lunes, 24 de febrero de 2020

Malos tiempos para la Rebelión


@Lluis_Uria

El senador romano Marco Junio Bruto era un hombre de convicciones. Protegido de Julio César, quien le profesaba una estima casi filial y cuyo amparo le abría un magnífico horizonte político, puso sus principios por encima de cualquier otra consideración cuando, con el fin de salvar a la República, decidió sumarse a la conspiración que acabó con el asesinato del dictador en el Senado de Roma el 15 de marzo del año 44 a.C. (los Idus de Marzo). Según algunos cronistas, César tuvo plena conciencia de que Bruto –“¡Tú también!”– formaba parte de quienes le estaban apuñalando. Personaje trágico, Bruto no tenía en cambio ni idea en aquel momento de adónde iba a conducir el magnicidio. En lugar de evitar la tiranía como buscaba, la guerra civil que siguió acabaría alumbrando el Imperio.

Hay mucho de la épica –y la estética– romanas en la saga galáctica iniciada en 1977 por George Lucas con La guerra de las galaxias, donde se relata la interminable lucha entre los defensores de la República –reagrupados en la Rebelión– y el Imperio, que trata de afianzarse  sobre sus cenizas con la acción imprescindible de implacables lugartenientes como Darth Vader y sus epígonos.

En este combate del bien contra el mal, de la libertad contra la opresión, los creadores de Star Wars han obviado sistemáticamente sin embargo una realidad fundamental (y no se trata justamente de que los buenos no siempre triunfan, ya se sabe, estamos en Hollywood). No, lo que consciente o inconscientemente se ignora en todas las películas es que el emperador, además de un personaje oscuro, malvado y calculador, puede ser también una figura extraordinariamente popular.

General de éxito y patricio, Julio César lo era –y mucho– entre los militares y la plebe. Infinitamente más, en todo caso, que los miembros del Senado, percibidos como una casta de aristócratas oligarcas. También lo fue, por cierto, otro tirano admirador de César, el asimismo victorioso general Napoleón Bonaparte –quien adoptó algunos símbolos y prácticas políticas de la antigua Roma, desde el águila o la corona de laurel a los arcos de triunfo y las columnas conmemorativas de batallas–, capaz de disolver la Revolución francesa en una dictadura y coronarse después emperador con el aplauso de unas clases populares anhelantes de ley y orden.

En este primer cuarto del siglo XXI, el Imperio parece estar, de nuevo, ganando adeptos en todo el mundo frente a la República. Un reciente estudio de la Universidad de Cambridge constata una “erosión” general de la democracia en todos los continentes en la última década. Globalmente, el número de personas insatisfechas con el sistema democrático –en una muestra de 77 países– ha pasado del 48% al 58%. En Francia, los sondeos apuntan que más de una tercera parte de la población (36%) –la mayoría, de clases modestas– considera que hay “otros sistemas políticos” que pueden ser tan buenos como la democracia y una mayoría amplia, que en el caso más extremo puede llegar al 77%, apoyaría restringir las libertades públicas en determinadas circunstancias por motivos de seguridad.

En momentos de incertidumbre y zozobra como los actuales, la tentación de recurrir a la figura protectora y benefactora de un hombre fuerte gana enteros. Y si guarda un poco las formas, tanto mejor. En un artículo publicado en Foreign policy, la politóloga Erica Franz, profesora de la Universidad Estatal de Michigan, subraya que desde la Segunda Guerra Mundial “la mayoría de los regímenes autoritarios del mundo han tenido parlamentos, partidos políticos y elecciones parcialmente abiertas celebradas regularmente”. Es una mascarada, pero funciona: “Los regímenes autoritarios con instituciones pseudodemocráticas duran bastante más en el poder que los que no las tienen”. Si en los años noventa, los autócratas disimulados imperaban durante 19 años de media, ahora llegan a los 27.

La Rusia de Vladímir Putin, quien pronto cumplirá veinte años en el poder, es una de estas democracias adulteradas. ¿Podría llegar a serlo algún día Estados Unidos? Las derivas autoritarias de Donald Trump, con ser inquietantes, no lo son tanto como la deserción del partido republicano, que –sumiso y entregado a su líder– no ejerce ningún freno ni contrapoder, como se ha visto en el Senado con la farsa del  juicio del impeachment.

