domingo, 27 de marzo de 2016

La agonía del oro negro

23/01/2016

Cuando, en 1932, fue creado el Reino de Arabia Saudí, Dammam no era todavía una gran ciudad, sino apenas un grupo de aldeas dispersas en la costa este de la península arábiga, frente a la isla de Bahréin, en el golfo Pérsico, cuyos habitantes vivían de la pesca y el cultivo de ostras. Un rincón olvidado. Seis años después, sin embargo, su nombre iba a entrar en la historia. El 3 de marzo de 1938, mientras Hitler se aprestaba a anexionarse Austria y la aviación italiana ultimaba los detalles del bombardeo de Barcelona por orden del general rebelde Francisco Franco, el tenaz geólogo norteamericano Max Steineke conseguía encontrar una gran bolsa de petróleo en el pozo número 7 de Dammam. Era el primer gran hallazgo de una larga serie que iban a cambiar el curso de la historia en Arabia Saudí, en Oriente Medio y en todo el planeta. La fiebre del oro negro acababa de empezar.
El 3 de marzo de 1938 empezó una nueva era. Y ahora, esta era se acerca a su final en medio de fuertes movimientos sísmicos. El petróleo se acaba. Los expertos calculan que las reservas conocidas dejarán de ser técnica y económicamente explotables en el plazo de unos cincuenta años. Está aquí mismo, al doblar la esquina. Nuestros hijos lo verán. Pero la agonía no será plácida. No lo está siendo en absoluto.

La caída en barrena del precio del petróleo, que en un año y medio ha perdido tres cuartas partes de su valor –de 115 dólares el barril a mediados del 2014 ha pasado a situarse por debajo de 30 esta misma semana–, y que ha hecho enloquecer a los mercados bursátiles, debe mucho a la estrategia de Arabia Saudí para mantener una posición de ventaja durante el periodo de transición a la era post petróleo. Primer productor mundial –con más de 10 millones de barriles diarios– y poseedor del 25% de las reservas de crudo del planeta, el país de los Saud pretende afianzar a toda costa su hegemonía en el mercado mundial mientras dure, así caigan por el camino Moscú, Caracas, Lagos o Argel...

Arabia Saudí, que tiene suficientes recursos para aguantar el pulso, lleva meses manteniendo contra viento y marea sus niveles de producción, a pesar de que la demanda no sigue el ritmo –debido a la ralentización del crecimiento económico en China y los países emergentes– y que eso arrastra los precios a la baja. La época en que la OPEP acordaba reducir la oferta para mantener –o subir– los precios ha pasado a la historia. El objetivo de los saudíes es aniquilar la nueva competencia surgida estos últimos años en Estados Unidos (gracias al petróleo de esquisto, cuya extracción es demasiada cara para aguantar tales precios) y la renovada de Irán, que una vez levantadas las sanciones económicas internacionales ha anunciado ya la salida al mercado de 500.000 barriles diarios más. El Irán chií no es sólo el principal adversario económico de la Arabia suní, sino la gran potencia rival con la que los saudíes se disputan la hegemonía regional y con quien mantienen una confrontación militar –por ahora– interpuesta en los escenarios bélicos de Siria y del Yemen. La caída del precio del petróleo es, en este sentido, doblemente positiva para Riad, en la medida en que debilita a Teherán.
Nada de todo esto es inocuo. Para todos los países exportadores de petróleo, la situación actual es negativa. Y, para algunos, absolutamente catastrófica.

Los saudíes son los primeros que se han visto obligados –¡por primera vez desde el milagro de Dammam!– a aprobar recortes y subir precios. No en vano sus ingresos petrolíferos han caído de 300.000 a 75.000 millones de dólares al año. Para quienes hemos probado la austeridad a la alemana, las medidas adoptadas por Riad parecen de risa: el precio de la gasolina súper 97, por ejemplo, ha subido en el reino de 27 a 35 centavos de dólar... Pero risa es precisamente lo que no causa la situación. Empezando por el propio sector del petróleo y el gas, donde unos 250.000 trabajadores han perdido su trabajo en el último año en todo el mundo –“Vienen días difíciles”, ha advertido el presidente de Total, Patrick Pouyanné–, y siguiendo por los países exportadores, donde la situación puede resultar explosiva. No siendo el caso más grave, en EE.UU. –que gracias al fracking ha pasado a ser un país exportador–, un tercio de las empresas podría quebrar en los próximos 18 meses, según un estudio del gabinete Wolfe Research.

Mucho más preocupante es la situación en aquellos países donde el petróleo es la principal y casi única fuente de ingresos. Es el caso de Venezuela, que se encuentra directamente en estado de emergencia económica, y de Rusia, donde la caída de los precios del petróleo –añadida al efecto de las sanciones económicas internacionales– ha hundido al rublo y ha hecho saltar por los aires las previsiones presupuestarias de este año, llevando al país –en palabras del primer ministro ruso, Dimitri Medvedev–, a una “situación dramática”.

Las cosas no tienen pinta de mejorar, por más que los precios puedan repuntar en algún momento. Los expertos, por el contrario, temen que el desajuste actual entre oferta y demanda va a mantenerse y, por consiguiente, también los precios bajo, con riesgo de desencadenar tensiones sociales en países como Rusia, Venezuela, Argelia o Nigeria. “La volatilidad de los precios tiene reverberaciones geopolíticas asimétricas, para los importadores supone un impulso económico, pero para los mono-exportadores está en juego la viabilidad o el colapso de sus regímenes”, apuntaba ya hace casi un año el economista Gonzalo Escribano, director del programa de energía del Real Instituto Elcano.
Más dramáticamente lo expresó días atrás German Gref, presidente del Sberbank, el primer banco ruso, al constatar que “la era del petróleo se ha acabado”. Y añadir, apesadumbrado: “El futuro ha llegado antes de lo que esperábamos”.

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