sábado, 17 de septiembre de 2016

Llamada a filas

Winston Churchill es probablemente una de las figuras históricas de la que más citas circulan, ciertas o falsas, bien o mal atribuidas. Una de ellas, pronunciada al parecer originalmente por el general británico Edward Spears –su enlace con Francia durante la Segunda Guerra Mundial–, apuntaba a las difíciles relaciones francobritánicas con facundia inglesa: “La cruz más pesada que jamás he tenido que llevar es la cruz de Lorena”, dijo en alusión al símbolo de la Francia Libre. La causa de los desvelos británicos  era la rígida personalidad de Charles de Gaulle. El general era un hombre orgulloso y un defensor extremadamente tenaz de los intereses y la soberanía de Francia, como sus aliados descubrieron entonces y seguirían sufriendo en su etapa como presidente de la República (1958-1969).

En uno de sus gestos más estruendosos –pero no por ello menos calculado–, De Gaulle envió una carta en marzo de 1966 al entonces presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, comunicándole su decisión de abandonar el mando militar integrado de la OTAN. El presidente francés, desconfiado hacia las ansias hegemónicas de Washington, aspiraba así a recuperar la plena soberanía francesa en materia de defensa. “La OTAN tiene una falsa apariencia. Es una máquina para disfrazar el dominio de América sobre Europa”, había declarado tres años antes. Hay que decir que también podía hacerlo. Francia ya se bastaba: en la primavera de 1966 se constituyó la Primera Componente de la Fuerza de Disuasión nuclear francesa, con la entrada en servicio de nueve escuadrones aéreos de Mirage IV dotados de bombas AN-11 (como la de Nagasaki).

La salida de Francia del mando militar de la OTAN –que no de la Alianza– tuvo efectos tangibles: la sede de la organización, radicada en París desde 1950, se trasladó a Bruselas y se cerraron las 29 bases y centros militares aliados en el país. Y tuvo también una consecuencia intangible: instaló a un lado y al otro del Atlántico la idea de que Francia no era un socio de fiar. Todas las suspicacias y resistencias que ha suscitado el proyecto de una defensa común europea –tan querida por Francia– arrancan de ahí. Ni Estados Unidos ni el Reino Unido quisieron saber nunca nada de una defensa europea autónoma en presunta concurrencia con la OTAN. El  regreso paulatino de París a la Alianza, con un compromiso creciente en sus operaciones militares internacionales desde los años noventa y su reincorporación al mando militar integrado en el 2009 de la  mano de Nicolas Sarkozy, no cambió sustancialmente las cosas. Sarkozy, el más proamericano de los presidentes franceses, quiso creer que esto levantaría finalmente todos los vetos a la Europa de la defensa. Pero no fue así. Para ello ha tenido que llegar el Brexit...

La decidida –aunque todavía no materializada– salida del Reino Unido de la Unión Europea ha trastocado todos los equilibrios políticos y económicos en Europa. Y también los militares. Hasta ahora, en la UE sólo había dos ejércitos capaces de actuar en el exterior, el británico y el francés. Con todos los  errores y defectos, son los que intervinieron en Libia en el 2011. Ahora sólo queda uno: el francés. En la nueva UE, sólo queda un país con fuerza nuclear y un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU: Francia. Y Francia ha decidido jugar esta baza –unida al hecho de que ha saltado el último cerrojo interior– para reactivar, con la complicidad de Alemania, la Europa de la defensa.  Estados Unidos tampoco parece ser el freno que fue. Barack Obama, inclinado a dar prioridad a la región de Asia-Pacífico, fue el primero en animar a los europeos a “asumir sus responsabilidades” en su patio trasero –léase Libia o Mali–. Sólo faltaba Donald Trump cuestionando la utilidad de la OTAN para volver a barajar las cartas.

No se puede decir que, por parte de Francia, sea un planteamiento improvisado. Ya en 1950, el entonces primer ministro francés, René Pleven, presentó un plan detallado al respecto y en 1952 el embrión de la UE –la Comunidad europea del carbón y del acero (CECA)– acordó crear un ejército europeo con 40 divisiones de 13.000 soldados. Sólo que en Francia los soberanistas capitaneados por De Gaulle  tumbaron su ratificación parlamentaria.  Ahora, son los herederos políticos de De Gaulle  los primeros defensores de la mutualización europea de la defensa.

Los números cantan. Un informe del Centro Europeo de Estrategia Política (EPSC), de junio del 2015, constata que  la dispersión nacional de los gastos de defensa es un despilfarro. “El coste medio  del despliegue de un soldado europeo es 310.000 euros superior al de un americano”, subraya de forma gráfica. Y calcula que  unas fuerzas armadas europeas  permitirían ahorrar 20.600 millones de euros al año.

Hasta ahora, la defensa europea es poco más que un nombre y la mayor parte de lo poco que existe  –la simbólica Brigada francoalemana creada en 1989 o los acuerdos francobritánicos de Lancaster House en el 2010, que prevén hasta compartir un portaaviones– es fruto de acuerdos bilaterales o multilaterales, pero no genuinamente europeos. La UE cuenta desde el 2007 con dos agrupamientos tácticos –de 1.500 hombres cada uno– capaces de intervenir en cualquier momento en cualquier sitio, pero nunca han sido desplegados. Nunca ha habido acuerdo para hacerlo. En la crisis de Mali del 2013, con Al Qaeda a las puertas de Bamako, Francia tuvo que intervenir sola. Segunda potencia mundial militar, Europa –que destina en conjunto a la defensa 210.000 millones de euros cada año– no sólo no tenía ganas de actuar sino que ni siquiera tenía suficientes aviones para trasladar a las tropas.

