sábado, 21 de noviembre de 2020

Un golpista en la Casa Blanca


@Lluis_Uria

No lleva tricornio, sino gorra –Make America great again–, y por ahora no empuña una pistola, sino sólo sus palos de golf. Pero la voluntad última de Donald Trump, atrincherado en  el despacho oval y negándose a reconocer su derrota electoral frente al demócrata Joe Biden, no difiere tanto de la que condujo al teniente coronel Tejero a asaltar el Congreso de los Diputados un triste 23 de febrero de 1981: dar un golpe de Estado para subvertir el orden democrático y tomar o –en el caso del presidente de Estados Unidos– retener el poder. Trump quizá no tenga los medios para poner de rodillas a la democracia americana –aunque la purga decidida estos días en el Pentágono es algo más que inquietante–, pero ese es su anhelo inequívoco. Y lo más grave es la complicidad del antaño respetable Partido Republicano, convertido en un club de hooligans de extrema derecha.

Nada en la actitud de Trump es sorprendente. Lo que pretendía hacer lo anunció, de hecho, hace ya cuatro años. En las  elecciones del 2016 ya advirtió que sólo aceptaría el resultado si ganaba. Como ganó –gracias a un sistema electoral trucado y poco democrático–, no hubo cuestión. De cara a las elecciones del pasado 3 de noviembre hizo exactamente lo mismo y mucho antes de esa fecha ya denunció un supuesto fraude masivo en favor de su rival. Constatada su derrota –insoportable para él–, Trump no ha hecho más que profundizar esta vía: desacreditando la limpieza de la elección, asegurando que él es el ganador  y que es víctima de un robo –esta semana aún sostenía que el sistema “borró 2,7 millones de votos” en su favor y “decenas de miles” se los dieron a Biden– y negándose a reconocer la victoria de su adversario.

De hecho, la Administración de Servicios Generales, el organismo encargado de certificar el resultado de la elección y de activar la transición de poder –algo que acostumbra a cumplimentar en horas– se resiste a hacerlo, por más que la victoria de Biden sea ya indiscutible: el viernes se confirmó que había ganado también en Arizona y Georgia, de modo que finalmente cuenta con 306 delegados frente a los 232 del republicano.

Pese a tal contundencia, Trump y su partido han movilizado a cientos de abogados para tratar de impugnar los resultados en aquellos estados donde las fuerzas estaban más equilibradas –hasta el momento, sin éxito ante los tribunales– e incluso activado al fiscal general, Villiam P. Barr, para que se investiguen posibles fraudes electorales a nivel federal. Todo ello sin que exista la más mínima prueba al respecto. Más bien al contrario. El jueves, en una declaración difundida por la Agencia de Ciberseguridad, dependiente del Departamento de Seguridad Interior, responsables electorales locales, estatales y federales aseguraron que no existe “ninguna evidencia” de manipulación y que esta elección “ha sido una de las más seguras de la historia”.

Poco importa. Trump y la mayoría de los republicanos –los pocos que disienten son aún  excepción– insisten en sus mentiras con el objetivo de deslegitimar las elecciones y la victoria de Biden, con la aquiescencia de millones de seguidores para quienes hace tiempo la verdad dejó de importar.

Lamentablemente, también hace tiempo que la voluntad del pueblo norteamericano ha dejado de importar. Estados Unidos, que tanto se enorgullece de su sistema democrático –y con razón–, falla miserablemente en el examen principal: la elección del presidente del país es profundamente sesgada. El sistema de elección indirecta a través de delegados –con una representación desequilibrada en favor de los estados menos poblados– lleva décadas adulterando la voluntad popular: desde 1992, los demócratas han sido los más votados en todas las elecciones presidenciales salvo en una –la del 2004– y, sin embargo, en los últimos veinte años los republicanos han disfrutado de tres mandatos en la Casa Blanca, o sea, han gobernado doce, más de la mitad.

