domingo, 23 de enero de 2022

Los amigos del Kremlin

Putin sabe cuidar a sus amigos. En los últimos años ha premiado la complicidad de dos antiguos dirigentes europeos –el excanciller alemán Gerhard Schröder y el ex primer ministro francés François Fillon– con cargos en grupos energéticos rusos.

@Lluis_Uria


Vladímir Putin es un hombre detallista. El 16 de abril del 2004 viajó a Hannover, acompañado por su esposa Lyudmila, para sumarse a la fiesta del 60º. cumpleaños del entonces canciller de Alemania, Gerhard Schröder, con quien había trabado una amistad personal. Y lo hizo llevando a la ciudad natal del dirigente alemán un coro de cosacos para agasajar a su amigo. En agosto del 2012, enterado de la muerte de la madre del ex primer ministro francés François Fillon, con quien había establecido una relación de mutua estima, el líder ruso le envió una excepcional botella de vino de burdeos Mouton Rotschild cosecha de 1931, el año de nacimiento de la difunta.

Hoy ambos políticos, retirados de los asuntos públicos, han encontrado cobijo en los grandes entramados energéticos rusos, lo que genera una notable controversia en Alemania y en Francia, y pone sobre el tapete la espinosa cuestión no ya de las puertas giratorias –que también–, sino sobre todo de las arriesgadas y ambivalentes relaciones de dirigentes políticos occidentales con el líder de una potencia con quien Europa está enfrentada.

La noticia apareció el día de Nochebuena y pasó bastante desapercibida: François Fillon, primer ministro durante el mandato de Nicolas Sarkozy y malogrado candidato al Elíseo en el 2017, había sido fichado como consejero del gigante petroquímico ruso Sibur. El grupo es propiedad del plutócrata Leonid Mikhelson –fundador de la gasista Novatek y el hombre de negocios más rico de Rusia– y del también multimillonario Gennady Timchenko, empresario muy próximo a Putin (y en tanto que tal, objeto de sanciones por parte de Estados Unidos desde el 2014). No se trata de la primera incursión de Fillon en Rusia. Ya el mes de junio del año pasado se había incorporado al consejo de administración de otra sociedad energética: la petrolera estatal Zarubezhneft.

La relación entre Putin y Fillon viene de lejos, de la época en la que el francés  dirigió el Gobierno –hasta donde Sarkozy le dejaba, que no era mucho– entre el 2007 y el 2012. En aquel entonces, el líder ruso ostentaba el mismo cargo, siguiendo aquel simulacro de alternancia que puso en marcha con su número dos, Dimitri Medvédev, a quien cedió temporalmente la presidencia para volver a ocuparla después. Fillon aprovechó esta circunstancia, y el vacío dejado por Sarkozy –que menospreció a Putin–, para tejer una relación de confianza con el líder ruso que si no llegó a la amistad, poco le faltó.

Con su homólogo francés, con quien pronto empezó a tutearse, el implacable Putin desplegó sus mejores dotes de seductor. El líder ruso invitó repetidas veces a Fillon a la dacha presidencial de Novo-Ogaryovo, en las afueras de Moscú, y a su residencia de Sochi, a orillas del Mar Negro, donde jugaban al billar como dos viejos colegas. En el 2012, tras la derrota de Sarkozy frente a François Hollande en las presidenciales, Putin sería de los pocos que llamaría a un Fillon que ya preparaba las maletas para interesarse por su futuro inmediato: “¿Qué vas a hacer ahora?”.

Fillon, que se reveló como el más prorruso de los políticos franceses, siempre defendió el diálogo con Moscú y se mostró en todo momento contrario a las sanciones occidentales por la invasión rusa de Ucrania y la anexión de Crimea. No es extraño, pues, que en el 2017 el Kremlin recibiera con satisfacción su elección como candidato de la derecha al Elíseo. El entusiasmo, sin embargo, duró poco: Fillon fue eliminado en la primera vuelta (quedó en tercer lugar) y decidió abandonar la política. Pero Putin no olvidaría a su amigo.

El caso de Fillon no es el primero. Ni siquiera el más espectacular. El gran golpe de efecto del presidente ruso fue fichar en el 2005, apenas unas semanas después de dejar el cargo, al excanciller alemán Gerhard Schröder, a quien puso al frente del consejo de supervisión de la empresa encargada de llevar a cabo el controvertido gasoducto Nord Stream 2 (controlada por el grupo gasístico ruso Gazprom), que el propio Schröder había contribuido a impulsar desde la Cancillería. La empresa, por cierto, fue la organizadora de otro gran festejo en su honor, esta vez por su 70º. cumpleaños, en el 2014 en San Petersburgo, donde se fundió en un polémico abrazo con Putin. Desde el 2017, Schröder es asimismo presidente del consejo de administración de la gran petrolera rusa  Rosneft, controlada por el Estado.

