martes, 30 de octubre de 2018

Khashoggi (el tío) lo habría entendido


En los años ochenta,  Khashoggi no se llamaba Jamal, sino Adnan. Hoy todo el mundo habla del periodista Jamal Khashoggi, malogrado colaborador del Washington Post y voz crítica –desde el corazón de la clase dirigente saudí– de la deriva del príncipe heredero, Mohamed bin Salman, y por ello brutalmente asesinado en el consulado de Arabia Saudí en Estambul por esbirros del régimen. Pero hace treinta años, quien acaparaba la atención del mundo, quien ocupaba las portadas de papel couché, se rodeaba de jefes de Estado –fue amigo de Richard Nixon–, mandatarios, artistas y famosos, y gastaba dinero a espuertas en fastuosas fiestas, era su tío, Adnan Khashoggi, multimillonario hombre de negocios fallecido en Londres en el 2017.

En los ochenta, y a rebufo de la familia real saudí, Adnan Khashoggi, perteneciente a una influyente familia en Riad –su padre había sido el médico personal del rey Abdulaziz al Saud, el fundador de la dinastía– y dueño ya en la época de una inmensa fortuna, aterrizó en Marbella. Se hizo construir una fabulosa y ostentosa mansión en las colinas,  Al Baraka, mientras su inmenso yate Nabila, el más grande del mundo en aquel entonces, yacía amarrado en Puerto Banús (un buque, por cierto, cedido en 1983 para el rodaje de la película Nunca digas nunca jamás de la serie de James Bond y que –paradojas de la vida– acabaría poco después en manos de otro multimillonario norteamericano llamado Donald Trump...)

Adnan Khashoggi hizo su fortuna actuando como intermediario –comisionista, “facilitador”... llámesele como se quiera, algunos prefieren traficante– en negocios muy diversos, pero particularmente en uno: el de las armas. Él era el encargado de poner en contacto a vendedor y comprador, y a facilitar el buen desarrollo del negocio –un negocio que habitualmente circula por canales oscuros–. Uno de sus primeros hechos de armas fue suministrar material a David Stirling –fundador de la unidad de fuerzas especiales  SAS– para afrontar en 1963 la revuelta de los nacionalistas árabes en la entonces colonia británica de Aden. Lo que hoy es Yemen... Una nueva paradoja. Entre los principales clientes de Khashoggi estaban grandes firmas del armamento como  Lockheed Martin o Marconi, y entre sus intervenciones más comprometidas destaca la del caso Irán-Contra (operación del Gobierno de Estados Unidos para vender armas bajo mano a Irán, que estaba entonces en guerra contra Irak, y con los beneficios financiar clandestinamente a la Contra, la guerrilla que combatía al Frente Sandinista, en el poder en Nicaragua)

En sus últimos años, quizá por mala conciencia –con la edad, los negociantes de armas y los especuladores financieros se descubren filántropos–, Khashoggi se dedicó a financiar algunas oenegés, como The Children for Peace, a cuyo comité internacional pertenecía junto a otras personalidades como Ivana Trump, ex mujer del actual presidente de Estados Unidos. Pero siempre fue esencialmente un pragmático, para quien una guerra era una inmensa oportunidad de hacer negocio.

Adnan Khashoggi, conocedor como pocos de los entresijos más oscuros del poder, probablemente sonreiría con ironía ante los llamamientos a aplicar un embargo a la venta de armas a Arabia Saudí que se profieren en todo el mundo en represalia por el asesinato de su sobrino Jamal. Hay demasiado dinero en juego, demasiados intereses. No en vano Riad es uno de los mejores clientes del  planeta en el comercio de la muerte. Y parece difícil que lo que no ha conseguido la sangrienta guerra del Yemen, que ha causado ya más de 50.000 muertos y en la que Arabia Saudí y sus socios de la coalición árabe no se han andado con paños calientes, vaya a lograrlo el caso Khashoggi. Podrá desestabilizar –acaso arruinar la carrera política– del príncipe heredero. Pero no acabar con los suculentos negocios con el régimen saudí.

En el 2016, tras varios años de parón, las ventas mundiales de armamento se dispararon de nuevo y en el 2017 la tendencia se ha mantenido: el mundo se gastó 1,7 billones de dólares, según datos del Sipri. EE.UU. es el país que más gasta (610.000 millones), seguido de China (228.000 millones) y de ¡Arabia Saudí! (69.400 millones). Los saudíes  aumentaron el año pasado su gasto de defensa en un 9,2% hasta alcanzar el 10% de su riqueza nacional (baste recordar cómo los países de la OTAN sufren para llegar al 2% que les exige Washington para tener una idea de la proporción) Es un  pastel demasiado goloso...

