domingo, 26 de diciembre de 2021

El hombre del patinete


@Lluis_Uria

Hay muchas maneras de desacralizar un cargo, un lugar. Una es nombrar embajador cultural, por ejemplo, al rockero Frank Zappa (para lo cual hay que tener una determinada edad, cierto, y también la memoria histórica de por qué se convirtió en un músico prohibido). Otra, recorrer los pasillos de un palacio presidencial –entre tapices y molduras doradas– a bordo de un patinete. Ambas las llevó a cabo Vaclav Havel (1936-2011), escritor y dramaturgo checo que pasó de ser líder intelectual de la disidencia anticomunista –represaliado con la cárcel por el régimen prosoviético de la posguerra– a ser elegido primer presidente democrático de su país, un poco por azar y un mucho por compromiso.

Entre el Havel disidente y el Havel jefe de Estado apenas hubo diferencias. Porque, insobornablemente fiel a sí mismo, nunca quiso creerse del todo su aureola. Ni olvidar quién era. Y circular con un patinete por el Castillo de Praga, más que una chiquillada o un acto de esnobismo, era por su parte un gesto de rebeldía y sano descreimiento. Hoy hace diez años que Vaclav Havel desapareció. Y que Europa perdió a un gran referente moral.

Tuve la ocasión de encontrar personalmente a Vaclav Havel –desde un discreto segundo plano– en su apartamento particular a orillas del río Moldava, en Praga, en el otoño de 1992. Hacía unos meses que había renunciado a la presidencia de Checoslovaquia, decepcionado y frustrado por no haber podido evitar la partición del país en dos entidades –la República Checa y Eslovaquia–, atizada por las tensiones nacionalistas. Era un hombre discreto y humilde, amable y bondadoso, fuertemente comprometido con la verdad, cuya acerada inteligencia chispeaba detrás de una sonrisa. Regresó a la presidencia –ya inevitablemente de medio país– unos meses más tarde. Pero ni antes ni después se consideró ni un mesías ni un salvador. Siempre se definió como un “disidente”.

La división entre checos y eslovacos, por más que el país hubiera resultado de una construcción artificial tras la desaparición del imperio austrohúngaro, fue para Havel una tragedia.  En el discurso de aceptación que escribió en 1989 al Premio de la Paz del gremio de libreros de Alemania, titulado Palabras sobre palabras, el futuro presidente checo confiaba en haber superado las viejas tensiones tribales. “Gracias al régimen (comunista) hemos desarrollado una profunda desconfianza hacia todas las generalizaciones, los lugares comunes ideológicos, los clichés, los eslóganes, los estereotipos intelectuales y los insidiosos llamamientos a nuestras emociones, de lo más bajo a lo más alto –escribió–. Como resultado, somos ampliamente inmunes a toda tentación hipnótica, incluso a la tradicionalmente persuasiva variedad nacional o nacionalista”. Muy pronto se demostró que no era así.

Y no hay más que ver el escenario político que domina hoy en la Europa del Este –aunque no únicamente– para comprobar que el mal que Havel creía superado ha vuelto al continente europeo con inusitada fuerza. La instauración de gobiernos de tendencia “iliberal” (modo posmoderno de aludir al autoritarismo rampante) en Hungría y Polonia, y el giro populista y conservador en los antiguos países del Pacto de Varsovia –reunidos hoy en el grupo de Visegrado, que actúa como facción en el seno de la Unión Europea– hubieran sido para Havel, sin duda, un motivo de desazón. Pero también de lucha.

Rebelde por naturaleza, tras el aniquilamiento en 1968 por las tropas soviéticas de la primavera de Praga –el frustrado intento de edificar un socialismo de rostro humano– Havel utilizó el teatro para criticar abiertamente el estalinismo del régimen, lo que le valió la cárcel y la prohibición de su obra. Lejos de rendirse, contribuyó a fundar el movimiento Carta 77 y acabó convirtiéndose en un referente ético y líder de la disidencia política. En 1989, el seísmo desencadenado con la caída del muro de Berlín tuvo como réplica en Praga la Revolución de Terciopelo, que en 18 días derrumbó pacíficamente el régimen comunista. Miles de personas congregadas en la plaza de Wenceslao coreaban su nombre. Y Havel aparcó al escritor para asumir la responsabilidad política de construir la democracia en su país.

Hoy la llama que alumbró Havel sigue viva. Está en la oposición checa, que liderada por el conservador Petr Fiala logró desalojar en las elecciones de octubre al populista Andrej Babis. Está en la presidenta de Eslovaquia, Zuzana Čaputová, que intenta hacer de contrapeso progresista en su país. Está en la oposición húngara, que presenta un candidato común, Péter Márki-Zay, para tratar de acabar con el cesarismo de Viktor Orbán. Está en los alcaldes de las ciudades polacas, con el de Varsovia a la cabeza, Rafał Trzaskowski, primera línea de resistencia  al autoritarismo del partido de Jarosław Kaczyński... Triunfarán o no. Pero su compromiso es lo que cuenta. “Un acto inspirado por preocupaciones de orden moral, aunque sin esperanza de producir un efecto político inmediato –escribió Havel–, puede sin embargo ganar valor con el tiempo”.  El suyo no ha hecho más que crecer.


domingo, 12 de diciembre de 2021

Adicción a la americana


@Lluis_Uria

Buell es una población ficticia de Pensilvania, en el viejo cinturón industrial –hoy en declive– de Estados Unidos. Un enclave moribundo del llamado cinturón del óxido (Rust belt). La acería cerró tiempo atrás y la antigua prosperidad es sólo un recuerdo amargo. En Buell la gente vive al día, con trabajos mal pagados, sin cobertura sanitaria ni derechos sindicales. Hay comercios cerrados, edificios abandonados. Muchos hogares no son más que modestas caravanas plantadas en medio del bosque. Los jóvenes se consumen sin vislumbrar un horizonte.

