@Lluis_Uria
Estamos en el año 2002. Tras la invasión de Afganistán, en represalia por los atentados del 11-S, Estados Unidos planea atacar a Irak y derrocar el régimen de Sadam Husein bajo el pretexto –que se demostrará falso– de que produce armas de destrucción masiva. Algunos de sus aliados no lo ven claro y Francia llegará a vetar el aval de la ONU en el Consejo de Seguridad. Pero eso no arredra a Washington, que en el 2003 lanzará la invasión. En una conversación con Ron Suskind, periodista de The New York Times, un alto cargo de la Administración de George W. Bush afirma, jactancioso: “Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”.
Ebrio de arrogancia tras la caída del comunismo y el desmembramiento de la URSS, huérfano de un
oponente capaz de contestar su hegemonía mundial, el imperio estaba a punto de
darse una castaña fenomenal. Afganistán e Irak iban a ser, a la larga, dos
fiascos que iban a arruinar la
credibilidad internacional de EE.UU. y poner en cuestión su papel como
superpoder universal. Hoy, los países emergentes, con China a la cabeza, se han
organizado para contrarrestar su preeminencia y esbozar un nuevo orden mundial.
El dominio americano de las últimas siete décadas es la consecuencia de
su inapelable victoria en la Segunda Guerra Mundial. Pero también, y sobre
todo, de una voluntad de supremacía cuyas líneas estratégicas fueron definidas
bajo la presidencia de Harry Truman y han perdurado hasta la actualidad. La biblia de esta estrategia, el documento
que definió los ejes de la política exterior del nuevo gigante, tiene un nombre
en clave: NSC-68.
Elaborado en 1950 por un equipo dirigido por el entonces director de
planificación del Departamento de Estado, Paul Nitze, y titulado Objetivos y programas
de Estados Unidos para la seguridad nacional, es según el propio servicio
exterior norteamericano “uno de los documentos más influyentes redactados por
el gobierno de EE.UU. durante la guerra fría”. En sus 58 páginas, el memorándum
–declarado top secret y no desclasificado hasta 1975– describía en términos
dramáticos la amenaza de la Unión Soviética y planteaba la necesidad de que
EE.UU. abordara la “rápida construcción de la fuerza política, económica y
militar del mundo libre”, desde la convicción de que el país tenía “la responsabilidad del liderazgo mundial”.
No todo el mundo estaba de acuerdo con esta visión, pero la invasión de
Corea del Sur por los comunistas norcoreanos, con apoyo chino y soviético,
acabó de decantar el debate. Como resultado, la Administración Truman casi
triplicó el gasto de defensa entre 1950 y 1953 (del 5% al 14,2% del PIB). Y
estableció la base doctrinal que conduciría diez años después a la fallida
intervención en Vietnam.
“El problema es que EE.UU. vincula (desde ese momento) sus intereses
vitales con su posición de poder en el mundo. Como consecuencia, el dominio
militar se convierte en un fin en sí mismo”, señalaba el historiador Stephen
Wertheim (autor del libro Tomorrow, the World) en una entrevista con el Washington
Post en 2020.
El politólogo Andrew J. Bacevich, de la Universidad de Boston,
expresaba parecida opinión en un artículo del pasado marzo en Foreign Affairs,
donde constataba que, “atrapado por falsos sueños de hegemonía”, Washington
seguía aferrándose obstinadamente a una doctrina que no funciona, y llamaba a
elaborar un nuevo enfoque estratégico que reemplace “el paradigma zombi del
NSC-
Ensoñaciones aparte, lo cierto es que la realidad ya no la crea el
imperio. EE.UU. sigue siendo una superpotencia política, económica y militar.
Pero su supremacía está más contestada que nunca. La resistencia de los países
del llamado Sur Global a seguir la política de sanciones contra Rusia marcada
por Washington en represalia por la guerra de Ucrania es una muestra de su
pérdida de peso.
Un nuevo orden mundial se está configurando. Y no es exactamente el que
aplaudió con optimismo el ex primer
ministro británico Gordon Brown cuando, forzado por la crisis financiera del
2008, se activó el grupo G-20, que reúne a países desarrollados y emergentes
con el objetivo de coordinar políticas económicas y monetarias. Parecía que se
abría una nueva etapa basada en la cooperación internacional y el refuerzo de
las instancias multilaterales. Pero no ha sido exactamente así. El G-20 sigue
siendo un foro necesario, pero no se ha convertido en el epicentro de ese nuevo orden. Y la
clamorosa ausencia del presidente chino, Xi Jinping, en la última cumbre de los
días 9 y 10 en Nueva Delhi no hace sino confirmarlo.
Al calor de la rivalidad sistémica entre EE.UU. y China, ha aparecido
con fuerza un nuevo actor internacional: se trata del grupo de los BRICS,
cuya principal vocación es hacer de
contrapeso al G-7 de Washington y sus aliados en Europa y Asia. Fundado por
Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, el grupo se ha ampliado recientemente
–en un gesto de fuerte simbolismo– con la incorporación de Arabia Saudí,
Argentina, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán, que juntos reúnen al
46% de la población y el 30% del PIB mundial.
El de los BRICS es un grupo heterogéneo, con regímenes políticos
dispares –mayoritariamente autocráticos–, intereses económicos discordantes e
incluso rivalidades internas notorias –entre China e India–, que difícilmente puede aspirar a desalojar a EE.UU.
de su posición. Pero que sí empieza a tener la suficiente fuerza como para
rechazar el diktat americano y establecer un nuevo polo de poder. El imperio
está dando sus últimas boqueadas.