr. Musk


@Lluis_Uria

Para conectarse a internet en cualquier parte del mundo, incluso en las zonas más aisladas, basta una pequeña y sencilla antena parabólica de 51,3 por 30,3 centímetros, un trípode y un router. El equipo cuesta 390 euros y el abono mensual, 70. El servicio es ofrecido por la empresa Starlink, del multimillonario norteamericano Elon Musk, que utiliza un enjambre de 2.400 satélites (acabarán siendo 12.000) puestos en órbita por la empresa matriz SpaceX, la principal compañía espacial privada del planeta, con el fin de universalizar la conexión a internet.

Una de las claves de los éxitos militares de Ucrania frente a la invasión rusa es justamente esta tecnología, que ha permitido garantizar en todo momento y circunstancia las comunicaciones entre el estado mayor y las diferentes unidades del ejército ucraniano. La decisión personal de Musk de facilitar al Gobierno de Kyiv 25.300 terminales de Starlink –más sofisticados que los destinados al gran público– y de prestar el servicio de conexión por satélite ha acabado determinando el desarrollo de la guerra.

Que una ayuda de este calibre dependa de una empresa privada y, en última instancia, de la decisión de una sola persona, que no responde ante nadie más que ante sí mismo, abre ya de por sí importantes interrogantes sobre su legitimidad. Pero además la hace enormemente frágil. Dos episodios recientes ilustran hasta qué punto la intervención de Musk en Ucrania puede ser volátil.

El primero de ellos data del mes pasado, aunque se ha conocido ahora gracias a una información de la CNN: la empresa SpaceX envió en septiembre una carta al Pentágono en la que instaba al Departamento de Defensa de Estados Unidos a asumir el coste del servicio de Starlink en Ucrania (120 millones de dólares hasta final de año y 400 millones más para todo el 2023, lo que incluiría la entrega de 8.000 terminales más solicitados por el ejército ucraniano). SpaceX alegaba que la empresa no podía seguir asumiendo este esfuerzo económico (que, por otra parte, tampoco ha hecho en solitario, pues los gobiernos norteamericano y polaco también han sufragado parte de los gastos)

Tras destaparse el asunto, Musk retiró la petición, aunque el problema puede volver a suscitarse en cualquier momento. En previsión de ello, Washington y Bruselas estudian asumir el coste del servicio de Satrlink, antes de poner en peligro las conexiones del ejército ucraniano.

Paralelamente, el patrón de SpaceX  se lanzó a proponer a través de Twitter un plan de paz para Ucrania que –para horror de Kyiv– planteaba reconocer la soberanía rusa sobre la península de Crimea, anexionada por Moscú en el 2014, y la celebración de referéndums supervisados por la ONU en las zonas ocupadas por los rusos en el este y en el sur del país para determinar si sus habitantes quieren unirse a Rusia o seguir en Ucrania.

Según el politólogo Ian Bremmer, del Grupo Eurasia, Musk le explicó haber hablado personalmente poco antes con el presidente ruso, Vladímir Putin, quien le habría explicado cuáles eran sus líneas rojas. Musk negó haber mantenido esta conversación, pero sí justificó su iniciativa  por el miedo a una escalada que conduzca a un conflicto nuclear. La intervención del magnate no sólo irritó al Gobierno ucraniano, sino que levantó una polémica política  en EE.UU. y en Europa.

Cada vez más interesado en los problemas geopolíticos globales –¿cómo no podría estarlo un individuo que pretende salvar a la humanidad colonizando Marte?–, Musk se atrevió también a proponer  una solución para el conflicto de Taiwán, sobre la que China reivindica su soberanía pero que en la práctica funciona como un territorio independiente. En una entrevista con el Financial Times,  el multimillonario planteó buscar un acuerdo sobre la base de que Pekín mantuviera un cierto control sobre la isla. Lo cual fue ásperamente rechazado por las autoridades de Taipei.

El activismo personalista de Elon Musk podría resultar  curioso, si no fuera inquietante. Porque a sus 51 años el empresario norteamericano no es un outsider cualquiera:  no sólo es el hombre más rico del mundo (con una fortuna estimada en 219.000 millones de dólares), sino que las grandes empresas tecnológicas que controla y las que está a punto de controlar le otorgan un inmenso poder.

La galaxia empresarial de Musk comprende hoy Tesla Motors (coches y baterías eléctricas, así como un prototipo de robot humanoide, el Optimus), SolarCity (energía solar), The Boring Company (infraestructuras de transporte), OpeanAI (inteligencia artificial), Neuralink (desarrollo de interfaces cerebro-ordenador) y SpaceX, que además de gestionar la red de satélites Starlink ha desarrollado fundamentalmente los cohetes y naves espaciales que ahora utiliza la NASA para enviar a astronautas a la Estación Espacial Internacional y para la futura misión tripulada a la Luna prevista para el 2025.

A todo este complejo industrial, Musk pretende añadir próximamente la red social Twitter (por 44.000 millones de dólares), de la que él mismo es un activísimo usuario y donde tiene 109 millones de seguidores. El magnate ya ha advertido que su intención es garantizar una “absoluta libertad de expresión” en la red, lo que probablemente incluirá al hoy vetado Donald Trump... Inteligente, brillante, con una capacidad de trabajo extraordinaria, hay quienes ven en Elon Musk a un genio. Pero es también un hombre endiosado y excéntrico que apenas disimula su mesianismo. Un megalómano para quien la intervención en los asuntos del mundo parece ser irresistible. Y peligrosa.

 

El partido caníbal

@Lluis_Uria

No, el problema no era Liz Truss. Tampoco Boris Johnson. Ni Theresa May. Ni David Cameron. Eran todos ellos a la vez. Cuando los cuatro últimos primeros ministros conservadores del Reino Unido, desde el 2010 hasta nuestros días, se revelan un fiasco semejante es evidente que el problema no es personal, ni individual. Es el resultado de un sistema, el producto de un partido gangrenado por las luchas intestinas por el poder, y minado por la inconsistencia y la mediocridad políticas. No son ni Truss, ni Johnson, ni May, ni Cameron el problema. Son los tories colectivamente. 

¿En qué momento el partido de Churchill y Thatcher empezó su descenso a los abismos? Quizá fue justo el instante en que decidió sacrificar salvajemente a la antigua Dama de Hierro. Recordémoslo: sucedió en el otoño de 1990, las encuestas iban mal para los conservadores y la premier, tras once años en el número 10 de Downing Street, presentaba ya un serio desgaste político. Así que decidieron quitársela de en medio. La leyenda, hoy reivindicada por la fugaz Lizz Truss, entonces ya molestaba.

La acción desencadenante de las hostilidades fue la dimisión del viceprimer ministro Geoffrey Howe, un modus operandi que ha acabado integrando la liturgia caníbal del partido tory. Thatcher no sobrevivió más de 27 días a este desafío antes de presentar su renuncia. Los conservadores británicos probaron la sangre y les gustó. Y así les ha ido… Hasta acabar, estos últimos seis años, entregándose a una orgía desenfrenada de antropofagia.

