domingo, 27 de noviembre de 2016

'Tovarich' François

Pocos días después del fallecimiento de su madre, la historiadora Anne Soulet, el 17 de agosto del 2012, el destronado ex primer ministro francés François Fillon recibió un presente inesperado: el presidente ruso, Vladímir Putin, le envió como muestra de condolencias una botella de vino millésime de 1931, el año de nacimiento de su madre. Un gesto para no olvidar. Como la llamada telefónica que el jefe del Kremlin le había hecho el 7 de mayo, al día siguiente de la derrota de Nicolas Sarkozy frente a François Hollande en las elecciones presidenciales –lo que le dejaba fuera de Matignon–, interesándose por su futuro personal.

Los medios franceses recuerdan estos días ambas anécdotas para remarcar hasta qué punto el ganador de la primera vuelta de las primarias de la derecha francesa, para designar a su candidato a la presidencia de la República en las elecciones del 2017, tiene una estrecha relación con el presidente ruso. Lo que se ha traducido en un posicionamiento político acusadamente conciliador hacia Rusia. Si quien fuera el brazo derecho de Sarkozy en el Gobierno francés entre el 2007 y el 2012 llega el año que viene al Elíseo, la política francesa hacia Moscú podría experimentar una brusca reorientación.

 “Lo que yo propongo es que nos sentemos alrededor de una mesa con los rusos, sin pedir permiso a Estados Unidos, y que restablezcamos el vínculo, la confianza, que permita amarrar a Rusia a Europa”, argumentó en su cara a cara del jueves por la noche con su contrincante, el también ex primer ministro Alain Juppé. Para Fillon, la política seguidista de François Hollande respecto a Washington en este terreno ha sido “absurda” y si dentro de  seis meses se hace con la presidencia de la República se propone dar un golpe de timón. Fillon no ha ocultado nunca que está en contra de la aplicación de sanciones económicas a Moscú por su intervención en Ucrania y la anexión ilegal de Crimea –“No es realista”, ha argumentado–, de la misma forma que aboga por establecer una alianza con Rusia en el complejo tablero sirio –aunque sea a costa de mantener temporalmente al sanguinario Bashar el Asad en el poder en Damasco– con tal de acabar con la amenaza del Estado Islámico (EI). Un giro de 180 grados.

No es la primera vez que François Fillon defiende públicamente tales planteamientos. Lleva tiempo haciéndolo. Incluso en foros donde a priori debería haber sido más comedido. Como cuando en septiembre del 2013, en una intervención en el marco del Club Valdai, en Moscú,  se permitió criticar implícitamente la política del presidente Hollande reclamando que Francia recobrara su independencia de acción. Por entonces, París –que curiosamente era el más guerrero– y Washington amenazaban con una intervención militar directa en Siria contra el régimen de El Asad. “Desde hace tres años digo y repito que a base de hacer de la marcha de El  Asad nuestra prioridad, hemos dejado ganar terreno al EI y malogrado la oportunidad de construir una verdadera coalición internacional (...) En este contexto sólo una potencia ha demostrado realismo: Rusia”, escribió el pasado mes de abril en una tribuna en Marianne.

A priori pocas cosas deberían acercar a François Fillon, un conservador tradicional-católico de las buenas familias del Sarthe –con su château incluido–, y a Vladímir Putin, un hombre extraído de los servicios secretos de la extinta Unión Soviética (a no ser que el mapa  de Europa incluido en el programa de Fillon, donde salen por error las fronteras de la antigua RDA, país en el que sirvió Putin como espía, pueda considerarse un acto fallido). Tampoco las trayectorias políticas de ambos hombres les colocaban, en principio, en la misma órbita. Sin embargo, a veces el destino –o el azar– es juguetón.

 Si Fillon y Putin llegaron a establecer la relación que hoy mantienen se debe a la confluencia de dos factores casuales: el impensable retraimiento de Nicolas Sarkozy –que como presidente de la República tenía el monopolio de la política exterior– y la coyuntural autodegradación de Putin de presidente a falso primer ministro –turnándose el cargo con Dmitri Medvédev– con tal de conservar el poder real. “Nunca estrecharé la mano de Putin”, había proclamado el inflamado e inflamable Sarkozy durante la campaña electoral del 2007, cerrándose la puerta y abriéndosela a Fillon. Durante  cuatro años, el primer ministro francés y el ruso se vieron con frecuencia –dos o tres veces al año– y  forjaron una relación política y personal      –visitas a la dacha de Putin incluidas– que si no puede calificarse de amistad  sí está basada en el mutuo reconocimiento y respeto.

