sábado, 28 de mayo de 2016

De lo que huyó Von Trapp


En el número 34 de la Traunstrasse de Salzburgo se yergue la antigua mansión de la familia Von Trapp. Hoy es un hotel: Villa Trapp. Los visitantes pueden alojarse en las mismas habitaciones que a finales de los años treinta ocupaban el capitán de la Marina austríaca George von Trapp y su numerosísima y musical prole –un total de diez hijos, entre los siete de su primer matrimonio y los tres nacidos tras su boda con  la institutriz Maria Kutschera–,  o bien realizar una visita guiada de 45 minutos por las estancias que frecuentaban los populares personajes encarnados en el cine por Christopher Plummer y Julie Andrews. Sin faltar un Sound of Music Tour, en homenaje a la película de Hollywood así titulada, y conocida en España como Sonrisas y lágrimas.

Todo cuidado al detalle. Todo muy elegante. Todo idílico. Como Austria misma, que se presenta estos días en una campaña turística internacional como “el país de la alegría de vivir”...

Salvo que si la familia Trapp tuvo que abandonar su casa y salir por piernas en dirección a Estados Unidos un buen día de 1938, y acabó convirtiéndose en una celebridad mundial, fue por el acoso de los nazis y el riesgo de una inminente detención del patriarca que, opuesto al nazismo, se había negado a prestar servicio en el ejército del Tercer Reich tras la forzada anexión –Anschluss– de Austria por Alemania.

El capitán Von Trapp, y algunos otros como él, fueron una excepción. El grueso del ejército austríaco acogió sin resistencia, cuando no con júbilo, la entrada de las tropas alemanas en el país alpino el 12 de marzo de 1938. El canciller alemán Adolf Hitler, quien  en realidad tenía nacionalidad austríaca –había nacido en Braunau am Inn, una población fronteriza a orillas del río Eno, no muy lejos de Salzburgo, por cierto–, fue aclamado por una multitud en las calles de Viena cuatro días después. Vítores, aplausos, sonrisas... Nunca más hubo semejante recibimiento en otras ciudades de Europa. Las potencias aliadas vencedoras de la Segunda Guerra Mundial  tuvieron a bien conceder a Austria el papel de primer país víctima de la agresión hitleriana. Pero hace ya tiempo que los historiadores y políticos austríacos han revisado esta dorada versión. “El 12 de marzo fue el día de una gran catástrofe y vergüenza”, admitió el entonces presidente austríaco, Heinz Fischer, en la conmemoración del 75 aniversario de la anexión, en el 2013.

Lo cierto es que los austríacos, en su mayoría, anhelaban la unificación con Alemania. Tras el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, la nueva República de la Austria Alemana –que así se quiso llamar en un primer momento– postulaba su integración en la República de Weimar, lo que le fue denegado. En esa Austria humillada de entreguerras, nostálgica y conservadora, menudeaban las fuerzas paramilitares ultras y la extrema derecha se hizo pronto con el poder. Cuando Hitler entró en Viena el país llevaba cuatro años bajo un régimen autoritario.  El canciller austríaco que trató en vano de resistírsele antes de claudicar, Kurt von Schuschnigg, aunque opuesto a los nazis, era un extremista, que como ministro del Interior había perseguido a sangre y fuego a  izquierdistas y opositores.

Fue entrar las tropas hitlerianas y desatarse en Austria una violenta persecución de los judíos, como si se hubiera estado esperando una señal. Y muchos austríacos se apresuraron a integrarse en las temidas SS y prestar servicio en los campos de concentración.... “Hacer que Alemania cargue con toda la responsabilidad fue un buen recurso para construir una identidad austríaca propia después de la guerra”, constató el historiador austríaco Oliver Rathkolb en una entrevista con Deutsche Welle. Pero la realidad había sido muy otra. Y ese oscuro pasado resurge una y otra vez.