Que uno de los defensores de Trump osara argumentar ante la Cámara Alta que las maniobras ilícitas del presidente para asegurar su reelección –en este caso, extorsionando al primer ministro de Ucrania para perjudicar a un aspirante demócrata– pueden considerarse de “interés público” demuestra hasta qué punto la pulsión autócrata de Trump y  su desprecio manifiesto de los principios democráticos se han ido acentuando en estos cuatro años en la Casa Blanca. “¡El Estado soy yo!”, podría proclamar emulando a Luis XIV. Su reciente absolución no ha hecho más que agravar su comportamiento.

El profesor Stephen M. Walt, especialista de relaciones internacionales de la Universidad de Harvard, testa regularmente el comportamiento del presidente de EE.UU. a partir de 10 puntos que a su juicio demuestran el carácter dictatorial de todo gobernante (entre ellos, la intimidación de los medios de comunicación, la politización de las estructuras del Estado, el intervencionismo en la justicia, la demonización de la oposición, la creación de un clima de miedo...) y alerta que Trump ha cruzado ya diversas líneas rojas: “Las democracias no enferman y mueren de repente; se derrumban gradualmente, a partir de pequeñas grietas, cada una de las cuales parece en el momento sin consecuencias. Es lo que Donald Trump está haciendo, ayudado e incitado por el otrora orgulloso partido republicano”. Pese a ello, o precisamente por ello,  su popularidad sigue intacta entre sus adeptos y su reelección el próximo noviembre parece más que probable.

Al amparo del giro autoritario en la Casa Blanca, Xi Jinping consolida en China –si la crisis del coronavirus no lo impide– un poder personal como no se había visto desde los tiempos de Mao, Putin prepara en Rusia un cambio constitucional que consolide su control más allá de su salida del Kremlin, Erdogan aspira a convertirse en Turquía en nuevo sultán y en el Reino Unido Boris Johnson concentra cada vez más poder personal. Darth Vader debe sonreír bajo su tenebrosa máscara.





 

lunes, 10 de febrero de 2020

Derecho a blasfemar

@Lluis_Uria

Dos minutos son una eternidad cuando dos encapuchados armados entran en la sala donde uno se encuentra y empiezan a disparar. Y sin embargo apenas dan para tratar de comprender lo que está pasando. “Cuando uno no se lo espera, ¿cuánto tiempo hace falta para darse cuenta de que la muerte llega?”. Dos minutos les bastaron a los hermanos Chérif y Said Kouachi para matar a 11 personas en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo en París el 7 de enero del 2015. Philippe Lançon, periodista cultural de Libération y colaborador de la revista, que salvó la vida de milagro –aunque gravemente malherido–, recuerda que instantes antes del ataque el consejo de redacción debatía sobre la novela distópica de Michel Houellebecq Sumisión, en la que el autor imagina una Francia caída bajo la dictadura de la charia. Y, acto seguido, los verdugos...

Lançon, a quien una bala arrancó de cuajo la mandíbula inferior, rememora aquellos momentos y la dura reconstrucción personal posterior en El colgajo (Le lambeau), donde denuncia el abandono –cuando no el desprecio o la censura– que sufrió el semanario  tras la polémica publicación de las caricaturas de Mahoma en el 2006: “Esta ausencia de solidaridad no era sólo una vergüenza  profesional, moral. Contribuyó a hacer de Charlie, aislándole, señalándole, un objetivo de los islamistas”.

Tras el atentado, mucha gente reivindicó a los humoristas asesinados al grito de Je suis Charlie (Yo soy Charlie). Sin embargo, muy pocos fueron Charlie cuando el semanario se convirtió en el centro de la ira del mundo musulmán por el asunto de las caricaturas, o cuando en el 2011 unos desconocidos lanzaron –cual primer aviso– unos cócteles molotov contra su sede. Cinco años después, ¿cuantos Charlies quedan?

