lunes, 21 de octubre de 2019

Una firma enorme y superflua


La firma es enorme, proporcional a su ego. El tono de la carta es ofensivo, maleducado, chulesco, como su autor. En una  estrafalaria misiva enviada el pasado día 9, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, instaba a su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, a abstenerse de toda intervención militar en Siria. “No se haga el duro. ¡No sea idiota!”, le amonestaba de forma grosera el inquilino de la Casa Blanca.

El tono impropio y desenvuelto de Trump –absolutamente ajeno a los usos diplomáticos– ha causado vergüenza y estupefacción. Sin embargo, no es esto lo más notable. Lo más importante es que su advertencia se reveló superflua: ese mismo día Erdogan lanzó una ofensiva militar  contra las milicias kurdas del YPG-PYD, que controlan el nordeste de Siria. El presidente turco también desoyó las posteriores amenazas de Trump, vía Twitter, de “destruir” la economía turca –no se equivocó, puesto que las sanciones acordadas hasta ahora tienen un efecto irrisorio–. Y si el pasado jueves aceptó finalmente conceder al vicepresidente de EE.UU., Mike Pence, un alto el fuego de 120 horas (cinco días) para permitir la evacuación de las fuerzas kurdas, es porque su avance ya había sido frenado de hecho debido a sus negociaciones con Moscú.

Todas las admoniciones de la Casa Blanca apenas logran enmascarar la cruda realidad: EE.UU. se ha ido de Siria precipitadamente, dejando colgados a los kurdos –sus aliados en la lucha contra el Estado Islámico (EI)–, y su poder de influencia en la zona ha desaparecido con sus soldados. Su vacío ha sido ocupado por Rusia, que ahora dirige el juego, ha ocupado las posiciones abandonadas por los norteamericanos y ha facilitado el retorno del ejército regular sirio a la zona sin pegar ni un solo tiro.

No podía esperarse otro resultado, puesto que Estados Unidos –ya con Barack Obama en la presidencia­, cuando amenazó con bombardear Damasco si el régimen de Bashar el Asad utilizada armas químicas contra la población para luego echarse atrás– ha demostrado no saber qué quería hacer ni qué conseguir en Siria, mientras que todos los demás actores han evidenciado tener una hoja de ruta clara.

Lo que está sucediendo ahora viene de lejos. Ya en el verano del 2012 –hace más de siete años, prácticamente desde el inicio de la guerra civil siria–, Turquía esgrimió públicamente la amenaza de una intervención militar para establecer una zona de seguridad a lo largo de la frontera. Erdogan, a la sazón primer ministro, advirtió en julio de ese año que Turquía se vería obligada a intervenir si en la zona se asentaban “grupos terroristas”, aludiendo a la llegada de militantes del separatista Partido de Trabajadores del Kurdistán (PKK), con el que Ankara está en guerra desde los años ochenta y que está en la lista de organizaciones terroristas de EE.UU. y la UE.

El desarrollo de la guerra le ha dado la razón, puesto que en toda la franja nordeste de Siria se han acabado asentando las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), una coalición armada dominada por las milicias kurdas del YPG-PYD, con vínculos con el PKK. Para los turcos, el establecimiento de facto de una entidad política y militar kurda en el norte de Siria, colindante con las regiones kurdas de Turquía, era –y es– totalmente intolerable. Cualquier intervención, sin embargo, estaba frenada por la presencia allí de un millar de soldados de las fuerzas especiales de EE.UU. –junto a tropas francesas y británicas–, que habían utilizado a las FDS como punta de lanza contra el Estado Islámico (hoy territorialmente derrotado, pero no aniquilado)