Schröder, que se declara sin rodeos amigo  personal de Putin, siempre ha defendido al líder ruso, a quien incluso ha querido ver –lo que ya es mucha visión– como un “demócrata impecable”. El excanciller alemán no sólo ha propugnado insistentemente la retirada de las sanciones contra Moscú por el caso de Crimea, sino que llegó a poner en cuestión el envenenamiento del opositor ruso Alexéi Navalni (quien previamente le había definido como “chico de los recados” de Putin)

Hay una curiosa coincidencia en el juicio que tanto Fillon como Schröder tienen del líder ruso. “Putin no es un interlocutor fácil, puede ser brutal, provocador, de una inmensa mala fe, pero cumple todos sus compromisos”, escribió el ex primer ministro francés. Algo muy parecido dijo el excanciller alemán: “Todo lo que él me prometió lo ha cumplido”. Está claro que con ambos lo ha hecho con creces.


lunes, 10 de enero de 2022

Joe Biden contra el 'Doctor No'


@Lluis_Uria

¿Puede el voto de un solo hombre poner en jaque una inversión social de 1,7 billones de euros y dar al traste con el programa político más ambicioso del presidente de Estados Unidos? Puede. No sería fácil en España, donde los parlamentarios están encadenados a su partido por una férrea disciplina de voto (según el célebre adagio del socialista Alfonso Guerra: “quien se mueve no sale en la foto”), pero sí en un sistema como el norteamericano –y otros–, donde los ciudadanos no votan listas de partidos, sino candidaturas unipersonales. En EE.UU., los congresistas se deben antes que al partido a sus electores. Y a quienes han financiado sus campañas electorales, claro...

La pregunta inicial no es una mera hipótesis. El hombre en cuestión se llama Joe Manchin, es senador demócrata por Virginia Occidental y su negativa a votar a favor del programa Build Back Better (Reconstruir mejor), promovido por la Casa Blanca y por su propio partido, le ha convertido en la peor pesadilla del presidente Joe Biden. Su particular Doctor No.

La importancia de Joe Manchin deriva de la enorme polarización política que divide a Estados Unidos, fracturado en dos bloques graníticos enfrentados, entre los que la negociación y el compromiso se han vuelto prácticamente imposibles. El equilibrio de fuerzas en las instituciones es tal que cualquier mínima oscilación puede cambiar las tornas. En el Capitolio, los demócratas tienen una mayoría escueta aunque suficiente en la Cámara de Representantes, pero en el Senado están empatados a 50 escaños con los republicanos y sólo el voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris decanta la balanza a su favor. Así que la defección de un solo senador puede ser demoledora.

Es lo que hizo Manchin en vísperas de las fiestas navideñas al anunciar públicamente –a través de la cadena de televisión ultraconservadora Fox News– su voto negativo al plan social del presidente Biden. Aparentemente, de nada habían servido semanas y semanas de negociaciones entre la Casa Blanca y el senador de Virginia Occidental. Ni la considerable –aunque engañosa–  rebaja aceptada por la presidencia, que redujo el presupuesto inicial de 3 a 1,7 billones en los próximos diez años. Su anuncio provocó un seísmo en Washington y al líder republicano en la Cámara Alta, Mitch McConnell, le faltó tiempo para invitar al insumiso a dejar el partido demócrata y unirse a sus filas.

Para Joe Biden, el veto a su programa estrella ha sido un amargo regalo de Navidad. De confirmarse, arruinaría de hecho el que debería ser el principal legado de su presidencia. Tras la aprobación de un primer gran plan de inversiones en infraestructuras –valorado en un billón de euros–, el plan social es la mayor apuesta política del presidente de EE.UU., determinado a potenciar como nunca el Estado del bienestar –con nuevas ayudas a las familias, la asistencia sanitaria y la educación, desde la infantil a la universitaria– y dar un gran impulso a la transición energética contra la crisis climática.

Naturalmente, los republicanos –enemigos de aumentar el gasto federal y los impuestos– están monolíticamente en contra. Y Joe Manchin, uno de los senadores demócratas más conservadores y representante de un estado esencialmente republicano –donde Donald Trump obtuvo casi el 70% de los votos–, también. Sus principales objeciones, al menos formalmente, son parecidas a las de la oposición y giran sobre todo en torno al tema del gasto. Pero hay más cosas...

El senador Joe Manchin III, nacido hace 74 años en Farmington, una pequeña ciudad minera de Virginia Occidental, siempre ha sido un acérrimo defensor de la industria del carbón. Y él mismo ha hecho fortuna con él: en 1988 fundó una empresa especializada en la compraventa de carbón, Enersystems, cuya gestión dejó después en manos de su hijo, Joseph, pero que cada año le genera dividendos (unos  434.000 euros en el 2020 )

Es también el senador que más donaciones ha recibido recientemente  de la industria del petróleo, el gas y el carbón. Así que Manchin, que ya se opuso a los planes climáticos de Obama, ha combatido ahora los de Biden. Y no sólo las penalizaciones previstas en el proyecto original para las energías contaminantes –que consiguió suprimir–, sino también los estímulos fiscales para las energías limpias.

El portavoz del ala izquierda del Partido Demócrata, Bernie Sanders, le ha acusado de ejercer de portavoz de los  lobbies que rechazan  el paquete climático del plan, y también la reducción del precio de los medicamentos (se da la circunstancia de que una de sus hijas, Heather Manchin Brest, es presidenta de la farmacéutica Mylan)

Sin embargo, no todos los argumentos de Manchin son interesados, falaces u oportunistas. El senador acusa a la Casa Blanca de haber elaborado un plan “mamut” que pretende abarcar demasiado sin garantizar los fondos suficientes para cubrir los diez años previstos. Y ahí numerosos analistas le dan la razón. La rebaja presupuestaria aceptada por el equipo de Biden se ha hecho no tanto suprimiendo programas como acortando su duración. Lo que, tratándose de programas con vocación de permanencia, no deja de ser un poco trilero. El coste efectivo, según estimaciones concordantes, oscilaría en realidad entre  4,1 y 4,4 billones de euros.

El debate todavía no está definitivamente cerrado y tanto Joe Biden como los líderes demócratas confían aún en poder arrancar un compromiso con el senador insurrecto este mes de enero.  El presidente, con una popularidad a la baja que siembra dudas sobre su futuro en sus propias filas,  se lo juega aquí casi todo.