martes, 30 de julio de 2019

¡Mire al pajarito!


Unos cuantos famosos empezaron y muchos otros han seguido. Probablemente no tanto por curiosidad como por sumarse a la última moda en la red, unirse al mainstream narcisista del momento. Hace unos meses, el challenge, el reto social, era enseñar una imagen personal actual junto a otra de diez o veinte años atrás. La última es mostrar el propio rostro artificialmente envejecido.

La aplicación que lo permite, FaceApp  –un editor fotográfico en funcionamiento desde el 2017 con 80 millones de usuarios–, ha logrado un buen golpe de efecto. Pero también ha suscitado inquietudes, hasta el punto de que el líder de la minoría demócrata en el Senado de Estados Unidos, Chuck Schumer, ha pedido que el FBI abra una investigación ante el riesgo de que datos personales de ciudadanos estadounidenses pudieran caer en manos de “un poder extranjero hostil”.

El problema está en que la empresa que ha desarrollado la aplicación, Wireless Lab, está radicada en San Petersburgo y en que las condiciones contractuales que se imponen a los usuarios dejan amplio margen a la compañía para utilizar y ceder a terceros las imágenes y datos proporcionados. El hecho de que la empresa y el servidor estén en Rusia –de donde partió la masiva campaña de injerencia informática en las elecciones norteamericanas del 2016, en favor de Donald Trump– no es a priori muy tranquilizador.

Pero el problema va más allá de Rusia. El uso y el abuso de los datos personales es un problema general. Las grandes corporaciones de internet americanas se dedican a captar y traficar a gran escala con nuestros datos –enriquecidos día a día con el historial de nuestra navegación– con fines comerciales. La compraventa de datos privados de los internautas mueve ya al año un negocio de 200.000 millones de dólares. Como alertaba en un reciente artículo en The New York Times el responsable de la política de seguridad y privacidad de Intel, David A. Hoffman, hoy puede adquirirse online la información personal de cualquier individuo por sólo 10 dólares. Todo lo que volcamos  en la red es susceptible de ser utilizado.

Gracias a nuestra complicidad y nuestra desidia, los grandes grupos de internet saben muchas cosas de nosotros y mercadean con ello diariamente, en un sistema que la ensayista norteamericana Shoshanna Zuboff, exprofesora de la escuela de negocios de Harvard, ha definido como “capitalismo de vigilancia”. En principio, esta monitorización de nuestras vidas tiene sólo fines comerciales. Pero la puerta está abierta a usos muchísimo  más peligrosos.

Facebook acaba de recibir una multa récord en EE.UU. de 5.000 millones de dólares por haber cedido ilegalmente a terceros los datos de 80 millones de usuarios norteamericanos para lo que aparentaba ser un estudio sociológico. No lo era en absoluto. La empresa que los recibió, Cambridge Analytica –vinculada al ultraderechista Steve Bannon, antiguo gurú de Trump e impulsor de una internacional de la extrema derecha–, utilizó los datos para realizar en el 2016 una campaña selectiva entre el electorado demócrata, mediante el envío de bulos e informaciones falsas, con el fin de desincentivar el voto, sobre todo de los negros.

El Consejo de Europa alertó el pasado mes de febrero del riesgo de que los algoritmos que se están desarrollando se empleen “para manipular y controlar no sólo las decisiones económicas, sino también los comportamientos sociales y políticos”, y llamaba a los Estados a combatir esta amenaza.

Si ya entregamos nuestros datos alegremente a toda aplicación que instalamos en nuestro móvil, ahora hemos empezado a hacer lo mismo con nuestra cara. ¿Quién dice que FaceApp no puede servir para poner a punto una técnica de reconocimiento facial o, incluso, una base de datos?  En China, donde el régimen comunista pretende tener controlados a todos los ciudadanos, está muy desarrollado este sistema y en algunas zonas conflictivas –como la región de Xinjiang, de la minoría uigur– se han instalado pórticos de cámaras en la calle para identificar y controlar los movimientos de los transeúntes. En el conjunto del país, la identificación facial se está extendiendo a todos los niveles, desde la realización de trámites administrativos hasta el pago en los cajeros de los supermercados.

Podrá pensarse que China es un caso extremo por tratarse de un régimen autoritario. Lo cierto, sin embargo, es que este afán de control avanza en todas partes. En Estados Unidos, el diario The Washington Post ha desvelado que el FBI y el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas se han dedicado en los últimos tiempos a montar una base de datos  con la identidad facial de millones de personas a partir de las fotos de sus permisos de conducir, sin conocimiento de los afectados y sin autorización legal de ningún tipo.