En los últimos tiempos, la presión de Ankara sobre Washington había ido creciendo, lo que llevó en septiembre pasado a montar patrullas conjuntas turco-norteamericanas en la frontera. Esta pequeña concesión de Washington, sin embargo, no bastó para contener las ansias turcas. Y en una trascendental conversación telefónica el  día 6, Erdogan arrancó a Trump el anuncio de la retirada militar de EE.UU. y una implícita luz verde a la intervención turca, vendiendo sin sonrojo a sus aliados kurdos, para escándalo del Pentágono y del propio Partido Republicano. Ante las críticas, quiso poner el freno, pero ya era tarde: el avance militar turco obligó a los estadounidenses a marcharse de allí pitando, como si estuvieran en Saigón. Desde entonces, Trump ha alternado las amenazas a Turquía con un distanciamiento creciente respecto de los kurdos –“No son ángeles”–, y ha intentado esconder su impotencia vanagloriándose del alto el fuego arrancado a Erdogan. “Los kurdos están increíblemente felices”, dijo, mientras los combates entre kurdos y las milicias  árabes proturcas seguían este fin de semana.

 Lo cierto es que la retirada de EE.UU. ha forzado a los kurdos a echarse en brazos de Vladímir Putin y de El Asad. El líder ruso, mucho más parco en palabras pero inmensamente más efectivo que Trump, está camino de lograr la consolidación definitiva del régimen sirio, de quien salió en socorro en el 2015. Y Erdogan, merced a sus tratos con el Kremlin –que no con la Casa Blanca–, logrará establecer la franja de seguridad de 30 kilómetros que anhelaba y en la que quiere reasentar a los 3,6 millones de refugiados sirios que acoge en su territorio. A Trump sólo le quedará hacer tuits.

lunes, 7 de octubre de 2019

Gangrena antidemocrática

Andrew Johnson (1808-1877) fue un hombre hecho a sí mismo en una época en que la carencia absoluta de formación no era un obstáculo –menos aún que ahora– para llegar a las más altas responsabilidades. Eso sí, tenía un gran talento natural para la oratoria y una inclinación descarada al populismo, que supo explotar al máximo en beneficio de sus ambiciones. Nacido en la pobreza en Carolina del Norte, fue aprendiz de sastre antes de iniciar una carrera política local que al final le acabaría llevando, el 4 de marzo 1865, a la vicepresidencia de Estados Unidos. Y, 42 días y un asesinato después –el del presidente Abraham Lincoln– al corazón de la Casa Blanca.

Decimoséptimo presidente de EE.UU., Andrew Johnson ha pasado a la historia por una sola cosa: fue el primero contra el que la Cámara de Representantes abrió, en 1868, un proceso de destitución (impeachment). La iniciativa, que fracasó por un solo voto –unos cuantos senadores prefirieron salvar al cargo, más que a la persona–, se desencadenó a raíz del pulso que Johnson mantuvo con el Congreso sobre la política a aplicar hacia los derrotados estados del Sur en la guerra civil. Poco importa, para el caso, el trasfondo político de sus divergencias. Lo sustancial es que, en esa batalla, el presidente violentó las potestades del Parlamento y vulneró la Constitución.

Otro Johnson, Boris, esta vez en el Reino Unido y siglo y medio después, ha intentado hacer algo parecido –acallar por decreto al Parlamento durante cinco semanas– para imponer su visión del Brexit. Lo ha impedido el Tribunal Supremo británico, cuya sentencia del pasado 24 de septiembre representa un durísimo varapalo para el primer ministro. A juicio de la Corte, cuyos 11 miembros votaron el fallo por unanimidad, la decisión de Johnson –firmada por la reina Isabel II– atentaba gravemente contra la función constitucional del Parlamento y, en este sentido, fue “ilegal, nula y sin efecto”. Los magistrados, liderados por la juez Brenda Hale, lo subrayaron con singular crudeza: “Eso significa que cuando los comisionados reales entraron en la Cámara de los Lores (con la orden) fue como si hubieran entrado con una hoja de papel en blanco”.

