lunes, 19 de febrero de 2018

Francia y yo somos así, señora


"Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo...”. Tal era una de las frases estrella de una popular canción, El jardín prohibido, que arrasaba en todas las discotecas, salas de fiestas y guateques particulares a finales de los años 70. Las parejas se estrechaban fuertemente al son de la música mientras Sandro Giacobbe culpaba desvergonzadamente a su novia –por estrecha– de que él se hubiera ido a la cama con su mejor amiga... Un trágala en toda regla: mira chica, así son las cosas y no tienen vuelta de hoja, venía a decir. O lo tomas o lo tomas. Es una actitud muy popular en la política de hoy en día. O blanco o blanco, o negro o negro... Nunca la conjunción disyuntiva había sido tan maltratada.

Parejo discurso –aunque sin infidelidad de por medio– tuvo el presidente francés, Emmanuel Macron, el pasado día 7 en Bastia, cuando al abordar las reivindicaciones identitarias de la isla de Córcega se refirió a la eventual cooficialidad de la lengua corsa como una pretensión inaceptable. Una cosa, vino a decir, es defender y potenciar la diversidad cultural y lingüística como una riqueza, y una muy otra creer que una lengua regional puede elevarse al mismo rango que el francés. “En la República francesa, y antes incluso de la República, hay una lengua oficial y es el francés. Y nosotros estamos hechos así”. Dicho de otro modo, no hay más que hablar. La frase recuerda la del capitán de los Tercios Diego Acuña de Carvajal, protagonista de la obra de Eduardo Marquina En Flandes se ha puesto el sol, cuando sentencia con orgullo: “España y yo somos así, señora”.

Si los franceses están hechos así, no es sin embargo por inmanencia natural o trascendencia divina. Francia como nación es ante todo una construcción del poder, un país hecho a lo largo de los siglos y no sin conflicto por el Estado –la monarquía primero, la República después–, en el que la lengua ha sido la argamasa y el centralismo uniformista, un elemento constitutivo esencial del país. Y todavía lo es.

Hoy el Estado francés se preocupa –o aparenta preocuparse– por la salvaguarda de las lenguas regionales, una riqueza que va camino de perderse a pesar de la –más bien liviana– protección legal de la que gozan en la actualidad y su –más bien escasa– enseñanza escolar. Pero hace algo más de un siglo la situación era radicalmente diferente. En España se tiende  a pensar que el uniformismo francés es heredero directo de la monarquía absolutista borbónica –y en parte lo es–, pero es sobre todo el producto de la Revolución y, en particular, de la política escolar y lingüística de la III República (1870-1940). El gran logro social de la escolarización obligatoria y la generalización de la enseñanza tuvo como contrapartida una auténtica cruzada contra la persistencia de las lenguas y los dialectos regionales –englobados despectivamente en el concepto patois–, que la República se propuso erradicar. La política represiva en la escuela, que incluía a veces castigos físicos, poco tiene que envidiar a la práctica franquista en la materia. Hoy se les llamaría fascistas... Pero, en fin, hoy se le llama fascista a cualquiera y a cualquier cosa.

El resultado, desde el punto de vista  centralista, no ha podido ser más  exitoso. Se calcula que apenas unos cinco millones de franceses –sobre una población de 67 millones de habitantes– hablan algunas de las lenguas regionales o dialectos que subsisten: fundamentalmente el occitano, las lenguas del oíl (norte), el alsaciano (variante del alemán) y el bretón, y en menor medida el catalán, el corso y el vasco. Mientras que sólo un 2% o 3% de los escolares de primaria las aprenden en clase.  Así que no es de extrañar que el 87% de los franceses declaren utilizar exclusivamente el francés en su vida diaria. La propia identidad regional ha reculado –salvo excepciones– detrás de la principal, la francesa.