Tras Margaret Thatcher, el periodo de John Major, no exento de convulsiones internas, fue el acto final de un proceso de decadencia que inauguraría, con la elección de Tony Blair –y después de su sucesor, Gordon Brown-, un periodo de 13 años de dominio laborista, el paréntesis más largo para los tories desde la Segunda Guerra Mundial.

El retorno de los conservadores al poder en el 2010 con David Cameron debía ser el inicio de la redención. Pero en realidad abrió las puertas del purgatorio. El nuevo primer ministro pasará a la historia del Reino Unido como el responsable -sin pretenderlo- de la traumática salida británica de la Unión Europea. El referéndum del Brexit celebrado en el 2016, una burda y arriesgada añagaza de Cameron para tratar de reforzar su poder dentro del partido -¡una vez más!- y contrarrestar al ascenso de los nacionalistas del UKIP, se saldó con un estrepitoso fracaso. La victoria de los brexiters (por 51,95% contra 48,1%) abrió una grave fractura en la sociedad británica e inició un periodo de inestabilidad política y económica que está lejos de haberse cerrado.

La consulta acabó, por descontado, con la carrera política de Cameron. Y ha acabado marcando también la de sus zarandeados sucesores, víctimas propiciatorias –cada vez con más celeridad- del fuego amigo. El espectáculo ofrecido por la política británica en los últimos seis años a manos de Theresa May, Boris Johnson, Lizz Truss y sus camaradas de partido recuerda vivamente el de las peripecias cómico-taurinas de La Banda del Empastre o el Bombero torero, que durante siete décadas recorrieron las plazas de España con sus bufonadas. Sería risible, si no fuera tan serio. 

Durante este tiempo, el partido conservador británico se ha entregado a una deriva nacionalista inquietante, ha desorientado a su electorado natural dando continuos bandazos ideológicos –ora fingidamente keynesiano, ora neoliberal thatcherista-, ha abusado de la demagogia –si no de la mentira- y mostrado una frivolidad espeluznante. En su carrera hacia ninguna parte ha acabado logrando que los mercados financieros y hasta el mismísimo FMI le obligaran a corregir de arriba abajo su política económica.

El declive de los tories no deja de ser un reflejo del propio declive del Reino Unido, sin norte desde su abrupta salida de Europa. Las crisis consecutivas de la pandemia de covid y la guerra de Ucrania han podido enmascarar un tanto la realidad. Pero lo cierto es que el Brexit, lejos de ser la llave de un futuro próspero y radiante, se ha convertido en una losa. Estudios e informes recientes del think tank The Resolution Foundation, vinculado a la London School of Economics, el Centre for European Reform (CER) o la propia Oficina de Responsabilidad Presupuestaria -un organismo gubernamental- apuntan que la salida del mercado único europeo ha provocado ya, y va a seguir provocando, una pérdida de la productividad y la competitividad británicas, un descenso de las inversiones y del comercio exterior, y un menor crecimiento del PIB.

El partido que prometió el oro y el moro, el causante del desastre, el mismo del que han salido los calamitosos últimos primeros ministros va a elegir en los próximos días un nuevo líder y jefe de Gobierno. Confiar en que vaya a enderezar el rumbo o llegue vivo a las elecciones del 2025 sería sin duda mucho creer.

 

 

 

 

 

 

lunes, 17 de octubre de 2022

El Waterloo de Putin


@Lluis_Uria

Hay que ver sus rostros, algunos esculpidos ya por la edad. Sus gestos escasamente marciales, sus miradas de fatiga y resignación. Son los conscriptos de Vladímir Putin, los 300.000 reservistas que están siendo movilizados a toda prisa para enviar a Ucrania y tratar de evitar una humillación militar. Para intentar salvarle la cara también al presidente ruso, que cuando el 24 de febrero ordenó la invasión del país vecino cometió el mayor error de su vida (además de un crimen). Un desatino que, según una extendida opinión entre observadores y analistas, le va a conducir indefectiblemente a la derrota.  Sin remedio.

La variopinta y desmotivada tropa que el ejército ruso se dispone a enviar al campo de batalla –en su mayoría, de las clases más modestas, las regiones más alejadas, las minorías más menospreciadas de Rusia– no parece que vaya a ser capaz de revertir la situación actual, marcada por una exitosa contraofensiva ucraniana. Son carne de cañón. Vidas que  serán sacrificadas para nada.

La guerra de Ucrania ha tomado en las últimas semanas un derrotero inesperado. El ejército invasor no sólo  no avanza en la consecución de sus objetivos militares –no controla al completo ninguna de las provincias formalmente anexionadas–, sino que se bate en retirada ante el empuje del ejército ucraniano: mucho más motivado, mejor equipado –con modernas y efectivas armas occidentales– y mejor dirigido que su adversario. El ejército ruso, que todo el mundo creía un gigante, se ha revelado una ficción. Fracasó en el intento de tomar Kyiv y está fracasando ahora en el Donbass y en el sur. Y los expertos militares occidentales dudan mucho de que los refuerzos puedan revertir la dinámica actual. Lo cual no quiere decir que la guerra vaya a acabar en dos días.

El malestar en Rusia por el giro que han dado los acontecimientos es evidente y desborda los estrechos márgenes que marcan la censura y la propaganda. El recurso a la movilización “parcial” –como se ha presentado–, ha llevado la guerra a los hogares rusos, hasta ahora amparados en la ficción de la “operación militar especial”. Cientos de miles de hombres en edad de ser reclutados han abandonado el país por sus fronteras terrestres hacia Finlandia, Georgia o Kazajistán –¡hasta en pateras hacia Alaska atravesando el estrecho de Bering!– para evitar ir al frente.

Mientras, la frustración y el descontento crecen entre los aliados ultranacionalistas de Putin, quienes –con el líder checheno Ramzán Kadírov a la cabeza– reclaman medidas radicales y castigos ejemplares para los responsables del desastre (sin cuestionar al líder, por ahora)

“Rusia está perdiendo la guerra  y la decisión de movilizar al país está condenada antes de empezar”, opinaba esta semana Doug Klain, del Eurasia Center (adscrito al Atlantic Council) en Foreign Policy. No es, ni de lejos, el único que piensa así. El general norteamericano ya retirado David Petraeus, veterano de Irak y Afganistán, y ex jefe de la CIA, declaró hace una semana en ABC News que, a su juicio, “la realidad en el campo de batalla a la que se enfrenta (Putin) es irreversible”. El pensador Francis Fukuyama, el profeta del fin de la historia, vaticinaba a su vez  un gran “colapso ruso” en los próximos días...

“Putin ahora no puede parar, sería humillante para él. Pero eso no le salvará de la derrota. De hecho, Putin ya ha perdido”, opina por su parte el politólogo francés Gérard Grunberg, que esta semana ha estado en Barcelona invitado por el Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS). Y la derrota  en Ucrania supondrá, a su juicio, la más que probable caída del líder ruso: “No creo que Putin pueda sobrevivir a lo que a va a ser su Waterloo”, dice.

