domingo, 30 de abril de 2023

La ‘vieja’ y la ‘nueva’ Europa, otra vez a la greña


@Lluis_Uria

Hace dos décadas los norteamericanos rebautizaron durante un tiempo las patatas fritas al estilo francés –conocidas en inglés como french fries, para diferenciarlas de las chips– como Freedom fries. Estaban rabiosos contra Francia por su negativa a secundar a Estados Unidos en la invasión de Irak en el 2003, una guerra justificada sobre una escandalosa falsificación –la pretendida posesión de armas de destrucción masiva por el régimen de Sadam Husein– que tuvo consecuencias catastróficas. La invasión destruyó el país y causó cientos de miles de muertos. Y el balance de la apuesta geoestratégica de Washington fue calamitoso: empujó a Irak bajo la influencia de Irán y alumbró el terrorismo del Estado Islámico.

El entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, Dominique de Villepin, advirtió contra la intervención militar en un célebre discurso pronunciado en el Consejo de Seguridad de la ONU el 14 de febrero. Poco después el presidente  Jacques Chirac confirmó la decisión de Francia de utilizar su derecho de veto para negar todo amparo legal a la invasión. El gesto francés no impidió la guerra, pero le granjeó la hostilidad de la Administración norteamericana. El vicepresidente Dick Cheney calificó  la actitud francesa de “crimen imperdonable”.

La guerra de Irak también rompió la unanimidad europea. Con Francia y Alemania a la contra, el Reino Unido y –más sorprendentemente– España decidieron sumarse a la aventura bélica de EE.UU. (José María Aznar, por cierto, es el único dirigente occidental que sigue sin admitir que se equivocó). Aunque fuera solo a título testimonial, a los dirigentes británico y español se sumaron los de Dinamarca, Italia, Portugal, así como Chequia, Hungría y Polonia, en la firma de un artículo conjunto en el Times el 30 de enero en defensa de las tesis norteamericanas. Exasperado, Chirac criticó duramente a los firmantes, en especial a los países del Este recién incorporados a la UE: “Esos países –dijo– han sido muy poco educados y un poco inconscientes de los peligros que comporta un alineamiento demasiado rápido con las posiciones americanas. Han perdido una buena ocasión de callarse”.

Ahí nació la dicotomía entre las dos Europas. El jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, la ilustró confrontando la Europa encarnada por Alemania y Francia, una “vieja Europa” supuestamente caduca, con una nueva Europa emergente “cuyo centro de gravedad bascula hacia el Este”. En vísperas del ataque a Irak, los antiguos países del bloque comunista aparecían como los aliados más fieles a EE.UU. Veinte años después, con el telón de fondo de la guerra desencadenada por Rusia contra Ucrania y las tensiones con China en torno a Taiwán, lo vuelven a ser.

En una visita a Washington la semana pasada, el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, recuperó esta división para sacar pecho: “La vieja Europa creía en un acuerdo con Rusia y la vieja Europa fracasó. Pero hay una nueva Europa –una Europa que recuerda lo que fue el comunismo ruso–. Y Polonia es el líder de esta nueva Europa”. Lo cierto es que esa nueva Europa ya no  tiene nada de nueva. Es solo un remake de la del 2003. (Otro día habrá que hablar de cómo el régimen ultranacionalista y conservador de Varsovia, en el punto de mira de la UE por sus derivas antidemocráticas, está utilizando la guerra de Ucrania para vindicarse)

La cuestión, hoy como hace veinte años, es si Europa debe tener una voz propia en el concierto mundial o limitarse a hacer de gregario de EE.UU. Y el teatro donde se va a dirimir  esta pugna –lo está haciendo ya– es el de las relaciones con China, adonde han viajado en las últimas semanas rodeados de enormes suspicacias el canciller alemán, Olaf Scholz; el jefe del Gobierno español, Pedro Sánchez, y el presidente francés, Emmanuel Macron.