 “No es alguien que se contente con  las relaciones habituales entre jefes de gobierno. Te guste o no, hay que estar ahí, hay que dedicarle tiempo. Una entrevista con él no dura menos de tres horas. Pero cuando termina en un acuerdo, es un acuerdo respetado”, decía Fillon en el 2013 según una información de L’Express. Para el ex primer ministro francés, Putin “es un bulldog, pero tiene también un lado cálido y sensible”. Ambos se tutean casi desde el principio.

No es de extrañar pues que, después de la inopinada elección de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos –que no ha ahorrado elogios a Putin y ha hecho de la normalización de las relaciones con Rusia una de sus divisas–, en el Kremlin crean que les ha tocado la lotería. “Fillon  es un hombre recto, un gran profesional”, comentó el presidente ruso tras la victoria del ex jefe del Gobierno francés en la primera vuelta de las primarias, subrayando su “buena relación personal”. Menos contenido, el senador ruso Alexéi Pushkov, dio rienda suelta a su entusiasmo: “Ha sido una victoria sensacional”.

 

sábado, 12 de noviembre de 2016

De Susan a Hillary

Rochester es una ciudad industrial de 250.000 habitantes en el norte del estado de Nueva York, a orillas del lago Ontario, no muy lejos de las cataratas del Niágara. Fuera de Estados Unidos puede que su nombre no diga demasiadas cosas a la mayoría de la gente. Seguramente les diría más saber que allí nacieron o están radicadas tres históricas empresas norteamericanas, Eastman Kodak –herida de muerte por el advenimiento de la fotografía digital–, Xerox  y  Bausch & Lomb. Como tantas otras ciudades del llamado cinturón de óxido de EE.UU., en las últimas décadas ha sufrido los efectos de la desindustrialización y la crisis económica, hasta el punto de ocupar –según un estudio difundido el mes de mayo por el US Bureau of Labor Statistics– el humillante último lugar en el ránking de áreas metropolitanas estadounidenses por crecimiento económico. Y, aunque no se ha hundido como le pasó a Detroit, rema desde hace tiempo a contracorriente.

En el cementerio Mount Hope de Rochester –un nombre que es toda una declaración de intenciones– está enterrada Susan B. Anthony (1820-1906), sufragista de primera hora y un símbolo en Estados Unidos de la lucha por la emancipación de la mujer y el reconocimiento de sus derechos civiles. El martes, después de votar por Hillary Clinton, numerosas mujeres acudieron a su tumba y engancharon la pegatina –“Yo he votado hoy”– que acreditaba su paso por el colegio electoral. Era un homenaje. Y a la vez un acto de militancia feminista.

Nacida en una familia de cuáqueros, desde muy joven Susan B. Anthony tuvo un acendrado sentido de la justicia y muy pronto, tras haber trabajado como profesora en una escuela femenina, se dedicó en cuerpo y alma a defender los derechos de las mujeres. Y en primer lugar, el derecho al voto. Su activismo y el de otras compañeras de viaje, como Elizabeth Cady Stanton y Lucy Stone, consiguió que a partir de Wyoming en 1869 una serie de estados reconocieran el derecho de voto a las mujeres, hasta que en 1920 se extendió a todo Estados Unidos a través de la 19ª enmienda. Susan B. Anthony no llegó a verlo, como tampoco vio a la primera mujer que alcanzó un acta en la Cámara de Representantes en 1917, Jeannette Rankin (la única congresista, por cierto, que en 1940 tuvo la osadía y el coraje de votar contra la entrada de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial tras al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, lo cual le valió el ostracismo político eterno)

Desde entonces, un total de 313 mujeres han ocupado un asiento en la Cámara de Representantes o el Senado de EE.UU. y muchísimas más han tenido puestos de responsabilidad como alcaldesas, gobernadoras o altos cargos de la administración federal. Las elecciones del martes han arrojado algunos resultados interesantes. Como la elección de la primera inmigrante somalí y de la primera indo-norteamericana en la Cámara de Representantes –Ilhan Omar, por Minnesota, y Pramila Jayapal, por Washington–, la primera latina en el Senado –Catherine Cortez Masto, por Nevada– y la primera gobernadora declaradamente lesbiana –Kate Brown, en Oregón–. Pero la representación femenina global en el Capitolio, sin embargo, no se ha movido ni un milímetro: en las nuevas cámaras habrá 103 mujeres –83 representantes y 20 senadoras– sobre un total de 535 congresistas, exactamente el mismo número que antes. Si aquí la causa femenina no ha avanzado, tampoco ha triunfado en el gran reto histórico que tenía planteado: situar por primera vez a una mujer en la Casa Blanca.