George W. Bush alcanzó la presidencia en las disputadas elecciones del 2000 pese a obtener 600.000 votos menos que Al Gore –lo que le permitió repetir en el 2004, esta vez sí, ganando en buena lid– y Donald Trump fue declarado vencedor en el 2016 aún quedando casi tres millones de votos por detrás de Hillary Clinton.  Para el politólogo de la Universidad de Harvard Steven Levistky,  muy crítico con el sistema, éste debería ser reformado, por más que el partido republicano –el gran beneficiado– nunca lo permitirá. En una entrevista en la BBC, ofreció una dura conclusión: “No es una democracia cuando un partido gana sistemáticamente el voto popular y pierde el poder”.

Con el recuento finalizado, en estas elecciones Trump ha recibido una enormidad de votos, casi 72,8 millones, algo nunca visto antes. Pero Joe Biden ha logrado todavía más, 78,2 millones, un récord histórico, y aventaja al presidente en más de cinco millones de sufragios. No es un puñado de papeletas. Cualquier intento  de apartarle de la presidencia sería lo más parecido a un golpe de Estado. “Lo que hemos visto del presidente esta última semana se parece mucho a las tácticas de un líder autoritario”, alertó al respecto el presidente de la Freedom House, Michael Abramowitz, en  el diario The New York Times.

El secretario de Estado, Mike Pompeo, aseguró días atrás con gran desparpajo que habrá una “transición suave a una segunda administración Trump”. Podría resultar patético, si no fuera alarmante. Sobre todo después de que Trump haya destituido al secretario de Defensa, Mark T. Esper –quien se negó a movilizar al ejército frente a las protestas del Black Lives Matter–, y lo haya reemplazado por el general retirado Antohny Tata, un extremista, además de ex comentarista conspiranoico de la Fox. Hay quien cree –o quiere creer– que todos estos humos bajarán. Y que un hombre que a la mínima que tiene un rato libre se va a jugar al golf no parece estar dedicándose a urdir un complot contra la democracia americana. Habrá que verlo.




sábado, 7 de noviembre de 2020

El voto de los ‘hillbillies’


@Lluis_Uria

“Todo tiene un límite, hasta en la política”, argumenta el tío Jed para frenar a la abuela de la familia Clampett cuando se dirige, escopeta en mano, contra su rival para ser elegida reina de los mapaches.

La escena pertenece a una serie de televisión de humor rústico emitida por la CBS  que hizo furor en los años 60 en Estados Unidos. The Beverly Hillbillies –que en España se retituló Los nuevos ricos– presentaba las peripecias de una familia, blanca y pobre, del medio Oeste que se trasladaba a California tras hacerse rica por el hallazgo de petróleo en sus tierras, y retrataba de forma hilarante el contraste entre las costumbres agrestes de los protagonistas y la sofisticación de Beverly Hills.

La serie era simpática y los personajes, entrañables. Pero el término hillbily no lo es. Es más bien despectivo. Alude a la población blanca trabajadora, pobre e inculta, de hábitos rudos y un tanto pendencieros, que se asienta en el eje de la cordillera de los Apalaches y que buscó la prosperidad en las grandes industrias –hoy cerradas– del llamado cinturón del óxido. Esta América maltratada y olvidada es la que en el 2016 dio el triunfo –ayudada por un sistema electoral sesgado– a Donald Trump.

La elección del nuevo inquilino de la Casa Blanca –que Trump amenazaba con impugnar por fraude sin ninguna prueba en pleno recuento– ha vuelto a jugarse en gran medida en tres estados de ese cinturón industrial en declive: Michigan, Pensilvania y Wisconsin, donde estaban en disputa 36 votos electorales, fundamentales –dado el equilibrio de fuerzas entre Trump y el demócrata Joe Biden– para obtener los 270 delegados necesarios sobre 538 para hacerse con la presidencia del país. Joe Biden ha conseguido ya recuperar para los demócratas Michigan y Wisconsin por unas decenas de miles de votos.



