domingo, 19 de noviembre de 2023

La nueva rebelión ‘bóer’



@Lluis_Uria

Una nueva línea de ruptura se está fraguando en Europa a propósito de la lucha contra el cambio climático, que amenaza con ahondar la fractura entre el mundo rural y el mundo urbano, y convertirse en un nuevo campo de batalla política. Los campesinos están descontentos, irritados, por los sacrificios que empieza a exigir la transición ecológica. La revuelta de los granjeros holandeses ha mostrado una grieta por la que pretende colarse la extrema derecha europea: sin abandonar su discurso contra la inmigración –prácticamente agotado, una vez está siendo asumido por un número creciente de actores políticos–, se ha lanzado a por un nuevo caladero de votos en el campo.

Todos las miradas están puestas en los Países Bajos y la movilización de protesta de los campesinos neerlandeses contra las medidas del Gobierno para reducir las emisiones de óxido de nitrógeno –con un recorte de hasta un 30% de las cabezas de ganado–, con el fin de cumplir los compromisos internacionales de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. La moderna rebelión bóer –nada que ver con la protagonizada por sus ancestros coloniales en Sudáfrica contra el imperio británico– se arrastra desde hace un tiempo, pero ha sido este año cuando ha dado el salto a una dimensión política inédita.

Empujado por el descontento rural, el conservador Movimiento Campesino Ciudadano (BoerBurgerBeweging, BBB), liderado por Caroline van der Plas, fue sorpresivamente el partido más votado en las elecciones provinciales del pasado marzo y en mayo se convirtió en la primera fuerza política del Senado, lo que contribuyó a la caída, en julio, del gobierno de coalición del liberal Mark Rutte. El BBB, muy crítico con la política medioambiental de la UE, ha adoptado también –¡oh, sorpresa!– un discurso antiinmigración.

 En Europa y en Estados Unidos se ha abierto en las últimas décadas una profunda división –social, cultural y política– entre las zonas urbanas, integradas en el nuevo mundo global, y las áreas rurales e industriales en declive, que se sienten damnificadas por la globalización y experimentan un acusado sentimiento de exclusión. Estas poblaciones observan con desconfianza los cambios sociales y la nueva realidad multicultural de las sociedades occidentales, ante lo que reaccionan aferrándose a sus referentes identitarios y su estilo de vida tradicional. Las fuerzas populistas y de extrema derecha tratan desde hace tiempo de explotar este sentimiento de abandono –a través de un discurso que el politólogo francés Dominique Reynié ha bautizado como “populismo patrimonial”–, al que ahora se ha añadido el frente climático.

El ascenso del nacionalismo en el Reino Unido, con la victoria del Brexit en el referéndum del 2016, y la elección de Donald Trump en EE.UU. en el 2017 –con votos claramente opuestos entre las grandes urbes y el resto– fueron una expresión de este malestar. En ambos casos, el espantajo de la inmigración tuvo un importante papel, pero también el rechazo a las exigencias climáticas (que cuestionan los modelos económicos vinculados a las energías fósiles). El conservador británico Rishi Sunak, embarcado en una deriva ultra, ha endurecido ahora la política migratoria y frenado las medidas medioambientales.

Una de las primeras señales de envergadura de este mar de fondo fue la revuelta de los chalecos amarillos en Francia entre 2018 y 2019. No se trató estrictamente de una protesta campesina, pero sí la expresión de un malestar difuso del mundo rural y periurbano, castigado por la pérdida de actividad económica y el cierre de servicios públicos. La chispa que desencadenó la explosión fue –no lo olvidemos– una medida medioambiental: la imposición de una “tasa ecológica” sobre los carburantes para financiar la transición energética, después retirada.

El movimiento de los chalecos amarillos nació al margen de toda estructura partidaria y –pese a los intentos– no llegó a cuajar en una candidatura electoral. Pero sí tuvo una traducción política: el ascenso histórico de la extrema derecha en las elecciones presidenciales y legislativas del 2022 (según estudios demoscópicos, hasta un 53% de los chalecos amarillos votó por candidaturas de ultraderecha). La líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, tomó nota y ahora ha decidido levantar la bandera de un  “ecologismo del sentido común”, en defensa del modo de vida rural tradicional, frente al ecologismo hostil que París y  Bruselas tratarían de imponer.

Al otro lado del Rhin, la ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD), con un discurso radicalmente en contra de los extranjeros y de la UE, ha levantado asimismo el estandarte del climatoescepticismo contra la iniciativa gubernamental de prohibir la instalación de nuevas calderas de gas y fuel a partir del año que viene, lo que le ha disparado al alza en los sondeos. Mientras, en España, el binomio campo-inmigración ha sido adoptado por Vox, que en sus pactos de gobierno autonómicos con el PP se ha asegurado las carteras de agricultura y desafía las restricciones ecológicas.

