@Lluis_Uria
A Europa le ha llegado la hora de la verdad. El auténtico pulso de la guerra de Ucrania va a trasladarse –ha empezado a hacerlo ya– del campo de batalla en el Donbás al territorio de la Unión Europa y el Reino Unido. Y será aquí donde, este invierno, se decidirá en gran medida el desenlace de la contienda. Las represalias energéticas desencadenadas contra Europa por el presidente ruso, Vladímir Putin, en respuesta a las duras sanciones económicas y financieras de Occidente por la invasión de Ucrania, van a poner seriamente a prueba la cohesión social y la estabilidad política de los países europeos.
Putin ha apostado
descaradamente a esta carta, persuadido de que Rusia –donde la opinión pública
está amordazada– puede aguantar mucho más que Europa, a la que ve como el
eslabón débil de la coalición occidental. El miércoles volvió sobre ello: “El
nivel de desarrollo industrial alcanzado en Europa, la calidad de vida de las
personas, la estabilidad socioeconómica, todo ello se arroja al horno de las
sanciones (...), se sacrifica para preservar la dictadura de Estados Unidos en
los asuntos mundiales”, dijo el presidente ruso, intentando meter una cuña
entre europeos y americanos.
Rusia, hasta ahora, ha
conseguido capear en gran medida el efecto negativo de las sanciones –las más
importantes de las cuales sólo tendrán efecto a largo plazo– gracias al fuerte
incremento del precio del gas y del petróleo, su principal fuente de ingresos,
y del desvío de la producción antes destinada a Europa hacia Asia. Mientras
tanto, los países europeos, víctimas de una inflación desbocada y unos precios
de la energía desestabilizadores para los ciudadanos –amenazados con posibles
restricciones–, se van a enfrentar a un descontento creciente cuyos primeros
síntomas ya se empiezan a percibir.
En Nápoles, hace una semana, los parados quemaban en público los recibos del gas y la electricidad amenazando con dejar de pagarlos, en un gesto que describe el malestar que está ganando a toda Italia y que muy probablemente se traducirá en las urnas el próximo 25 de septiembre en una victoria de la ultraderechista Giorgia Meloni –y sus aliados Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, rusófilos declarados–, que podría poner en cuestión la política exterior mantenida hasta ahora por Roma con el gobierno de Mario Draghi.
(El ascenso de la ultraderecha, que ya se dio en las elecciones
legislativas de Francia del pasado mes
de junio, podría poner hoy otra muesca en Suecia, donde los sondeos colocan en
segundo lugar al partido euroescéptico Demócratas de Suecia.)
Si en Nápoles quemaban
recibos, en el Reino Unido una plataforma ciudadana promueve al grito de Don’t
pay energy bills (No pagues las facturas de la energía) un movimiento de
insumisión que ha captado ya 184.000 firmas y se propone llegar al millón.
Mientras, los sindicatos llevan semanas organizando huelgas en reivindicación
de mejoras salariales. En Bélgica, las
centrales sindicales han amenazado con convocar una huelga general el 9 de noviembre
si el Gobierno no toma medidas urgentes contra la inflación y el encarecimiento
de la energía. Y en otros países, como Francia o España, se espera también en
este terreno un otoño caliente.
Pero no todo son
reivindicaciones para que los gobiernos compensen –vía aumento de salarios y
ayudas públicas– los efectos de la crisis. En algunos países se señalan
directamente a las sanciones contra Rusia como causa de los problemas.
En Alemania, un sector del
SPD, el partido del canciller Olaf Scholz, empuja a favor de la vía negociadora
para poner fin cuanto antes a la guerra –lo que sin duda afianzaría las
conquistas territoriales rusas–, mientras empiezan a alzarse voces reclamando
un aflojamiento de las represalias contra Moscú: en Sajonia, cargos electos de
todo el espectro político enviaron una carta a la cancillería en este sentido,
alertando del riesgo de ruptura de la paz social, mientras en Lepizig los
manifestantes reclamaban un alto el fuego, el levantamiento de los castigos y
la “reconciliación” con Rusia.
En Chequia, 70.000 personas
ocuparon hace poco la plaza San Wenceslao de Praga agitando eslóganes como “La
República Checa primero” y reivindicando el restablecimiento de las relaciones
comerciales con Moscú y la expulsión de los refugiados ucranianos (protesta que
el primer ministro, Petr Fiala, descalificó atribuyéndola a las “fuerzas
prorrusas”)
Un sondeo realizado por el
European Council on Foreign Relations (ECFR) muestra que los europeos
partidarios de acabar cuanto antes con la guerra (35%) son más numerosos que
los que abogan por la derrota de Rusia (22%), mientras el resto se muestra
ambivalente o indeciso. Los primeros tienen más peso en Italia (52% a 16%) o
Alemania (49% a 19%), los segundos en Polonia (16% a 41%)
El presidente francés,
Emmanuel Macron, advirtió días atrás en tono dramático que había llegado “el
fin de la abundancia, de la despreocupación y de las evidencias”, y que la
preservación de la libertad iba a exigir “sacrificios”. Un discurso de tono
churchilliano que no está claro que la población vaya a asumir con tanta
facilidad y resignación. Así que más allá de
las evocaciones de la defensa de la democracia en Europa, lo que están
tratando de hacer los dirigentes europeos –en cada país y desde Bruselas– es
tomar medidas para hacer que el golpe,
que amenaza a las clases modestas y medias, sea menos duro.
Europa se juega mucho en este envite. Pero Rusia todavía más. Porque Putin lo ha apostado todo a su carta más alta: el grifo del gas. Si pierde, perderá a Europa. Probablemente ya la ha perdido.