Múltiples son los factores que contribuyen a explicar la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, en la que ha resultado decisivo el giro experimentado por el voto de los trabajadores del arco industrial del norte del país –los obreros blancos castigados por la desindustrialización y la precarización laboral, que ven la globalización y la inmigración extranjera como una amenaza–, donde el candidato republicano ha obtenido sus mayores ganancias respecto a cuatro años atrás. Y diversas son también las circunstancias que sin duda han favorecido la derrota de la candidata demócrata: su vinculación con el establishment, su frialdad y falta de empatía, su imagen elitista, sus arranques de soberbia –¿a quién se le ocurre    la insensatez de llamar “deplorables” a los votantes de su rival, a quienes debería haber tratado de seducir?–, su más que sobrada preparación –¿o no ha sido siempre más popular el gamberro de la clase que el empollón?–...

El tiempo  y los  expertos en demoscopia dirán hasta qué punto la ha penalizado también el hecho de ser mujer. Aunque la intuición y un cierto conocimiento de la psique masculina –por lo menos, de una parte de los ejemplares de la especie– permitirían ya  afirmar que así ha sido. Seguramente, una proporción ignota pero no desdeñable de sus votantes masculinos  podía identificarse con naturalidad con las posturas más obscena y estúpidamente machistas del nuevo presidente electo de Estados Unidos.

Hillary Clinton no ha alcanzado su objetivo de llegar a la Casa Blanca por su propio pie, no ha logrado romper el techo de cristal. A sus 69 años, ya no lo hará. Pero ha abierto el camino para que otra mujer lo acabe consiguiendo. “A todas las niñas que estáis viendo esto, no dudéis de vuestra valía y capacidad, y de que merecéis todas las oportunidades del mundo para perseguir y alcanzar vuestros propios sueños”, declaró en su discurso de aceptación de la derrota. Harían bien en creerla. Hillary Clinton perdió. Pero lo hizo a causa del sistema electoral, porque en realidad, en términos absolutos, fue la candidata más votada: en el estado actual del recuento oficial, por 60,4 a 60 millones de votos, 400.000 de ventaja. En Rochester, la patria de Susan B. Anthony, rodeada de una marea republicana, ganó además por 54% a 40%. Más que un homenaje.


El ocaso de los halcones

Antes, mucho antes, de que Estados Unidos se convirtiera en el gendarme del mundo, fue un país tentado por el ensimismamiento. El aislacionismo fue, de hecho, la corriente política dominante desde su fundación, principalmente en el partido republicano. Y ya desde el temprano año 1796, el presidente George Washington dejó establecido este principio en su carta de despedida a la nación (Farewell Address), donde abogaba por aprovechar la situación aislada y lejana del país para mantenerlo a distancia de las querellas europeas, evitar “alianzas permanentes con cualquier parte del mundo exterior” y seguir una política esencialmente defensiva. La Segunda Guerra Mundial –más que la Primera- acabó con la pretensión de neutralidad. Desde entonces, el intervencionismo –más o menos estrepitoso- ha sido la marca predominante.

La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca en el 2008 cambió la ecuación y, aunque tras dos mandatos consecutivos no ha sido capaz culminar la prometida retirada de Afganistán, el presidente saliente puso fin a las aventuras bélicas de su predecesor. Si George W. Bush embarcó a Estados Unidos en el 2003 en Irak en su guerra más desastrosa –la aparición del Estado Islámico es el fruto más genuino de aquella calamitosa empresa-, Obama ha resistido a la tentación, y a las presiones europeas, para embarcarse en nuevas intervenciones en Libia y en Siria. ¿Cambiará esta línea la llegada a la Casa Blanca de Hillary Clinton o Donald Trump? Todo indica que no.

