@Lluis_Uria
El
senador romano Marco Junio Bruto era un hombre de convicciones. Protegido de
Julio César, quien le profesaba una estima casi filial y cuyo amparo le abría
un magnífico horizonte político, puso sus principios por encima de cualquier
otra consideración cuando, con el fin de salvar a la República, decidió sumarse
a la conspiración que acabó con el asesinato del dictador en el Senado de Roma
el 15 de marzo del año 44 a .C.
(los Idus de Marzo). Según algunos cronistas, César tuvo plena conciencia de
que Bruto –“¡Tú también!”– formaba parte de quienes le estaban apuñalando.
Personaje trágico, Bruto no tenía en cambio ni idea en aquel momento de adónde
iba a conducir el magnicidio. En lugar de evitar la tiranía como buscaba, la
guerra civil que siguió acabaría alumbrando el Imperio.
Hay
mucho de la épica –y la estética– romanas en la saga galáctica iniciada en 1977
por George Lucas con La guerra de las galaxias, donde se relata la interminable
lucha entre los defensores de la República –reagrupados en la Rebelión– y el
Imperio, que trata de afianzarse sobre
sus cenizas con la acción imprescindible de implacables lugartenientes como
Darth Vader y sus epígonos.
En
este combate del bien contra el mal, de la libertad contra la opresión, los
creadores de Star Wars han obviado sistemáticamente sin embargo una realidad
fundamental (y no se trata justamente de que los buenos no siempre triunfan, ya
se sabe, estamos en Hollywood). No, lo que consciente o inconscientemente se
ignora en todas las películas es que el emperador, además de un personaje
oscuro, malvado y calculador, puede ser también una figura extraordinariamente
popular.
General de éxito y patricio, Julio César lo era –y mucho– entre los
militares y la plebe. Infinitamente más, en todo caso, que los miembros del
Senado, percibidos como una casta de aristócratas oligarcas. También lo fue,
por cierto, otro tirano admirador de César, el asimismo victorioso general
Napoleón Bonaparte –quien adoptó algunos símbolos y prácticas políticas de la
antigua Roma, desde el águila o la corona de laurel a los arcos de triunfo y
las columnas conmemorativas de batallas–, capaz de disolver la Revolución
francesa en una dictadura y coronarse después emperador con el aplauso de unas
clases populares anhelantes de ley y orden.
En
este primer cuarto del siglo XXI, el Imperio parece estar, de nuevo, ganando
adeptos en todo el mundo frente a la República. Un reciente estudio de la
Universidad de Cambridge constata una “erosión” general de la democracia en
todos los continentes en la última década. Globalmente, el número de personas
insatisfechas con el sistema democrático –en una muestra de 77 países– ha
pasado del 48% al 58%. En Francia, los sondeos apuntan que más de una tercera
parte de la población (36%) –la mayoría, de clases modestas– considera que hay
“otros sistemas políticos” que pueden ser tan buenos como la democracia y una
mayoría amplia, que en el caso más extremo puede llegar al 77%, apoyaría
restringir las libertades públicas en determinadas circunstancias por motivos
de seguridad.
En
momentos de incertidumbre y zozobra como los actuales, la tentación de recurrir
a la figura protectora y benefactora de un hombre fuerte gana enteros. Y si
guarda un poco las formas, tanto mejor. En un artículo publicado en Foreign
policy, la politóloga Erica Franz, profesora de la Universidad Estatal de
Michigan, subraya que desde la Segunda Guerra Mundial “la mayoría de los
regímenes autoritarios del mundo han tenido parlamentos, partidos políticos y
elecciones parcialmente abiertas celebradas regularmente”. Es una mascarada,
pero funciona: “Los regímenes autoritarios con instituciones pseudodemocráticas
duran bastante más en el poder que los que no las tienen”. Si en los años noventa,
los autócratas disimulados imperaban durante 19 años de media, ahora llegan a
los 27.
La
Rusia de Vladímir Putin, quien pronto cumplirá veinte años en el poder, es una
de estas democracias adulteradas. ¿Podría llegar a serlo algún día Estados
Unidos? Las derivas autoritarias de Donald Trump, con ser inquietantes, no lo
son tanto como la deserción del partido republicano, que –sumiso y entregado a
su líder– no ejerce ningún freno ni contrapoder, como se ha visto en el Senado
con la farsa del juicio del impeachment.
Que
uno de los defensores de Trump osara argumentar ante la Cámara Alta que las
maniobras ilícitas del presidente para asegurar su reelección –en este caso,
extorsionando al primer ministro de Ucrania para perjudicar a un aspirante
demócrata– pueden considerarse de “interés público” demuestra hasta qué punto
la pulsión autócrata de Trump y su
desprecio manifiesto de los principios democráticos se han ido acentuando en
estos cuatro años en la Casa Blanca. “¡El Estado soy yo!”, podría proclamar
emulando a Luis XIV. Su reciente absolución no ha hecho más que agravar su
comportamiento.
El
profesor Stephen M. Walt, especialista de relaciones internacionales de la
Universidad de Harvard, testa regularmente el comportamiento del presidente de
EE.UU. a partir de 10 puntos que a su juicio demuestran el carácter dictatorial
de todo gobernante (entre ellos, la intimidación de los medios de comunicación,
la politización de las estructuras del Estado, el intervencionismo en la
justicia, la demonización de la oposición, la creación de un clima de miedo...)
y alerta que Trump ha cruzado ya diversas líneas rojas: “Las democracias no
enferman y mueren de repente; se derrumban gradualmente, a partir de pequeñas
grietas, cada una de las cuales parece en el momento sin consecuencias. Es lo
que Donald Trump está haciendo, ayudado e incitado por el otrora orgulloso
partido republicano”. Pese a ello, o precisamente por ello, su popularidad sigue intacta entre sus
adeptos y su reelección el próximo noviembre parece más que probable.
Al
amparo del giro autoritario en la Casa Blanca, Xi Jinping consolida en China
–si la crisis del coronavirus no lo impide– un poder personal como no se había
visto desde los tiempos de Mao, Putin prepara en Rusia un cambio constitucional
que consolide su control más allá de su salida del Kremlin, Erdogan aspira a
convertirse en Turquía en nuevo sultán y en el Reino Unido Boris Johnson
concentra cada vez más poder personal. Darth Vader debe sonreír bajo su
tenebrosa máscara.