Una de estas excepciones es justamente la irredenta Córcega, la isla de la belleza según el tópico francés –por otra parte, bien fundado–, aunque también isla de mafias criminales y de terrorismo nacionalista –muchas veces entrelazados–,  que ha tenido históricamente una identidad muy arraigada. Su lengua –emparentada con el dialecto toscano– y su insularidad han contribuido a ello. Independizada de hecho del poder de Génova a mediados del siglo XVIII, en 1755  aprueba la que los corsos reivindican como la primera Constitución democrática –la paternidad de la democracia, como se ve, está muy disputada–, antes de caer definitivamente en manos de Francia entre  1768 (de iure) y 1769 (de facto). En agosto de ese año justamente nace en Ajaccio  el corso más universal, Napoleón Bonaparte (de nacimiento, Buonaparte), quien pese a hablar toda su vida el francés  con acento extranjero  acabaría erigiéndose  –y no es poca ironía– en el mayor exponente de la grandeur  de Francia. No hay más que ver el mausoleo que se le dedica en Los Inválidos y las numerosas avenidas de París que rememoran sus victorias y honran a sus mariscales para comprobar que es sin duda su principal figura histórica.

Córcega, Corsica, ha entrado este año en una nueva etapa. Clausurados los años de la violencia política del FLNC –que causó muchos menos muertos que ETA, aunque con idéntico resultado–, las fuerzas nacionalistas –autonomistas e independentistas sin urgencias históricas, encabezados respectivamente por Gilles Simeoni y Jean-Guy Talamoni– se han unido. Y en las elecciones del pasado diciembre obtuvieron en la primera vuelta el 45% de los votos (el 56% en la segunda), lo que les ha puesto al mando de la nueva Colectividad Territorial de Córcega, la entidad autónoma con más competencias de la Francia metropolitana, pero muy lejos aún de las comunidades autónomas españolas. Su gran reivindicación es abrir un proceso de diálogo para lograr una verdadera autonomía, equivalente a la que tiene Catalunya (o tenía antes de tirarla por la borda) y la cooficialidad del corso. Pero París no quiere ni oír hablar. ¿Una mención en la Constitución? Pase. Por símbolos no será: en Francia, hasta las matrículas de los coches están  regionalizadas. Pero un Estatuto de Autonomía y la cooficialidad de la lengua, ni  pensarlo. Macron lo dejó diáfanamente claro: “Francia y yo somos así, señora”.


lunes, 5 de febrero de 2018

Un 30 de enero


"Pueblo de Alemania, dadme cuatro años y juro que del mismo modo que he ocupado el poder también lo abandonaré”. Quien así habló el 30 de enero de 1933 –esta semana ha hecho 85 años, apenas una vida– no podía haber jurado más en falso. Adolf Hitler, nombrado canciller por el anciano presidente Von Hindenburg, se estrenaba como jefe de Gobierno prometiendo levantar a Alemania de la postración y tratando de tranquilizar a quienes no se fiaban del líder del partido nacionalsocialista. Y hacían bien. Al anochecer, unos 20.000 miembros de las SA –las temibles secciones de asalto nazis– desfilaron con antorchas bajo la Puerta de Brandenburgo en Berlín, en un negro augurio de lo que tendría que llegar.

Hitler y su partido habían ganado las elecciones  de julio de 1932 –con más de 13 millones de sufragios, el 37,4%, fueron los más votados– pero no tenían mayoría en el Reichstag. Su nombramiento como canciller fue el resultado de un pacto con la derecha y los militares, que creían poderlo controlar.

Sin embargo, y como es de todos sabido, el espejismo apenas duró hasta la primavera. En tres meses, Hitler desmanteló lo que quedaba de la República de Weimar e instaló una dictadura atroz. Sólo en febrero, el nuevo canciller ilegalizó a comunistas y socialdemócratas, aprobó –con la luz verde del presidente– un estado de excepción que suspendió los principales derechos cívicos y libertades individuales (el decreto llamado Notverordnung) y detuvo a miles de opositores. En estas circunstancias, aderezadas por la violencia de los escuadrones nazis, las elecciones convocadas para el 5 de marzo fueron una broma. Los nazis, pese a todo, no pasaron del 44%, ¡pero qué más daba! A finales de marzo, el Parlamento le otorgó prácticamente plenos poderes; en abril, puso a los estados federados bajo tutela –un 155 a lo bestia–, decretó las primeras  normas contra los judíos y proclamó el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP) partido único. Los demás fueron disueltos, así como los sindicatos. En mayo, no quedaba piedra sobre piedra.