Ahí está justamente el mayor peligro. Que, acorralado, comprometida su propia supervivencia política –y quien sabe si también la personal–, Putin pueda decidir lo inimaginable. Es decir, utilizar la bomba atómica. Algo con lo que ha amenazado ya reiteradas veces, con el aviso último de que “no se trata de un farol”. Desde luego, nadie se lo toma a broma. Y el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha llegado a hablar –un poco dramáticamente– de la proximidad de “un Armagedón nuclear”. El apocalipsis, el fin del mundo...

Los expertos occidentales creen plausible que Putin pueda llegar a ordenar el uso de un arma nuclear táctica –con una potencia similar a la bomba atómica lanzada por EE.UU. sobre Hiroshima en 1945– si se ve enfrentado a una derrota inminente. El objetivo podría ser una gran concentración de tropas del enemigo –lo más lógico desde el punto de vista militar–, o una ciudad... Una decisión así tendría gravísimas consecuencias, también para Rusia. Pero, vista la actuación hasta ahora del presidente ruso, nada es descartable.

Si eso llegara a producirse, Washington ya ha advertido pública y privadamente a Moscú que ello comportaría –en palabras del consejero nacional de Seguridad, Jake Sullivan– “consecuencias catastróficas para Rusia”. Las represalias militares norteamericanas, según se ha filtrado,  serían contundentes –destrucción de bases militares rusas, hundimiento de la flota del mar Negro...–, aunque en principio no utilizarían armas nucleares. Poco importa. Rusia y EE.UU. estarían entonces en guerra. Y habría saltado el último cerrojo.

El 22 de junio de 1815, siete días después de caer derrotado en la batalla de Waterloo frente a las potencias europeas –su último y desesperado intento de retomar el poder–, Napoleón abdicó definitivamente. “Me ofrezco en sacrificio al odio de los enemigos de Francia”, declaró. ¿Será capaz Putin de una capitulación semejante?



Los emboscados de Putin


@Lluis_Uria

Dentro de una década o dos, la Unión Europea podría estar a punto de desmoronarse y su población originaria, reducida a la condición de minoría en las ciudades de Francia y otros países por el empuje demográfico de la comunidad musulmana. Para entonces, los países del Este que se sumaron a la UE en los primeros años del siglo estarían preparando su salida...

Esta visión apocalíptica la habría expuesto el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, en una reunión celebrada a puerta cerrada por su partido, Fidesz, el pasado día 10 en la ciudad de Kötcse, a orillas del lago Balatón, según una información de Radio Free Europe. Como vaticinio parece discutible, pero denota la falta de fe europeísta del premier hún­garo, el dirigente europeo más cercano, con diferencia, al presidente ruso, Vladímir Putin.

En Kötcse, Orbán volvió a demostrarlo una vez más: denostó las sanciones europeas contra Rusia por la invasión de Ucrania –que en su opinión son un “tiro en el pie” que se ha disparado la propia Europa– y anunció su intención de bloquear su extensión seis meses más. Esta misma semana, después de que los ministros de Exteriores de la UE acordaran en Nueva York impulsar un octavo paquete de sanciones, el líder húngaro amenazó con convocar un referéndum para someter esta cuestión a los ciudadanos (este verano, su ministro de Exteriores, Peter Szijjarto, ya había avanzado su veto a nuevas medidas punitivas contra Moscú tras reunirse, todo sonrisas, con su homólogo ruso, Serguéi Lavrov)

Hasta ahora, Hungría –en posición minoritaria– ha evitado un choque frontal dentro de la UE por este asunto, aunque se ha desmarcado en la práctica, manteniendo los vínculos con Moscú en materia energética y bloqueando el paso por su territorio de los envíos de armas a Kyiv. Ahora, Orbán confía en estar menos solo. En Kötcse dijo esperar el apoyo del nuevo gobierno italiano que salga de las elecciones de hoy (en las que los sondeos dan como vencedora a la ultraderechista Georgia Meloni, líder de Hermanos de Italia)

Meloni, admiradora de Mussolini en su juventud y ferviente camarada de Vox, ha tratado en los últimos tiempos –y particularmente durante la campaña electoral– de moderar su imagen, alejándola de las raíces neofascistas de su partido, y tranquilizar a los aliados occidentales sobre la continuidad de la política exterior italiana, sobre todo en lo que atañe a Ucrania.

Pero Meloni no está sola. Si gobierna, lo hará con el apoyo de una coalición de derechas donde están la Forza Italia de Silvio Berlusconi –un antiguo amigo de Putin– y La Liga de Matteo Salvini, cuyas posiciones prorrusas son asimismo conocidas. El catódico ex primer ministro italiano, que en el pasado recibió al presidente ruso varias veces en su mansión de Villa Certosa, aguó el final de campaña de su camarada al justificar a Putin, quien a su juicio fue “empujado” a invadir Ucrania para sustituir al Gobierno del presidente Volodímir Zelenski “por gente de bien”.

Salvini no presenta mejor figura. El líder de La Liga se ha destacado durante la campaña por sus alegatos contra las sanciones a Moscú: “Rusia está ganando y Europa está de rodillas”, ha afirmado sobre su efecto en el precio del gas y la electricidad. Su partido ha sido acusado de haber mantenido contactos con la embajada rusa poco antes de la caída del gobierno de Mario Draghi. Y la información de The Washington Post, citando fuentes de los servicios secretos de Estados Unidos, sobre cómo el Kremlin ha financiado a políticos y partidos afines a sus intereses en una veintena de países –unos 300 millones de euros desde el 2014– ha arrojado sobre él nuevas sombras de duda.

Donde no existe duda alguna es en el caso de la ultraderecha francesa, cuya líder, Marine Le Pen, es otra buena y reconocida amiga de Moscú. En el 2014, el entonces Frente Nacional –hoy rebautizado como Reagrupamiento Nacional (RN)– recibió un préstamo de más de nueve millones de euros del banco ruso First Czech Russian Bank (FCRB), que el opositor Alexéi Navalni consideraba un instrumento de blanqueo del Kremlin. El conocimiento de este hecho no impidió que Le Pen atrajera el 41% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de abril en Francia y que, en junio, su partido obtuviera en las legislativas un resultado histó­rico (18,7%), erigiéndose en el primer partido de oposición de la derecha.

El domingo pasado, Marine Le Pen se unió a las críticas contras las sanciones, que calificó de “inapropiadas e irreflexivas”, a la par que atacaba las posturas supuestamente “belicosas” de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, respecto al conflicto de Ucrania y censuraba la visión “imperial” no de Rusia sino de... ¡la Unión Europea!

Esta semana también, una delegación del partido ultra Alternativa por Alemania (AdF) ha viajado a Moscú y tenía previsto hacerlo asimismo a la zona del Donbass ocupada por el ejército ruso para denunciar la información “tendenciosa” de Occidente sobre la guerra de Ucrania. Mientras, en una Grecia en plena crisis política, el partido conservador Nueva Democracia, del primer ministro Kyrakos Mitsotakis, manifestaba por primera vez estar abierto a futuros pactos con el partido de ultraderecha Solución Griega, de Kyriakos Velopoulos, otro declarado prorruso y admirador del jefe del Kremlin...

