martes, 20 de septiembre de 2022

Un largo invierno de descontento


@Lluis_Uria

A Europa le ha llegado la hora de la verdad. El auténtico pulso de la guerra de Ucrania va a trasladarse –ha empezado a hacerlo ya– del campo de batalla en el Donbás al territorio de la Unión Europa y el Reino Unido. Y será aquí donde, este invierno, se decidirá en gran medida el desenlace de la contienda. Las represalias energéticas desencadenadas contra Europa por el presidente ruso, Vladímir Putin, en respuesta a las duras sanciones económicas y financieras de Occidente por la invasión de Ucrania, van a poner seriamente a prueba la cohesión social y la estabilidad política de los países europeos.

Putin ha apostado descaradamente a esta carta, persuadido de que Rusia –donde la opinión pública está amordazada– puede aguantar mucho más que Europa, a la que ve como el eslabón débil de la coalición occidental. El miércoles volvió sobre ello: “El nivel de desarrollo industrial alcanzado en Europa, la calidad de vida de las personas, la estabilidad socioeconómica, todo ello se arroja al horno de las sanciones (...), se sacrifica para preservar la dictadura de Estados Unidos en los asuntos mundiales”, dijo el presidente ruso, intentando meter una cuña entre europeos y americanos.

Rusia, hasta ahora, ha conseguido capear en gran medida el efecto negativo de las sanciones –las más importantes de las cuales sólo tendrán efecto a largo plazo– gracias al fuerte incremento del precio del gas y del petróleo, su principal fuente de ingresos, y del desvío de la producción antes destinada a Europa hacia Asia. Mientras tanto, los países europeos, víctimas de una inflación desbocada y unos precios de la energía desestabilizadores para los ciudadanos –amenazados con posibles restricciones–, se van a enfrentar a un descontento creciente cuyos primeros síntomas ya se empiezan a percibir.

En Nápoles, hace una semana, los parados quemaban en público los recibos del gas y  la electricidad amenazando con dejar de pagarlos, en un gesto que describe el malestar que está ganando a toda Italia y que muy probablemente se traducirá en las urnas el próximo 25 de septiembre en una victoria de la ultraderechista Giorgia Meloni –y sus aliados Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, rusófilos declarados–, que podría poner en cuestión la política exterior mantenida hasta ahora por Roma con el gobierno de Mario Draghi.

(El ascenso de la ultraderecha, que ya se dio en las elecciones legislativas de  Francia del pasado mes de junio, podría poner hoy otra muesca en Suecia, donde los sondeos colocan en segundo lugar al partido euroescéptico Demócratas de Suecia.)

Si en Nápoles quemaban recibos, en el Reino Unido una plataforma ciudadana promueve al grito de Don’t pay energy bills (No pagues las facturas de la energía) un movimiento de insumisión que ha captado ya 184.000 firmas y se propone llegar al millón. Mientras, los sindicatos llevan semanas organizando huelgas en reivindicación de mejoras salariales.  En Bélgica, las centrales sindicales han amenazado con convocar una huelga general el 9 de noviembre si el Gobierno no toma medidas urgentes contra la inflación y el encarecimiento de la energía. Y en otros países, como Francia o España, se espera también en este terreno un otoño caliente.

Pero no todo son reivindicaciones para que los gobiernos compensen –vía aumento de salarios y ayudas públicas– los efectos de la crisis. En algunos países se señalan directamente a las sanciones contra Rusia como causa de los problemas.

En Alemania, un sector del SPD, el partido del canciller Olaf Scholz, empuja a favor de la vía negociadora para poner fin cuanto antes a la guerra –lo que sin duda afianzaría las conquistas territoriales rusas–, mientras empiezan a alzarse voces reclamando un aflojamiento de las represalias contra Moscú: en Sajonia, cargos electos de todo el espectro político enviaron una carta a la cancillería en este sentido, alertando del riesgo de ruptura de la paz social, mientras en Lepizig los manifestantes reclamaban un alto el fuego, el levantamiento de los castigos y la “reconciliación” con Rusia.

En Chequia, 70.000 personas ocuparon hace poco la plaza San Wenceslao de Praga agitando eslóganes como “La República Checa primero” y reivindicando el restablecimiento de las relaciones comerciales con Moscú y la expulsión de los refugiados ucranianos (protesta que el primer ministro, Petr Fiala, descalificó atribuyéndola a las “fuerzas prorrusas”)

Un sondeo realizado por el European Council on Foreign Relations (ECFR) muestra que los europeos partidarios de acabar cuanto antes con la guerra (35%) son más numerosos que los que abogan por la derrota de Rusia (22%), mientras el resto se muestra ambivalente o indeciso. Los primeros tienen más peso en Italia (52% a 16%) o Alemania (49% a 19%), los segundos en Polonia (16% a 41%)

El presidente francés, Emmanuel Macron, advirtió días atrás en tono dramático que había llegado “el fin de la abundancia, de la despreocupación y de las evidencias”, y que la preservación de la libertad iba a exigir “sacrificios”. Un discurso de tono churchilliano que no está claro que la población vaya a asumir con tanta facilidad y resignación. Así que más allá de  las evocaciones de la defensa de la democracia en Europa, lo que están tratando de hacer los dirigentes europeos –en cada país y desde Bruselas– es tomar  medidas para hacer que el golpe, que amenaza a las clases modestas y medias, sea menos duro.