Doscientos veinte años después de su carta de adiós, George Washington estaría encantado de escuchar lo que va diciendo y repitiendo en sus mítines e intervenciones públicas el sulfuroso Donald Trump. En política exterior, el magnate neoyorquino es una paloma frente a la casta de halcones que anidan en Washington, pero sus posiciones no son una rareza. Por el contrario, enlazan con la histórica tradición republicana del aislacionismo y, sobre todo, con un arraigado sentimiento de repliegue en la opinión pública norteamericana. Cuando Trump sostiene que EE.UU. ya ha pagado demasiado por la defensa de los demás y que, a partir de ahora, cada cual –sus aliados en Europa y en Asia- deberá empezar a sacarse sus propias castañas del fuego; cuando se muestra partidario de alejarse del eterno polvorín de Oriente Medio y de reencontrar una relación apaciguada con el ruso Vladímir Putin; cuando promete que si es presidente se centrará en la política interna y dedicará prioritariamente sus esfuerzos a los problemas de los ciudadanos estadounidenses, está diciendo lo que el país quiere escuchar.

Un reciente sondeo realizado, este mes de octubre, por Survey Sampling International para el Instituto Charles Koch, constata que una amplia mayoría de norteamericanos considera que la política exterior de los últimos quince años –tras los atentados del 11-S- ha hecho que EE.UU. sea hoy un país menos seguro (53%) y que también lo sea el mundo en su conjunto (51%). Y esa mayoría se convierte en aplastante (75%) a la hora de considerar que el próximo presidente debería reducir las intervenciones militares en el exterior o expresar dudas al respecto. “Este sondeo muestra la desconexión entre la élite de la política exterior de Washington, que apoya una postura activa, agresiva, y la opinión pública norteamericana, que observa con cautela las repetidas aventuras en el exterior”, sostiene William Ruger, vicepresidente del Instituto Charles Koch.

Resulta evidente que Trump ha conectado con una parte sustancial de los estadounidenses en este como en otros terrenos, incluida una parte también de los votantes conservadores. Y no únicamente en lo que respecta a las intervenciones militares en el exterior, sino también a la política de tratados comerciales internacionales: Trump ha cuestionado también la firma del Acuerdo Transpacífico (TPP) con los principales países asiáticos salvo China, y el todavía en suspenso Acuerdo Trasatlántico (TTIP) con Europa, arrastrando en ello también a Hillary Clinton, ya presionada por al ala izquierda de sus votantes pro Bernie Sanders…

Politólogos estadounidenses, y no estadounidenses, consideran que el discurso de Trump ha arraigado suficiente como para que sobreviva a su promotor en el caso de que sea derrotado por Hillary Clinton, y que una parte del Grand Old Party (GOP) ha roto de hecho con la línea oficial de los republicanos por lo que hace a la política exterior. “No creo que el trumpismo sea el futuro inevitable del partido republicano, pero alguna forma de conservadurismo nacionalista probablemente va a perdurar. No va a desaparecer por el hecho de que pierda”, sostenía Colin Dueck, de la Universidad George Mason, en un artículo publicado por Foreign Policy.  Al otro lado del Pacífico, el profesor  Ken Jimbo, de la Universidad de Keio e investigador del Canon
Institute for Global Studies (CIGS), considera que “más allá de Trump, hay una corriente de fondo en Estados Unidos que empuja hacia el aislacionismo” y, en última instancia, a que EE.UU. devenga “un país normal”. Lo que a su juicio sería un desastre.

¿Y Hillary Clinton? Comparada con Donald Trump, la candidata demócrata, ex secretaria de Estado con Obama entre el 2009 y el 2013, aparece como un halcón. Más allá de su imagen en la Situation Room de la Casa Blanca siguiendo en directo la operación de caza de Bin Laden, es conocido su antiguo posicionamiento en favor de la guerra de Irak en el 2003 y su inclinación por intervenir también en Libia en el 2011 (algo que finalmente se dejó básicamente en manos de británicos y franceses). A priori, pues, parecería que en caso de resultar elegida presidenta seguiría más bien la política exterior tradicional de las últimas décadas, corrigiendo incluso la línea de Obama. Pero no está tan claro que, aún cuando esa fuera su intención, Hillary Clinton pudiera sustraerse a los deseos de la corriente principal de la opinión pública.

