Unos cuantos famosos empezaron y muchos otros han seguido.
Probablemente no tanto por curiosidad como por sumarse a la última moda en la
red, unirse al mainstream narcisista del momento. Hace unos meses, el
challenge, el reto social, era enseñar una imagen personal actual junto a otra
de diez o veinte años atrás. La última es mostrar el propio rostro
artificialmente envejecido.
La aplicación que lo permite, FaceApp –un editor fotográfico en funcionamiento
desde el 2017 con 80 millones de usuarios–, ha logrado un buen golpe de efecto.
Pero también ha suscitado inquietudes, hasta el punto de que el líder de la
minoría demócrata en el Senado de Estados Unidos, Chuck Schumer, ha pedido que
el FBI abra una investigación ante el riesgo de que datos personales de
ciudadanos estadounidenses pudieran caer en manos de “un poder extranjero
hostil”.
El problema está en que la empresa que ha desarrollado la
aplicación, Wireless Lab, está radicada en San Petersburgo y en que las
condiciones contractuales que se imponen a los usuarios dejan amplio margen a
la compañía para utilizar y ceder a terceros las imágenes y datos
proporcionados. El hecho de que la empresa y el servidor estén en Rusia –de
donde partió la masiva campaña de injerencia informática en las elecciones
norteamericanas del 2016, en favor de Donald Trump– no es a priori muy
tranquilizador.
Pero el problema va más allá de Rusia. El uso y el abuso de
los datos personales es un problema general. Las grandes corporaciones de
internet americanas se dedican a captar y traficar a gran escala con nuestros
datos –enriquecidos día a día con el historial de nuestra navegación– con fines
comerciales. La compraventa de datos privados de los internautas mueve ya al año
un negocio de 200.000 millones de dólares. Como alertaba en un reciente
artículo en The New York Times el responsable de la política de seguridad y
privacidad de Intel, David A. Hoffman, hoy puede adquirirse online la
información personal de cualquier individuo por sólo 10 dólares. Todo lo que
volcamos en la red es susceptible de ser
utilizado.
Gracias a nuestra complicidad y nuestra desidia, los grandes
grupos de internet saben muchas cosas de nosotros y mercadean con ello
diariamente, en un sistema que la ensayista norteamericana Shoshanna Zuboff,
exprofesora de la escuela de negocios de Harvard, ha definido como “capitalismo
de vigilancia”. En principio, esta monitorización de nuestras vidas tiene sólo
fines comerciales. Pero la puerta está abierta a usos muchísimo más peligrosos.
Facebook acaba de recibir una multa récord en EE.UU. de
5.000 millones de dólares por haber cedido ilegalmente a terceros los datos de
80 millones de usuarios norteamericanos para lo que aparentaba ser un estudio
sociológico. No lo era en absoluto. La empresa que los recibió, Cambridge
Analytica –vinculada al ultraderechista Steve Bannon, antiguo gurú de Trump e
impulsor de una internacional de la extrema derecha–, utilizó los datos para
realizar en el 2016 una campaña selectiva entre el electorado demócrata,
mediante el envío de bulos e informaciones falsas, con el fin de desincentivar
el voto, sobre todo de los negros.
El Consejo de Europa alertó el pasado mes de febrero del
riesgo de que los algoritmos que se están desarrollando se empleen “para
manipular y controlar no sólo las decisiones económicas, sino también los
comportamientos sociales y políticos”, y llamaba a los Estados a combatir esta
amenaza.
Si ya entregamos nuestros datos alegremente a toda
aplicación que instalamos en nuestro móvil, ahora hemos empezado a hacer lo
mismo con nuestra cara. ¿Quién dice que FaceApp no puede servir para poner a
punto una técnica de reconocimiento facial o, incluso, una base de datos? En China, donde el régimen comunista pretende
tener controlados a todos los ciudadanos, está muy desarrollado este sistema y
en algunas zonas conflictivas –como la región de Xinjiang, de la minoría uigur–
se han instalado pórticos de cámaras en la calle para identificar y controlar
los movimientos de los transeúntes. En el conjunto del país, la identificación
facial se está extendiendo a todos los niveles, desde la realización de
trámites administrativos hasta el pago en los cajeros de los supermercados.
Podrá pensarse que China es un caso extremo por tratarse de
un régimen autoritario. Lo cierto, sin embargo, es que este afán de control
avanza en todas partes. En Estados Unidos, el diario The Washington Post ha
desvelado que el FBI y el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas se han
dedicado en los últimos tiempos a montar una base de datos con la identidad facial de millones de
personas a partir de las fotos de sus permisos de conducir, sin conocimiento de
los afectados y sin autorización legal de ningún tipo.
Cada vez más fichados y controlados –a través de nuestra
actividad en internet conocen ya nuestros datos personales y nuestra identidad
facial, nuestros amigos y familiares, nuestros gustos, nuestras filias y
fobias, nuestras tendencias políticas–, el último reducto que quedaba, la
intimidad de nuestra propia casa, también acaba de caer. Algunos han dejado
entrar en su domicilio al espía definitivo en forma de amable y cómodo
asistente virtual al que se puede pedir
de viva voz lo que uno quiera. Para lo cual, claro, ha de estar a la escucha.
Google, que comercializa uno de estos artilugios, se vio
forzado a admitir días atrás que el 0,2% de las conversaciones captadas por el
aparato son escuchadas por personal de la compañía, después de que la
televisión belga VRT NWS tuviera acceso a un millar de grabaciones. Y no todas
correspondían a instrucciones dirigidas al asistente: en más de un centenar de
casos, el asistente se activó por error y grabó conversaciones íntimas, charlas
profesionales, discusiones de pareja y relaciones sexuales. En la antigua RDA,
hubiera hecho las delicias de la Stasi...