Cada vez más fichados y controlados –a través de nuestra actividad en internet conocen ya nuestros datos personales y nuestra identidad facial, nuestros amigos y familiares, nuestros gustos, nuestras filias y fobias, nuestras tendencias políticas–, el último reducto que quedaba, la intimidad de nuestra propia casa, también acaba de caer. Algunos han dejado entrar en su domicilio al espía definitivo en forma de amable y cómodo asistente virtual al que se puede  pedir de viva voz lo que uno quiera. Para lo cual, claro, ha de estar a la escucha.

Google, que comercializa uno de estos artilugios, se vio forzado a admitir días atrás que el 0,2% de las conversaciones captadas por el aparato son escuchadas por personal de la compañía, después de que la televisión belga VRT NWS tuviera acceso a un millar de grabaciones. Y no todas correspondían a instrucciones dirigidas al asistente: en más de un centenar de casos, el asistente se activó por error y grabó conversaciones íntimas, charlas profesionales, discusiones de pareja y relaciones sexuales. En la antigua RDA, hubiera hecho las delicias de la Stasi...


lunes, 15 de julio de 2019

Perder el último barco


Cuando Gordon Matthew Thomas Sumner nació, el 2 de octubre de 1951, el nordeste de Inglaterra seguía siendo todavía uno de los grandes núcleos industriales del Reino Unido, cuyos pilares eran –desde el siglo XIX– las minas de carbón, los altos hornos y los astilleros.  Todo el mundo trabajaba allí, o casi. Al pequeño Gordon, hijo de un lechero y una peluquera, el destino le reservaba otro camino, pero los grandes barcos que se construían en su ciudad natal, Wallsend, y en la vecina Sunderland formaron parte esencial del paisaje de su infancia.

Los comienzos de Gordon al frente de la banda The Police –ya con el nombre artístico de Sting–, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, coincidieron con el declive de todo este mundo, al que en el 2013 el músico y compositor le dedicaría un melancólico álbum, The Last Ship.  El último barco. “El rugir de las cadenas y el crujido de las cuadernas, el ruido del fin del mundo en tus oídos, mientras una montaña de acero se abre camino hacia el mar. Y el último barco zarpa”...

En los ochenta, todo se vino abajo. Las minas, las acerías, los barcos... El último astillero de Sunderland, que llegó a ser el mayor centro de construcción naval del Reino Unido, cerró en 1988 y el último de Wallsend no pasó del 2007. Miles de trabajadores se quedaron en la calle –el paro alcanzó el 20%– y la pobreza y la marginación se enquistaron en la región, al igual que el resentimiento, realimentado por la crisis del 2008 y la drástica política de austeridad que le siguió, con recortes en los servicios y las prestaciones sociales.

Maltratados y olvidados, los habitantes del viejo enclave industrial del nordeste de Inglaterra se revolvieron con furia el 23 de junio del 2016 y votaron masivamente por la salida de la Unión Europea en el referéndum imprudentemente convocado por David Cameron. Los resultados de Sunderland fueron de los primeros en aparecer y ofrecieron un serio aviso de la hecatombe que esa noche se avecinaba: el 61% de los votantes se decantó por el Brexit (casi diez puntos por encima del conjunto del Reino Unido). Desde entonces, para bien o para mal, esta brumosa ciudad de 277.000 habitantes a orillas del Mar del Norte se ha convertido en un símbolo. Símbolo de la rebeldía y la protesta. De la desconfianza hacia las élites y el establishment.  De la aversión a la globalización. Símbolo también de la credulidad y de la ceguera...

En 1986, en pleno hundimiento de la industria tradicional, la entonces primera ministra Margaret Thatcher inauguró en Sunderland una nueva fábrica de Nissan, llamada a convertirse en el salvavidas de la región. Hoy la planta de coches japonesa, que da trabajo directa o indirectamente a decenas de miles de personas, es la principal fuente de empleo y riqueza de la zona.

