lunes, 30 de abril de 2018

Bajo los adoquines...


Caroline de Bendern tenía 27 años  cuando se manifestó el 13 de mayo de 1968 por las calles del Barrio Latino de París, junto a miles de estudiantes y trabajadores, en contra del Gobierno del general De Gaulle y de una sociedad conservadora, estancada, autoritaria y asfixiante. Su imagen a hombros de un amigo, enarbolando la bandera del Frente de Liberación de Vietnam (FNL), la convirtió en un icono de la revuelta de Mayo del 68, una especie de moderna recreación de La libertad guiando al pueblo de Delacroix. Modelo y actriz de origen inglés y familia aristocrática –nieta del conde Maurice Arnold de Berdern–, el perfil de Caroline es también representativo del sustrato sociológico que estuvo en la base de aquel movimiento, integrado en gran medida por los cachorros de la burguesía, que nunca fue –pese a las proclamas– realmente revolucionario y que sólo hizo temblar a la V República cuando se sumaron los trabajadores.

Jean-Robert Pitte, rector de la Universidad de París-Sorbona, tenía entonces 19 años, estudiaba en la misma universidad que ahora dirige y siempre estuvo en contra de aquel “movimiento de niños bien”. A sus padres, de extracción modesta, les había costado demasiado esfuerzo que su hijo accediera a la universidad para que un grupo de privilegiados radicalizados echara el curso a perder. Dos mundos...

Mayo del 68 nunca fue un auténtico movimiento revolucionario. Nunca sus dirigentes tuvieron el objetivo de tomar el poder, por más que llegaran a hacer temblar los cimientos del régimen de 1958. Sólo querían sacudir el statu quo, cambiar la sociedad. Y en gran medida lo lograron.

La revuelta de Mayo del 68 adquiere el carácter de tal el 3 de mayo, cuando la policía entra en la Universidad de la Sorbona para desalojar por la fuerza a los estudiantes que la habían ocupado y detiene a más de 600... Pero el embrión es anterior. El foco no está en París, sino en Nanterre –en la periferia oeste de la capital–, donde los universitarios inician un movimiento de protesta contra el régimen del internado universitario, que consideran demasiado restrictivo y anticuado. De hecho, su principal reivindicación en ese estadio inicial es que las chicas puedan recibir a chicos en sus habitaciones (cosa prohibida, aunque autorizada a la inversa). Pronto las cosas se complican con la detención de un estudiante durante una protesta contra la guerra de Vietnam, a raíz de la que empezarán las ocupaciones y nacerá el llamado Movimiento del 22 de Marzo. Su principal líder, un estudiante alemán llamado Daniel Cohn-Bendit –conocido como Dani el Rojo, por el color de su pelo, ahora ya blanco–, acabaría siendo uno de los dirigentes más destacados y mediáticos de Mayo del 68.

Vietnam... La escalada bélica en la antigua Indochina francesa, con la intervención abierta de Estados Unidos contra el régimen comunista de Vietnam del Norte (1964-1973), está en el origen mismo del movimiento de protesta de los estudiantes franceses en 1968. Algo que vincula directamente la revuelta en Francia con las protestas de los jóvenes de EE.UU. –contra la guerra de Vietnam, por los derechos civiles de la minoría negra y por la libertad de expresión política en las universidades–, cuyo epicentro más activo se localizó en la universidad de Berkeley, California.

1968 fue un año en el que las ansias de libertad y justicia se extendieron por todo el mundo. Desde la Primavera de Praga, el intento fallido de instaurar un socialismo más abierto, de rostro humano –cruelmente aplastado por los tanques del Pacto de Varsovia en agosto–, hasta el movimiento estudiantil que reclamaba más democracia en México, ahogado en sangre el 2 de octubre en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, pasando por la agitación antifranquista –reprimida por el régimen– de las universidades españolas.

La especificidad de la revuelta francesa es la intervención, a partir de mediados de mayo, del movimiento obrero, con las primeras huelgas y ocupaciones de fábricas. Los comunistas franceses eran al principio reacios e incluso contrarios al movimiento –“pseudorrevolucionarios”, les llamó despectivamente el secretario general del PCF, Georges Marchais–, pero se acabaron viendo arrastrados por las bases, que obligaron a los sindicatos a tomar la iniciativa. El 20 de mayo, con 10 millones de huelguistas, Francia quedó paralizada y la V República tembló.