Los norteamericanos son, de lejos, los principales proveedores de Riad, con una facturación el año pasado de  6.980 millones de dólares, seguidos por el Reino Unido (2.029), Francia (291), España (254) e Italia (226). Y ninguno de ellos está dispuesto a ceder por razones éticas para que otro ocupe su lugar. Donald Trump lo dejó claro desde el principio y ha subrayado en varias ocasiones que Arabia Saudí es un socio comercial imprescindible para la industria militar norteamericana. La británica Theresa May se ha puesto de perfil; el presidente francés, Emmanuel Macron, ha acusado implícitamente a su querida Angela Merkel de “demagogia”  –la canciller de Alemania ha sido la única en pedir un embargo de armas europeo–, y el presidente español, Pedro Sánchez, ha tenido que admitir en el Congreso que el corazón casa mal con la cartera.  El líder del PSOE ya tuvo que dar marcha atrás en la suspensión de la venta de 400 bombas inteligentes tras la amenaza de Riad de suspender un contrato de cinco fragatas que se construyen en Cádiz (como también el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, tuvo que desdecirse de la suspensión de la venta de 928 carros blindados ligeros tras comprobar que debería pagar a Riad una indemnización de casi 1.000 millones de dólares)

Parece harto improbable, pues, a pesar del pronunciamiento mayoritario del Parlamento Europeo, que vaya a aprobarse embargo alguno. Ni siquiera Alemania acabará yendo hasta el final. Lo dijo con claridad meridiana el ministro de Economía, Peter Altmaier: “Sólo si todos los países europeos se ponen de acuerdo, la medida impresionará a Riad.  No habrá ningún efecto positivo si nos quedamos solos a la hora de parar las exportaciones y otros países tapan el agujero”. Adnan Khashoggi no podría haber estado más de acuerdo.


martes, 16 de octubre de 2018

La amenazadora ‘Estrella de la Muerte’


¿Quién está detrás de las manifestaciones de mujeres en Estados Unidos contra el nuevo juez del Tribunal Supremo, Brett Kavanaugh, acusado de agresión sexual? ¿Quién maniobra contra Donald Trump en la sombra? ¿Quién alentó la campaña de protesta contra el himno de EE.UU. que llevó a cabo el jugador de fútbol americano Colin Kaepernick por la brutalidad policial contra los negros? ¿Quién movió sus hilos contra el Brexit y promueve ahora un segundo referéndum para que el Reino Unido dé marcha atrás? ¿Quién busca con artimañas llenar Europa de inmigrantes, desde Hungría a Italia? ¿Quién trata de socavar el poder de Vladímir Putin en Rusia? ¿Y  de Viktor Orbán en Hungría? ¿Quién pagó a los manifestantes de este verano contra el Gobierno  de Viorica Dancila en Rumanía? ¿Quién apoyó la revolución de las rosas en Georgia? ¿Quién actuó bajo mano en la revolución del Maidán en Ucrania? ¿Quién activó las redes sociales con fake news y agitadores de todo tipo en favor de la secesión de Catalunya?

La lista de acusaciones  da vértigo. Y la sola idea de que un personaje todopoderoso pudiera actuar en todos estos frentes desde la sombra suscita incredulidad. Sin embargo, las redes sociales van llenas. Y, más llamativo todavía, importantes dirigentes políticos en Europa y en Estados Unidos las avalan (o sugieren) personalmente. Todos los dedos señalan a una persona: el multimillonario norteamericano de origen húngaro George Soros, antiguo buitre de Wall Street reconvertido en filántropo mundial a través de su fundación Open Society. Según este relato, difundido activamente desde la extrema derecha y las corrientes políticas iliberales y autoritarias, Soros sería un híbrido entre el profesor Moriarty, el gran criminal internacional de las novelas de Arthur Conan Doyle, y Ernst Stavro Blofeld, el líder de la siniestra organización Spectre, que Ian Fleming imaginó como un megalómano que ambicionaba dominar el mundo (salvo que ahí estaba James Bond, el agente 007, para impedirlo). O sea, el enemigo público número uno.

La comparación suena a caricatura, pero no lo es más que al apodo que le dedica a Soros el portal norteamericano de extrema derecha Breitbart –fundado por Steve Bannon, el otrora gurú personal de Trump reciclado hoy en profeta de un movimiento ultra europeo a través de The Mouvement–, y que alude al arma definitiva del maligno imperio de La guerra de las galaxias: Death Star, la Estrella de la Muerte...

Naturalmente, George Soros –quien, por otra parte, nunca ha sido una hermanita de la caridad– reúne los elementos necesarios para alimentar toda suerte de tesis conspiracionistas: tiene un pasado oscuro como tiburón de las finanzas, mueve presupuestos milmillonarios, está al frente de una organización tentacular con presencia en 140 países... y es judío.  Un dato, este último, que encuentra notable eco en los países del Este de Europa, donde el antisemitismo aún está fuertemente arraigado.