Por el contrario, hay quien piensa, como Stephen M. Walt, profesor de la Universidad de Harvard, que si la candidata demócrata llega a la Casa Blanca no tendrá más remedio que focalizarse en las reformas internas y dedicar sus esfuerzos presupuestarios principales a relanzar la economía con un vasto programa de inversiones en infraestructuras, en lugar de en costosas acciones bélicas, si quiere ser reelegida para un segundo mandato. En un artículo titulado “¿Por qué estamos tan seguros de que Hillary será un halcón?”, expresa sus numerosas dudas al respecto y llega a la siguiente conclusión: “Como todos los presidentes de Estados Unidos, Hillary Clinton, se esforzaría indudablemente en mantener a EE.UU. como número uno en las áreas críticas de poder global, y no hay duda de que hablará mucho sobre la responsabilidad global de América, su carácter “excepcional”, su indispensable liderazgo, bla, bla, bla. Pero si es inteligente, habrá principalmente palabras y no mucha acción”.





miércoles, 2 de noviembre de 2016

El resurgimiento de Japón

El Gobierno Abe busca recuperar peso en el terreno económico y militar
Con el restablecimiento del poder imperial en Japón en 1868 y el fin del régimen feudal de los samurais, los nuevos gobernantes tuvieron que afrontar el desafío de la perentoria presencia de las potencias occidentales en Asia. Para no sucumbir a sus ansias colonialistas, se marcaron una doble divisa que era también un doble objetivo: “Nación rica y ejército fuerte”, en japonés f ukoku kyohei. Aquel cambio marcó el inicio de la modernización acelerada de Japón, que se convirtió en una potencia económica y militar. La situación actual tiene muy poco que ver con la de finales del siglo XIX y el Gobierno del conservador Partido Liberal Democrático (PDL) no se parece en nada al del emperador Meiji, pero en cierto modo la política del primer ministro Shinzo Abe, empeñado en revitalizar la aletargada economía japonesa y recuperar para Japón un mayor papel internacional –a base, entre otras cosas, de abrir la puerta a mayores compromisos militares en el exterior–, parece responder al mismo principio del fukoku kyohei. Japón quiere regresar a la primera línea, ser tenido de nuevo en cuenta, pero afronta dificultades importantes.
El 2010 marcó un punto de inflexión: China desbancó ese año a Japón como segunda potencia económica mundial y, por ende, como país hegemónico en Asia. No fue un hecho casual. Después de varias décadas de crecimiento acelerado, el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria a principios de los años 90 arrojó a Japón en la recesión. Desde entonces, el país ha sufrido un prolongado periodo de débil crecimiento que el primer ministro Abe se propuso combatir, tras su primera elección en el 2012, a través de un programa de choque internacionalmente conocido como Abenomics. El plan tenía tres ejes o flechas, por utilizar la jerga gubernamental: una política monetaria destinada a salir de la deflación, un programa de inversiones públicas para relanzar la actividad económica y una serie de reformas estructurales para aumentar la competitividad. Sin embargo, lastrados también por una economía mundial poco animosa, los resultados han sido hasta ahora más bien magros. El crecimiento sigue átono –eso sí, especificidad japonesa donde las haya, el paro se mantiene en el 3,1%– y el objetivo de inflación parece inalcanzable, así que en junio el Fondo Monetario Internacional instó al Gobierno japonés a revisar su plan.
“ Abenomics lleva tres años y medio en marcha y se renueva cada año, el pasado mes de junio se aprobó la cuarta versión”, explica Takeshi Komoto, director de la Oficina de Revitalización Económica, quitando hierro a las admoniciones exteriores. En esta cuarta versión el proyecto estrella es la reforma laboral, que el Gobierno confía en poder enviar al parlamento en marzo del año que viene, aunque las medidas más prioritarias podrían avanzarse a este año. El plan gubernamental no busca únicamente flexibilizar el mercado del trabajo como se ha hecho en otros países, sino “cambiar la forma de trabajar”. Su doble gran objetivo es impulsar un mayor acceso de la mujer al mercado laboral –a través de la reducción de las largas jornadas de trabajo y de ayudas para el cuidado de niños y ancianos–, como vía para prevenir una futura penuria de mano de obra, y equiparar salarialmente a los trabajadores “no formales” –temporales, que representan un tercio del total– con los fijos, una medida que busca revitalizar el consumo, el gran talón de Aquiles de la economía japonesa. “Es necesario cambiar la forma de trabajar, no sólo desde una perspectiva económica, sino también social”, concluye Komoto.
