La
firma es enorme, proporcional a su ego. El tono de la carta es ofensivo,
maleducado, chulesco, como su autor. En una
estrafalaria misiva enviada el pasado día 9, el presidente de Estados Unidos,
Donald Trump, instaba a su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, a abstenerse
de toda intervención militar en Siria. “No se haga el duro. ¡No sea idiota!”,
le amonestaba de forma grosera el inquilino de la Casa Blanca.
El
tono impropio y desenvuelto de Trump –absolutamente ajeno a los usos
diplomáticos– ha causado vergüenza y estupefacción. Sin embargo, no es esto lo
más notable. Lo más importante es que su advertencia se reveló superflua: ese
mismo día Erdogan lanzó una ofensiva militar
contra las milicias kurdas del YPG-PYD, que controlan el nordeste de
Siria. El presidente turco también desoyó las posteriores amenazas de Trump,
vía Twitter, de “destruir” la economía turca –no se equivocó, puesto que las
sanciones acordadas hasta ahora tienen un efecto irrisorio–. Y si el pasado
jueves aceptó finalmente conceder al vicepresidente de EE.UU., Mike Pence, un
alto el fuego de 120 horas (cinco días) para permitir la evacuación de las
fuerzas kurdas, es porque su avance ya había sido frenado de hecho debido a sus
negociaciones con Moscú.
Todas
las admoniciones de la Casa Blanca apenas logran enmascarar la cruda realidad:
EE.UU. se ha ido de Siria precipitadamente, dejando colgados a los kurdos –sus
aliados en la lucha contra el Estado Islámico (EI)–, y su poder de influencia
en la zona ha desaparecido con sus soldados. Su vacío ha sido ocupado por
Rusia, que ahora dirige el juego, ha ocupado las posiciones abandonadas por los
norteamericanos y ha facilitado el retorno del ejército regular sirio a la zona
sin pegar ni un solo tiro.
No
podía esperarse otro resultado, puesto que Estados Unidos –ya con Barack Obama
en la presidencia, cuando amenazó con bombardear Damasco si el régimen de
Bashar el Asad utilizada armas químicas contra la población para luego echarse
atrás– ha demostrado no saber qué quería hacer ni qué conseguir en Siria,
mientras que todos los demás actores han evidenciado tener una hoja de ruta
clara.
Lo
que está sucediendo ahora viene de lejos. Ya en el verano del 2012 –hace más de
siete años, prácticamente desde el inicio de la guerra civil siria–, Turquía
esgrimió públicamente la amenaza de una intervención militar para establecer
una zona de seguridad a lo largo de la frontera. Erdogan, a la sazón primer
ministro, advirtió en julio de ese año que Turquía se vería obligada a
intervenir si en la zona se asentaban “grupos terroristas”, aludiendo a la
llegada de militantes del separatista Partido de Trabajadores del Kurdistán
(PKK), con el que Ankara está en guerra desde los años ochenta y que está en la
lista de organizaciones terroristas de EE.UU. y la UE.
El
desarrollo de la guerra le ha dado la razón, puesto que en toda la franja
nordeste de Siria se han acabado asentando las Fuerzas Democráticas Sirias
(FDS), una coalición armada dominada por las milicias kurdas del YPG-PYD, con
vínculos con el PKK. Para los turcos, el establecimiento de facto de una
entidad política y militar kurda en el norte de Siria, colindante con las
regiones kurdas de Turquía, era –y es– totalmente intolerable. Cualquier
intervención, sin embargo, estaba frenada por la presencia allí de un millar de
soldados de las fuerzas especiales de EE.UU. –junto a tropas francesas y
británicas–, que habían utilizado a las FDS como punta de lanza contra el
Estado Islámico (hoy territorialmente derrotado, pero no aniquilado)
En
los últimos tiempos, la presión de Ankara sobre Washington había ido creciendo,
lo que llevó en septiembre pasado a montar patrullas conjuntas
turco-norteamericanas en la frontera. Esta pequeña concesión de Washington, sin
embargo, no bastó para contener las ansias turcas. Y en una trascendental
conversación telefónica el día 6,
Erdogan arrancó a Trump el anuncio de la retirada militar de EE.UU. y una
implícita luz verde a la intervención turca, vendiendo sin sonrojo a sus
aliados kurdos, para escándalo del Pentágono y del propio Partido Republicano.
Ante las críticas, quiso poner el freno, pero ya era tarde: el avance militar
turco obligó a los estadounidenses a marcharse de allí pitando, como si
estuvieran en Saigón. Desde entonces, Trump ha alternado las amenazas a Turquía
con un distanciamiento creciente respecto de los kurdos –“No son ángeles”–, y
ha intentado esconder su impotencia vanagloriándose del alto el fuego arrancado
a Erdogan. “Los kurdos están increíblemente felices”, dijo, mientras los
combates entre kurdos y las milicias
árabes proturcas seguían este fin de semana.
Lo cierto es que la retirada de EE.UU. ha
forzado a los kurdos a echarse en brazos de Vladímir Putin y de El Asad. El
líder ruso, mucho más parco en palabras pero inmensamente más efectivo que
Trump, está camino de lograr la consolidación definitiva del régimen sirio, de
quien salió en socorro en el 2015. Y Erdogan, merced a sus tratos con el
Kremlin –que no con la Casa Blanca–, logrará establecer la franja de seguridad
de 30 kilómetros
que anhelaba y en la que quiere reasentar a los 3,6 millones de refugiados
sirios que acoge en su territorio. A Trump sólo le quedará hacer tuits.