J.D. Vance, un empresario de Silicon Valley que consiguió salir del medio de pobreza y marginación social en el que nació, en el estado de Ohio, escribió en el 2016 una suerte de biografía familiar –Hillbily, una elegía rural (Deusto)– profundamente esclarecedora sobre el sustrato que compone la base electoral de Trump. Vance retrata, con amor, una América rural y postindustrial donde “la pobreza es una tradición familiar”, ideológica y religiosamente conservadora, rudimentariamente patriota, alérgica a los extraños y forasteros, desconfiada hacia las élites, integrada por trabajadores sin estudios castigados por la desindustrialización y el paro, llena de familias disfuncionales y diezmadas por la pandemia de los opiáceos, inclinada a hablar sin tapujos y pronta a llegar a las manos (o las armas) por cualquier litigio, profundamente pesimista y resentida, y con una irrefrenable “disposición a culpar a todos los demás excepto a uno mismo” de sus males.

Esta es la América de Trump. La América cuyos más bajos sentimientos se ha dedicado a excitar con ahínco el todavía presidente de Estados Unidos, haciéndose pasar por uno de ellos cuando en realidad es un rico heredero –ni siquiera un hombre de negocios hecho a sí mismo– de Nueva York.

Joe Biden está camino de llevarse la victoria en las elecciones. Pero en cualquiera de los casos y sea cual se el desenlace, Trump ha demostrado conservar un amplio apoyo en todo el país, fundamentalmente en el centro y en el sur.

Cuatro años después de acceder a la Casa Blanca, a pesar de todos los pesares, a pesar de sus mentiras colosales, a pesar de su nefasta gestión de la pandemia de Covid-19 y de la crisis económica, a pesar de su ostentosa ignorancia, su lenguaje ofensivo, su bravuconería y su agresividad –o quizá justamente por ello–, la América profunda, la América de los hillbillies, sigue entregada a Trump. Quien, a diferencia del tío Jed, no cree que haya límites para nada.


La mano que empuña el cuchillo


@Lluis_Uria

Contaba Marco Polo en su Libro de las Maravillas que en la fortaleza del Alamut, al norte del actual Irán, un líder religioso conocido como el Viejo de la Montaña drogaba a sus seguidores y les mostraba un anticipo de los placeres del paraíso –hermosos jardines, bellas mujeres– antes de enviarlos a jugarse la vida en misiones suicidas. El viajero italiano se hacía eco aquí de viejas leyendas de lo que se conoció como la secta de los asesinos, objeto de antiguas fábulas y modernos videojuegos.

Entre los siglos XI y XII, una secta chií de la corriente del ismailismo, los nizaríes, practicó  la resistencia violenta contra el sultanato turco de la dinastía selyúcida, que se había extendido por gran parte de Oriente Medio. Sus dirigentes levantaron una red de castillos difícilmente accesibles en las montañas –el más importante, el del Alamut– y se dedicaron a hostigar al régimen suní a través de asesinatos selectivos.

Durante años, según explica el orientalista Bernard Lewis en su libro El Oriente Proximo, “los grandes maestros de la secta mandaron a una banda de seguidores devotos y fanáticos a realizar una campaña de terror”, que se concretó en “una serie de crímenes espantosos de destacados hombres de Estado y generales del islam”. Entre sus víctimas sobresalió el gran visir Nizam al Mulk, acuchillado en 1092 mientras viajaba de Isfahán a Bagdad. Terrorismo avant la lettre.

Los miembros de esta suerte de comandos chiíes medievales, cuyo instrumento principal era la daga, acabaron siendo conocidos despectivamente en árabe como haššašin –lo que según algunas versiones aludiría a su hábito de consumir cannabis–. La palabra derivaría después en numerosas lenguas en la moderna acepción de “asesino”: el que mata a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa.