En una entrevista publicada el día 9, al regreso de su viaje a Pekín, Macron, reivindicó una vez más la “autonomía estratégica” de Europa y llamó a “no hacer seguidismo” de EE.UU. en la cuestión de Taiwán, así como a evitar la “lógica de los bloques” en relación con China (algo que lógicamente irritó sobremanera en Washington). El primer ministro polaco no desaprovechó la ocasión de enmendarle la plana: “En lugar de construir una autonomía estratégica respecto a Estados Unidos, yo propongo una asociación estratégica con Estados Unidos”.

Francia siempre ha sido muy celosa de su soberanía en materia de política internacional y de defensa (algo que querría extender a la UE) Y siempre ha marcado distancias con su aliado norteamericano. Es una tónica constante desde que el general De Gaulle decidiera en 1966 abandonar la estructura militar integrada de la OTAN (a la que Francia regresó en el 2009, dejando al margen su fuerza de disuasión nuclear) y cerrar las bases estadounidenses en su territorio. El rechazo a la invasión de Irak en el 2003 lo confirmó ampliamente.

Mal que le pese a la nueva Europa, no parece que  esta tónica vaya a cambiar. La  estrategia de confrontación de EE.UU. hacia China no convence en París. Ni en otras capitales. Ya lo apuntó en el 2011 en sus memorias el desaparecido presidente Jacques Chirac: “Muchos se inquietan en Occidente de sus presuntos objetivos expansionistas. Pero hay menos que temer, en mi opinión, de viejas civilizaciones profundamente pacíficas y con vocación universalista, como China, que de grandes potencias desprovistas de los mismos referentes y preocupadas por imponer su punto de vista por la fuerza”.

domingo, 16 de abril de 2023

La muerte de la V República


@Lluis_Uria 

La V República ha muerto. Llevaba años gravemente enferma. Y el 16 de marzo el presidente Emmanuel Macron le dio el tiro de gracia al aprobar la controvertida reforma de las pensiones por decreto, sin pasar por el voto del Parlamento. En minoría en la Asamblea Nacional, Macron decidió exprimir hasta el límite sus generosos poderes constitucionales  para imponer su voluntad, a riesgo de poner seriamente en cuestión los fundamentos democráticos del régimen instaurado en 1958 por el general De Gaulle. Después de esto, habrá quien pretenda que la V República sigue viva.  Pero no es más que un zombi.

Los tumultuosos años de la posguerra en Francia, con los conflictos por la independencia de Indochina y Argelia, la amenaza de un golpe de Estado militar y una inestabilidad política proverbial –hubo una veintena de gobiernos en ocho años– acabaron con la fugaz IV República, instaurada tras la derrota de la Alemania nazi. Llamado al rescate por el presidente René Coty para que asumiera la dirección del gobierno, Charles de Gaulle, el héroe de la Liberación, administró una cura de caballo: una nueva Constitución –votada por el 83% de los franceses– que estableció un régimen presidencialista sin parangón.

El objetivo era garantizar la estabilidad del Gobierno por encima de todo, a costa de  arrinconar a las minorías –merced al sistema electoral mayoritario a doble vuelta– y de otorgar al jefe del Estado unas prerrogativas enormes: el presidente francés, lejos de ser una figura representativa o arbitral, concentra gran parte del poder ejecutivo y tiene la potestad de nombrar y destituir al Gobierno, así como disolver la Asamblea Nacional, a discreción. Elegido directamente por los ciudadanos, no responde ante nadie más, ni ante el Parlamento –que lo máximo que puede hacer es iniciar un proceso de destitución en caso de falta muy grave a sus obligaciones–, ni ante la Justicia –que sólo puede perseguirle tras abandonar el Elíseo y nunca por las acciones realizadas en función de su cargo–. En Francia el presidente es quien tiene la última palabra. Como un rey Sol republicano.

