sábado, 29 de abril de 2017

Por qué puede ganar Le Pen

Domingo, 21 de abril del 2002. Ocho de la tarde. La estrella de los informativos del canal TF1, Patrick Poivre-d’Arvor, anuncia a una Francia enmudecida que de acuerdo con los sondeos a pie de urna –confirmados después por los resultados oficiales–, los dos candidatos al Elíseo que pasan a la segunda vuelta son Jacques Chirac y Jean-Marie Le Pen. La aparición en pantalla de la imagen de este último, líder del  Frente Nacional, un partido de extrema derecha fundado en 1972 a partir de un grupúsculo neofascista, provoca un vahído nacional. Francia siente esa noche, y las noches que van a seguir, un profundo vértigo que la retrotrae a los sombríos años treinta y cuarenta.

Por primera vez desde la instauración de la V República, el Partido Socialista queda eliminado en la primera vuelta. Su candidato, el entonces primer ministro Lionel Jospin, aún lo ignora cuando llega a su cuartel general electoral. La dirección del PS lo sabe desde la seis de la tarde, pero su líder ha dado instrucciones de que nadie le avance ninguna información hasta la hora de cierre de los colegios electorales. El shock es brutal. Sonado, Jospin decide esa misma noche abandonar  la vida política.

Conmocionados, desconcertados, la reacción de los franceses es abrumadora, inapelable: más de 25,5 millones de personas (el 82% de los votantes) acuden dos semanas después a las urnas a apoyar al conservador Jacques Chirac para frenar a la ultraderecha. Quince años después, cualquier parecido con la realidad de entonces es pura coincidencia.

La convulsión del 21 de abril del 2002 debería haberse reproducido –si acaso aumentada– el pasado día 23. No sólo la candidata del FN, Marine Le Pen –la hija del fundador–,volvió a pasar a la segunda vuelta de las presidenciales, sino que lo hizo con un récord histórico de votos (más de siete millones y medio) y desplazando esta vez no a uno sino a los dos grandes partidos de gobierno, el PS y Los Republicanos (última y reciente apelación del gran partido de la derecha francesa). Y, sin embargo, esta vez no parecen haber temblado ni las hojas de los árboles. Hasta tal punto el triunfo de la candidata del Frente Nacional se daba por descontado. Hasta tal punto Marine Le Pen, empeñada desde hace seis años en “desdiabolizar” al FN y convertirlo en un partido “normal”, se ha instalado con naturalidad en el panorama político. Su receta, mezcla de nacionalismo, xenofobia anti islámica y proteccionismo antieuropeo es perfectamente homologable. ¿Acaso lo que dice es tan diferente de lo que proclaman Donald Trump o Theresa May?

Los dirigentes históricos de la derecha francesa, de François Fillon a Nicolas Sarkozy pasando por Alain Juppé, han llamado a votar por el candidato de centroizquierda Emmanuel Macron, el social-liberal y díscolo exministro de Economía de François Hollande. Pero en los segundos niveles hay quienes se resisten a este juego y abonan la abstención. Ahí están los Waquiez, los Guaino y otros... Lo mismo que el líder de la coalición Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon (del Frente de Izquierda), una de las revelaciones de esta elección, que hace 15 años clamaba por votar contra el Frente Nacional y ahora calla, y rechaza dar consigna de voto alguna a sus electores.

Quince años después del primer shock, no hay manifestaciones masivas en las calles y, si las hay, son para rechazar al unísono a Le Pen y a Macron, equiparándolos como exponentes de dos males –la ultraderecha xenófoba y el liberalismo pro globalización– a evitar por igual. “No quiero elegir entre la peste y el cólera”, se insurgen en un lado. “Macron es lo mismo que Hollande”, protestan en el otro. El electorado católico más conservador, que se entusiasmó con Fillon, acaricia la idea de saltarse sus consignas y votar a Le Pen.

Los sondeos, que clavaron los resultados de la primera vuelta, dicen desde hace tiempo –y siguen diciendo estos días– que Macron es el favorito indiscutible de la segunda vuelta, el 7 de mayo, y que puede batir a Le Pen por una cómoda ventaja de en torno a 60%-40%. Pero aún sin equivocarse las encuestas hoy, el vuelco no es imposible. En el referéndum del 2005 sobre el malogrado proyecto de Constitución Europea los sondeos  también vaticinaban la victoria del  sí, y la opinión giró en favor del no en tan sólo dos semanas. Quince días...