Entre los antiguos nizaríes y los yihadistas que diez siglos después siembran la muerte cuchillo en mano –como en Francia estas últimas semanas– hay  un indudable vínculo. Es el mismo fanatismo, los mismos métodos. Y también el mismo objetivo: desestabilizar al poder establecido mediante el terror con el objetivo  –más o menos quimérico– de derribarlo. En el caso de los ataques yihadistas en los países europeos, los islamistas buscan imponer su agenda política a base de ahondar la fractura –y azuzar el enfrentamiento– con las poblaciones de confesión musulmana.

El pasado 25 de septiembre, un joven pakistaní que había llegado a Francia tres años antes simulando ser menor de edad, Zaheer Hassan Mahmoud, atacó e hirió de gravedad con un cuchillo de carnicero a dos periodistas que se encontraban fumando a las puertas de la antigua sede parisina del semanario satírico Charlie Hebdo –objeto de un bárbaro atentado en el 2015 en que murieron 12 personas– por haber vuelto a publicar caricaturas de Mahoma (equivocándose de lugar). El 16 de octubre, un joven refugiado ruso de origen checheno, Abdoullakh Abouyezidovitch Anzorov, decapitó salvajemente con un cuchillo a un profesor de secundaria de Conflans-Sainte-Honorine, Samuel Paty, por haber osado suscitar en clase un debate sobre las caricaturas de Charlie Hebdo y la libertad de expresión. Y el jueves 29 otro joven tunecino, Ibrahim Issaoui, llegado en una patera a la isla italiana de Lampedusa hace apenas mes y medio, asesinó con un  cuchillo a tres personas en la basílica de Notre-Dame-de-l’Assomption, en Niza, por el mero hecho de ser cristianas.

Probablemente, encontraríamos muchas similitudes en la trayectoria vital de estos tres jóvenes desarraigados. Y podríamos llegar a comprender el mecanismo por el cual cayeron en la telaraña del fanatismo religioso. Pero no es eso lo esencial. A fin de cuentas no son más que peones, como los asesinos nizaríes. Ellos empuñan el cuchillo, pero otros dirigen su brazo.

El caso del profesor Samuel Paty es ilustrativo. El asesino, previamente dopado por una violenta propaganda islamista a través de internet y con contactos en Siria –adonde llamó por teléfono antes de ser muerto por la policía–, no llegó hasta su víctima por casualidad. Previamente, el padre de una alumna del instituto, escoltado por un conocido islamista, había lanzado una virulenta campaña de acoso contra el profesor en las redes sociales, de la que se hicieron eco en foros y mezquitas. Fue su sentencia de muerte. El ejecutor, un chaval de 18 años, fue sólo el último eslabón.

Los Anzorov que hay, ha habido y habrá, constituyen un grave problema. Pero atacar los tentáculos del monstruo no es suficiente. Ciertamente, es fundamental abordar las condiciones sociales que hacen posible el caldo de cultivo del islamismo radical entre la población musulmana europea. Pero hay otro frente primordial: hay que combatir sin complejos el islamismo, una ideología totalitaria –más política que religiosa, aunque utilice el islam como estandarte– que  de forma organizada intenta acabar con la democracia para imponer un régimen teocrático autoritario y represivo.  Paty representaba la libertad y la razón. Por eso le asesinaron.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha decidido asumirlo sin medias tintas  y el pasado mes de septiembre presentó un proyecto de ley contra el separatismo islamista con medidas que pretenden acabar con los intentos de imponer reglas islámicas por encima de las leyes republicanas, sobre todo en la enseñanza, así como frenar la injerencia extranjera en los centros de culto. Por eso está siendo objeto de furibundos ataques en el mundo islámico y por eso Francia se ha convertido de nuevo en escenario de una ofensiva terrorista. El primer paso, tras el asesinato del profesor Paty, ha sido la clausura de una mezquita y de varias asociaciones islamistas...

Lo que está claro, como apuntaba  días atrás en Le Monde el profesor Gilles Kepel, es que la política actual, centrada en la lucha antiterrorista, ya no  basta para combatir el fenómeno. Hay que ir más allá. Hay que asaltar el castillo del Alamut.