El primer gran seísmo de la posguerra se produjo en 1986, cuando  se supo que quien fuera secretario general de la ONU entre 1972 y 1981, el desaparecido Kurt Valdheim, candidato entonces a la presidencia de Austria, había servido como oficial de la Wehrmacht durante la guerra y había estado en el frente de los Balcanes, donde se cometieron crímenes de guerra. A Valdheim nunca se le pudieron probar, pero la mera sospecha no impidió que resultara elegido. En la primera vuelta recibió el 49,7% de los votos, y el 54% en la segunda. Austria pasó a partir de entonces unos cuantos años en la lista de países apestados...

Ahora, treinta años después, Europa ha vuelto a temblar ante la perspectiva de que un ultraderechista, Norbert Hofer, candidato del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) –la formación política fundada por Jörg Haider–, pudiera acabar ocupando el mismo cargo tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del pasado domingo. Sólo treinta mil votos lo impidieron. Porque a media Austria, semejante posibilidad no le parecía nada mal...  Es cierto que el FPÖ ya gobierna en alguna región de la mano de conservadores y socialdemócratas, que las medidas anti inmigración tomadas por el Gobierno han legitimado sus posiciones en este terreno y que Hofer –a pesar de ir con una pistola Glock al cinto–  no presenta un aspecto agresivo.

Pero el discurso de su partido es abiertamente nacionalista, antieuropeo, racista y xenófobo, y su actual líder, Heinz-Christian Strache –quien fácilmente podría devenir canciller en las elecciones del 2018, si no antes–, es un radical al que algunos sectores tildan directamente de nazi. Él lo niega con gracejo –“Yo no soy nazi, me gusta el kebab”–, aunque ha adoptado ambiguamente  como símbolo de su partido la flor del aciano, la misma que utilizaban los nazis austríacos en los años treinta. De todos modos,  para buena parte de sus conciudadanos eso no sería  un problema insalvable: según un sondeo del diario Der Standard de hace tres años, el 42% de los austríacos consideraban que la época nazi, después de todo, no estuvo tan mal...

sábado, 14 de mayo de 2016

El imparable trumpismo

   

Henri Queuille (1884-1970) fue un personaje fascinante. Dirigente del Partido Radical Socialista francés, fue 21 veces ministro y presidente del Consejo de ministros durante la III y la VI República. Bajo sus mandatos, Francia se sumó a la OTAN y culminó la nacionalización de los ferrocarriles. Pero si por algo es conocido, y citado de forma recurrente, es por sus afilados ­-y sumamente cínicos­- aforismos políticos. "No hay ningún problema que una falta de solución no termine por resolver", reza uno de los más famosos. Pero quizá el más procaz, retomado por el mismísimo Jacques Chirac, sea éste: "Las promesas sólo comprometen a quienes las escuchan". A quienes quieren creerlas...

Pocas sentencias describen con tanta desvergüenza por muy teñida de ironía que esté­ una de las prácticas más extendidas en la política, particularmente acusada en tiempos de campañas electorales.

A base de promesas altisonantes e inverosímiles, el multimillonario Donald Trump ­-a quien el establishment miraba al principio con desprecio, antes de pasar a la incredulidad y el pánico­- se ha abierto paso cual el Séptimo de Caballería en la carrera electoral a la Casa Blanca y ha dejado en la cuneta a todos sus rivales.De forma que el Partido Republicano, el Grand Old Party (GOP) se ha visto forzado a aceptar la nominación de un 'parvenu' como su candidato a presidente de Estados Unidos en las elecciones del próximo noviembre.