En cada campo ideológico, a un lado y al otro, entre los votantes de Fillon y los de Mélenchon  –e incluso entre los del socialista Benoît Hamon– hay gente tentada de votar ahora a Le Pen.  Y sobre todo, tentada de quedarse en casa.  Este es el principal problema, el mayor riesgo. Cuanto más alta sea la abstención, más posibilidades tendrá Marine Le Pen de llegar al Elíseo.

El físico francés Serge Galan, director de investigación del CNRS especializado en la física de los sistemas desordenados y que fue de los pocos en predecir –a través de un modelo de cálculo matemático– la victoria electoral de Trump en EE.UU., sostiene que la “abstención diferenciada”  –esto es, la distancia entre el voto declarado en los sondeos y el voto final efectivo– puede hacer saltar todas las previsiones. A su juicio, hay votantes de Fillon y de Mélenchon para quienes Macron es indigerible. Y bastaría que un número significativo, aunque no necesariamente muy elevado, de ellos se descolgara en el último momento para entregar la presidencia  a Le Pen. “Podría resultar que con menos del 50% de intención de voto, Marine Le Pen obtuviera más del 50% de los votos”, ha expresado en el diario  Le Figaro.

El modelo de Serge Galan se basa en ecuaciones matemáticas. Pero parte de un sustrato de realidad incontestable. No hay más que ver las señales que van apareciendo estos días. El frente republicano no existe, la unión sagrada ha saltado por los aires. Una cosa son los pronunciamientos de las direcciones de los partidos y otra la calle. Y en la calle hay mucho enfado, y una gran resistencia a seguir el guión. A fin de cuentas, Macron simboliza todo lo que los franceses –sobre todo los de izquierda– rechazaron abruptamente en el 2005: el mundo de la globalización, el imperio de las finanzas, le Europa liberal. Le Pen lo sabe y lo está explotando a fondo. Muy a fondo.


lunes, 24 de abril de 2017

Hacia la cuarta cohabitación

La leyenda atribuye al tiránico y excéntrico emperador Nerón la decisión de provocar el pavoroso incendio que devastó Roma en julio del año 64 con la supuesta intención de rehacer la capital del imperio a su antojo y medida. La mordaz Bernadette Chirac debió ver en el napoleónico Dominique de Villepin, mano derecha de su marido en el Elíseo –antes de caracolear en la ONU como titular de la cartera de Exteriores y acabar de primer ministro–, claros impulsos pirómanos cuando decidió apodarle Nerón... El gran hecho de armas que mereció semejante mote fue convencer en 1997 al entonces presidente de la República, Jacques Chirac, de disolver la Asamblea Nacional –donde la derecha tenía la mayoría, aunque preñada de sectores disidentes– y convocar elecciones anticipadas con el objetivo de lograr un Parlamento más afín.

Aquella maniobra –haría bien en tenerlo en cuenta la premier británica, Theresa May, que se ha lanzado al mismo precipicio– se tradujo en uno de los mayores fiascos políticos de la V República y abrió la puerta a la conocida como tercera cohabitación: con un presidente conservador obligado a nombrar un primer ministro socialista, Lionel Jospin. Anteriormente se habrían producido otras dos a la inversa, con François Mitterrand en el Elíseo y dos jefes de Gobierno de derechas, Jacques Chirac en 1986 y Édouard Balladur en 1993. Y aún se podría hablar de una cohabitación prólogo, en 1974, en esta ocasión entre dos figuras rivales del campo de la propia derecha: el democristiano Valéry Giscard d’Estaing en el Elíseo y el eterno Jacques Chirac en Matignon...

Persuadidos de que la causa de tales desajustes, que han tenido siempre como efecto una acusada parálisis política, era la discordancia entre el mandato presidencial (siete años) y el parlamentario (cinco años), en el año 2000 Chirac impulsó una reforma constitucional para instaurar el quinquenato universal. Este cambio, junto al realineamiento de las elecciones presidenciales y legislativas (estas últimas, un mes después de las primeras), debía a priori garantizar que el presidente electo tendría garantizada de forma natural y consecutiva la mayoría en la Asamblea Nacional. La cohabitación parecía cosa del pasado... Hasta anoche.

Muchos análisis podrán hacerse en los días venideros sobre las causas y las implicaciones del seísmo político que se produjo ayer en Francia. Sobre la inquietante pujanza de la extrema derecha, por más que su resultado haya quedado ligeramente por debajo de las expectativas. Y por el hecho sustancial de que, por primera vez en la historia del régimen presidencialista instaurado por el general De Gaulle en 1958, los dos grandes partidos políticos de Francia –Los Republicanos (última denominación de la gran formación de la derecha) y el Partido Socialista (PS)– han quedado eliminados en la primera vuelta de unas elecciones presidenciales. Los socialistas ya había sufrido tal humillación en el 2002, cuando Jean-Marie le Pen –el padre de la actual líder del ultraderechista Frente Nacional– desplazó al entonces primer ministro Lionel Jospin fuera de la carrera presidencial. Pero nunca lo había padecido la derecha. Y menos aún los dos a la vez.