Hoy Charlie se llama Mila, una joven estudiante de bachillerato de 16 años obligada a dejar su instituto en Villefontaine (entre Lyon y Grenoble) y a vivir bajo protección después de que unos comentarios ofensivos sobre el islam le hayan granjeado un alud de insultos y de amenazas de muerte y de violación. “El islam es una mierda, a vuestro Dios le meto un dedo por el culo”, respondió la adolescente a través de un vídeo difundido en  las redes sociales a un seguidor musulmán que la había tratado  en Instagram de “puta lesbiana”.

No es una discusión muy educada. Pero no difiere mucho de la ponzoñosa verborrea que cada día inunda las redes sociales. En cierto modo, es también un poco Charlie, estandarte de un humor irreverente y soez,  que busca provocar a base de puro mal gusto. La cuestión, sin embargo, no es ésta. Lo que aquí se dirime no son las formas, sino el derecho a criticar –aún de manera vulgar u ofensiva– la religión.

La polémica alrededor de este nuevo caso ha generado, como hace cinco años, dos movimientos contrarios –#JeSuisMila y #JeNeSuisPasMila– y suscitado un airado debate político en Francia, donde la ultraderecha se está poniendo las botas en detrimento de un izquierda dubitativa, atenazada por el miedo a ser acusada de islamofobia. Que el delegado general del Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), Abdallah Zekri, sugiera que lo que pueda pasarle a Mila es culpa suya porque ella se lo ha buscado –“Quien siembra vientos recoge tempestades”, ha dicho– puede resultar indignante, pero lamentablemente no puede sorprender a nadie. De Salman Rushdie a Charlie Hebdo, es una constante. Mucho más chocante es, en cambio, escuchar a la ministra de Justicia, Nicole Belloubet –quien después se ha visto forzada a rectificar–, sostener que las afirmaciones de Mila constituían “un atentado contra la libertad de conciencia”.

La justicia no lo ha visto así y ha zanjado el asunto rápidamente: la fiscalía de Vienne (Ródano-Alpes) archivó el caso argumentando que, al margen de su tono “ultrajante”, las afirmaciones de la muchacha “tenían como único objeto expresar una opinión personal sobre una religión, sin voluntad de exhortar al odio o a la violencia contra los individuos”. En Francia está penada la incitación al odio o a la violencia, así como la injuria o la calumnia contra las personas. Pero no la blasfemia, que dejó se ser delito en  1881. Atacar a los fieles de una confesión está prohibido, criticar su religión es un derecho. He aquí la delgada frontera donde se concentra toda la presión.

En los últimos meses, la canciller de Alemania, Angela Merkel  –insobornable en su lucha contra la extrema derecha, como se ha visto esta semana en Turingia–, viene repitiendo que la libertad de expresión no puede considerarse un derecho absoluto, sino que tiene sus límites: “Estos límites empiezan cuando vemos actos de demagogia donde se difunde el odio y donde se viola la dignidad de otras personas”, declaró en el Bundestag el pasado diciembre.

¿Es el vídeo de Mila una incitación al odio? Parece claramente excesivo presentarlo así... Sin embargo, es lo que desde algunos sectores musulmanes se pretende ante cualquier opinión que cuestione el islam. El imán  de Roubaix Abdelmonaïm Bousenna, un popular predicador –con más de medio millón de seguidores en Facebook y YouTube– al que se vincula con los Hermanos Musulmanes, denuncia en un vídeo sobre el caso Mila lo que califica de “libertad de expresión de geometría variable” y reivindica el derecho de los musulmanes a expresar su “herida” por las palabras despreciativas de la muchacha.

Aquí es por donde se quiere abrir la brecha, para acabar asimilando una ofensa a la religión a una ofensa a todos los fieles. Y, por tanto, punible. Sólo hace falta que se sientan “heridos”. El riesgo es de envergadura. Porque semejante principio, aplicado de forma general e indiscriminada, podría acabar reinstaurando en nuestras democracias un ambiguo delito de blasfemia. Y el día en que se acalle a Mila o Charlie Hebdo, nos habrán acallado a todos.