Boris Johnson hubiera debido recordar que en 1649, tras enfrentarse con las armas al Parlamento, el rey Carlos I fue juzgado y decapitado, y que el colofón final de las guerras civiles que asolaron al país fue, en 1689, la aprobación de la Carta de Derechos, que establece que el Parlamento es la fuente de la soberanía y no hay rey –ni primer ministro– que se la salte. Johnson creyó estar por encima de la ley y ahora, frente a tamaña desautorización, no le quedaría otro remedio razonable que dimitir. Lejos de eso, se ha enrocado, ha cuestionado la potestad del Supremo para pronunciarse sobre asuntos “políticos” y ha lanzado furibundos ataques contra la legitimidad del Parlamento, él, que es primer ministro sin elección ninguna de por medio (sólo por la decisión de los militantes tories)

Puede que, a pesar de su calculada ambigüedad, acabe acatando las leyes –particularmente la que le obliga a pedir una prórroga a la UE si el 19 de octubre no ha llegado a un acuerdo sobre un Brexit pactado–, pero ya ha empezado a plantear la próxima batalla electoral bajo la bandera del pueblo contra el Parlamento e instaurado un clima de violencia verbal en la que sobre los diputados díscolos caen anatemas como el de “traición”. Algunos parlamentarios ya han empezado a recibir amenazas de muerte.

Al otro lado del Atlántico, su amigo Donald Trump se ha convertido en el cuarto presidente de EE.UU. en ser sometido a un proceso de impeachment –después de Andrew Johnson, Richard Nixon y Bill Clinton–, tras descubrirse que abusó de su cargo para presionar al Gobierno de Ucrania –al que ahora se ha añadido el de China– con el fin de atacar a un rival político, el exvicepresidente y posible candidato demócrata Joe Biden. Trump, fiel a su estilo de gobierno autoritario, ha tenido una reacción feroz. El presidente estadounidense, quien ya se ha aplicado de forma sistemática a la deslegitimación de congresistas, tribunales, agencias de investigación y medios de comunicación, amenaza ahora con una guerra sin cuartel en que pretenderá erigirse en la voz del pueblo contra el establishment. La palabra traidor ya ha empezado se ser también pronunciada, así como la de golpe e incluso guerra civil.

Donald Trump y Boris Johnson constituyen una amenaza directa a la democracia, pues cuestionan sus principios básicos: la división de poderes, la soberanía del Parlamento, el sometimiento de todos los ciudadanos sin excepción a la ley y a los tribunales, la vigilancia crítica de los medios... "Decididamente, los nacionalistas tienen un problema con la democracia –escribía recientemente en referencia a ambos casos Laurent Joffrin, director de Libération, diario de referencia de la izquierda francesa–. No quieren comprender –o admitir– que en un régimen de derecho, la ley no está hecha por hombres solos sino por representantes del pueblo y que las leyes deben ser conformes a la Constitución. No les viene a la cabeza que no hay libertad sin respeto a las cámaras parlamentarias y los tribunales constitucionales”.

Pero Trump y Johnson no son los únicos y la acertada reflexión de Joffrin puede aplicarse a más casos. En Polonia, los nacionalistas de Ley y Justicia (PiS), en el gobierno, acumulan varios intentos de erosión del Estado de Derecho. El último, incluido en el programa electoral del PiS cara a los comicios del próximo día 13, prevé introducir una reforma constitucional para que la sola iniciativa del fiscal general –que no es otro que el ministro de Justicia– permita detener a diputados y jueces... Que tal medida fuera aprobada por el Parlamento no la haría más democrática, pues atenta directamente contra los pilares de la democracia. Como recordó a los eurodiputados polacos el vicepresidente del Parlamento Europeo, Frans Timmermans, en una agitada sesión en septiembre: “Tener la mayoría parlamentaria no es un mandato para romper el imperio de la ley y los derechos fundamentales”.

EE.UU., el Reino Unido, Polonia... son sólo un puñado de ejemplos de una deriva existente en muchos otros lugares en Europa. Algunos, extremadamente cercanos. Parlamentos, leyes, constituciones, tribunales... todos aquellos contrapoderes que constituyen la arquitectura democrática básica y que son percibidos como un obstáculo, son atacados, violentados o quebrantados en nombre del pueblo o la nación por quienes se autoerigen –¿por derecho divino?– en sus intérpretes exclusivos. La enfermedad está mucho más extendida de lo que parece y amenaza con difundirse como la gangrena en nuestras democracias.