Este miércoles, coincidiendo casi día por día con el ascenso de Hitler al poder y con motivo del aniversario –también esta semana– de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, fue una persona muy diferente quien subió a la tribuna del Bundestag. En Berlín, en lugar de las palabras airadas de Hitler, se escucharon las de una de sus víctimas, la violoncelista Anita Lasker-Wallfisch, judía alemana superviviente del Holocausto. Nacida en 1925 en la antigua Breslau –antes integrante de Alemania y hoy en territorio polaco, bajo el nombre de Wroclaw–, Anita  tenía tan sólo siete años cuando Hitler llegó al poder y eso marcaría su destino, así como el de millones de personas, para siempre.

Nacida en el seno de una familia judía, sus padres fueron asesinados por los nazis y ella y una de sus hermanas, Renate, fueron deportadas a Auschwitz. Curiosamente, no por el hecho de ser judías, sino al ser detenidas en 1942 cuando trataban de huir a Francia tras haberse dedicado a falsificar documentos para ayudar a escapar a los jóvenes franceses reclutados forzosamente para trabajar en Alemania en virtud de los acuerdos con el régimen de Vichy. En Auschwitz, Anita acabó integrando la orquesta de mujeres del campo, lo que en última instancia salvaría su vida y la de su hermana. Refugiada en el Reino Unido, donde fue una de las fundadoras de la Orquesta de Cámara Inglesa, la violoncelista tardó cincuenta años en volver a pisar tierra alemana... su tierra. “Renata y yo nacimos en este país, es decir, alemanas”, subrayó el miércoles en el Parlamento de Berlín, donde recordó la aversión que llegó a sentir por todo lo germano. “Juré no volver a poner mis pies en suelo alemán. Mi odio a lo que era Alemania no tenía límites”, admitió, para a continuación enterrar toda concesión al  rencor: “El odio es un veneno y, al final, uno se envenena a sí mismo”.

Pero la intervención de Anita  Lasker-Wallfisch no se quedó en el pasado, sino que habló también del presente y alertó contra el recrudecimiento del antisemitismo. “Es un virus de 2.000 años  aparentemente incurable”, constató con desazón.  En Alemania, la misma Alemania que ha visto crecer al xenófobo partido AfD y lo ha visto entrar en el Bundestag, los actos antisemitas se ha multiplicado en los últimos tiempos, hasta el punto de que  las escuelas judías y otras celebraciones de la comunidad deben contar con protección policial. “El antisemitismo es hoy más vehemente y violento”, ha remarcado el representante de la rama alemana de Humans Rights Watch (HRW), Wenzel Michalski, a la agencia France Presse.

La inquietud es tanto más grande cuanto que esta deriva no nace únicamente del foco tradicional de la ultraderecha y los grupos neonazis, sino también entre los jóvenes musulmanes, tanto de la tradicional y numerosa comunidad turca como de las nuevas oleadas de refugiados llegados en los últimos dos años. El mismo fenómeno se produce en Francia, que cuenta con la mayor comunidad judía de Europa y también la mayor –infinitamente mayor– comunidad musulmana. Y donde los actos violentos contra la primera son diez veces más frecuentes que contra la segunda. Lo subrayaba esta semana el director de Libération, Laurent Joffrin, frente a la ceguera voluntaria de algunos bienpensantes de la izquierda: “Existe un antisemitismo de extrema derecha, todavía activo, pero también un antisemitismo que emana de los medios musulmanes integristas (...) No supone una injuria a la masa de los musulmanes decirlo e inquietarse por ello”. El lunes, en Sarcelles, una población de la periferia norte de París conocida como la pequeña Jerusalén, un chaval de 8 años fue agredido por dos adolescentes. ¿El desencadenante? Llevaba la kipá.