Esta semana las redes se llenaron con la presunta noticia de
la supuesta ejecución de la activista chií Israa al Gomgam, detenida en el 2015
por apoyar y difundir las protestas de esta minoría en Arabia Saudí. Los
autores de la información habían añadido, como vía para reforzar su
veracidad, las imágenes de la
decapitación de una mujer, rubricándola con un latiguillo de probada eficacia:
“Silencio absoluto de los medios de comunicación occidentales”.
Lamentablemente, la ejecución podría convertirse algún día en realidad, puesto
que la fiscalía saudí ha pedido contra Al Gomgam la pena de muerte. Pero, en el
momento de ser difundida, la noticia era totalmente falsa. Lo que no impidió
que fuera amplia, y tan indignada como irreflexivamente, retuiteada.
Ejemplos como el de la activista saudí hay a cientos en las
redes. Uno de los de más éxito –por recurrente– es el del barco cargado con supuestos refugiados
europeos huyendo durante la Segunda Guerra Mundial hacia el norte de África. El
autor lo utiliza para afear el egoísmo de Europa hacia los inmigrantes de
África y Oriente Medio, y concluye con esta admonición: “Antes de cerrar las
fronteras ¡consulten a sus abuelos!”. Sólo que, una vez más, los hechos
expuestos son falsos. El barco, identificable en las imágenes, es el Vlora y
condujo a miles de refugiados albaneses a las costas italianas en 1991. Nada
que ver con lo que se dice.
Nunca antes como ahora se habían difundido tantas noticias
falsas y tan rápidamente. Las nuevas tecnologías y modos de intercomunicación
social son los detonantes de este fenómeno. Pero la causa principal, como lo ha
sido siempre –los rumores son tan antiguos como la humanidad–, es la
credulidad. Y no deja de ser paradójico
que sea la desconfianza hacia los medios de comunicación tradicionales la que
empuje a mucha gente a entregar alegremente su confianza a cualquier fuente que
se aparte de la línea oficial, sin saber quién está detrás y qué oscuros
intereses esconde.
Un estudio publicado el año pasado por la Academia Nacional de Ciencias de Estados
Unidos sobre 376 millones de interacciones de usuarios de Facebook relativas a
900 noticias confirmó que la gente “sigue la información que se alinea con sus
puntos de vista” –sólo escucha lo que quiere oír– y concluyó que ello la hace
“más vulnerable a la desinformación”. Otro estudio del Pew Research Center del
2016 demostró a su vez que el 64% de los
adultos se cree las noticias falsas que circulan por las redes... “Por cada
hecho hay su contrario, y unos y otros tienen idéntico aspecto online, lo que
confunde a la mayoría de la gente”, constataba el año pasado en la BBC Kevin
Kelly, fundador y director de la revista Wired, especializada en las nuevas
tecnologías.
En este caldo de cultivo, algunos regímenes autocráticos
–con Rusia a la cabeza– y otros grupos de presión se están poniendo las botas
difundiendo informaciones falsas. Su objetivo: sembrar la confusión, minar la
confianza, desestabilizar al adversario, manipular a la opinión pública... En
la campaña de las últimas elecciones presidenciales norteamericanas, la
sociedad Cambridge Analytica –detrás de la que se encontraba el ultraderechista
Steve Bannon, otrora gurú de Donald Trump– se hizo con los datos personales de
87 millones de usuarios de Facebook y los utilizó para lanzar mensajes
selectivos con el objetivo de tratar de influir en el comportamiento electoral.
Facebook dice haber aprendido la lección y prepara ahora salvaguardas cara a
las elecciones legislativas de noviembre en EE.UU.: el martes pasado anunció
haber cerrado 650 páginas de grupos y cuentas destinadas a manipular a la
opinión. La compañía Microsoft, por su parte, anunció el mismo día haber
bloqueado varios intentos de crear webs paralelas de algunos senadores
norteamericanos y de dos think tanks republicanos por parte de hackers
vinculados a los servicios secretos rusos... Hay una guerra en las redes y en
esta guerra la principal víctima es la verdad.
El presidente Donald Trump –cuyos problemas con el FBI por
el Rusiagate se deben justamente a que su equipo de campaña quiso obtener de
los rusos información para ensuciar la
imagen de su rival, Hillary Clinton– ha hecho de la mentira el eje de su
política. Probablemente ningún otro
presidente de EE.UU. haya mentido tanto y con tanta desfachatez. Un análisis
exhaustivo del New York Times de sus declaraciones públicas detectó en el
primer año de su mandato un total de 103 mentiras –descontados errores e
imprecisiones–, por sólo 18 de su antecesor, Barack Obama, en el mismo periodo
de tiempo.
Ante esto, Trump se defiende atacando: acusa a los medios de
comunicación críticos de difundir noticias falsas para desacreditarle –alude a
ellos de forma genérica y despectiva
como los Fake news– y frente a toda información negativa esgrime sus “hechos
alternativos”, en expresión de la exportavoz de la Casa Blanca Kellyanne
Conway. Trump miente con descaro porque sabe que a sus seguidores les da igual.
Creen lo que quieren creer.
La teoría de los hechos alternativos la ha llevado esta
semana al paroxismo Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York reconvertido en
asesor legal del magnate. En un programa de la NBC expresó su opinión de que
Trump no debería testificar ante el fiscal especial del Rusiagate, Robert Mueller,
por el riesgo de ser “atrapado en
perjurio”. Y no porque el presidente fuera a mentir en su declaración
–argumentó–, sino porque expondría “su versión de la verdad”.
–La verdad es la verdad –objetó el conductor del programa,
Chuck Todd.
–No, la verdad no es la verdad –replicó Giuliani para
estupefacción general.
Cuando la verdad no es la verdad, lo que está en juego es la
supervivencia misma de la democracia. Porque, como decía Albert Camus, “allí
donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa”.