sábado, 30 de abril de 2016

Esa peligrosa puerta de atrás

Más que probablemente, Constantinopla había empezado a caer mucho antes de que fuera materialmente tomada por las tropas otomanas del sultán Mehmet II el 29 de mayo de 1453. El Imperio Bizantino, como tantos otros imperios antes y después de él, había entrado en una irreversible decadencia mucho tiempo atrás. Pero ese día, en la culminación de una feroz batalla que por unos instantes pareció que podían ganar, los bizantinos cometieron el error de su vida: dejaron abierta por descuido una pequeña puerta de la muralla interior, la Kerkaporta, por donde se colaron los jenízaros y precipitaron el fin del Imperio Romano de Oriente. Una “trágica casualidad”, narrada magistralmente por Stefan Zweig en su obra Momentos estelares de la Humanidad, cambió el curso de la Historia.

Hay puertas que nunca deberían dejarse abiertas, so pena de arriesgarse a provocar un cataclismo. Una de ellas puede abrirse el próximo 23 de junio. Ese día, los ciudadanos británicos están llamados a votar y a decidir si quieren que el Reino Unido permanezca o bien abandone la Unión Europea. No hay medias tintas, ni terceras vías. Si votan por el Brexit, nada será ya igual. Para nadie.

La campaña electoral británica está preñada de argumentos apocalípticos sobre el tremendo peaje (económico) que pagarían los británicos si se dejan llevar por la nostalgia imperial o los cantos de sirena de los populistas de toda ralea: entre 3.000 euros anuales (según cálculos de la OCDE) y 5.500 (según el interesado canciller del Exchequer, George Osborne) de pérdidas contantes y sonantes por familia. Las repercusiones sobre el resto de la UE parecerían casi despreciables.

Pero ¿y las consecuencias políticas? En Europa, y particularmente en Francia, hay algunos políticos que ven en un eventual Brexit la oportunidad definitiva de dar el salto hacia una Europa federal. A fin de cuentas, ¿no son los británicos quienes han frenado constantemente cualquier paso hacia una unión política más estrecha? ¿no son ellos quienes regularmente someten al resto de la UE a chantajes intolerables? “No podremos relanzar Europa mientras los ingleses no salgan”. La aseveración, contundente, es del ex primer ministro francés Michel Rocard. Pero con ser el más significado, no es el único que piensa así. Hay toda una corriente de opinión según la cual la Pérfida Albión, que nunca ha creído en Europa –más allá del mercado común–, es el gran freno, el gran obstáculo. ¿Quieren irse? ¡Pues que se vayan!

Salvo que no son los únicos. Ya no... Y el ejemplo puede ser devastador. Los holandeses, que –como los franceses– ya contribuyeron en el 2005 a tumbar el proyecto de Constitución Europea, se apresuraron el pasado 6 de abril a rechazar el acuerdo de asociación con Ucrania (y desde luego no fue porque les cayera mal Petró Poroshenko). Y el líder ultraderechista Geert Wilders ya ha anunciado su intención de proponer un referéndum similar al británico si el no a Europa gana al otro lado del Canal de la Mancha. Los ciudadanos suecos, según un sondeo, podrían seguir los mismos pasos en caso de un triunfo del Brexit. ¿Qué esperar de los nuevos socios del Este de Europa, los polacos, los húngaros, los checos, de los que a veces uno se pregunta por qué demonios pidieron entrar? ¿Y los franceses? ¿No votaron en contra de Europa hace once años? ¿No tiene Marine Le Pen, que aboga directamente por un Frenxit, unas expectativas de voto del 28% en las elecciones presidenciales del 2017, en cuya primera vuelta podría acabar en cabeza? Los movimientos eurófobos proliferan en todo el continente. Los nacionalismos que condujeron a Europa a la catástrofe en el siglo XX vuelven a estar en ebullición.

Hace dos semanas, el lunes 18, se cumplieron 65 años de la firma del Tratado de París, por el cual se creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el antecedente fundador de la UE, el primer eslabón de la reconciliación francoalemana, que debía permitir enterrar para siempre los viejos demonios de la guerra. “Europa no se hizo y tuvimos la guerra”, había declarado solemnemente un año antes Robert Schuman, uno de los padres fundadores. Apenas nadie ha celebrado el aniversario.
Por el contrario, ha tenido que venir el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a recordarnos lo obvio: “La UE es uno de los mayores logros económicos y políticos de la historia moderna –dijo en Hannover este lunes– (...) El mundo entero necesita una Europa fuerte, próspera, democrática y unida”.

