lunes, 27 de noviembre de 2017

Una buena mala noticia

"Miren, miren, qué tractores hacíamos, qué maravilla, ¡eran fabulosos!”. Detrás de la barra del bar, en un pueblo encaramado en la Alpujarra granadina, el hombre blandía un catálogo a todo color de  Massey-Ferguson. Obrero en la cadena de montaje de una fábrica de tractores de la firma americana en Alemania, el cierre de la planta a causa de la crisis de los años ochenta puso fin a su aventura germánica y con el dinero de la indemnización había abierto un café en su pueblo, donde trataba de rehacer su vida y adaptarse a un horizonte de repente empequeñecido. No había rastro de amargura en sus palabras, sino de nostalgia. Y también de orgullo. La fábrica, los tractores, eran algo tan suyo como sus propias hijas, alemanas de nueva generación forzadas a reinstalarse en una tierra repoblada paradójicamente por  colonos alemanes y flamencos en el siglo XVIII bajo el reinado de Carlos III.

La identificación de Antonio –pues ese era su nombre– con su empresa  podría sorprender a marxistas unidimensionales, pero es moneda corriente en Alemania, donde los trabajadores están directamente implicados en la gestión y la buena marcha de la compañía para la que trabajan. Heredera, como tantas otras cosas, de la  fallida república de Weimar, el consecuente advenimiento de Hitler y la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, la llamada “cogestión” (Mitbestimmung) en las empresas ha sido desarrollada en sucesivas leyes en Alemania a partir de 1951 y ha acabado conformando una manera propia de abordar las relaciones laborales. Los trabajadores participan en los órganos de dirección de las empresas –hasta el máximo nivel– y los sindicatos, coherentemente reformistas y pragmáticos, dan prioridad a la negociación y al pacto por encima del conflicto y el enfrentamiento. Es la cultura del compromiso, del diálogo, del acuerdo.

Una cultura que también ha impregnado la política alemana desde la posguerra. Hay quien busca las raíces de este sentido político del pacto en la Guerra de los Treinta Años y la fractura entre católicos y protestantes –viva todavía hoy en no pocas familias alemanas, ¡lo que afecta incluso a los matrimonios!–, pero sin duda la traumática experiencia del periodo de entreguerras y el ascenso del nazismo resultó fundamental para su consolidación. En cualquier caso, este espíritu del compromiso es el que ha funcionado desde la creación de la República Federal, cuya organización territorial e institucional impide la concentración del poder en un solo partido y favorece el establecimiento de alianzas y acuerdos para poder gobernar. La gran coalición entre los dos grandes partidos de la derecha y la izquierda (la tan aplaudida como criticada Grosse Koalition) es el máximo exponente de esta cultura política.

Pues bien, este sentido del compromiso es el que ha roto esta semana el líder del partido liberal FDP, Christian Lindner, al abandonar inopinadamente las conversaciones para formar una coalición de gobierno con la CDU de Angela Merkel –más sus aliados bávaros de la CSU– y Los Verdes, sin dar ninguna explicación plausible. Cuando se ocultan las razones últimas de una decisión es que acostumbran a ser inconfesables y, en este caso, los analistas más benévolos apuntan a que Lindner habría dado marcha atrás para evitar que con su incorporación al Gobierno su partido pudiera acabar políticamente fagocitado. De hecho, el FDP (siglas en alemán de Partido Democrático Libre) quedó fuera del Bundestag en el 2013 –al no alcanzar el mínimo del 5% de los votos necesario para obtener representación parlamentaria– tras haber formado parte del Gobierno federal.

Christian Lindner, que tomó justamente las riendas del partido tras este fiasco electoral, conocía perfectamente los riesgos desde el principio. No en vano, él formó parte del equipo negociador de la coalición que llevó al FDP a la ruina política. No podía llamarse a engaño, pero probablemente tampoco podía desdeñar –desde una óptica absolutamente partidista– la oportunidad de subrayar ante la opinión pública el nuevo rol preeminente de los liberales. Opiniones menos benevolentes, como la del eurodiputado francoalemán  Daniel Cohn-Bendit,  señalan en Lindner a un político populista que juega con conceptos políticos caros a la ultraderecha como el nacionalismo económico, el euroescepticismo y la xenofobia (camuflada en un discurso contra la inmigración irregular extranjera)

La espantada de  Lindner ha provocado  un shock en Alemania, demasiado apegada a la estabilidad gubernamental como para digerir fácilmente el actual momento de incertidumbre (un  momento que puede acabar siendo bien breve a la vista de la reacción  resignada de los socialdemócratas del SPD para facilitar directa o indirectamente –desde dentro o desde fuera– la formación de gobierno).


La crisis abierta por al FDP ha llevado a algunos comentaristas a hacer arriesgadas comparaciones con la caótica época de los años veinte y treinta en Alemania. Y a otros, a alertar del parón que puede sufrir la agenda europea –este mismo mes de diciembre la UE debería empezar a abordar el reforzamiento de la zona euro– por la falta de un interlocutor sólido en Berlín. Sin embargo, lo que puede aparecer como una mala noticia para Europa puede resultar, al fin y a la postre, todo lo contrario. A fin de cuentas, la intransigencia del FDP aparecía como el principal obstáculo para que Angela Merkel pudiera alcanzar un compromiso razonable con el presidente francés, Emmanuel Macron, de cara a refundar institucionalmente la zona euro, el gran reto que hay por delante. La posibilidad, alternativa, de que fragüe un Gobierno democristiano con ecologistas y socialdemócratas como socios –internos o externos– arroja una luz completamente diferente. Para Alemania. Y también para Europa.


lunes, 13 de noviembre de 2017

La tentación del hombre providencial

Bajo la majestuosa cúpula de Los Inválidos, en el centro de París, reposan los restos de Napoleón I, inhumado con todos los honores –por orden de la misma monarquía a la que combatió– cuarenta años después de morir en el destierro atlántico de la isla de Santa Helena. Un enorme sarcófago de cuarcita roja, dentro del cual se suceden hasta cinco ataúdes –de hojalata, plomo y más plomo, caoba y ébano–, encierra las cenizas del que fuera efímero Señor de Europa entre 1805 y 1814. El Águila, para sus admiradores. El Ogro, para sus detractores.