Las elecciones del próximo 22 de noviembre en los Países Bajos deberán confirmar si la victoria ruralista de la pasada primavera fue un espejismo o no. Los sondeos han recortado drásticamente las expectativas de voto del BBB, que hasta principios de verano iba en cabeza. Pero, pase lo que pase dentro de diez días, ha logrado ya poner sobre la mesa las preocupaciones y exigencias de los agricultores. Y a buen seguro estarán en el debate de las elecciones europeas del 2024.


domingo, 12 de noviembre de 2023

La soledad de Occidente


A última hora del martes 17 de octubre Joe Biden subió al Air Force One y puso rumbo hacia Israel, con el objetivo de tratar de contener los efectos de la guerra de Gaza y evitar su propagación a toda la región. En el mismo momento de subir por la escalerilla del avión ya sabía que su viaje, políticamente arriesgado, iba a ser un fracaso. Poco antes de partir, el rey de Jordania, Abdalah II, había cancelado la cumbre que al día siguiente debía reunirle con el presidente de Estados Unidos y los líderes de Egipto, Abdul Fatah al Sisi, y la Autoridad Palestina, Mahmud Abas, para abordar la crisis de Gaza. Abortada la cumbre, el viaje de Biden tenía un único destino: Tel Aviv.

La anulación del encuentro fue justificada por el monarca jordano por el bombardeo del hospital Al Ahli de Gaza, del que se acusó a Israel y en el que supuestamente murieron cientos de personas. En el fondo, poco importa el motivo. El desaire diplomático fue mayúsculo. El portazo puso en evidencia la falta de autoridad de Washington, cuya hegemonía es cada vez más contestada, y arruinó definitivamente el intento de Biden de mostrar un aparente equilibrio en el conflicto.

Durante las siete horas que pasó en Tierra Santa, Biden expresó su solidaridad con el pueblo judío por el ataque terrorista de Hamas y reiteró el firme compromiso de EE.UU. con la seguridad de Israel. Y todo lo más que pudo arrancar del primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, fue la creación de corredores humanitarios para facilitar la evacuación hacia el sur de la población civil palestina que huía de los bombardeos en el norte de Gaza y abrir la vía a la ayuda humanitaria.

Biden instó a su interlocutor a no dejarse llevar por la rabia y a aprender de los errores de EE.UU. tras los atentados del 11-S del 2001 (recordémoslo: la guerra lanzada como represalia contra el régimen de los talibanes en Afganistán duró veinte años, causó decenas de miles de muertos y acabó con la retirada norteamericana y el retorno de los islamistas al poder como si nada hubiera pasado). Pero estaba claro que no le iba a escuchar. Israel ha decidido lanzar una invasión militar de Gaza que tiene todos los visos de acabar enfangada en el mismo lodazal de Afganistán, y de nada están sirviendo las advertencias de casi todos los analistas.

El alineamiento de EE.UU. y Europa con Israel –con todos los matices que se hayan introducido en Washington y Bruselas sobre el respeto a los civiles– ha suscitado la incomprensión y el rechazo de los países árabes, que acusan a EE.UU. y sus aliados de tratar a israelíes y palestinos con un doble rasero. Y ha abierto una nueva grieta en la fractura que separa a los países occidentales del resto del mundo y, particularmente, del llamado Sur Global. El mundo no ha seguido a los occidentales en su enfrentamiento con la Rusia de Vladímir Putin por la invasión de Ucrania (¿acaso no hicieron lo mismo los estadounidenses en Irak en el 2003?) ni en el pulso económico y diplomático que mantienen con la China de Xi Jinping. Tampoco lo van a hacer ahora en defensa de Israel.

El sentimiento antifrancés que se ha ido extendiendo últimamente en algunos países de África central y occidental se ha analizado preferentemente como una consecuencia de la política neocolonialista de Francia, pero quizá responda también a un mismo contexto global. Occidente está solo. Más solo que la una. Y quizá debería preguntarse por qué.

Una palabra ha empezado a ser de uso común entre los especialistas para explicar esta desafección: resentimiento. El politólogo francés Michel Duclos lo atribuye a la arbitrariedad occidental a la hora de decidir quién, y en qué circunstancias, tiene derecho a recurrir a la fuerza en las relaciones internacionales. La ley del embudo...

Para Mark Suzman, CEO de la Fundación Bill y Melinda Gates, este resentimiento tiene sus raíces en el incumplimiento por parte de los países desarrollados de sus compromisos respecto a la distribución mundial de las vacunas contra la covid, así como en las ayudas para mitigar los efectos del cambio climático. En un artículo publicado en Foreign Affairs a principios de septiembre, Suzman citaba una declaración del presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, en la cumbre New Global Financing Pact celebrada en París en junio pasado: “Los países del hemisferio Norte las estaban acaparando (las vacunas) y no quisieron liberarlas en el momento en que más las necesitábamos. Eso generó decepción y resentimiento en nosotros, porque sentimos como si la vida en el hemisferio Norte fuera mucho más importante que la vida en el Sur Global”.

Mientras las bombas israelíes caen sobre Gaza, Rusia y China tratan de obtener el máximo beneficio de la nueva situación, que debilita la posición norteamericana en el mundo. A Putin en particular, la crisis le ofrece un inesperado respiro: la guerra de Ucrania prácticamente ha desaparecido del radar mediático y político.

En todo caso, lo que el ex primer ministro francés Dominique de Villepin llama “occidentalismo”  –esto es, la idea de que  Occidente es el que marca la pauta y los demás siguen– puede darse por caduco.