Habrá que ver las consecuencias, para ambos partidos, de semejante desastre electoral, particularmente del PS. Pero, por lo que hace a las causas, parece claro que las dos fuerzas se dispararon un tiro en el pié al elegir, inesperadamente, en las respectivas primarias, a dos candidatos demasiado contrastados: el conservador ultracatólico François Fillon, con un programa declaradamente thatcherista y lastrado por los escándalos, y Benoît Hamon, representante de la minoritaria ala izquierda del PS y uno de los contestatarios que han erosionado desde dentro el gobierno de François Hollande. Sin tan osadas elecciones de casting, tan alejadas del centro político, un outsider como Emmanuel Macron, sin partido y sin tropas, lo hubiera tenido muy difícil para quebrar el corsé del sistema mayoritario.

Ahora, el exministro de Economía de Hollande, que se bajó del carro en marcha, tiene altísimas probabilidades de resultar elegido presidente de la República en la segunda vuelta del 7 de mayo –Fillon y Hamon se apresuraron anoche a pedir el voto para el candidato social-liberal con el fin de frenar a la extrema derecha–, pero no tendrá las manos libres. Tampoco Marine Le Pen en el caso poco probable, pero no imposible, de que diera la sorpresa.

El sistema electoral mayoritario, implacable con las fuerzas minoritarias, sigue vigente. Y tanto si el nuevo inquilino del Elíseo es Macron como Le Pen es improbable que el movimiento En Marche! o el FN consigan la mayoría en el Parlamento en las legislativas del próximo mes de junio, donde republicanos y socialistas seguirán teniendo un peso decisivo. El próximo presidente francés, sea quien sea, se verá muy probablemente obligado a pactar y a ceder. La cuarta cohabitación está servida.




domingo, 16 de abril de 2017

Papá Noel no está para regalos

Schuld. Parece el nombre de un misil. En cierto modo quizá lo sea... para quien lo recibe. En alemán quiere decir “deuda”. Y también “culpa”. Una ambivalencia definitiva. En neerlandés, la misma palabra significa exactamente lo mismo. En ambos sentidos. El ministro de Finanzas de los Países Bajos y presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem (Eindhoven, 1966), famoso por sus salidas de tono –la más reciente, sugerir que las cigarras del sur se gastan el dinero que les prestan las hormigas del norte en “alcohol y mujeres”–, no es alemán, sino holandés. No es un protestante calvinista, sino un católico. No es un liberal, sino un socialdemócrata. Y, sin embargo, hay mucho de germánico en su modo de mirar por encima del hombro y con desconfianza a sus vecinos meridionales, de abordar la cuestión de la responsabilidad. Y de exigir la consecuente expiación del pecado...

Dijsselbloem no es alemán, pero podría ser el hijo predilecto –algunos malevolentes dicen que el “lacayo”– del ministro de Finanzas germano, Wolfgang Schauble (Friburgo, 1942), un hombre de hierro, padre de la inflexible política de austeridad dictada por Alemania a todo el continente, y cuyo europeísmo militante sólo es superado por su intransigencia. “Yo soy como Papá Noel, pero al revés”, dijo el austero y franco Dijsselbloem al poco de ser elegido presidente del Eurogrupo, la instancia semi informal que reúne a los ministros de economía y finanzas de los 19 países de la zona euro. Que no está para repartir regalos, sino para cobrárselos, lo saben de sobras los griegos.

Hace ahora una semana, en la reunión del Eurogrupo en Malta el viernes 7 de abril, el Gobierno griego alcanzó un nuevo acuerdo con sus acreedores para desbloquear un crédito de 7.000 millones de euros con los que hacer frente, el próximo mes de julio, al vencimiento de parte de la deuda. El Ejecutivo del primer ministro Alexis Tsipras ha tenido que plegarse otra vez a las exigencias del Banco Central Europeo (BCE), el Mecanismo Europeo de Estabilidad y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que a cambio le obligan a hacer nuevos recortes del gasto equivalentes al 2% del producto interior bruto (PIB) entre el 2019 y el 2020. Para un país que ha visto fundirse literalmente una cuarta parte de la riqueza nacional –el 25% del PIB– gracias a las curas de Bruselas es la puntilla. “Hay cosas que no les van a gustar a los griegos”, admitió el ministro griego de Finanzas,  Euclides Tsakalotos. Entre ellas, un tajo de 1.800 millones de euros en las pensiones. En contra de las previsiones de muchos analistas, Tsipras acabó “sorpresivamente” cediendo de nuevo. Y, tan pronto como anunció el acuerdo, criticó algunos de sus aspectos y aseguró en su país que su Gobierno tomaría todas las medidas necesarias para  contrarrestar sus efectos.