Miles de turistas visitan cada año la tumba del emperador, probablemente sin saber que están pisando el mismo suelo que pisó Adolf Hitler. El 23 de junio de 1940, con Francia rendida a los pies de las botas de la Wehrmacht, el Fürher realiza una rápida visita a París –la Ópera, los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, la torre Eiffel, el Panteón, Notre Dame...–, ciudad que siempre había soñado con visitar. Ese día lo hace como conquistador.

En su periplo, hay una cita ineludible: la tumba de su admirado Napoleón. El nuevo amo de Europa quiere rendir homenaje a su histórico antecesor. Enfundado para la ocasión en una gabardina blanca, Hitler se descubre y guarda varios minutos de silencio en lo que –según sus palabras– será uno de los momentos más grandes de su vida. Tan emocionado está que concibe en ese momento un gran gesto de reparación: la repatriación a Francia de los restos del único hijo de Napoleón –Napoleón II, rey de Roma, fruto de su matrimonio con María Luisa de Austria–, muerto prematuramente a los 21 años en Viena, para que reposen junto a los de su padre en París. Ahí están.

Antes de embarcarse en una megalómana campaña de conquistas militares por toda Europa, antes de hacerse coronar emperador por el mismísimo Papa, Napoleón había sido aclamado en Francia –agotada por la inestabilidad y la violencia revolucionarias– como un hombre providencial, un salvador. Su llegada al poder en 1799 permitió restablecer el orden, salvaguardar las principales conquistas de la Revolución y defender al país del ataque de las monarquías europeas. Hitler también fue percibido en su momento como un hombre providencial. Cuando alcanzó el poder, en las elecciones de 1933, Alemania se encontraba absolutamente postrada y exhausta, empobrecida por una inflación galopante que había dejado en la ruina a millones de alemanes y con un profundo sentido de la humillación por el trato recibido tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. Hitler prometió devolverles el orgullo, la prosperidad y el poder perdidos.

En Francia hay aparentemente una cierta querencia –al menos, es una idea cultivada de forma recurrente por algunos analistas e historiadores– por la figura del hombre providencial, del hombre fuerte (o en su caso, de la mujer). No se trata sólo de Napoleón. Ahí está Juana de Arco, la gran heroína sacrificada en la lucha contra los ingleses, o el general De Gaulle, padre de la Resistencia contra los nazis y fundador de la V República, cuyo fundamento  es justamente el de otorgar la máxima concentración de poder ejecutivo a una sola persona: el presidente. Evidentemente, de hombres fuertes –más o menos providenciales– que prometen nuevos amaneceres la historia está llena. Y el panorama político actual, también. Cada cual a su modo, con más o menos contrapesos, ahí están Donald Trump en Estados Unidos –elegido como salvador, por más que los poderes legislativo y judicial hayan frenado hasta ahora sus planes–, Vladímir Putin en Rusia –líder indiscutido que tiene bien amarrada a la oposición– o Xi Jinping  en China –recién encumbrado a la misma dignidad que Mao–.

El problema, en momentos de crisis, desorientación y ansiedad colectiva como los actuales, es que la figura del hombre providencial, del hombre fuerte, gana peligrosamente adeptos. Un estudio del Pew Research Center realizado en 38 países y publicado este pasado mes de octubre, constata que la democracia representativa sigue teniendo un apoyo mayoritario en las opiniones públicas (78%) pero en los últimos años ha sufrido un cierta “recesión”, mientras ganan adeptos las opciones autoritarias. Lo más interesante del estudio es comprobar hasta dónde llega –o no– el compromiso de los ciudadanos con el sistema democrático: en realidad sólo el 23% se adhieren de forma absoluta, mientras que un 42% admitiría también alguna forma de gobierno no democrático –tecnocrático, autoritario o incluso militar– y un 13% es directamente antidemocrático.

A nadie sorprenderá que en Rusia los demócratas tibios alcancen el 61%. Más chocante es que  esta proporción sea del 46% en Estados Unidos, del 47% en el Reino Unido, del 45% en Francia, del 42% en Alemania, del 40% en España... y del 60% en la Hungría de Viktor Orbán. El ascenso de las opciones autoritarias va íntimamente ligado al descontento con el sistema.

Otro estudio también publicado en octubre, éste realizado por Ipsos y dirigido por el presidente de Fondapol, Dominique Reynié, titulado Où va la démocratie? (¿Dónde va la democracia?), ha percibido asimismo –a partir de un cuestionario a 22.000 ciudadanos de 26 países– un deseo latente de autoridad, incluso de autocracia, en Occidente  vinculado a la decepción sobre el funcionamiento de la democracia: una mayoría de europeos (55%) y de norteamericanos (54%) considera que la democracia funciona mal y este sentimiento está particularmente enraizado en los países del Mediterráneo (79% en Italia, 60% en España) y en la Europa excomunista. Como consecuencia, un tercio de los europeos –¡hasta el 50% en el Este!– se abonarían a un régimen autoritario.

“Hay una multiplicación de signos inquietantes que indican un debilitamiento de la democracia”, constata Dominique Reynié, quien alerta: “Si no se encuentra una solución al actual descrédito de las instituciones y de la clase política, nos enfrentamos al declive de la democracia”. El  hombre providencial aguarda tras la puerta...