¿Pero quién es George Soros? Nacido en Budapest en 1930 bajo el nombre de György Schwartz, el futuro magnate y su familia lograron escapar a la persecución nazi cambiando su identidad. En 1947, bajo la ocupación soviética, Soros abandonó Hungría y se trasladó a Londres, estudiando en la London School of Economics, donde tuvo como profesor e inspirador al filósofo Karl Popper (de quien tomaría la idea de la open society, la sociedad abierta, para dar nombre a su fundación). A finales de los 50 emigró de nuevo a Estados Unidos y empezó una carrera ascendente en Wall Street que le llevó a crear en 1970 su propio fondo de inversión, el Soros Fund Management, que sería la base de su fortuna, construida y multiplicada a base de especular en los noventa contra la libra esterlina (en sólo un día de 1992  doblegó al Banco de Inglaterra y ganó 1.000 millones dólares) y contra otras monedas asiáticas.

En 1979 dio un giro a su trayectoria y con el dinero ganado creó la Fundación Open Society, que se estrenó ayudando a la escolarización de los niños negros en la Sudáfrica del apartheid. Muy activa en los países del bloque soviético a partir de los años 80, la fundación de Soros se fijó como objetivo promover la democracia, el libre intercambio de ideas y la defensa de los derechos individuales en todo el mundo, sobre todo a través de la educación: en 1991 fundó en Budapest la Universidad  de Europa Central  (cuya sede ha sido recientemente trasladada a Viena a causa del hostigamiento legal del Gobierno húngaro). El año pasado Soros, que  ya tiene 88 años, transfirió 18.000 millones de dólares (casi la totalidad de su fortuna personal, que  según la revista Forbes ha quedado reducida tras ese traspaso a 8.300 millones) a la fundación para garantizar su futuro.

El ruso Vladímir Putin fue uno de los primeros en actuar contra el proselitismo liberal de Soros. Tras aprobar en el Senado una ley de Organizaciones Indeseables Extranjeras, en el 2015 la fiscalía instó la prohibición de toda actividad de la fundación Open Society y sus filiales en Rusia por considerarla una “amenaza para los fundamentos del sistema constitucional de Rusia y para la seguridad del Estado”. Pero sin duda el más beligerante ha sido el primer ministro húngaro, el nacionalista Viktor Orbán (quien curiosamente estudió en el extranjero gracias a una beca de la fundación Soros), que también ha llevado su batalla al terreno legal. No sólo ha aprobado un cambio legislativo que pone trabas a la acción de su Universidad, sino que este verano dio luz verde a la denominada ley Stop Soros, que criminaliza a toda oenegé que ayude a los inmigrantes (lo cual le ha valido que Bruselas le haya abierto un expediente). Orbán acusa a Soros de pretender abrir las fronteras europeas a la inmigración masiva, una idea retomada ahora por el ministro italiano del Interior y líder de la ultraderechista Liga, Matteo Salvini: “Soros quiere llenar Italia y Europa con migrantes porque les gustan los esclavos”.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha sido el último en subirse al carro y hace una semana, retomando las informaciones de Breitbart, acusó a las mujeres que se manifestaban frente al Capitolio de Washington contra la nominación del juez Kavanugh de ser “profesionales pagadas por Soros”.

Se dirá, no sin razón, que la injerencia directa o indirecta de las organizaciones de Soros en la política interna de algunos países –él mismo reconoció en su día haber apoyado a Saakashvili en Georgia, lo que consideró después un “error”– pone sobre la mesa una delicada cuestión de legitimidad. A fin de cuentas, a Soros nadie lo ha elegido y no responde ante nadie. Aunque la identidad de sus críticos –Putin, Orbán, Salvini, Trump– es aún más inquietante.


lunes, 1 de octubre de 2018

Mirando a Menton


La primera playa mediterránea de Francia, entrando desde la frontera italiana, recibe el rimbombante nombre de Hawaï. No justamente por sus palmeras, que no tiene –aunque haberlas haylas en abundancia en el pueblo de Menton, en cuyo término municipal está enclavada–, sino probablemente por su oleaje. Es una estrecha lámina de piedras y rocas, con apenas arena, donde no es extraño encontrar algún que otro surfista local. Al fondo se recorta Menton,  vanidoso con sus casas de vivos colores ocres y sus voluptuosos jardines. Ciudad de adopción del poeta y pintor  Jean Cocteau –que tiene dedicado un museo–, durante cuatro siglos perteneció al cercano Principado de Mónaco y hoy es una de las joyas de la Costa Azul, la riviera francesa.