Paradójicamente, puede acabar siendo también la primera víctima del Brexit que con tanta alegría y pasión han votado sus beneficiarios. No en vano el 80% de los vehículos que fabrica van destinados al mercado de la Unión Europea. Como tantos otros casos: el pasado 27 de junio, en unas declaraciones a la BBC, el ministro de Exteriores japonés, Taro Kono, advirtió de que un Brexit a la brava, sin acuerdo con la UE, podría hacer que el millar de empresas japonesas radicadas en el Reino Unido se marcharan para relocalizarse en otros países europeos. A fin de cuentas, si están donde están es para tener un acceso franco al mercado único europeo. (Hará tres o cuatro años, en una cena privada en Barcelona con un pequeño grupo de empresarios, un diplomático japonés hizo la misma advertencia en caso de que Catalunya llegara a separarse de España. Todos los presentes quedaron impactados por la contundencia del aviso. Todos, salvo un representante institucional que desmintió sin sonrojo al diplomático nipón basándose en las vacuas tesis del realismo mágico oficial)

La realidad, sin embargo, es puñetera. Y  siempre se acaba imponiendo. El pasado febrero, pocas semanas después de la entrada en vigor del nuevo tratado de libre comercio entre Japón y la UE –que entre otras cosas suprime los aranceles sobre las importaciones de automóviles–, Honda anunció el cierre de su fábrica de Swindon (unos 130 kilómetros al este de Londres) y Nissan, la suspensión de la fabricación del nuevo X-Trial SUV en la de Sunderland. Un golpe que puede ser sólo el primero.

Lo cierto es que Sunderland y su región pueden resultar severamente castigadas por el Brexit puesto que cerca del 60% de sus exportaciones van hacia la UE, de la que por otro lado habrán recibido en el último quinquenio del orden de casi 400.000 millones de euros en ayudas comunitarias. Un informe del comité del Brexit de la Cámara de los Comunes vaticina que la economía del nordeste de Inglaterra puede contraerse un 16% si hay una salida sin acuerdo. Y ya llegan  las primeras señales inquietantes: aunque el paro sigue siendo bajo, en el nordeste se disparó de nuevo al alza en el último trimestre hasta situarse en el 5,5%, porcentaje que puede parecer ridículo comparado con  otros países pero que es ya el peor del Reino Unido.

 En las últimas semanas, un grupo de empresarios locales, líderes cívicos y representantes políticos de diversos partidos está haciendo campaña en Sunderland y su región para reclamar un nuevo referéndum. “Nosotros ya sabemos lo que pasa cuando las industrias cierran y los puestos de trabajo se van. No podemos dejar que vuelva a suceder”, clamó la diputada laborista Bridget Phillipson en un mitin celebrado hace ahora una semana ante varios cientos de personas.

Es posible que una parte de quienes votaron por el Leave se hayan arrepentido o, al menos, hayan empezado a hacerse preguntas. Pero la mayoría no da ninguna señal en este sentido. Más bien lo contrario. Feudo tradicional de la izquierda, en las pasadas elecciones europeas el Partido del Brexit del ultra Nigel Farage se llevó dos de los tres escaños en juego en la circunscripción. Y un sondeo de esta misma semana publicado por el vespertino Sunderland Echo sostiene que el 70% de los habitantes de la ciudad están a favor de un Brexit duro como el que propone el sulfuroso Boris Johnson, probable próximo líder tory y primer ministro, partidario de salir de la UE como sea –aún sin acuerdo– antes de la fecha límite, el 31 de octubre próximo. Cueste lo que cueste. Do or die.  Así se hunda el último barco. Si lo llega a perpetrar, la resaca en Sunderland amenaza con ser muy amarga.


lunes, 1 de julio de 2019

La herencia del Campo de los Mirlos


En junio de 1989, hace treinta años, media Europa vivía aún bajo regímenes comunistas. Pero por poco tiempo. La perestroika de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética había puesto en marcha el reloj del hundimiento del bloque comunista y pocos meses después caería el muro de Berlín. La descomposición minaba a los países del llamado socialismo real en el este de Europa. Y en los Balcanes.

A principios de junio de 1989,  uno podía entrar en Yugoslavia por la frontera terrestre desde Trieste –ese crisol del antiguo imperio austro-húngaro– sin más formalidad que el saludo militar de los guardias, con tal de formar parte de la comitiva oficial de un líder comunista occidental. En Eslovenia, la más próspera y moderna república yugoslava, el desmoronamiento del régimen saltaba a los ojos.

En ese rincón de los Balcanes, al pie de los Alpes, el presidente de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, Milan Kucan –hombre fuerte de la república, político reformador y futuro padre de la independencia–, se afanaba por poner los cimientos de la transición democrática y buscaba la manera de refundar en un sentido confederal el mosaico étnico y religioso heredado del mariscal Tito. Sin embargo, los vientos soplaban en contra en Belgrado y desde Liubliana se observaba con creciente inquietud el radicalismo nacionalista del líder serbio, Solobodan Milosevic, y su sueño de la Gran Serbia, sobre el que pretendía asentar el mantenimiento de su poder más allá de la desintegración del régimen comunista.

