Winston Churchill es
probablemente una de las figuras históricas de la que más citas circulan,
ciertas o falsas, bien o mal atribuidas. Una de ellas, pronunciada al parecer
originalmente por el general británico Edward Spears –su enlace con Francia
durante la Segunda Guerra Mundial–, apuntaba a las difíciles relaciones
francobritánicas con facundia inglesa: “La cruz más pesada que jamás he tenido
que llevar es la cruz de Lorena”, dijo en alusión al símbolo de la Francia
Libre. La causa de los desvelos británicos era la rígida personalidad de
Charles de Gaulle. El general era un hombre orgulloso y un defensor
extremadamente tenaz de los intereses y la soberanía de Francia, como sus
aliados descubrieron entonces y seguirían sufriendo en su etapa como presidente
de la República (1958-1969).
En uno de sus gestos
más estruendosos –pero no por ello menos calculado–, De Gaulle envió una carta
en marzo de 1966 al entonces presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson,
comunicándole su decisión de abandonar el mando militar integrado de la OTAN.
El presidente francés, desconfiado hacia las ansias hegemónicas de Washington,
aspiraba así a recuperar la plena soberanía francesa en materia de defensa. “La
OTAN tiene una falsa apariencia. Es una máquina para disfrazar el dominio de
América sobre Europa”, había declarado tres años antes. Hay que decir que
también podía hacerlo. Francia ya se bastaba: en la primavera de 1966 se
constituyó la Primera Componente de la Fuerza de Disuasión nuclear francesa,
con la entrada en servicio de nueve escuadrones aéreos de Mirage IV dotados de
bombas AN-11 (como la de Nagasaki).
La salida de Francia
del mando militar de la OTAN –que no de la Alianza– tuvo efectos tangibles: la
sede de la organización, radicada en París desde 1950, se trasladó a Bruselas y
se cerraron las 29 bases y centros militares aliados en el país. Y tuvo también
una consecuencia intangible: instaló a un lado y al otro del Atlántico la idea
de que Francia no era un socio de fiar. Todas las suspicacias y resistencias que
ha suscitado el proyecto de una defensa común europea –tan querida por Francia–
arrancan de ahí. Ni Estados Unidos ni el Reino Unido quisieron saber nunca nada
de una defensa europea autónoma en presunta concurrencia con la OTAN. El
regreso paulatino de París a la Alianza, con un compromiso creciente en sus
operaciones militares internacionales desde los años noventa y su
reincorporación al mando militar integrado en el 2009 de la mano de
Nicolas Sarkozy, no cambió sustancialmente las cosas. Sarkozy, el más
proamericano de los presidentes franceses, quiso creer que esto levantaría
finalmente todos los vetos a la Europa de la defensa. Pero no fue así. Para
ello ha tenido que llegar el Brexit...
La decidida –aunque
todavía no materializada– salida del Reino Unido de la Unión Europea ha
trastocado todos los equilibrios políticos y económicos en Europa. Y también
los militares. Hasta ahora, en la UE sólo había dos ejércitos capaces de actuar
en el exterior, el británico y el francés. Con todos los errores y
defectos, son los que intervinieron en Libia en el 2011. Ahora sólo queda uno:
el francés. En la nueva UE, sólo queda un país con fuerza nuclear y un asiento
permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU: Francia. Y Francia ha decidido
jugar esta baza –unida al hecho de que ha saltado el último cerrojo interior–
para reactivar, con la complicidad de Alemania, la Europa de la defensa.
Estados Unidos tampoco parece ser el freno que fue. Barack Obama, inclinado a
dar prioridad a la región de Asia-Pacífico, fue el primero en animar a los
europeos a “asumir sus responsabilidades” en su patio trasero –léase Libia o
Mali–. Sólo faltaba Donald Trump cuestionando la utilidad de la OTAN para
volver a barajar las cartas.
No se puede decir que,
por parte de Francia, sea un planteamiento improvisado. Ya en 1950, el entonces
primer ministro francés, René Pleven, presentó un plan detallado al respecto y
en 1952 el embrión de la UE –la Comunidad europea del carbón y del acero
(CECA)– acordó crear un ejército europeo con 40 divisiones de 13.000 soldados.
Sólo que en Francia los soberanistas capitaneados por De Gaulle tumbaron
su ratificación parlamentaria. Ahora, son los herederos políticos de De
Gaulle los primeros defensores de la mutualización europea de la defensa.
Los números cantan. Un
informe del Centro Europeo de Estrategia Política (EPSC), de junio del 2015,
constata que la dispersión nacional de los gastos de defensa es un
despilfarro. “El coste medio del despliegue de un soldado europeo es
310.000 euros superior al de un americano”, subraya de forma gráfica. Y calcula
que unas fuerzas armadas europeas permitirían ahorrar 20.600
millones de euros al año.
Hasta ahora, la
defensa europea es poco más que un nombre y la mayor parte de lo poco que
existe –la simbólica Brigada francoalemana creada en 1989 o los acuerdos
francobritánicos de Lancaster House en el 2010, que prevén hasta compartir un
portaaviones– es fruto de acuerdos bilaterales o multilaterales, pero no
genuinamente europeos. La UE cuenta desde el 2007 con dos agrupamientos
tácticos –de 1.500 hombres cada uno– capaces de intervenir en cualquier momento
en cualquier sitio, pero nunca han sido desplegados. Nunca ha habido acuerdo
para hacerlo. En la crisis de Mali del 2013, con Al Qaeda a las puertas de
Bamako, Francia tuvo que intervenir sola. Segunda potencia mundial militar,
Europa –que destina en conjunto a la defensa 210.000 millones de euros cada
año– no sólo no tenía ganas de actuar sino que ni siquiera tenía suficientes
aviones para trasladar a las tropas.
Con Londres fuera,
París y Berlín quieren reforzar ahora la integración militar europea. Pero,
como en lo demás, habrá que ver si existe una real voluntad política.