Los emboscados de Putin en Europa no son muy numerosos, pero están en todas partes. Y en algunos países tienen, o pueden tener, un peso importante. Italia, país fundador de la UE y tercera economía de Europa, puede caer hoy en ese lado.

martes, 20 de septiembre de 2022

Un largo invierno de descontento


@Lluis_Uria

A Europa le ha llegado la hora de la verdad. El auténtico pulso de la guerra de Ucrania va a trasladarse –ha empezado a hacerlo ya– del campo de batalla en el Donbás al territorio de la Unión Europa y el Reino Unido. Y será aquí donde, este invierno, se decidirá en gran medida el desenlace de la contienda. Las represalias energéticas desencadenadas contra Europa por el presidente ruso, Vladímir Putin, en respuesta a las duras sanciones económicas y financieras de Occidente por la invasión de Ucrania, van a poner seriamente a prueba la cohesión social y la estabilidad política de los países europeos.

Putin ha apostado descaradamente a esta carta, persuadido de que Rusia –donde la opinión pública está amordazada– puede aguantar mucho más que Europa, a la que ve como el eslabón débil de la coalición occidental. El miércoles volvió sobre ello: “El nivel de desarrollo industrial alcanzado en Europa, la calidad de vida de las personas, la estabilidad socioeconómica, todo ello se arroja al horno de las sanciones (...), se sacrifica para preservar la dictadura de Estados Unidos en los asuntos mundiales”, dijo el presidente ruso, intentando meter una cuña entre europeos y americanos.

Rusia, hasta ahora, ha conseguido capear en gran medida el efecto negativo de las sanciones –las más importantes de las cuales sólo tendrán efecto a largo plazo– gracias al fuerte incremento del precio del gas y del petróleo, su principal fuente de ingresos, y del desvío de la producción antes destinada a Europa hacia Asia. Mientras tanto, los países europeos, víctimas de una inflación desbocada y unos precios de la energía desestabilizadores para los ciudadanos –amenazados con posibles restricciones–, se van a enfrentar a un descontento creciente cuyos primeros síntomas ya se empiezan a percibir.

En Nápoles, hace una semana, los parados quemaban en público los recibos del gas y  la electricidad amenazando con dejar de pagarlos, en un gesto que describe el malestar que está ganando a toda Italia y que muy probablemente se traducirá en las urnas el próximo 25 de septiembre en una victoria de la ultraderechista Giorgia Meloni –y sus aliados Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, rusófilos declarados–, que podría poner en cuestión la política exterior mantenida hasta ahora por Roma con el gobierno de Mario Draghi.

(El ascenso de la ultraderecha, que ya se dio en las elecciones legislativas de  Francia del pasado mes de junio, podría poner hoy otra muesca en Suecia, donde los sondeos colocan en segundo lugar al partido euroescéptico Demócratas de Suecia.)

Si en Nápoles quemaban recibos, en el Reino Unido una plataforma ciudadana promueve al grito de Don’t pay energy bills (No pagues las facturas de la energía) un movimiento de insumisión que ha captado ya 184.000 firmas y se propone llegar al millón. Mientras, los sindicatos llevan semanas organizando huelgas en reivindicación de mejoras salariales.  En Bélgica, las centrales sindicales han amenazado con convocar una huelga general el 9 de noviembre si el Gobierno no toma medidas urgentes contra la inflación y el encarecimiento de la energía. Y en otros países, como Francia o España, se espera también en este terreno un otoño caliente.

Pero no todo son reivindicaciones para que los gobiernos compensen –vía aumento de salarios y ayudas públicas– los efectos de la crisis. En algunos países se señalan directamente a las sanciones contra Rusia como causa de los problemas.

En Alemania, un sector del SPD, el partido del canciller Olaf Scholz, empuja a favor de la vía negociadora para poner fin cuanto antes a la guerra –lo que sin duda afianzaría las conquistas territoriales rusas–, mientras empiezan a alzarse voces reclamando un aflojamiento de las represalias contra Moscú: en Sajonia, cargos electos de todo el espectro político enviaron una carta a la cancillería en este sentido, alertando del riesgo de ruptura de la paz social, mientras en Lepizig los manifestantes reclamaban un alto el fuego, el levantamiento de los castigos y la “reconciliación” con Rusia.

En Chequia, 70.000 personas ocuparon hace poco la plaza San Wenceslao de Praga agitando eslóganes como “La República Checa primero” y reivindicando el restablecimiento de las relaciones comerciales con Moscú y la expulsión de los refugiados ucranianos (protesta que el primer ministro, Petr Fiala, descalificó atribuyéndola a las “fuerzas prorrusas”)

Un sondeo realizado por el European Council on Foreign Relations (ECFR) muestra que los europeos partidarios de acabar cuanto antes con la guerra (35%) son más numerosos que los que abogan por la derrota de Rusia (22%), mientras el resto se muestra ambivalente o indeciso. Los primeros tienen más peso en Italia (52% a 16%) o Alemania (49% a 19%), los segundos en Polonia (16% a 41%)

El presidente francés, Emmanuel Macron, advirtió días atrás en tono dramático que había llegado “el fin de la abundancia, de la despreocupación y de las evidencias”, y que la preservación de la libertad iba a exigir “sacrificios”. Un discurso de tono churchilliano que no está claro que la población vaya a asumir con tanta facilidad y resignación. Así que más allá de  las evocaciones de la defensa de la democracia en Europa, lo que están tratando de hacer los dirigentes europeos –en cada país y desde Bruselas– es tomar  medidas para hacer que el golpe, que amenaza a las clases modestas y medias, sea menos duro.

Europa se juega mucho en este envite. Pero Rusia todavía más. Porque Putin lo ha apostado todo a su carta más alta: el grifo del gas. Si pierde, perderá a Europa.  Probablemente ya la ha perdido.


lunes, 5 de septiembre de 2022

El sometimiento de Europa


@Lluis_Uria

Probablemente nunca se sabrá a ciencia cierta quién ordenó el atentado que la noche del sábado 20 de agosto acabó con la vida de Daria Duguina, de 29 años, comentarista rusa de televisión de extrema derecha, en las afueras de Moscú. El Servicio Federal de Seguridad (FSB), antiguo KGB, identificó con inusitada celeridad a una presunta agente de los servicios secretos ucranianos, Natalya Vovk –huida aparentemente a Estonia–, como la persona que accionó a distancia el artefacto explosivo que hizo saltar por los aires el Toyota Land Cruiser que conducía la víctima.

¿Se trata de un episodio colateral de la guerra de Ucrania? Puede ser. ¿Una guerra interna en las cloacas del régimen? Quién sabe. La historia reciente de Rusia está plagada de atentados cuyos autores materiales han sido detenidos, juzgados y condenados, pero cuya autoría intelectual nunca ha sido esclarecida.