Europa se juega mucho en este envite. Pero Rusia todavía más. Porque Putin lo ha apostado todo a su carta más alta: el grifo del gas. Si pierde, perderá a Europa.  Probablemente ya la ha perdido.


lunes, 5 de septiembre de 2022

El sometimiento de Europa


@Lluis_Uria

Probablemente nunca se sabrá a ciencia cierta quién ordenó el atentado que la noche del sábado 20 de agosto acabó con la vida de Daria Duguina, de 29 años, comentarista rusa de televisión de extrema derecha, en las afueras de Moscú. El Servicio Federal de Seguridad (FSB), antiguo KGB, identificó con inusitada celeridad a una presunta agente de los servicios secretos ucranianos, Natalya Vovk –huida aparentemente a Estonia–, como la persona que accionó a distancia el artefacto explosivo que hizo saltar por los aires el Toyota Land Cruiser que conducía la víctima.

¿Se trata de un episodio colateral de la guerra de Ucrania? Puede ser. ¿Una guerra interna en las cloacas del régimen? Quién sabe. La historia reciente de Rusia está plagada de atentados cuyos autores materiales han sido detenidos, juzgados y condenados, pero cuya autoría intelectual nunca ha sido esclarecida.

En todo caso, quien decidió el atentado conocía perfectamente la identidad de su objetivo y su significado. No exactamente Daria Duguina, sino su padre, Alexánder Duguin, de 60 años, con quien compartía causa e ideario (ambos estaban en la lista de sancionados de la Unión Europea). Propietario del vehículo en cuyo interior presumiblemente debería haber estado esa noche, Duguin decidió en el último momento regresar  en otro coche a Moscú tras participar con su hija en un festival nacionalista montado  por organizaciones de extrema derecha en apoyo de la invasión de Ucrania.

Sin ser un prohombre del régimen, Duguin es sin embargo –ha sido desde los años noventa– uno de los ideólogos más influyentes entre la clase política y militar rusa. Profeta del nuevo imperialismo ruso postsoviético, Duguin aúna una visión ultranacionalista  –no exenta de supremacismo– con una concepción ultraconservadora en la que la iglesia ortodoxa se erige en la columna vertebral de la esencia rusa. Adalid del nuevo fascismo ruso, presenta  la democracia liberal occidental como la encarnación del mal y una amenaza existencial para la civilización eslava.

Tras militar a finales de los años 80 en la organización ultranacionalista  antisemita Pamyat (memoria), Duguin fue uno de los fundadores del Partido Nacional Bolchevique, nazbol, que copiaba descaradamente la simbología nazi sustituyendo la cruz gamada por la hoz y el martillo. Tras abandonar esta formación, el 2002 fundó el movimiento Eurasia, que sueña con la construcción de un vasto imperio plurinacional, “de Dublín a Vladivostok”, bajo hegemonía rusa. Un polo alternativo y enfrentado a EE.UU. y el mundo anglosajón.

Sus ideas las desarrolló en la que es su obra capital: Fundamentos de geopolítica, de 1997. “Probablemente no ha habido otro libro publicado en Rusia en el periodo poscomunista que haya ejercido una influencia comparable entre militares, policías y las élites de la política exterior estatal”, subrayaba el politólogo John B. Dunlop en un artículo para el Europe Center de la universidad de Stanford.

Para alcanzar sus objetivos, Duguin no plantea desencadenar necesariamente guerras de conquista –aunque luego ha aplaudido la invasión de Ucrania–, sino utilizar otros métodos: desde desestabilizar al enemigo a través de campañas de subversión y desinformación llevadas a cabo por los servicios secretos –“cualquier forma de inestabilidad y separatismo”– hasta utilizar los recursos energéticos rusos –gas y petróleo– para comprar aliados y extorsionar a adversarios.

En sus delirios expansionistas, Duguin plantea como gran objetivo estratégico atraerse a Alemania y sumarla a sus planes, ofreciéndole de entrada la devolución del enclave de Kaliningrado (la antigua Königsberg prusiana) y, sobre todo, proponiéndole repartirse el continente en dos esferas de influencia. ¡El pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 a la enésima potencia!

Bajo el dominio de Berlín –se supone que secundado necesariamente por París– quedaría prácticamente toda la Europa central y occidental (“la mayor parte de los países protestantes y católicos”, explicita), incluida Estonia y con la excepción de Finlandia, país que considera dentro de la esfera rusa y que, de hecho, estuvo durante largo tiempo bajo su tutela. Los otros dos países bálticos, Letonia y Lituania, así como Polonia, tendrían un “estatus especial”. Sólo el Reino Unido, entregado a Estados Unidos, quedaría al margen...

Bajo el dominio ruso deberían quedar según Duguin los antiguos países que integraron la URSS –cuyos estados considera “construcciones políticas efímeras”– y en especial Ucrania, país que a su juicio no tiene razón de existir y cuya independencia representa un “peligro enorme” para su proyecto. Pero no acaba aquí. Bajo la órbita rusa deberían acabar cayendo también los Balcanes ortodoxos, con Serbia como pivote central: Rumanía, Bulgaria, Montenegro, la parte serbia de Bosnia, Macedonia y Grecia (muchos de ellos integrados hoy en la UE y la OTAN)

Claro que todo esto no sería más que un arreglo temporal, puesto que el verdadero y último objetivo de Rusia debería ser, según el líder intelectual del nuevo eurasianismo, quedarse con todo: “La tarea máxima es la finlandización de toda Europa”. Esto es, su sometimiento.

Parecen los desvaríos de un perturbado, las ensoñaciones mesiánicas de un loco. Pero no habla en el vacío. Duguin no es un hombre del Kremlin, ni mucho menos el oráculo de Vladímir Putin como se le ha querido presentar. Pero el presidente ruso parece compartir en gran medida su visión geopolítica. Y aplica algunas de sus recetas casi al pie de la letra.