Menton es la imagen de postal que ven –impotentes– desde el otro lado de la frontera los inmigrantes africanos que se agolpan en la cercana ciudad italiana de Ventimiglia, uno de los cul-de-sac de la Europa que se jacta de la libre circulación de personas. Los gendarmes no les dejan pasar (suponiendo que los carabinieri no los hayan interceptado antes). Los franceses hacen lo mismo –de tapón– en Calais con los migrantes que quieren alcanzar el Reino Unido. La diferencia es que los británicos nunca llegaron a adoptar la Europa sin fronteras del tratado de Schengen. Francia e Italia, sí.

El problema de Ventimiglia, ciudad balnearia que en otras circunstancias hubiera sido como Menton –Cocteau aparte– y ahora ha perdido a los turistas, viene de lejos. Se arrastra desde hace más de una década. La crisis de Ventimiglia, que no es sino la crisis de Schengen, arrancó en un ya lejano 2011 cuando la primavera árabe arrojó a  las costas italianas a miles de tunecinos. Ante el alud que se avecinaba –y en una actitud muy lejana de la que adoptaría la canciller alemana, Angela Merkel, con la crisis siria en el 2015–, el Gobierno francés de la época suspendió el servicio ferroviario entre ambos países durante horas y planteó suspender temporalmente el tratado de Schengen. El presidente francés era entonces Nicolas Sarkozy. Y las medidas excepcionales que se adoptaron han acabado por enquistarse de forma provisionalmente permanente... Siguieron con François Hollande y ahora con Emmanuel Macron.

Francia no se ha andado con paños calientes a la hora de sellar su frontera sur. La justicia ha actuado contra todos aquellos ciudadanos franceses que, por convicciones, han ayudado a los migrantes a pasar la frontera francoitaliana (en el 2017 el agricultor Cédric Herrou fue condenado a cuatro meses de prisión por ello, antes de que este mes de julio el Consejo Constitucional le absolviera en nombre del “principio de fraternidad”). Y las fuerzas de seguridad muestran un celo extremo en el cumplimiento de su misión: el pasado mes de abril se desencadenó una pequeña crisis diplomática entre París y Roma después de que gendarmes franceses armados irrumpieran en un centro de acogida de inmigrantes en la localidad de  Bardonecchia, en la frontera alpina.

Todo esto ha ido sucediendo bajo la presidencia del europeísta Emmanuel Macron, quien no he tenido empacho en criticar ásperamente la nueva actitud de dureza del Gobierno populista italiano de la Liga y los grillini con la inmigración. El presidente francés acusó de “cinismo” e “irresponsabilidad” al Gobierno italiano por negarse el pasado mes de junio a que el buque Aquarius –con más de 600 inmigrantes rescatados a bordo– atracara en un puerto italiano. A lo que el ministro italiano del Interior, el ultraderechista Matteo Salvini, a quien se puede criticar –y mucho– por su política xenófoba y sus tics racistas, respondió en este caso no sin razón: “Desde principios del 2017 hasta hoy la Francia del valiente Macron ha rechazado más de 48.000 inmigrantes en la frontera con Italia (...) En lugar de dar lecciones a los otros, invitaría al hipócrita presidente francés a reabrir las fronteras”, escribió en las redes sociales.

Lo cierto es que el Aquarius, que acabó en Valencia a invitación del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, pudo haberse quedado en Ajaccio –como proponían las autoridades corsas, no en vano costeó el sur de la isla de Córcega– pero París lo rechazó. Como lo ha negado esta semana otra vez. Fletado por dos oenegés francesas, Médicos sin fronteras (MSF) y SOS Mediterranée, el Aquarius pidió desembarcar en Marsella a los 58 inmigrantes que llevaba, pero el Gobierno francés no quiso saber nada: forzó que atracara en Malta y que los rescatados sean repartidos entre tres países europeos. ¡Son tantos!

“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, reza un dicho castellano. “Sempre t’enmascararà el drap brut de la cuina”, dice otro catalán. Francia,  que se enorgullece de presentarse como   patria de los Derechos del Hombre –nada de Humanos, del Hombre–, da a veces más lecciones de las que realmente está en posición de poder dar.

Adalid de la lucha mundial contra el cambio climático, Emmanuel Macron obtuvo esta semana en la ONU el reconocimiento a su labor internacional en este terreno al ser galardonado por el foro One Planet Summit con el grandilocuente título de “Capitán de la Tierra”. No está claro que su dimitido ministro para la Transición Ecológica, Nicolas Hulot –el auténtico Capità Enciam de allende los Pirineos–, quien tiró la toalla ante las renuncias de su presidente en materia de medio ambiente, esté del todo de acuerdo.