En todo caso, quien decidió el atentado conocía perfectamente la identidad de su objetivo y su significado. No exactamente Daria Duguina, sino su padre, Alexánder Duguin, de 60 años, con quien compartía causa e ideario (ambos estaban en la lista de sancionados de la Unión Europea). Propietario del vehículo en cuyo interior presumiblemente debería haber estado esa noche, Duguin decidió en el último momento regresar  en otro coche a Moscú tras participar con su hija en un festival nacionalista montado  por organizaciones de extrema derecha en apoyo de la invasión de Ucrania.

Sin ser un prohombre del régimen, Duguin es sin embargo –ha sido desde los años noventa– uno de los ideólogos más influyentes entre la clase política y militar rusa. Profeta del nuevo imperialismo ruso postsoviético, Duguin aúna una visión ultranacionalista  –no exenta de supremacismo– con una concepción ultraconservadora en la que la iglesia ortodoxa se erige en la columna vertebral de la esencia rusa. Adalid del nuevo fascismo ruso, presenta  la democracia liberal occidental como la encarnación del mal y una amenaza existencial para la civilización eslava.

Tras militar a finales de los años 80 en la organización ultranacionalista  antisemita Pamyat (memoria), Duguin fue uno de los fundadores del Partido Nacional Bolchevique, nazbol, que copiaba descaradamente la simbología nazi sustituyendo la cruz gamada por la hoz y el martillo. Tras abandonar esta formación, el 2002 fundó el movimiento Eurasia, que sueña con la construcción de un vasto imperio plurinacional, “de Dublín a Vladivostok”, bajo hegemonía rusa. Un polo alternativo y enfrentado a EE.UU. y el mundo anglosajón.

Sus ideas las desarrolló en la que es su obra capital: Fundamentos de geopolítica, de 1997. “Probablemente no ha habido otro libro publicado en Rusia en el periodo poscomunista que haya ejercido una influencia comparable entre militares, policías y las élites de la política exterior estatal”, subrayaba el politólogo John B. Dunlop en un artículo para el Europe Center de la universidad de Stanford.

Para alcanzar sus objetivos, Duguin no plantea desencadenar necesariamente guerras de conquista –aunque luego ha aplaudido la invasión de Ucrania–, sino utilizar otros métodos: desde desestabilizar al enemigo a través de campañas de subversión y desinformación llevadas a cabo por los servicios secretos –“cualquier forma de inestabilidad y separatismo”– hasta utilizar los recursos energéticos rusos –gas y petróleo– para comprar aliados y extorsionar a adversarios.

En sus delirios expansionistas, Duguin plantea como gran objetivo estratégico atraerse a Alemania y sumarla a sus planes, ofreciéndole de entrada la devolución del enclave de Kaliningrado (la antigua Königsberg prusiana) y, sobre todo, proponiéndole repartirse el continente en dos esferas de influencia. ¡El pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 a la enésima potencia!

Bajo el dominio de Berlín –se supone que secundado necesariamente por París– quedaría prácticamente toda la Europa central y occidental (“la mayor parte de los países protestantes y católicos”, explicita), incluida Estonia y con la excepción de Finlandia, país que considera dentro de la esfera rusa y que, de hecho, estuvo durante largo tiempo bajo su tutela. Los otros dos países bálticos, Letonia y Lituania, así como Polonia, tendrían un “estatus especial”. Sólo el Reino Unido, entregado a Estados Unidos, quedaría al margen...

Bajo el dominio ruso deberían quedar según Duguin los antiguos países que integraron la URSS –cuyos estados considera “construcciones políticas efímeras”– y en especial Ucrania, país que a su juicio no tiene razón de existir y cuya independencia representa un “peligro enorme” para su proyecto. Pero no acaba aquí. Bajo la órbita rusa deberían acabar cayendo también los Balcanes ortodoxos, con Serbia como pivote central: Rumanía, Bulgaria, Montenegro, la parte serbia de Bosnia, Macedonia y Grecia (muchos de ellos integrados hoy en la UE y la OTAN)

Claro que todo esto no sería más que un arreglo temporal, puesto que el verdadero y último objetivo de Rusia debería ser, según el líder intelectual del nuevo eurasianismo, quedarse con todo: “La tarea máxima es la finlandización de toda Europa”. Esto es, su sometimiento.

Parecen los desvaríos de un perturbado, las ensoñaciones mesiánicas de un loco. Pero no habla en el vacío. Duguin no es un hombre del Kremlin, ni mucho menos el oráculo de Vladímir Putin como se le ha querido presentar. Pero el presidente ruso parece compartir en gran medida su visión geopolítica. Y aplica algunas de sus recetas casi al pie de la letra.


domingo, 10 de julio de 2022

Suwalki, el corredor de la muerte

@Lluis_Uria


Hay ciudades condenadas por la Historia. La alemana Königsberg –hoy Kaliningrado, un enclave de Rusia en la costa del mar Báltico– es una de ellas. Su destino era convertirse en desafortunado objeto de las disputas que han sangrado a Europa. Fundada en 1255 alrededor del castillo erigido por los cruzados de la Orden Teutónica, la que sería ciudad natal del filósofo Immanuel Kant fue durante siglos la capital de Prusia Oriental. En su fortaleza –bombardeada por los británicos durante en la Segunda Guerra Mundial y definitivamente arrasada por los soviéticos– fue coronado en 1701 el rey Federico I de Prusia (honor al que accedió por haber apoyado a los Habsburgo en la guerra de sucesión española). Territorio ruso tras la derrota de la Alemania nazi en 1945, hoy es el punto de fricción más caliente entre Rusia y la OTAN.

Königsberg sufrió su primer desgarro fronterizo tras la Primera Guerra Mundial, cuando fue escindida del resto de Alemania por la creación del corredor de Danzig, entregado a Polonia. Tras la Segunda Guerra Mundial, Rusia se anexionó su territorio, expulsó a la población alemana –sustituyéndola por rusos– y rebautizó la ciudad con el nombre de Kaliningrado, en homenaje a uno de los fundadores de la URSS, Mijaíl Kalinin. Mientras existió la Unión Soviética, el enclave –aunque separado de Rusia– en la práctica no fue tal. Pero la independencia de los países bálticos en 1990 y el subsiguiente derrumbe de la URSS lo abocó de nuevo a la segregación.

Encajonada entre Lituania y Polonia, miembros de la UE y de la OTAN, el único acceso terrestre de Rusia a su provincia báltica es desde la aliada Bielorrusia a través del llamado corredor de Suwalki, una franja de un centenar de kilómetros que discurre siguiendo la frontera polaco-lituana.  El corredor nunca se llegó a establecer como tal, pero en el 2002  se firmó un acuerdo por el cual se garantizaba a Rusia el libre tránsito de pasajeros y mercancías a Kaliningrado a través de Lituania. Cada mes pasa un centenar de trenes.