Las largas jornadas de trabajo se han convertido en un verdadero problema de salud social. La legislación japonesa establece una semana laboral de 40 horas, pero ésta puede aumentar fácilmente a 60 si hay un acuerdo al respecto y superar aún esa cifra en caso de que haya un “acuerdo especial”. “En algunos estratos laborales hay claramente un exceso de trabajo y en algunas empresas se están llegando a acuerdos para poner un límite”, constata el profesor Koichiro Imano, de la Universidad de Gakushuin. Estos días la sociedad japonesa asistía en la prensa a nuevas revelaciones sobre la muerte de una empleada de la empresa Dentsu, Matshuri Takahasi, una joven de 24 años en estado de depresión que se suicidó después de haberse visto obligada a trabajar 105 horas extras al mes. La presión laboral no es la única causa, pero los expertos apuntan al incremento de la precariedad laboral como una de las razones de que Japón se haya convertido en el país desarrollado con más suicidios del mundo: más de 25.000 casos al año.
A Shinzo Abe, pese al optimismo voluntarista de su Gobierno, le queda aún mucho trabajo por delante para levantar la economía del país y devolverle la potencia de antaño. Las previsiones de crecimiento de la OCDE para Japón este año son del 0,7% y para el año que viene del 0,4%, mientras la deuda pública se acerca al nivel estratosférico del 250% del PIB, y el Banco de Japón ha admitido –ayer mismo– que no alcanzará el objetivo del 2% de inflación hasta el 2019. Pero si el horizonte económico es complicado, el panorama internacional todavía lo es más, a la vista de cómo se han multiplicado las tensiones en el último año en la región Asia-Pacífico, donde se juega como telón de fondo una lucha feroz por la hegemonía entre China y Estados Unidos.
China no sólo se ha convertido en la primera potencia económica de Asia, sino también en la militar. Y eso es algo que lleva a los japoneses de cabeza. “China y Corea del Norte acumulan más equipamiento militar que el resto de los países de la zona, incluyendo EE.UU.”, subraya Norifumi Kondo, subdirector de la División de Política de Seguridad Nacional del Ministerio de asuntos Exteriores japonés, quien añade como motivo de inquietud el espectacular aumento del presupuesto de defensa declarado por el Gobierno chino: “Ha sido del 360% en diez años, y aún creemos que el gasto real es superior”. La política de reivindicaciones territoriales de Pekín en el Mar de China Meridional, que Tokio juzga un intento unilateral de cambiar el statu quo, y sus maniobras en torno a las islas Senkaku, en el Mar Oriental, constituyen una de las amenazas para la seguridad que percibe el Gobierno japonés.
Las recientes maniobras del presidente filipino Rodrigo Duterte, anunciando el final de su alianza militar con Estados Unidos y su acercamiento a China –pese al contencioso que Manila mantiene con Pekín en torno a las islas Spratly–, han añadido incertidumbre sobre una cambio radical en el actual equilibrio estratégico. A Tokio sólo le faltaría ahora que un Donald Trump presidente de EE.UU. confirmara su intención de inhibirse en la defensa de Japón y Corea del Sur.
La otra gran amenaza en la región y probablemente la principal es, naturalmente, Corea del Norte, que en los últimos meses ha multiplicado sus pruebas militares. “En cinco años –ilustra Kondo– el líder norcoreano, Kim Jong Un, ha realizado muchos más ensayos nucleares y lanzamiento de misiles balísticos que su padre en quince años”, lo que le ha permitido “mejorar su tecnología y su precisión”.
En este contexto, el primer ministro Abe impulsó el verano pasado la aprobación de un presupuesto de defensa récord de 50.200 millones de dólares –con el fin básicamente de desarrollar un sistema de defensa antimisiles– y el año pasado adoptó probablemente su iniciativa política más controvertida: una reforma legislativa que, en la práctica, fuerza el espíritu de la Constitución pacifista de 1947 –cuyo artículo 9 proclama la renuncia a la guerra y a la fuerza– para abrir la puerta a la intervención exterior de las Fuerzas de Autodefensa japonesas. Tokio sostiene que no abandona ningún principio, que sólo aspira a ser un país normal, y justifica este cambio asegurando que Japón pretende poder jugar un papel más activo en misiones internacionales de mantenimiento de la paz.
Pero es igualmente cierto –y así lo vio buena parte de la sociedad japonesa, que se opuso a la reforma– que las nuevas cláusulas abren la puerta a una directa implicación militar de Japón en el caso de una escalada en la región, sin necesidad de ser atacado directamente. Bastaría que lo fuera su principal aliado y garante de su seguridad: Estados Unidos.