Quien más quien menos, todo el mundo está de acuerdo en que el actual modelo europeo está agotado, que ya no responde, que hay que pensar en su refundación y dejar acaso que un grupo reducido de países –los seis fundadores y alguno más– lleve adelante la unión política de Europa. El problema es que el motor principal está gripado. Alemania y Francia avanzan en gran medida cada uno por su lado. Y ni Angela Merkel ni François Hollande tienen una idea de Europa. Ni la ambición ni el liderazgo para llevarla adelante. Entonces, ¿estamos acabados?

Así piensan los profesores británicos Brendan Simms y Timothy Less, de las universidades de Cambridge y Kent, según los cuales a la marcha del Reino Unido seguirán las de Francia y Holanda. “La desaparición de la UE es ineluctable”, concluyen.

¿Imposible? Stefan Zweig nunca pensó tampoco que el Imperio Austrohúngaro fuera a desaparecer jamás. “Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad...”, escribió en 1941 en su testamento literario, El mundo de ayer, poco antes de suicidarse. Y sin embargo, el abismo estaba a la vuelta de la esquina: “Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas”.

sábado, 16 de abril de 2016

El nombre de la cosa

16/04/2016

Una matrícula corsa, con su característica cabeza de moro, es un bien apreciado en Francia. Algunos automovilistas la piden para poder ir de vacaciones a la isla con la tranquilidad de no ser identificados como forasteros. Otros la compran convencidos de que, confundidos con corsos –sea por su supuesto mal carácter o su tradición mafiosa–, nadie les va a toser en la carretera ni a rayar el coche. Incluso los agentes de tráfico –creen saber– les pararán menos. Verdad o infundio, lo cierto es que las matrículas con los símbolos corsos son de las más vendidas del país.

No se trata de un tráfico ilegal. ¡Lejos de ahí! Las nuevas matrículas, introducidas en el 2009 por Nicolas Sarkozy, autorizan por primera vez la posibilidad de mostrar, junto a la combinación alfanumérica oficial, el tradicional número del departamento y el nombre y distintivo de la región. Pero no necesariamente la de residencia: cada cual puede escoger la región y departamento a los que quiere pertenecer, ya sea por nacimiento, por apego o por puro interés...

Este cambio (que en España fue rechazado por la legendaria flexibilidad de un José María Aznar imbuido de jacobinismo) fue saludado por algunos como un reconocimiento a la diversidad regional de Francia. Pero en realidad no fue más que puro maquillaje. Detrás de tal gesto, la realidad regional ha seguido sepultada por el secular uniformismo francés. Francia es París y todo lo demás, provincia, como tan fielmente retrata el inefable Jean-Pierre Pernaut en el costumbrista informativo televisivo del canal TF1.

En Francia, las regiones pintan muy poco y sus competencias son ridículas al lado de las de las comunidades autónomas españolas: gestión del transporte ferroviario regional y de los edificios de los centros de enseñanza secundaria, un cierto grado –moderado– de planificación territorial, y la distribución de subvenciones y ayudas a empresas y entidades. Eso es todo. Y cuando alguna vez se ha pretendido ampliar sus atribuciones, se ha planteado siempre a costa de los consejos generales de departamentos (equivalente a nuestras diputaciones), nunca del poderoso Estado central.

El momento más lastimoso de la historia reciente del regionalismo francés lo constituye la nueva división regional que entró en vigor el pasado 1 de enero, por la que –en aras de la simplificación administrativa– se redujo el número de regiones en la metrópoli de 22 a 13. Es decir, borrando nueve de un plumazo, en la más pura tradición del despotismo (más o menos ilustrado). El mapa definitivo se dibujó materialmente en el Elíseo, quitando de aquí y poniendo allá en función de motivos a veces tan aleatorios como la capacidad de presión de los barones territoriales socialistas, y totalmente al margen del sentir de los ciudadanos. Bretaña, por ejemplo, perdió la oportunidad de reunificar su territorio histórico por las disputas entre los hombres fuertes de sus dos capitales: Rennes y Nantes. Esta última ha seguido desgajada e integrada en la región de Pays de la Loire.