“En esta parte del mundo, los políticos no necesariamente quieren decir lo que dicen, mientras que los votantes no esperan necesariamente que se haga lo que han votado”, escribía esta semana el comentarista Alexis Papachelas en Ekhatimerini. El primer ministro griego, en efecto, es reincidente en hacer lo contrario de lo que dice o promete. En el 2015, recién elegido levantando bandera contra la austeridad y las imposiciones de la troika, el líder del movimiento de izquierda Syriza acabó rindiéndose hasta la humillación a las exigencias de sus pares, aún después de convocar un referéndum en que los griegos habían rechazado mayoritariamente las condiciones de Bruselas. Ese mismo septiembre, pese a todo –y haciendo buena la afirmación de Papachelas–, Tsipras fue reelegido. Pero hoy las encuestas, con un apoyo del 13,7%, le auguran un desastre electoral.

Pero ¿qué podía hacer Tsipras, totalmente solo en la UE, sino plegarse? La primera gran batalla, el pulso fundamental, lo planteó el premier griego en el 2015. Y perdió. Toda su fuerza, su capacidad de presión, se vinieron abajo cuando vio en la mirada acerada de Schauble su determinación de expulsar a Grecia del euro. Lo que, de entrada, hubiera supuesto una hecatombe. Nunca más ha levantado cabeza.

Las  finanzas públicas griegas están hoy más saneadas –en el 2016 hubo un superávit primario (es decir, sin contar la deuda) del 3,5%–, lo que sin duda debe satisfacer a los ortodoxos del ascetismo germánico. Pero la sangría impuesta a Grecia para lograrlo no sólo no ha permitido reducir el endeudamiento del país –al contrario, lo ha disparado a 326.000 millones de euros, el 180% del PIB–, sino que además ha sido a costa de del sufrimiento de la gente, esa a la que no acostumbran a mirar a los ojos quienes se sientan en los grandes despachos de Frankfurt y Bruselas. Hoy Grecia afronta una economía estancada,  tiene el paro más alto de Europa –23,5%, que en los jóvenes alcanza el  45%– y  algo más de una tercera parte de la población está en riesgo de pobreza y exclusión.

Algunos de los principales actores de este drama consideran que el tratamiento aplicado a Grecia es insostenible. Desde hace un tiempo, el FMI defiende que es imprescindible aligerar la carga y anular una parte de la deuda. Otros expertos también lo sostienen, como el Peterson Institute for International Economics (PIIE), que en un informe reciente vaticina que de seguir así Grecia seguirá necesitando asistencia financiera europea  hasta el año 2080 y más allá. Pero Alemania, que –no lo olvidemos– celebra elecciones en septiembre, se niega en redondo.

Cuentan que los médicos de la Grecia antigua fijaban en 14 días el plazo a partir del cual una fiebre empezaba a declinar o, por el contrario, se agravaba de forma imparable. El decimocuarto día era fundamental. El nuevo acuerdo alcanzado por el Gobierno griego y el Eurogrupo obligará a Tsipras a imponer la decimocuarta reforma  de las pensiones. Habrá que ver si, con esta pertinaz receta, la fiebre griega remite o se acaba matando al enfermo.



sábado, 1 de abril de 2017

Que cuarenta y cuatro años no son nada...

La portada de un diario es como una instantánea, la foto fija de un momento histórico. Si algún día los periódicos de papel acaban desapareciendo como proclaman los más agoreros, habrá que ver cómo se las ingenian los historiadores para dilucidar, buceando en el incesante trasiego de los millones de bits que circulan cada día por internet –con información veraz, errores groseros y descaradas mentiras–, la cristalización de un determinado estado de opinión. Una portada es el reflejo de un instante, una condensación de la realidad. Y, como tal, puede mostrar con inusitada crudeza la fugacidad del tiempo, la mutabilidad de los hombres y de las cosas. Al igual que desconcertantes coincidencias.