El país del sol poniente

Japón, el antiguo imperio del Sol Naciente, es un país en declive. Demográficamente en declive. Y este es probablemente el reto más importante que deberá afrontar en los próximos decenios. De acuerdo con las últimas proyecciones del Ministerio de Trabajo japonés, en el año 2060 el 40% de la población japonesa tendrá más de 65 años –porcentaje que era del 12% a principios de los años noventa–, siendo especialmente acusada en la franja de los mayores de 75 años, que serán el 27%. Semejante panorama augura de entrada fuertes tensiones presupuestarias para el actual sistema de pensiones, que deberá ser reformado, y para la asistencia sanitaria de los mayores, ya que se prevé asimismo un aumento proporcional de los afectados de demencia senil y otras causas de dependencia. Paralelamente, la población joven e infantil seguirá reduciéndose, lo que augura asimismo un problema claro de penuria de fuerza laboral. La causa de que Japón sea hoy ya el país más envejecido del mundo es la baja natalidad. Los bajos salarios y la precariedad laboral, además de un retraso en la maternidad de las mujeres, explican según el demógrafo Ryo Oizumi este descenso de la fecundidad. En los últimos tiempos, ante este panorama y sin duda inhibidos ante la nueva mujer, algunos hombres jóvenes rechazan casarse y renuncian incluso a mantener relaciones sexuales. Las chicas les llaman irónicamente “vegetarianos”.

“China debe respetar el imperio de la ley”