En la provincia, habitada por un millón de personas, Moscú tiene la base de la flota del Báltico –integrada por unos 50 buques y submarinos–, aviones MiG-31K armados con misiles hipersónicos Kinjal y baterías de misiles antibalísticos Iskander, así como 10.000 soldados. Los gobiernos bálticos sospechan que también ha desplegado armas nucleares. Para Rusia, Kaliningrado tiene pues una importancia geoestratégica clave y su acceso terrestre es vital. Para la OTAN, el enclave es una especie de caballo de Troya incrustado en su territorio y el corredor de Suwalki, el punto más vulnerable. Algunos analistas  temen que, después de Ucrania, podría ser el siguiente objetivo militar del presidente ruso, Vladímir Putin.


Los expertos militares occidentales  coinciden en señalar el riesgo de un ataque militar ruso para abrirse paso por la fuerza en este corredor, garantizarse un acceso directo al oblast (provincia) de Kaliningrado y aislar a los tres países bálticos –Estonia, Letonia y Lituania–, que a partir de ese momento tendrían dificultades para recibir apoyo de sus aliados de la OTAN. En el 2017 y el 2021 Rusia y Bielorrusia realizaron maniobras militares con ese supuesto objetivo, para alarma de la Alianza. Una acción de este tipo supondría muy probablemente  la guerra...

La situación alrededor de Kaliningrado se ha deteriorado gravemente en las dos últimas semanas a raíz de la decisión del gobierno lituano –apoyado por Bruselas– de aplicar las sanciones europeas contra Moscú también a las mercancías que atraviesan su territorio en dirección al enclave, como si se tratara de exportaciones a un tercer país. La medida, que afecta de entrada al carbón, acero, hierro, materiales de construcción y bienes de lujo, ha sido airadamente contestada por Rusia que la considera un “bloqueo” ilegal  y ha anunciado que tomará las medidas necesarias para “proteger sus intereses nacionales”, sin descartar “consecuencias graves para la población” lituana. Por el momento, las represalias rusas han consistido en ciberataques masivos contra múltiples objetivos institucionales en Lituania, públicamente reivindicados por el grupo de piratas informáticos ruso Killnet.

“Lituania tiene ciertamente el derecho de aplicar las sanciones de la UE, pero es igualmente claro que se trata de  una opción extraordinariamente peligrosa”, advertía hace una semana Emma Ashford, del Centro Scowcroft de Estrategia y Seguridad, en un debate de Foreign Policy. Así parece haberlo entendido también secretamente la UE, que según Reuters ha abordado contactos discretos para tratar de desactivar el problema a base de exonerar a Kaliningrado de las sanciones.

El regreso a la casilla de salida, sin embargo, puede no ser suficiente para apaciguar los espíritus. Occidente ha demostrado estar dispuesto a obstruir las comunicaciones con Kaliningrado. Y Putin podría estar tentado de actuar para que algo así no se vuelva a repetir.




domingo, 26 de junio de 2022

Francia estremece a Europa


@Lluis_Uria

Europa no recibía un susto parecido de Francia desde hace diecisiete años. El 29 de mayo del 2005, el referéndum convocado por el entonces presidente Jacques Chirac para aprobar el proyecto de Constitución Europea se saldó con una derrota en toda regla de los europeístas: el tratado fue rechazado por casi el 55% de los franceses y la construcción europea sufrió un fuerte parón. El resultado de anoche de la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas, con la pérdida de la mayoría absoluta del presidente Emmanuel Macron, que se queda con 245 o 246 de los 577 escaños en juego (según diferentes conteos), y el ascenso de las fuerzas euroescépticas, es un seísmo comparable.

En la agitada campaña del referéndum del 2005 en Francia sobresalió un nombre hasta entonces prácticamente desconocido, Jean-Luc Mélenchon, quien capitaneó –junto al ex primer ministro Laurent Fabius- a un grupo de disidentes del Partido Socialista que, contraviniendo la posición oficial del partido, hicieron propaganda en favor del no.

Jean-Luc Mélenchon, miembro del ala izquierda del PS, en el que había ingresado en 1976 y por el cual fue senador y ministro, acabó abandonado su militancia en el 2008 en desacuerdo con las tesis triunfantes en el congreso de Reims –que abogaban por buscar líneas de acuerdo con los centristas- y fundó el Partido de Izquierda, embrión de lo que se ha convertido hoy en la fuerza central de la izquierda francesa.

El espectacular avance de Mélenchon en las elecciones presidenciales de abril, donde quedó tercero con casi el 22% de los votos, se vio coronado anoche en la segunda vuelta de las legislativas, en las que la coalición formada con socialistas, comunistas y ecologistas se ha llevado entre 131 y 142 escaños, convirtiéndose en el segundo grupo (bien que un tanto dispar) de la Asamblea Nacional.

La otra gran triunfadora de la noche, más aún si cabe que Mélenchon, fue la líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, quien por primera vez ha logrado traducir en unas legislativas su éxito en las presidenciales (en las que quedó en segundo lugar en el 2017 y ahora en el 2002). Con 89 diputados, la ultraderecha francesa nunca había obtenido semejante representación (ni siquiera en las particulares elecciones de 1986, en que François Mitterrand, para debilitar a la derecha, introdujo el escrutinio proporcional)

El resultado de anoche indica que Le Pen ha roto definitivamente el muro que le imponía el sistema mayoritario a dos vueltas –que le penalizaba, como a todos los partidos minoritarios- y ha enviado el llamado frente republicano, que le cerraba sistemáticamente el paso, al baúl de los recuerdos. La ultraderecha se ha normalizado y ha venido para quedarse.

El resultado de anoche debilita enormemente a Macron, que se verá obligado a apoyarse –si se dejan y habrá que ver a qué precio- en los restos del antaño principal partido de la derecha, Los Republicanos, que con entre 61 y 64 diputados adquieren un papel de bisagra con el que nunca habían podido ni soñar. Y es que la fragmentación del parlamento con la aparición de tres o cuatro bloques –en lugar de los dos tradicionales- ha destrozado la arquitectura de la V República fundada por De Gaulle.

La debilidad de Macron, el principal adalid de la construcción europea, llamado a erigirse en el líder natural de la Unión –dada la inhibición que muestra el canciller alemán, Olaf Scholz-, representa un golpe para la UE. Tanto más cuanto que sus verdugos, desde la izquierda radical y la extrema derecha, son euroescépticos militantes.

Es cierto que la heterogénea coalición de izquierdas de Mélenchon, la Nueva Unión Popular Ecologista y Social (Nupes), que además se disgregará en varios grupos en la Asamblea, está lejos de compartir la misma eurofobia de su líder. Pero no es menos cierto que el suyo ha sido el discurso dominante, mientras que el resto ha tenido un papel oscurecido y subalterno.

El programa presidencial de Mélenchon –nadie puede decir que no sea coherente con las posiciones expresadas en el 2005- era muy combativo con la Unión Europea. El líder de la izquierda francesa defendía “romper” con los actuales tratados europeos y devolver a los Estados miembros su plena soberanía presupuestaria. Y, en caso de no obtener la aquiescencia del resto de socios comunitarios, apostaba por “desobedecer” todas aquellas reglas que entraran en contradicción con su programa de gobierno, rechazar las normas europeas que a sus ojos fueran menos ambiciosas que las nacionales y suspender la participación de Francia (opt-out) en algunos programas.