“Europe, here we come!” (Europa, ¡ya estamos aquí!), titulaba con entusiasmo a seis columnas, el 1 de enero de 1973, el diario británico Daily Mail para celebrar el ingreso del Reino Unido en la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). “Durante diez años el Mail ha hecho campaña por este día. No hemos flaqueado en nuestra convicción de que el mejor y más brillante futuro de Gran Bretaña  está con Europa”, remachaba el rotativo en su primera. Cuarenta y cuatro años, dos meses y veintinueve días después, el mismo Daily Mail reproducía el miércoles en su portada la imagen de la primera ministra Theresa May firmando la carta en que comunicaba formalmente a Bruselas la decisión británica de abandonar la Unión Europea bajo el título “Freedom!” (¡Libertad!). Cuatro décadas después, su fervor europeísta se ha esfumado, volatilizado...

Pero la portada de 1973 del tabloide londinense guardaba también otra noticia llamativa, una coincidencia inesperada: la detención de un dirigente del IRA (Ejército Republicano Irlandés), Martin McGuinnes, arrestado en las proximidades de un coche repleto de explosivos y municiones. McGuinnes, que contaba en ese momento 23 años y era uno de los dirigentes de la organización en Derry, se acabaría convirtiendo con el tiempo en el número dos del Sinn Féin y en uno de los artífices de los acuerdos de paz del Viernes Santo, que en 1998 acabaron con la guerra civil en el Ulster. Una enfermedad genética degenerativa acabó con su vida el pasado 9 de enero, sin tiempo para ver a Theresa May firmando la desconexión de la UE pero suficiente para asumir la inevitabilidad del Brexit. Hoy, la decisión británica de abandonar Europa –y de restablecer, en consecuencia, las fronteras entre Irlanda y el Ulster– podría acabar echando por tierra el proceso de pacificación y propiciar acaso el abandono de Irlanda del Norte del Reino Unido... A fin de cuentas, y a diferencia de lo que pasa con Escocia, el Ulster no necesitaría pedir permiso a Londres para celebrar un referéndum de reunificación de la isla: los acuerdos de Viernes Santo lo prevén directamente si una mayoría en las dos Irlandas así lo desea.

Cuarenta y cuatro años son media vida  para una persona, pero  un suspiro en la Historia. Y una eternidad en política... Suficientes para que argumentos y proclamas cambien del derecho y del revés varias veces sin que en general nadie se ruborice. Rectificar es de sabios, dice el común adagio, no hacerlo –en función de los variables  vientos políticos– parece ser de necios, por lo menos desde un determinado modo de entender la política (que es el que tienen en común David Cameron y Theresa May). En el discurso fundacional del Brexit pronunciado el 17 de enero en Lancaster House, la primera ministra británica prometió un “futuro brillante” para el Reino Unido fuera de la Unión Europea. Poco más o menos lo mismo que hizo una tal Margaret Thatcher el 16 de abril de 1975 para defender, por el contrario, el voto a favor de la permanencia en el referéndum convocado por el gobierno de entonces, en manos de los laboristas.

“No es una sorpresa que, como líder del Partido Conservador, quiera dar mi total apoyo a esta campaña (por el sí), pues el Partido Conservador ha perseguido la visión europea casi  tanto tiempo como ha existido como partido”, declaró de entrada Thatcher, quien   aludió como precedentes a Disraeli, Winston Churchill –que defendió unos Estados Unidos de Europa y en plena guerra ofreció a Francia una federación–, Harold Macmillan y Edward Heath.   “Durante cientos de años  los pueblos de Gran Bretaña han escrito la Historia. ¿Queremos que las futuras generaciones sigan escribiendo la Historia o que simplemente la lean?”, se preguntó la futura Dama de Hierro, quien no  expresó duda alguna sobre lo que debía hacerse: permanecer en Europa para influir en sus decisiones. Escuchando a May parecería que no sólo fuera de otro partido, sino de otra galaxia...

Cierto es que Thatcher, desde Downing Street, viraría después hacia  un euroescepticismo activo y chantajearía constantemente a la UE –al grito de “Give my money back!” (¡Devuélvame mi dinero!)–, pero eso no hace sino confirmar la volatilidad de las convicciones europeas de los tories. Acaso no pasarán muchos años, cuando los efectos perniciosos del Brexit caigan sobre los hombros de los que tan alegremente lo han votado, cuando los británicos vean que  las viejas glorias imperiales no regresarán jamás y que su “gran país” es en realidad un “pequeño país”,  que les volveremos a ver llamando a la puerta. A fin de cuentas, las mayorías también son cambiantes. Y frágiles. Como subrayaban unas compungidas jóvenes británicas europeístas en una pancarta tras el triunfo del Bréxit, el 51,9% de los que votaron por irse de Europa –con una participación del 72,2%– sólo representaban el 37% de los electores. “Y el 37% no es una mayoría”.