La agregación de regiones ha creado una suerte de engendros históricos cuya artificiosidad queda patente en los nombres adoptados hasta ahora de forma provisional: Champaña-Ardena-Lorena-Alsacia, o bien Poitou-Charentes-Aquitania-Limusín. Los nombres compuestos son traicioneros y pueden dar lugar a resultados tan imprevistos como absurdos. Así, la región Provenza-Alpes-Costa Azul –que, ésta sí, se mantiene inalterable– ha acabado siendo conocida como “PACA”...

De modo que para evitar nuevos artefactos lingüísticos que en nada favorecen la identificación de los habitantes con su nueva región, el Gobierno abrió un plazo, que acaba el próximo 1 de julio, para buscar nuevos nombres, pulsando la opinión ciudadana (pero reservando la decisión a los cargos electos). En algunos casos, la decisión ya ha sido tomada y ha dado lugar a apelaciones asépticamente geográficas –siempre referidas a Francia, claro está– tipo Hauts-de-France o Grand Est.

Uno de los lugares donde este debate ha provocado mayor controversia es en la nueva macrorregión Midi-Pirineos-Languedoc-Rosellón, cuyo nombre actual es insostenible. El problema es que los cinco nuevos nombres inicialmente barajados por el consejo regional, que preside la socialista Carole Delga, irritaron sobremanera a buena parte de los catalanes del norte, que lanzaron una campaña de protesta y boicot de la consulta popular por negar toda referencia explícita a la identidad catalana: Languedoc, Languedoc-Pirineos, Occitania, Occitania-Rosellón y Pirineos-Mediterráneo fueron los seleccionados. El movimiento reclamaba la inclusión y reconocimiento oficial de la palabra Catalogne. ¡Una primicia!

¿Una segunda Catalunya al norte de los Pirineos? La mera idea debía producir un acusado vértigo en algunos despachos, y más aún en estos tiempos de irredentismo independentista al sur de la cordillera. Y suscitó la oposición de partidos tan dispares como Los Republicanos de Sarkozy y los comunistas. Demasiada “confusión” con España... “Teniendo en cuenta el contexto de la Catalunya Sur, esta posición sectaria sólo puede alimentar el nacionalismo y separatismo catalán”, advirtió el PCF. Al final, los políticos han cedido a la presión y en la lista aprobada ayer por el consejo regional en Montpellier –que los ciudadanos podrán votar de aquí al 21 de junio–, en vez de Occitania-Rosellón ha aparecido una nueva versión, a modo de tercera vía: Occitania-País Catalán.

Es la segunda victoria catalana después de que en el 2005 otro movimiento de protesta consiguiera abortar la idea del iluminado y megalómano Georges Frêche de bautizar la región con el romano nombre de Septimania, en honor de la legión que conquistó el territorio allá por el siglo V. Dentro de nueve semanas y media se verá si obtienen la tercera, y definitiva.



sábado, 2 de abril de 2016

El Estado gaseoso

02/04/2016

“¿Saben por qué los belgas acostumbran a nadar por el fondo de la piscina? Porque en el fondo no son tan estúpidos...”. Chistes como éste, que presentan a los belgas como unos zoquetes, constituyen todo un género en Francia, donde –al margen de las glorias del arte, la cultura o el espectáculo, francófonas por supuesto– los vecinos del norte son objeto de chanza. Según parece, las historias belgas nacieron  –por resentimiento– en la segunda mitad del siglo XIX, cuando trabajadores belgas fueron contratados en las minas del norte de Francia para sustituir a  los mineros franceses en huelga. El hecho, en todo caso, es que por la vía del humor han acabado configurando en el imaginario francés un estereotipo sobre los belgas como pretendidamente imbéciles.

La rocambolesca cadena de errores cometidos por la policía belga en la prevención –primero– y en la investigación –después– de los atentados del pasado 22 de marzo en Bruselas, en los que murieron 32 personas, podría parecer una historia belga, un mal chiste, protagonizado por los inefables Hernández y Fernández (Dupont y Dupond, en el original de Hergé), tal ha sido el cúmulo de despropósitos.

Desde la anécdota de que un responsable policial acudiera a una reunión de crisis completamente borracho hasta el hecho –mucho más trascendente– de que Salah Abdeslam, el terrorista de los atentados del 13-N en París y miembro de la misma célula de los yihadistas de Bruselas,  capturado cuatro días antes, apenas fuera interrogado, todo apunta al absurdo. Pero, al margen de alimentar el cliché sobre los belgas, lo sucedido pone de relieve que las disfunciones observadas ya en el escandaloso caso del asesino y violador en serie Marc Dutroux, a finales de los años noventa, no sólo no han sido resueltas sino que forman parte del ADN belga.