ENTREVISTA a Nobuo Kishi, viceministro de Asuntos Exteriores de Japón

Aunque su apellido, adquirido de su familia adoptiva, no dé ninguna pista, Nobuo Kishi, de 57 años, es el hermano menor del primer ministro japonés, Shinzo Abe, y una de las figuras emergentes del Gobierno nipón. Viceministro de Asuntos Exteriores desde el pasado mes de agosto, Nobuo Kishi empezó trabajando profesionalmente en la corporación Sumitomo antes de dedicarse a la política y ser elegido por primera vez diputado en el 2004.
La región Asia-Pacífico ha experimentado en los últimos tiempos un incremento de la tensión. ¿Cómo juzga la situación?
Esta región alberga muchos países emergentes, con recursos humanos muy ricos, y en los últimos años se ha convertido en la fuerza motriz que dirige la economía mundial. Hoy es el centro del crecimiento económico del mundo. Pero, como usted ha dicho, en esta región se están incrementando también las tensiones. Y cada vez es más grave la situación en cuanto a la seguridad. Corea del Norte realizó el pasado mes de septiembre su quinto ensayo nuclear y en los últimos meses ha lanzado numerosos misiles balísticos, lo que implica que han entrado en una fase nueva de amenaza. No podemos admitir esta situación, pensamos responder de forma firme y resuelta, a través de la adopción de nuevas resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU con sanciones, al margen de las que pueda tomar Japón por su parte. Además, tenemos un problema muy serio de secuestro de ciudadanos japoneses en Corea del Norte. Nuestro objetivo es encontrar una salida para resolver todos estos problemas de forma integral.
¿Es este es el mayor riesgo que percibe Japón en estos momentos? ¿Cuál sería a su juicio la forma de obligar a Pyonyang a respetar las leyes internacionales?
En un periodo muy corto, Corea del Norte ha realizado ensayos nucleares y ha lanzado misiles balísticos, incluyendo algunos lanzados desde submarinos. Cuatro misiles en total alcanzaron la zona económica exclusiva de Japón. Esto demuestra que Corea del Norte ha elevado su capacidad y ha entrado en una nueva fase que implica una nueva y mayor amenaza. Por tanto, la comunidad internacional debería tomar medidas distintas, más resueltas, que las medidas convencionales. Para poder cambiar el comportamiento de Corea del Norte, haría falta incrementar la presión sobre el régimen. Como España y Japón son ahora miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, esperamos coordinarnos con el Gobierno español con el fin de adoptar nuevas sanciones.
Ha hablado usted del secuestro de ciudadanos japoneses. Su Gobierno ha identificado una docena de casos, perpetrados en las décadas de los setenta y ochenta...
Es una violación muy grave de los derechos humanos fundamentales y un reto para toda la comunidad internacional. Es un tema que debe seguir siendo discutido en el Consejo de Seguridad. El primer ministro Abe ha mostrado su firme voluntad de resolver pronto este problema. Y esperamos cooperar con España en este terreno también. El problema del secuestro de ciudadanos es muy serio, tiene que ver con la soberanía y con los derechos de los japoneses. Es un problema entre Japón y Corea del Norte, pero para resolverlo necesitamos contar con la comprensión y cooperación de otros países. La UE y Japón presentamos cada año conjuntamente una propuesta de resolución al respecto en el Consejo de Seguridad. Esperamos que se profundice la discusión sobre este problema y se incremente el interés por resolverlo.
La actuación de Corea del Norte es según usted la principal amenaza para la paz, pero no es el único foco de tensión en la región.
En efecto, nosotros albergamos asimismo una preocupación muy seria por el intento de cambiar unilateralmente el statu quo en el Mar de China Oriental y en el Mar de China Meridional. Cualquier problema debe ser resuelto de forma pacífica y por canales diplomáticos, no por la fuerza, sino de acuerdo con las leyes internacionales. Vamos a desarrollar la cooperación con otros países involucrados con el fin de conseguir que prevalezca el imperio de la ley en el mar.
¿Cómo juzga la política de China en estas aguas?
Japón y China compartimos una responsabilidad muy importante en la paz y la prosperidad de esta región. Por tanto el crecimiento pacífico de China es una oportunidad muy importante tanto para Japón como para el mundo. Al mismo tiempo el intento de cambiar unilateralmente el statu quo en el Mar de China Meridional y Oriental, el incremento de los gastos militares no transparentes, constituyen una preocupación muy seria, no solamente para los países vecinos sino también para la comunidad internacional. En el aspecto económico Japón y China tienen una relación de interdependencia, en China están establecidas muchas empresas japonesas y trabajan muchos japoneses. Por eso pensamos que es muy importante pedir a China, en cooperación con la comunidad internacional, que incremente la transparencia, siga las reglas y respete el imperio de la ley, tanto en el ámbito económico como en el diplomático y en el de la seguridad.
¿Se han resentido las relaciones bilaterales por esta causa?
El pasado 5 de septiembre, con ocasión de la cumbre del G-20, el primer ministro Abe se reunió con el presidente Xi Jinping. En esa reunión se reafirmó el objetivo común de promover el diálogo así como la cooperación sobre los retos comunes, de acuerdo con el principio básico de una relación estratégica de mutuo beneficio. En ese sentido, esperamos poder mejorar la relación entre ambos países de forma estable y desarrollar una cooperación en una perspectiva amplia en ámbitos como la economía, el medio ambiente, la demografía, el turismo o la prevención de desastres.
Uno de los problemas bilaterales que subsisten entre Japón y China es la disputa sobre las islas Senkaku. En los últimos meses, Pekín ha multiplicado las acciones en esa zona, ¿cómo aborda su Gobierno esta situación?
Primero de todo quiero decir que no hay ninguna duda de que las islas Senkaku forman parte inherente del territorio japonés, tanto históricamente como de acuerdo con la ley internacional. Japón gobierna además, efectivamente, las islas Senkaku. En consecuencia, para nosotros no existe un problema de derecho territorial. Hasta la década de los años setenta, China no había reclamado nunca el derecho territorial sobre las Senkaku. Y hasta diciembre del año 2008 nunca un buque del Gobierno chino había entrado en aguas territoriales de Japón alrededor de estas islas. Sin embargo, recientemente, China ha intensificado su intención de cambiar unilateralmente el statu quo alrededor de estas aguas. A principios de agosto, un número extraordinario de barcos públicos de China llegó a los alrededores de las aguas de las Senkaku, penetrando en aguas territoriales de Japón con frecuencia. Antes, en junio, buques de guerra chinos entraron por primera vez en la zona contigua, en lo que constituyó un movimiento anormal. Por supuesto, Japón no puede aceptar nunca el intento de cambiar unilateralmente el statu quo por parte de China y, por tanto, tomará las medidas necesarias de manera firme y resuelta, pero con serenidad.
En el 2018 se cumplirán 150 años del establecimiento de relaciones diplomáticas oficiales entre Japçon y España. ¿Cómo valora el estado de las relaciones bilaterales?
Japón y España tienen una larga historia de intercambio a lo largo de más de 400 años (la primera misión japonesa a España data de 1614), para nosotros es uno de los amigos más antiguos de Europa. Yo soy natural de Yamaguchi, el lugar donde Francisco Javier inició la evangelización, en cierto modo Yamaguchi podría ser el lugar de encuentro entre Japón y España. Por este hecho, yo personalmente abrigo una simpatía especial hacia España. Japón y España comparten valores básicos, como la libertad, la democracia, el imperio de la ley y los derechos humanos. En el Consejo de Seguridad de la ONU cooperamos de forma estrecha. En ese sentido, España es un socio muy importante para Japón. España es una plataforma para Japón para entrar en América Latina y, de la misma forma, Japón puede ser una puerta para España para entrar en Asia, por lo que somos mutuamente importantes. Yo realizaré mis mayores esfuerzos para el desarrollo de la relación entre los dos países.