Los comunistas, sin embargo, tampoco querían tomar el poder y el Gobierno pronto encontró el cauce para negociar con los sindicatos amplias mejoras salariales y laborales para los trabajadores. A la primera reunión exploratoria, el primer ministro Georges Pompidou envió al entonces secretario de Estado de Empleo –y futuro presidente de la República–, Jacques Chirac, que acudió armado con una pistola por si las moscas. Así estaban las cosas... Pero una vez se alcanzó un pacto –los llamados acuerdos de Grenelle– y De Gaulle movilizó a los suyos con una gran manifestación de adhesión en los Campos Elíseos  –la primera que se adjudicó la osada cifra de un millón–, los trabajadores no tardaron en regresar a las fábricas. A partir de ahí, el movimiento estudiantil estaba condenado.

El movimiento sí, pero no su legado.  Mayo del 68 encarnó una esperanza de más libertad –política, individual, sexual– que acabaría imponiéndose en las costumbres y los hábitos sociales. Con las calles del Barrio Latino trufadas de barricadas y las paredes llenas de pintadas, alguien escribió en la Sorbona: “Bajo los adoquines, la playa”. Un mensaje de ilusión, de voluntad de cambio, que contrasta con el desánimo y el repliegue desconfiado que atenaza a la Europa de hoy. Cincuenta años después, sólo parece haber espacio para el sarcasmo. Como el chiste que circula estos días: “Mayo de 1968, los jóvenes salen a la calle; mayo del 2018, los jubilados salen a la calle. Son los mismos...”





martes, 17 de abril de 2018

Una pequeña guerra revigorizante


(Actualizado el 15/04/2018)


El lunes 2 de septiembre del 2013, La Vanguardia abría su portada con este titular: “Obama presiona al Congreso: Siria empleó gas sarín”. El entonces presidente de Estados Unidos había decidido inesperadamente solicitar la autorización de la Cámara de Representantes y del Senado para lanzar un ataque militar de represalia contra el régimen de Bashar el Asad por haber atacado a su propia población con armas químicas el 21 de agosto anterior, dejando un reguero de centenares de muertos. Una “línea roja” que Obama había advertido expresamente que no toleraría que fuera sobrepasada.

Sin embargo, ese no debería haber sido el titular de aquel día. Al menos, no era lo que estaba previsto. Lo que estaba previsto –pero casi nadie sabía–, según ha revelado ahora el expresidente francés François Hollande en su libro de memorias de sus cinco años en el Elíseo –Les leçons du pouvoir (Las lecciones del poder)–, es que en la madrugada del domingo 1 de septiembre, los ejércitos de EE.UU., Francia y el Reino Unido debían lanzar un ataque  combinado contra objetivos militares en Siria.

“Al término de las discusiones (con Obama), nuestro acuerdo parece total –rememora Hollande–. Las fuerzas armadas desplegadas frente a las costas sirias están preparadas. Los objetivos han sido seleccionados por los dos estados mayores; los misiles serán lanzados desde los barcos que navegan por la región; deben aniquilar varias instalaciones militares sirias situadas fuera de las ciudades, con el fin de respetar a la población civil. La fecha está decidida: domingo 1 de septiembre del 2013”. Pero, el sábado, una llamada telefónica de Obama obliga a suspender los planes: a la vista de la oposición con que David Cameron ha topado en el Parlamento británico, el presidente estadounidense decide consultar al Congreso.

El resto es conocido. La “espantada” norteamericana –por recurrir a la expresión que utiliza el propio Hollande– dio pie a que Rusia interviniera en la crisis y evitara –mediante un acuerdo sobre la destrucción de las armas químicas de Damasco, alcanzado el 14 de septiembre– un ataque occidental contra El Asad. El mundo respiró hondo. Pero no todo el mundo.

 “Una intervención hubiera cambiado el curso de los acontecimientos”, constata cinco años después con cierto tono de amargura Hollande, quien más presionó en ese momento para atacar. También podría decirse lo contrario. La no intervención probablemente también cambió –acaso de forma más profunda– el curso de los acontecimientos. En Siria y más allá. La inhibición occidental convenció al líder ruso, Vladímir Putin, de que Europa y sobre todo EE.UU. no estaban dispuestos a ir muy lejos, a comprometerse de verdad en una crisis internacional que tuviera a Moscú como oponente. Demasiado riesgo... En las mismas memorias de Hollande, el expresidente francés –que juzga a Putin un hombre glacial que no duda en utilizar la intimidación psicológica con sus interlocutores– cree que el presidente ruso observa con condescendencia a los líderes occidentales, que juzga pusilánimes y esclavos de sus respectivas opiniones públicas.

El caso es que después de la “espantada” de Obama, Putin se sintió con las manos libres. Así, en marzo del 2014 y ante el giro proeuropeo y proatlantista que se estaba produciendo en Ucrania, decidió recuperar por la fuerza la península de Crimea –cedida a Ucrania en tiempos de la URSS y donde Rusia tiene  la base de la flota del Mar Negro–, sin que los occidentales hicieran más que indignarse y aprobar sanciones económicas. Del mismo modo, en septiembre del 2015 el Kremlin decidió intervenir directamente en la guerra de Siria en apoyo de su aliado Bashar el Asad. Junto con las milicias chiíes de Irán y del libanés Hizbulah, los rusos consiguieron invertir la tendencia de la conflagración y hoy El Asad está más fuerte que nunca.