Marine Le Pen, otra veterana euroescéptica, no le va a la zaga, aunque en los últimos años ha moderado considerablemente algunas de sus tesis (la idea de abandonar el euro, por ejemplo, fue arrinconada hace tiempo). La líder de la ultraderecha también proponía, en su programa presidencial, acabar con los tratados actuales y constituir una Asamblea de las Naciones que sustituyera a la UE. Y exponía toda una serie de medidas que se enfrentaban directamente con los acuerdos europeos, como la primacía de la jurisdicción nacional sobre la europea, la “preeminencia nacional” en el acceso a las ayudas sociales, el empleo y la vivienda, o el “patriotismo económico”.

Las posiciones de Mélenchon y Le Pen –tan distantes en algunos aspectos y tan próximas en otros- no son testimoniales, si es que alguna vez llegaron a serlo. En esta ocasión, ambos grupos suman cerca de la mitad de la Asamblea Nacional. Diecisiete años después, en la política francesa Europa vuelve a cotizar a la baja.



El espejismo francés


@Lluis_Uria

En ocasiones, la luz puede ser tan deslumbrante que impide ver con claridad. La realidad aparece entonces borrosa, deformada... Algo así está pasando con la política francesa. Los resultados de las elecciones presidenciales del mes de abril y de la primera vuelta de las elecciones legislativas –la semana pasada– han evidenciado el despegue de una figura política hasta ahora marginal, Jean-Luc Mélenchon, líder radical de una nueva y amplia coalición de izquierda que el día 12 igualó en votos (alrededor del 26%) al partido del presidente Emmanuel Macron. Y a quien en la segunda vuelta que se celebra hoy amenaza con dejar sin mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.

La luz que irradia Mélenchon, cruda y a veces violenta, unida al calculado oscurecimiento de Macron en la campaña, puede haber dado la impresión de que el empuje de la izquierda era irresistible y que podría acabar imponiéndose, llevando a su líder al palacio de Matignon. El propio Mélenchon ha cultivado esta idea, presentando las legislativas como una suerte de tercera vuelta de las presidenciales y presintiéndose ya primer ministro de un gobierno de cohabitación. Pero no es probable que esto llegue a suceder. No con los ajustados resultados de hace siete días.

El sistema electoral francés, mayoritario a dos vueltas, con 577 pequeñas circunscripciones donde se elige a un único diputado, premia a quienes pueden captar votos adicionales en el segundo turno, al que sólo llegan dos finalistas (y ocasionalmente tres)

Los candidatos del partido de Macron, por ejemplo, enfrentados a un oponente de la izquierda, pueden atraer el voto útil de los electores conservadores que apoyaron en la primera vuelta a  Los Republicanos –el antiguo y rebautizado partido de Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy– e incluso a parte de los votantes de Marine Le Pen. Pero a la coalición de Mélenchon, que ha reunido a casi todas las fuerzas de izquierda –del Partido Socialista al PCF, pasando por los ecologistas–, ya no le queda apenas dónde rebuscar votos.

Así que la posibilidad de que la NUPES (Nueva Unión Popular Ecologista y Social) pueda convertirse en la primera fuerza parlamentaria parece muy remota. Ya hará mucho Mélenchon si rompe la mayoría absoluta de Macron, algo impensable mientras funcionó el bipartidismo derecha-izquierda, pero que ahora, con un mapa político más fragmentado, es más que posible.

Por más que se insista en las –presuntas– posibilidades de Mélenchon de convertirse en jefe del Gobierno, la realidad es inapelable. La idea de que la izquierda puede acabar siendo la fuerza política mayoritaria no es más que  un espejismo. Francia, en realidad, es tan de derechas como siempre. O más.

El porcentaje de votos conseguido por el partido de Mélenchon en la primera vuelta de las elecciones legislativas, más algunos votos dispersos entre otras candidaturas de extrema izquierda, apenas supera el 30%. Lo cual está bastante por debajo de lo acumulado por toda la izquierda en las elecciones legislativas del 2012 (la comparación se hace difícil con el 2017, año en que el seísmo provocado  por Macron destrozó el mapa de partidos tradicional). Hace diez años, pues, el Partido Socialista –capitaneado por François Hollande– ya rozó por sí solo el 30%, mientras que toda la izquierda sumada se acercó al 48% de los sufragios. Mélenchon y los restos del naufragio socialista y ecologista han quedado ahora muy por detrás. Y en términos de votos absolutos –dada la enorme abstención del 52%, un récord– la comparación es aún  más lacerante.  No hay pues ninguna revolución a la vista.

Lo que sí se va a producir es una clarificación. La izquierda, por un lado, se ha radicalizado. Y el partido de Macron –un artefacto político liberal con un notable sector interno socialdemócrata, alimentado por los huidos del PS–, que hasta ahora había tratado de navegar entre dos aguas, o de hacerlo ver, acabará anclado definitivamente en el centroderecha, sobre todo si precisa del apoyo parlamentario de Los Republicanos (con el 11,3% de los votos en la primera vuelta)

La capacidad de Mélenchon para acaparar la campaña, reduciéndola a un duelo entre él y el reelecto presidente de la República, ha oscurecido también un dato fundamental: el notable avance del Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen, que además se ha quedado definitivamente sola como reina de la ultraderecha francesa (con la eliminación en la primera vuelta del sulfuroso Éric Zemmour). La Asamblea Nacional del 2022 se parecerá muy poco, en este sentido, a las de las últimas décadas. El RN ha doblado el número de candidatos que han pasado a la segunda vuelta y las proyecciones le dan una posible representación de entre 15 y 45 diputados que le permitiría tener grupo parlamentario propio, algo nunca visto durante la V República (con la salvedad de 1986, cuando Mitterrand introdujo el escrutinio proporcional)

La gran incógnita de esta noche no es pues si el partido presidencial ganará –eso se da prácticamente por descontado–, sino si será capaz de obtener una mayoría sólida para gobernar. Si no la consigue, con una oposición parlamentaria  dominada por las fuerzas radicales, a Macron le espera un calvario.


domingo, 12 de junio de 2022

Camino de la salida


@Lluis_Uria

Supervivencia, es la palabra. Boris Johnson ha sobrevivido esta noche al voto de censura de su propio partido. Pero su victoria, por 211 votos a 148, frente a los tories que querían echarle del número 10 de Downing Street es demasiado estrecha como para que el primer ministro británico pueda consolidar su posición. No digamos ya reforzarla. Antes al contrario, sale enormemente debilitado. Que 148 parlamentarios de su propio partido (el 42%) piensen que le ha llegado la hora de renunciar da la medida de la amplitud del descontento y de la contestación interna. Johnson ha conseguido mantenerse en el cargo, teóricamente un año más –durante ese tiempo no puede presentarse contra él una nueva moción de censura-, pero no es más que una prórroga.