En Buell, el sheriff –un veterano policía adicto a los analgésicos opioides– investiga un asesinato mientras trata de averiguar la implicación del farmacéutico de la localidad en una red de tráfico de estupefacientes que ha causado muertes por sobredosis entre los jóvenes de la zona...

Este es el escenario de la novela American rust, de Philipp Meyer, publicada en el 2009 y adaptada después para una miniserie de televisión. El nombre de la población, Buell, es lo único que hay de ficticio en esta historia.

En Estados Unidos, más allá de la covid-19, hay otra epidemia mortal, una crisis sanitaria de dimensiones colosales que ha costado la vida a medio millón de norteamericanos en las dos últimas décadas y ha convertido en adictos a dos millones: el consumo de opioides.

En el último año, según datos proporcionados hace un par de semanas por el Centro para el Control y Prevención de las Enfermedades, el número de muertos por sobredosis rompió todos los récords y alcanzó la escalofriante cifra de 100.000, más que las muertes causadas por los accidentes de tráfico y las armas juntos. Respecto al año anterior, supone un aumento del 28,5%, sin duda favorecido por los problemas de depresión causados por la pandemia de covid.

Todo empezó con el consumo desenfrenado de analgésicos opioides con receta médica –inicialmente destinados a combatir el dolor, pero prescritos y vendidos a destajo sin muchas contemplaciones– y ha acabado derivando con el tiempo en el consumo de drogas ilegales como las metanfetaminas, el fentanilo o la heroína. Este desastre empezó afectando fundamentalmente a la clase trabajadora blanca, los blue collars del abandonado Medio Oeste y el cinturón industrial del nordeste. Pero está extendiéndose ya a otras capas sociales.

No hay un único culpable en esta tragedia. Pero en el origen sí destaca un nombre propio: Sackler. Una dinastía farmacéutica tan poderosa como discreta –además de mundialmente reconocida por sus acciones filantrópicas– que hizo su primera fortuna con la comercialización del Valium y que a mediados de los 90 concibió y lanzó el medicamento que acabaría desatando la epidemia: el OxyContin, un analgésico elaborado a partir de un potente opioide –la oxicodona– que conduciría a miles de norteamericanos a la adicción.

La fascinante –y terrible– historia de los Sackler está formidablemente explicada en el libro El imperio del dolor, del periodista Patrick Radden Keefe (Penguin Random House, 2021). El libro, profusamente documentado, arranca con la vida del fundador de la dinastía, el visionario Arthur Sackler, y el despegue de su imperio en los años cincuenta. Y acaba con el acuerdo alcanzado por la familia en el 2019 con un juez federal por el cual la firma enseña del grupo, Purdue Pharma, se declaró en quiebra para indemnizar a los afectados por la crisis de los opioides con 4.500 millones de dólares, a cambio de exonerar a los Sackler de eventuales responsabilidades personales.

Las propiedades de la amapola del opio son conocidas desde la Antigüedad. Las buenas, pero también las malas. La primera droga que se sintetizó a partir de ella en el siglo XIX, en busca de una aplicación medicinal, fue la morfina, utilizada todavía hoy para el tratamiento del dolor en casos muy determinados. Paralelamente se desarrolló la diacetilmorfina: la compañía farmacéutica alemana Bayer la bautizó con el nombre de “heroína” y la comercializó como remedio para la tos. Se creía –o se quiso creer– que era menos adictiva que la morfina. Pero resultó todo lo contrario. En 1913 Bayer suspendió su fabricación y en 1924 fue definitivamente prohibida en EE.UU.

Richard Sackler, la figura más influyente de la segunda generación de la familia, también quiso creer –le convino– que otro derivado de la adormidera, la oxicodona, podía evitar el carácter adictivo de la substancia y en 1995 lanzó el OxyContin para consumo general. La pasividad de las autoridades sanitarias y una política comercial extremadamente agresiva, que ocultaba los riesgos del fármaco, le permitieron ganar miles de millones de dólares. Abierto el camino, otras farmacéuticas siguieron, como Johnson&Johnson, que también comercializó opioides y se enfrenta asimismo a demandas millonarias.

Las autoridades locales y estatales estadounidenses han interpuesto hasta 3.000 demandas contra las farmacéuticas y las grandes distribuidoras comerciales para que paguen daños y perjuicios. En la mayoría de los casos les acusan de alteración del orden público (public nuisance), una tipificación legal controvertida (que ha sido rechazada por ejemplo en un caso contra Johnson&Johnson en Oklahoma)

La semana pasada un jurado federal se pronunció por primera vez en una demanda de este tipo y declaró culpables de alteración del orden público a las distribuidoras farmacéuticas CVS Health, Walgreens y Walmart por la venta masiva de opioides en los condados de Trumbull y Lake, al este de Cleveland (Ohio). Sólo en Trumbull, en cuatro años  se vendieron 80 millones de analgésicos opioides con receta. A razón de 400 por cada habitante.

Entre Buell, la ciudad ficticia de American rust, y Warren, capital del condado de Trumbull, hay muchas similitudes. También aquí las fábricas cerraron. El índice de pobreza alcanza al 35%. Y en dos años se registraron 343 casos de sobredosis. Mucha gente está enganchada. No consta que, en este caso, el sheriff también lo esté.