Tampoco Estados Unidos y Europa hicieron nada. De hecho, y por muchos tomahawks –tampoco tantos: unos 60 sobre una base aérea– que Donald Trump decidió lanzar contra Damasco en abril del año pasado, tras el penúltimo ataque químico del régimen, lo cierto es que EE.UU. ha dado más bien la sensación de desentenderse del conflicto sirio. Tras dejar toda la iniciativa diplomática a Moscú, Teherán y Ankara, Trump –que habla por Twitter según el pie con que se levanta, antes de pararse un minuto a pensar o de preguntar nada a nadie– anunció días atrás su intención de retirar sus tropas... ¿A quién puede extrañar que El Asad se creyera impune?

El uso de armas químicas del sábado 7 de abril contra el último reducto rebelde de la Guta oriental, atrincherado en la población de Duma  –tan cerca de Damasco como si habláramos de L’Hospitalet respecto a Barcelona o del barrio de Vallecas respecto al centro de Madrid–, fue brutal, cruel, inhumano... Pero no gratuito. Según medios libaneses, la acción del ejército sirio pretendía –y consiguió– que los últimos resistentes de la milicia islamista Ejército del Islam se rindieran. De hecho, al día siguiente pidieron negociar con Damasco y acabaron de desalojar definitivamente el enclave este jueves.

Cinco años después de las dudas de Obama, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido se han puesto finalmente de acuerdo para lanzar un ataque múltiple de represalia sobre Siria. Sólo que ya no es lo mismo. La intervención militar de esta madrugada –que en principio y aparentemente se pretende limitada- difícilmente cambiará ya el curso de los acontecimientos en la guerra siria. Salvo que un error de cálculo o un descuido condujeran inadvertidamente hacia una escalada de imprevisibles consecuencias.

No es esa la intención, desde luego. De nadie. Por el contrario, varios elementos permiten pensar, a estas horas, que la operación –por vistosa que parezca- se acerca más a la acción de Trump de hace un año que a la gran intervención militar imaginada en el Elíseo en el 2013. De entrada, los norteamericanos, al igual que en el 2017, han prevenido a Moscú  antes de atacar, razón por la cual –y en contra de lo que habían amenazado- los rusos no han tratado en ningún momento de interceptar los proyectiles occidentales con sus propias defensas antiaéreas y antimisiles. Y tras concluir la operación, Washington se ha apresurado a subrayar, a través de su secretario de Defensa, James Mattis, que se ha tratado de “ataques puntuales”.

Si efectivamente esto acaba aquí, nada sustancial cambiará en el tablero geopolítico de la región. Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, aparte de lustrar su buena conciencia, habrán recordado que también tienen cosas que decir sobre el futuro de Siria –y no únicamente Rusia, Irán y Turquía- y los tres líderes occidentales que han conducido la acción verán reafirmada su autoridad política y moral en sus respectivos países. Donald Trump –acosado cada vez más de cerca por el FBI en el caso Rusiagate-, Emmanuel Macron –sometido a un frente de contestación social inédito desde hace  un par de décadas- y Theresa May –en el filo de la navaja a causa de Brexit y los ataques que recibe dentro de su propio partido- tienen suficientes problemas en casa como para celebrar la oportunidad de desviar la atención con una buena pequeña guerra revigorizante.




martes, 3 de abril de 2018

Los buenos de la película


Mireille Knox, de 85 años, murió asesinada en su modesto piso del distrito 11 de París el pasado 23 de marzo. La infortunada anciana fue acuchillada y su cuerpo, posteriormente quemado con la intención aparente –e ilusoria– de borrar las huellas del crimen. La policía ha detenido a dos sospechosos, a quienes la fiscalía imputa un asesinato de carácter antisemita, dada la confesión judía de la víctima. La investigación acabará determinando este extremo, pero si tal fuera el caso, sería uno de esos trágicos golpes de efecto que a veces parece reservarnos la vida, pues Mireille Knox era una superviviente de la tristemente famosa redada de Vel d’Hiv, de 1942, cuando más de 13.000 judíos fueron detenidos en París por la policía francesa, internados en condiciones penosas en el antiguo y ya desaparecido Velódromo de Invierno –de ahí el nombre–,  trasladados después a campos de tránsito –el más importante, el de Drancy, en la periferia noreste de la capital– y reexpedidos en tren hacia Alemania y Polonia, a los campos de exterminio nazis.