Theresa May, su antecesora en el cargo, también sobrevivió en diciembre del 2018 a una moción de censura de su partido, que ganó por 200 a 117 votos. No duró más que cinco meses en el cargo. Las tensiones del Brexit –por tres veces vio rechazado en el Parlamento su propuesta de acuerdo con la UE—la forzaron a dimitir en mayo del 2019. Hay todavía otro antecedente. En 1990, Margaret Thatcher fue retada por Michael Heseltine, que le disputó el liderazgo conservador y a quien venció por 204 a 152. Efímera y corta victoria que le llevó un par de semanas después a retirarse de la carrera y abandonar Downing Street. Como premier le sucedería al final John Major. 

Boris Johnson no está mejor. Ni mucho menos. El escándalo del partygate es sólo la guinda del pastel. El primer ministro británico ha mostrado aquí su doblez y su desparpajo en la mentira, pero no es algo que no se conociera. Un rasgo de carácter que había pulido en sus tiempos de corresponsal europeo del Daily Telegraph y que explotó con gran profesionalidad y éxito en el referéndum para la salida de la Unión Europea. 

Es cierto que el partygate ha sido un golpe pata su imagen. Pero no es el único factor, y probablemente tampoco el más importante. La situación económica, con una inflación galopante y una muy acusada pérdida de poder adquisitivo, lastran también su credibilidad. Su nivel de popularidad ha caído al 26% y los sondeos indican que los conservadores estarían perdiendo a marchas forzadas el voto obrero y popular que hizo triunfar al Brexit y dio a los tories la mayoría absoluta en el 2019. Su partido podía perdonar a Johnson su indisciplina, sus payasadas e incluso su heterodoxia económica, siempre que ganara elecciones. Pero su estrella palidece. Y le han marcado ya el camino de salida.

 

El tigre que dormita


@Lluis_Uria

Shanghai vuelve a respirar. Tras más de dos meses encerrados en sus hogares, con las calles cortadas y vallas frente a los edificios para impedir toda entrada o salida, la mayor parte de los 25 millones de habitantes de la gran megalópolis china pueden desde el miércoles volver a hacer vida casi normal.  Hasta nueva orden ¿La causa? La política china de tolerancia cero en la lucha contra la covid.

Mientras la mayoría del mundo ha aceptado convivir con el virus, aprovechando la menor gravedad de la cepa dominante (ómicron), Pekín se mantiene empecinada en erradicar la enfermedad, a pesar de las críticas de los propios epidemiólogos de la OMS. Unas pocas decenas de casos bastan para confinar a miles, e incluso millones, de personas en sus domicilios y a los trabajadores de sectores esenciales en sus centros de trabajo. Los infectados, aún con síntomas leves, son internados manu militari en centros de cuarentena.

La política de “cero covid” no sólo tiene un fuerte impacto social y psicológico entre la población –con esporádicos episodios de descontento, acallados por la censura–, sino que está dañando a la economía china. Ha sido así en el caso de Shanghai, epicentro financiero y comercial de China por cuyo puerto –que ha funcionado muy por debajo de su capacidad– pasan el 27% de sus exportaciones. Pero no únicamente. A mediados de mayo, una cuarentena de ciudades chinas –unos 290 millones de personas,  un tercio del PIB nacional– estaban total o parcialmente confinadas.

No es difícil imaginar el resultado de esta parálisis en la economía. Los intercambios comerciales con el resto del mundo han caído a los niveles de lo más duro de la pandemia (finales del año 2020), con los consecuentes efectos negativos en las cadenas de suministro mundiales. Los analistas financieros occidentales creen imposible que China cumpla el objetivo de crecimiento fijado por el Gobierno para este año (un 5,5%) y algunos, como un informe de Bloomberg Economics, calculan que se quedará en un pelado 2%. Si fuera así, sería la primera vez desde 1976 que China crece por debajo de Estados Unidos (cuya previsión es del 2,8%)

Hay quien cree incluso que, a la vista de los factores estructurales de la economía china, este débil de crecimiento (en torno al 2%-3%) va a seguir en las próximas tres décadas. “China acabará convirtiéndose igualmente en la mayor economía del mundo, pero nunca aventajará significativamente a EE.UU.”, concluye un reciente estudio del australiano Lowy Institute.

La situación económica sin duda habrá pesado en la decisión de liberar Shanghai. Pero no es la causa fundamental. Si las vallas han sido retiradas, es porque la incidencia del virus ha caído muy significativamente. Si en algún momento se vuelve a descontrolar, se volverá a aplicar la misma receta... El presidente chino, Xi Jinping, insistió en defender la política de “cero covid” en una reciente reunión  del comité permanente del Politburó del Partido Comunista Chino, donde exhortó a combatir todo intento de “distorsionar, cuestionar o retar” la política oficial. Los débiles índices de vacunación y la endeblez del sistema sanitario en las zonas rurales explican en buena parte esta rigidez.

Pero hay quienes, desde el exterior, la atribuyen también a la proximidad del 20.º congreso del PCCh,  que se celebrará en otoño. Con un poder omnímodo no igualado en China desde los tiempos de Mao, con su pensamiento político inscrito en la Constitución y enseñado en las escuelas, rodeado de una aureola de infalibilidad casi papal, Xi Jinping aspira a consolidar su poder renovando su cargo para un tercer mandato. Y no quiere que nada interfiera en el rumbo marcado.

La nueva ola de covid es una piedra en el camino. Pero no la única. La guerra desatada por Rusia en Ucrania no ha podido ser, en este sentido, más inconveniente. No sólo ha puesto patas arriba la recuperación económica mundial, disparando los precios de la energía y de los alimentos, sino que ha colocado a Pekín en una situación muy incómoda que sin duda hubiera preferido ahorrarse.

Formalmente, China se ha aferrado a su alianza estratégica con Rusia –una “amistad sin límites” reafirmada en la cumbre de Pekín entre Xi y Vladímir Putin poco antes de la guerra– y repite con cadencia monocorde la tesis rusa de la responsabilidad de EE.UU. y la OTAN en el conflicto. Pero, en la práctica, la cooperación económica y militar con Moscú está lejos de responder a estas expectativas, aunque sólo sea por evitar las sanciones con que le amenaza Washington, y que podrían poner a su economía en gravísimas dificultades. China no puede dejar que Rusia pierda su pulso con Occidente, pero el aventurerismo de Putin en Ucrania le complica las cosas.

Y como hay veces en que parece que todo lo que puede ir mal, va mal, China ha sufrido esta semana un serio tropiezo diplomático al ver rechazada por  una decena de pequeñas naciones insulares del Pacífico Sur su propuesta de suscribir un amplio pacto comercial y de seguridad. La iniciativa –ahora frustrada– pretendía ampliar la esfera de influencia china en una zona hasta el momento dominada por Australia y sus aliados, y colocar una pieza más en el tablero para contrarrestar la presencia norteamericana en la región. Mala noticia para Pekín en un momento en que Washington aprieta fuerte con el impulso del foro Quad –con India, Australia y Japón–  y la defensa de Taiwán.

Un proverbio chino recuerda que nadie está libre de contratiempos y errores, ni siquiera los más poderosos: “Hay momentos –dice– en que hasta el tigre dormita”. Habrá que ver cómo despierta.