El sistema de la V República, basado en lo que se ha bautizado como “parlamentarismo racionalizado”, ha cumplido la misión que le encomendó De Gaulle. Pero a un alto precio: ha abierto a la vez una gran brecha entre el poder –copado durante décadas por las élites tecnocráticas parisinas o asimiladas– y los ciudadanos, que se han habituado a dirimir en la calle, mediante demostraciones de fuerza –a menudo con violencia–, la lucha política. No pocas veces se han salido con la suya: uno de los primeros proyectos de reforma del sistema de pensiones, promovido en 1995 por Alain Juppé, acabó siendo retirado. En el 2006, el proyecto de flexibilización de la contratación laboral de los jóvenes impulsado por Dominique de Villepin fue derogado ¡después de haber sido aprobado y publicado en el boletín oficial! Los chalecos amarillos lograron en el 2019 que el Gobierno de Macron diera marcha atrás en la nueva tasa de los carburantes...

Podría parecer que la actual crisis por la reforma de las pensiones –un tema políticamente muy delicado, dada la sensibilidad de los franceses ante todo recorte social– es un nuevo capítulo en esta dinámica de la confrontación, de la que quedan excluidos la negociación y el compromiso. Pero hoy es algo más. Los franceses no sólo protestan por el aumento de la edad de jubilación de 62 a 64 años, sino por el método autoritario para su aprobación.

Todo el proceso ha estado viciado. De entrada, la reforma fue tramitada como un proyecto de ley rectificativo de financiación de la Seguridad Social –es decir, un pretendido texto presupuestario–, con el fin de aplicar un procedimiento acelerado en el Parlamento. Un asunto en apariencia menor  pero que podría llevar a la invalidación de la ley por el Consejo Constitucional, que debe pronunciarse el próximo día 14.

Más grave fue la decisión de recurrir al ya célebre artículo 49.3 de la Constitución, que permite al Gobierno aprobar por decreto una ley sin pasar por el voto del Parlamento, que sólo puede frenarla –con escasas posibilidades– presentando una moción de censura contra el Ejecutivo. El controvertido artículo, equivalente a un trágala, se ha utilizado otras veces. El propio Gobierno de Macron, que en el 2022 perdió la mayoría en la Asamblea –una primicia en Francia, después de décadas de mayorías absolutísimas–, lo ha activado ya 11 veces en menos de un año. Pero nunca, hasta ahora, para sacar adelante una ley de este calado.

Desde su distante atalaya del Elíseo, Macron  decidió pasar el rodillo sin calibrar el impacto de su decisión. Porque no se trata ya de las pensiones, sino de la falta de sensibilidad democrática del poder. El presidente francés se defiende de todo autoritarismo alegando que fue elegido con un programa que incluía la reforma de las pensiones. Ciertamente, así fue. Pero en esta argumentación hay olvidos flagrantes: En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del año pasado Macron obtuvo cerca del 60% de los votos,; sin embargo, muchos fueron prestados para frenar a su rival, la ultraderechista Marine le Pen. Y su partido, en las legislativas posteriores, se quedó con el 27,5% en la primera vuelta (y el 38,6% en la segunda). Poca legitimación democrática parece.

La maniobra desesperada de Macron con las pensiones, su gesto de autoridad, ha demostrado el agotamiento definitivo del sistema. La V República tardará más o menos tiempo en ceder el paso a una eventual VI República. Pero la actual ha entonado ya su canto del cisne.


domingo, 2 de abril de 2023

Justicia, mía o de nadie


@Lluis_Uria

Israel figura todavía como un país libre en el último informe anual sobre el estado de la democracia en el mundo publicado días atrás por la organización Freedom House. El único en toda la región de Oriente Medio. Pero esta condición –que recibe a pesar de la privación de derechos que sufren los palestinos en los territorios ocupados– va camino de perderla si culmina la operación de toma del poder judicial impulsada por la coalición gubernamental de extrema derecha liderada por el primer ministro Beniamin Netanyahu. El panorama, según el propio informe, no puede ser más “sombrío”. Podría decirse algo parecido de países de la Unión Europea, como Hungría o Polonia, donde la independencia judicial está gravemente comprometida.

La independencia de la justicia, piedra angular del Estado de derecho y de la democracia liberal, basada en la división de poderes, suele presentarse como un concepto absoluto. Pero en realidad es sólo un fin, un propósito. Hay quien dirá que una quimera. En todo caso, no es un principio que esté garantizado. Más bien al contrario. Gobiernos y fuerzas políticas de todos los colores y en todas partes intentan, de un modo u otro, influir en la Justicia, a veces con la complicidad militante de sectores de la propia judicatura, en beneficio de sus intereses o su agenda. Las maniobras torticeras en torno a los nombramientos de jueces en el Tribunal Supremo de Estados Unidos o la renovación del Consejo General del Poder Judicial en España ilustran este tipo de prácticas.