Con Londres fuera, París y Berlín quieren reforzar ahora la integración militar europea. Pero, como en lo demás, habrá que ver si existe una real voluntad política.



sábado, 3 de septiembre de 2016

Más que un trozo de tela

En un rincón de la banlieue sur de París, un colegio de monjas perteneciente a la Fraternidad de Saint Pie X –fundada en 1970 por el excomulgado obispo Marcel Lefebvre–, instruye a las proles de los integristas católicos franceses en la estricta moral preconciliar. Cada mañana, en la plazoleta que hay junto a la escuela, cerca de la mansión de Jean-Marie Le Pen –cuya nieta Marion estudió aquí–, se agolpan coches monovolumen llenos de niños. Muchas de las madres y algunas niñas llevan el cabello pudorosamente cubierto con un pañuelo.

El abad de la fraternidad Christophe Beaublat, en un escrito del 2009 sobre La caridad en el vestido, subrayaba que el principal objetivo de la indumentaria es “velar el cuerpo” y “ocultar lo que podría excitar la concupiscencia”. Y apelaba a la Biblia para justificar las restricciones que deben observar las mujeres: evitar “vestimentas impúdicas”, rechazar las ropas masculinas –“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre de mujer, pues quien lo hace es abominable ante Dios” (Deuteronomio 22:5)– y cubrir sus cabellos con un velo en la iglesia –“El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es la imagen y la gloria de Dios, mientras que la mujer es la gloria del hombre (...) La mujer debe llevar en la cabeza un signo de sumisión” (primera epístola de san Pablo a los Corintios)

Con su vestido, recuerda el abad, la mujer no debe “incitar al deseo impuro” al hombre. Y tampoco pretender igualarse a él, puesto que Dios la ha situado en una posición subalterna: “Las mujeres , puesto que no tienen una autoridad que les venga de Dios sino por intermediación de los hombres, deben velarse en signo de dependencia social”. Es una visión de hace más de dos mil años reivindicada en pleno siglo XXI por una secta integrista cristiana...

Si a Christophe Beaublat le quitáramos la sotana y le pusiéramos una túnica, podría pasar perfectamente por un imán predicando en la mezquita y llamando a las mujeres musulmanas a guardar el debido recato y a mantenerse en su sitio. A fin de cuentas, el velo islámico en todas sus declinaciones –hiyab, niqab, burqa, burkini...– tiene esencialmente la misma función que el fular y las largas faldas de las lefebvristas: ocultar total o parcialmente el cuerpo de la mujer para no provocar el deseo irrefrenable de los varones –“¡Profeta! Di a tus esposas que se cubran con el manto. Es lo mejor para que se las distinga y no sean molestadas”, dice el Corán–. Y, de paso, subrayar su sometimiento a los hombres.

La imagen de unos policías municipales de Niza (Costa Azul) este verano obligando a una mujer a desvestirse en la playa en cumplimiento de un decreto municipal anti-burkini recuerda enormemente la de los policías norteamericanos midiendo la longitud de los trajes de baño femeninos en las playas de Florida en los años treinta del siglo pasado. La vestimenta de las mujeres ha obsesionado a los hombres desde tiempos inmemoriales y sólo muy recientemente –y sólo en una parte del mundo– el férreo control masculino impuesto a la indumentaria femenina ha acabado deshaciéndose. Todavía en 1938, Helen Hulick, profesora en una guardería de 28 años, fue encarcelada cinco días por un juez de Los Ángeles por haber persistido en su decisión de testificar en una vista llevando pantalones. Y hasta hace sólo tres años aún seguía vigente en Francia un decreto de la época revolucionaria (de 1800) que prohibía a las mujeres vestir dicha prenda.

En Europa, tras décadas de lucha por sus derechos, las mujeres han conseguido también reconquistar su libertad a la hora de vestir. Y justamente en nombre de esta libertad individual, el Consejo de Estado francés dictaminó que los decretos municipales que prohíben el burkini en las playas vulneran los derechos fundamentales y deben ser suspendidos. Probablemente es la decisión más coherente. Pero no deja de ser irónico que la libertad sea garante justamente de un atuendo que la niega.

El velo no es una prenda neutra. Es un símbolo. Y su significado es contrario al de la libertad y la igualdad. En muchos países islámicos, las mujeres lo llevan por obligación. Y pueden recibir castigos infames si transgreden la norma. En Europa, las mujeres que no lo hacen por imposición marital, sino por propia decisión –por convicción religiosa, por ostentación identitaria, por moda–, tienen todo el derecho a vestirlo. Como las integristas católicas de Saint Pie X. Pero ello no lo hace más defendible. Y sus declinaciones más agresivas –velo integral, burkini– son directamente ultrajantes, porque atentan frontalmente contra los derechos de las mujeres como individuo, a las que los islamistas querrían ver encerradas en sus casas y definitivamente sojuzgadas.

En toda Europa, y particularmente en Francia –donde hay la mayor población musulmana de la UE–, los fundamentalistas islámicos, que beben ideológica y financieramente del wahabismo saudí, llevan tiempo intentando socavar el principio de igualdad e imponer su oscurantista visión del mundo. Es una batalla en muchos frentes: en los barrios de los suburbios, en los hospitales, en las piscinas públicas... y ahora también en las playas. Quizá la prohibición del burkini era desmesurada. Pero en algún momento hay que frenarles. “No seamos naifs sobre el símbolo de esta tela” –escribía el editor egipcio Aalam Wassef en Libération–. Prohibir los burkinis, cuyo nombre alude hasta la náusea al burqa de los talibanes, no es un acto islamófobo. Es más bien el signo de que no tenemos miedo de decir que islam y wahabismo son dos cosas radicalmente distintas, y que el segundo amenaza al primero desde hace más dos siglos”.