Casi nadie vio venir el huracán. Todo el mundo miraba al magnate neoyorquino -­un portento de mal gusto y simpleza intelectual cuya gran baza era ser superrico, además de protagonista de un exitoso reality show-­ con indisimulada condescendencia. Los responsables de The Huffington Post llegaron incluso a negarse a publicar las informaciones sobre Trump en la sección de Política por considerar que eran más propias de la rúbrica de Espectáculos. Y el columnista de The Washington Post Dana Milbank, que también lo infravaloró, cumplió ayer su promesa de comerse materialmente sus palabras ­en letra impresa­ si Trump ganaba la nominación. Lo hizo, eso sí, con una cuidada puesta en escena y la ayuda del prestigioso chef del restaurante Del Campo, Víctor Albisu, quien condimentó la columna en varios platos de resonancias mexicanas, chinas y árabes. Lo peor, ironizó Dana Milbank, fue regar la comida con los vinos del propio Trump... La prensa norteamericana ha sido enormemente autocrítica por entender que si The Donald ­-como así se presenta­- ha acabado triunfando se debe a que los periodistas han fallado a la hora de desmontar las insuficiencias, contradicciones y falsedades de su discurso.

Pero cabe preguntarse si una actitud
más diligente y crítica de los medios de comunicación ­a fin de cuentas, percibidos como parte del establishment­, hubiera podido realmente frenar el fenómeno. Hay quien opina que no, como el politólogo Norm Ornestein, para quien el trumpismo -­como ya se le llama en EE.UU.­- da respuesta a una corriente de fondo que se ha ido instalando en el país desde los tiempos de Newt Gingrich y Ronald Reagan y que va más allá del propio Trump. "Trump puede decir cualquier cosa, y las organizaciones verificadoras (fact-check) que muestran sus falsedades son ridiculizadas y atacadas por quienes le apoyan", escribió en The Atlantic. Como hablar a una pared.

Demagogo y populista, Donald Trump dice a la gente -­a 'su' gente-­ lo que quiere oir: que expulsará a los 11 millones de inmigrantes irregulares que hay en el país, que cerrará las fronteras con muros para que no entre ni un mexicano más, ni tampoco ningún musulmán potencialmente terrorista, que tomará medidas proteccionistas para defender la industria norteamericana de la agresiva competencia china y que eximirá de impuestos a las clases más bajas mientras garantiza la seguridad social. El promotor inmobiliario, que vive en lo alto de la imponente Trump Tower de Manhattan rodeado de mármoles y molduras doradas y tiene una fortuna personal estimada por Forbes en 4.500 millones de dólares, se erige en el defensor de los obreros norteamericanos, abandonados y empobrecidos, frente a los tiburones de Wall Street y la casta política de Washington...

Le creerán o no ­-¿hace falta creerle para
tener ganas de dar una patada en la colmena?-­, pero ese es su público, ese es su éxito. "El trumpismo es la expresión de la ira legítima que sienten muchos americanos por el camino que ha tomado el país", escribía el profesor Charles Murray en The Wall Street Journal. Esos americanos son básicamente hombres blancos pertenecientes a la clase trabajadora, depauperados por la crisis y el aumento de las desigualdades, acosados por el paro y la degradación de las condiciones de vida en sus barrios, que observan con algo más que suspicacia la competencia laboral de los inmigrantes extranjeros y ven horrorizados cómo sus fábricas son cerradas y deslocalizadas en Asia. Que añoran los buenos viejos tiempos y sienten que los principios fundadores de EE.UU. han sido traicionados. "La verdad esencial del trumpismo como fenómeno es que el conjunto de la clase trabajadora americana tiene razones para estar enfadada con la clase gobernante", dice Murray.

Una clase trabajadora, dicho sea de paso, cada vez más amplia, puesto que la vasta clase media -­la auténtica columna vertebral del país-­ no para de recular: hoy la renta familiar de la 'middle class', que en los años setenta representaba el 62% del total, ya sólo supone el 43%...

El tsunami Trump está en marcha y habrá que ver si alguien es capaz de detenerlo en las elecciones de noviembre. Si las primarias del Partido Demócrata han enseñado algo, con la inesperada resistencia del izquierdista Bernie Sanders ­-otro anticasta-­ frente a Hillary Clinton, es que el descontento no conoce fronteras.