El procedimiento de designación de los jueces  y del gobierno de la judicatura está abocado a ser objeto de tensión. Hay quien defiende interesadamente excluir al poder político del proceso y dejarlo exclusivamente en manos de los mismos jueces –los únicos que no son elegidos por los ciudadanos–, como si eso alejara todo riesgo de sectarismo político. Algo totalmente incierto, como es obvio y patente. Hay países incluso, como Francia, donde los jueces son minoritarios en el Consejo Superior de la Magistratura para evitar derivas corporativistas. Pero el extremo opuesto, la toma de control absoluto de la Justicia por parte del poder político, sin trabas ni contrapesos, es el principio del fin de la democracia.

Es lo que ya pasa en Hungría, donde el primer ministro, el ultranacionalista Viktor Orbán, ha utilizado su aplastante mayoría absoluta para instalar un régimen iliberal, donde el único rastro que queda de democracia –totalmente sesgada, por otra parte– es el voto cada cuatro años (una modalidad que el Parlamento Europeo ha calificado de “autocracia electoral”). El informe de Freedom House, que considera a Hungría un país sólo “parcialmente libre”, sostiene que la victoria electoral de Orbán en el 2022 “fue facilitada por la campaña de su gobierno desde 2010 para socavar sistemáticamente la independencia del poder judicial, los grupos de oposición, los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales”.

La Unión Europea ha congelado la entrega de 6.300 millones de euros de fondos europeos a Budapest mientras no rectifique y restablezca los principios del Estado de derecho. Las  principales medidas exigidas por Bruselas atañen a la independencia judicial –refuerzo de la protección del Tribunal Supremo frente a las injerencias, limitación del papel del politizado Tribunal Constitucional– y la lucha contra la corrupción.

El otrora aliado de Hungría en el grupo de Visegrado, Polonia –quienes se han distanciado por sus divergentes políticas hacia Rusia–, no está mucho mejor. El régimen del ultracatólico Ley y Justicia tiene bloqueados también 34.600 millones del plan europeo de recuperación mientras no corrija sus desafueros judiciales y aplique las medidas que se le reclaman –supresión del régimen disciplinario del Tribunal Supremo, garantía de independencia de los jueces, acatamiento de la jurisdicción europea–, algo en lo que finalmente parece dispuesto a ceder.

Esta misma deriva autoritaria, corregida y aumentada, es la que está imprimiendo en Israel el Gobierno de Netanyahu –dominado por los grupos religiosos ultraortodoxos y de extrema derecha–, hasta el punto de abrir una gravísima fractura en la sociedad israelí y provocar una crisis mayúscula. En esencia, el proyecto del primer ministro israelí –que tiene además un claro interés personal en sortear los casos judiciales por corrupción que penden sobre él– busca incrementar el control gubernamental sobre la selección de los jueces y saltarse el control judicial sobre el poder político, al otorgar a la cámara legislativa la potestad de revocar las decisiones del Tribunal Supremo. La reforma, aprobada en primer lectura por el Parlamento (Kneset), no es otra cosa, en palabras  del exministro de Exteriores israelí y exembajador en España Shlomo Ben Ami,  que un “golpe de Estado judicial”.

La presión de la calle –los israelíes llevan manifestándose por decenas de miles desde hace semanas en contra del Gobierno– y especialmente la ejercida por Estados Unidos han llevado a Netanyahu a suavizar el tono y abogar por una solución más consensuada que evite la división de la sociedad israelí. Pero en ese mismo discurso, pronunciado el jueves, avanzó también que la tramitación de la reforma seguirá adelante (mientras el Parlamento aprobaba una ley para blindarle en el cargo frente a la justicia). Si acaba ejecutando sus planes, la democracia israelí habrá empezado a morir.