La redada se desencadenó entre el 16 y el 17 de julio de 1942 y la llevaron a cabo policías y funcionarios franceses, siendo jefe de Gobierno el siniestro Pierre Laval, el más germanófilo del régimen colaboracionista instaurado por el mariscal Pétain en Vichy. París era zona ocupada, pero los alemanes no intervinieron. Fueron exclusivamente franceses quienes durante esos dos días detuvieron a 13.152 judíos, la mayoría refugiados de la Europa del Este, muchos de ellos mujeres y niños, dispuestos a enviarlos a la muerte para congraciarse con el aliado alemán. Entre ellos no estaba Mireille Knox, pues pocos días antes había huido con su madre en dirección a Portugal. La redada de Vel d’Hiv no fue la única, aunque sí la más espectacular. En total, durante la Segunda Guerra Mundial el Gobierno francés deportó a 76.000 judíos a petición de la Alemania nazi, de los que sobrevivieron menos de 2.000.

La redada de Vel d’Hiv, cuyo recuerdo ha sido suscitado de nuevo por el asesinato de Mireille Knox, fue durante décadas un tabú. Un agujero negro. Un episodio borrado de la memoria colectiva como el propio Velódromo de Invierno, derruido en 1959. Hubo que esperar hasta 1995 para que un presidente de la República, Jacques Chirac, admitiera por primera vez públicamente la responsabilidad del Estado francés: “Francia, ese día, cometió lo irreparable”, afirmó con gravedad. Francia, dijo...

Hasta ese momento, la historia oficial consideraba a Vichy poco menos que como un poder usurpador, cuando la realidad es que el Parlamento francés fue el que –“democráticamente”– otorgó plenos poderes a Pétain y enterró la III República. Pero esa realidad no era la que se quería escuchar. Como tampoco se quería aceptar que buena parte de Francia se acomodó bien a la ocupación alemana, que París siguió siendo bastante una fiesta –como puso de manifiesto una polémica exposición del Ayuntamiento de la capital  en el 2008 con material cinematográfico de los propios alemanes–. Que la Resistencia, al margen del pequeño grupo que rodeó al general De Gaulle desde el principio, no adquirió relevancia hasta que Hitler invadió la Unión Soviética en 1941, rompiendo los acuerdos Ribentropp-Molotov, y los comunistas –hasta entonces tolerados– se echaron al monte. Y que no empezó a recibir masivas incorporaciones hasta que se sumaron  jóvenes desesperados por escapar al llamado Servicio de Trabajo Obligatorio (STO) por el cual empezaron a ser enviados en 1943 en masa a Alemania para trabajar dos años en las fábricas y en las granjas.

Francia tenía un relato impecable. Eran los buenos de la película. Héroes de una pieza. Sólo con el tiempo algunos dirigentes políticos se han atrevido a ensombrecer la historia oficial, para disgusto de los nacionalistas. “Francia no es responsable de Vél d’Hiv; si hay responsables, son los que estaban en el poder en esa época, no Francia”, declaró  en la última campaña  de las elecciones presidenciales la líder del FN –ahora rebautizado como Reagrupamiento Nacional–, Marine Le Pen. Para la ultraderecha, Francia no es culpable de la persecución de los judíos bajo la ocupación (como tampoco de los terribles abusos perpetrados por el ejército en la guerra de Argelia). Lo demás es un arrepentimiento fuera de lugar, autoflagelatorio...

Si Francia ha revisado parcialmente en los últimos años la reescritura de la Historia que hicieron los vencedores terminada la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno polaco del partido ultranacionalista Ley y Justicia, de Jaroslaw Kayczinsky, pretende hacer lo contrario. El Parlamento de Varsovia, desoyendo por enésima vez todas las advertencias por su deriva autoritaria, aprobó el pasado mes de enero una ley que castiga con penas de cárcel a quien acuse a los polacos de complicidad en el Holocausto y a quien simplemente adjetive como “polacos” los campos de exterminio levantados por los nazis en Polonia durante la guerra, como el de Auschwitz. Pretender dictar la historia desde la ley no es sólo una aberración intelectual y democrática, sino que además en este caso –como en la mayoría– implica una enorme falsedad. Pues no fueron pocos los polacos que colaboraron con los nazis y que entregaron a judíos –por antisemitismo o mero afán de rapiña– a sus verdugos. “Es más fácil esconder un carro de combate bajo la alfombra que un niño judío en casa”, constató la enfermera Irena Sendler, el Ángel del Gueto de Varsovia, que salvó a 2.500 niños judíos sacándolos de allí escondidos por todos los medios.

La Historia no es un cuento de buenos y malos, por mucho que los nacionalistas de toda condición –ayer, hoy y mañana– pretendan lo contrario. La realidad es siempre compleja, poliédrica. La luz esconde muchas sombras. Y en la sombra se ocultan  muchas culpas inconfesables.