El periodista primerizo que entrevistó a Milan Kucan en Liubliana a principios de junio de 1989 salió del despacho del dirigente comunista con la sensación de que Yugoslavia se encaminaba hacia la guerra civil. No era la intuición sagaz de un experimentado reportero. La sombra de la guerra estaba allí, perceptible en las palabras, en el tono, en la mirada del líder esloveno.

Muy poco después de este encuentro, el día 28 de ese mismo mes de junio –el viernes pasado se cumplieron treinta años–, Slobodan Milosevic pronunció un histórico discurso en Kosovo ante un millón de serbios movilizados desde todo el país para conmemorar el 600º aniversario de la batalla del Campo de los Mirlos, donde en 1389 el ejército serbio cayó derrotado frente a los invasores otomanos.  Milosevic encendió a las masas con un discurso de exaltación nacionalista que abrió las puertas a la tragedia que iba a asolar a Yugoslavia. “Hubo un tiempo en que éramos valientes y dignos. Seis siglos después, debemos librar nuevas batallas o prepararnos para ello. Ya no se trata de luchas armadas, aunque tampoco hay que excluirlas”, tronó.

No se excluyeron, no. La guerra relámpago de Eslovenia –la primera república en independizarse– se cobró en 1991 la vida de 67 personas, un triste aperitivo de lo que se avecinaba. Yugoslavia iba a desaparecer en medio de una orgía de sangre: 20.000 muertos en la guerra de Croacia (1991-1995), más de 200.000 en Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y 13.000 en Kosovo (1998-1999). Milosevic no fue el único culpable, y crímenes infames acabaron cometiendo todos los bandos sin excepción, pero su responsabilidad fue gravísima.

El llamado discurso de Gazimestan –nombre del memorial de la batalla– ha sido considerado un punto de inflexión en la crisis yugoslava. Pero, como siempre, la tragedia había empezado a escribirse antes. En marzo de ese año, el líder del partido comunista serbio había forzado la supresión de la autonomía de que gozaba Kosovo desde 1974, lo que ya había originado los primeros enfrentamientos violentos y una dura represión. En el resto de las repúblicas se dispararon todas las alarmas.

Para los serbios, Kosovo está en el corazón mismo de su historia. Pero lo mismo reivindican los albaneses, de confesión musulmana, que además constituyen la población abrumadoramente mayoritaria. La historia es como un chicle y cada cual la manosea a su antojo y conveniencia...

La de Kosovo fue la última de las guerras yugoslavas. Y la que precipitó la caída de Milosevic, tras una intensa campaña de bombardeos de 78 días de las fuerzas aéreas de la OTAN.   Fue otro mes de junio, éste de 1999, cuando las tropas serbias se retiraron de Kosovo y entraron las de la Alianza. Han pasado veinte años y allí siguen todavía: 3.500 soldados  que aseguran que las dos comunidades enfrentadas –120.000 serbios por 1,7 millones de albaneses– no se entregan a nuevos ajustes de cuentas. “Todavía somos necesarios”, declaró al poco de tomar posesión –por tercera vez– del contingente militar occidental, el pasado noviembre, el general italiano Lorenzo D’Addario.

Kosovo proclamó de forma unilateral su independencia en el 2008, obteniendo enseguida el reconocimiento de Estados Unidos y la mayor parte de países de la UE –no así de Serbia , Rusia y otros países europeos como España–. Pero Milosevic no llegó a verlo. Juzgado por el Tribunal de La Haya por genocidio y crímenes contra la humanidad, murió bajo detención en el 2006, sin llegar a ser sentenciado. Miles de serbios acudieron a rendirle honores en la capilla ardiente instalada en Belgrado, lo que demuestra una vez más que basta el sentimiento de tribu para convertir en héroe a un canalla.

De la desintegración yugoslava se salvaron algunos territorios, otros no han acabado de levantar cabeza. Como Bosnia-Herzegovina, que sigue siendo una bomba de relojería. O Kosovo, un Estado fallido que sobrevive por perfusión internacional y donde las dos comunidades, albanesa y serbia, se dan obstinadamente la espalda, mientras los dos vecinos amenazan periódicamente con volver a desenfundar las armas ante la mínima afrenta. Kosovo festejó hace dos semanas el fin de la guerra, con el expresidente norteamericano Bill Clinton como gran estrella invitada. Pero la paz dista mucho de estar ganada.