El caso de la policía es tremendamente ilustrativo de un Estado en proceso de descomposición gaseosa. Con poco más de un millón de habitantes, el área metropolitana de Bruselas cuenta con seis distritos policiales diferentes, cada uno con sus respectivos responsables, y una gran superposición de instancias político-administrativas: 19 municipios, el gobierno de la región de Bruselas, tres comisiones comunitarias –francesa, flamenca y mixta– y el gobierno federal, cada cual con sus competencias. Lo que, unido a la desconfianza profunda entre flamencos y valones, convierte las tareas de coordinación en una hazaña.

Cuando el ministro del Interior, Jan Jambon –del partido nacionalista flamenco N-VA (Nieuw-Vlaamse Alliantie) de Bart de Wever– anunció su intención de “limpiar” Molenbeek, el municipio bruselense convertido en nido de yihadistas, fue rápidamente acusado por el exalcalde y exministro socialista Philippe Moureaux de utilizar métodos fascistas.  “Entre los flamencos populistas y los valones socialdemócratas las diferencias sobre seguridad no van a  tardar en emerger”, señalaba días atrás en el francés Journal du Dimanche el lingüista belga Jean-Marie Klinkenberg, profesor de la Universidad de Lieja y autor de “Pequeñas mitologías belgas”, para quien los atentados del 22-M pueden “acelerar la evaporación del Estado”...

Porque, de hecho, de eso se trata, de la “evaporación” de Bélgica, de su disipación, de su desintegración, un proceso que a algunos les parece ineluctable. El nacimiento del reino de Bélgica en 1831, tras su segregación de los Países Bajos, tuvo ya de por sí mucho de artificial, fue en cierto modo –por utilizar palabras del general De Gaulle– un “accidente de la historia” que acabó reuniendo en un solo país a dos comunidades, la flamenca –de habla neerlandesa– y la valona –francófona–, a quien sólo unía su católica aversión a los protestantes calvinistas del norte. Hoy el abismo que les separa no es sólo lingüístico, sino también político y económico, con una Flandes rica y conservadora y una Valonia empobrecida y socialdemócrata. Se dice, y no porque sí, que a los belgas sólo les une el rey, la selección nacional de fútbol y algunas cervezas  (el ex primer ministro Yves Leterme dixit). Por lo demás, cada cual hace su vida por su cuenta. “Si un camello es un caballo diseñado por un comité, entonces Bélgica  es un país diseñado también por un comité”, constataba recientemente en Foreign Policy el filósofo británico Glen Newey, profesor de la universidad de Leyden, en un artículo titulado “Breve historia de un país roto”.

La historia y la evolución política de Bélgica han dado lugar a un Estado complejo y fragmentado –entre regiones y comunidades lingüísticas, incluyendo una tercera minoría germanohablante–, y han alumbrado una sociedad anarcoide, rebelde y poco amante de la autoridad.

Tras su victoria electoral del 2010,  en que obtuvieron el 30% de los votos, los nacionalistas del la V-NA dejaron a Bélgica 541 días sin Gobierno –un récord–, tras lo cual impusieron   la definitiva atomización del Estado a través de la devolución a las regiones y comunidades  de buena parte de las competencias del Estado federal, que quieren reducir a una “cáscara vacía”. A cada ofensiva flamenca, en Valonia hay quien piensa seriamente en un futuro divorcio. Y una minoría –nucleada en torno al partido RWF (Rassemblement Wallonie-France)– defiende la reintegración en Francia, a la que ya perteneció entre 1793 y 1814. Pero no parece que tal extremo vaya a plantearse de verdad algún día. Empezando porque ni los propios nacionalistas flamencos piensan realmente en la independencia. Con una sociedad dividida y una Europa en contra, es algo demasiado difícil... Así piensa Bart de Wever,  quien prefiere  acabar con el Estado belga por la vía de los hechos. Vaciándolo de contenido, dejando sólo la carcasa.

En el 2007, un bromista belga publicó un irónico anuncio en eBay: “En venta, Bélgica, un reino en tres partes... En oferta, gratis, el rey y su corte (costes no incluidos)”.