"A
las víctimas tengo que reconocerles la injusticia y el daño que les causamos.
Y, luego, agradecerles la generosidad. Porque la generosidad de las víctimas ha
sido bestial... Que no llegara nadie a la venganza, eso es un milagro. Si no,
hubiera sido una guerra civil. Estuvimos a punto de que lo fuera. No lo fue
porque las víctimas renunciaron a la venganza”. Quien así habla es un antiguo
etarra, Jon Aldalur, miembro del comando de ETA que en 1976 secuestró y asesinó
al empresario Ángel Berazadi. Su estremecedor testimonio contribuye –junto al
de muchos otros– a dibujar el impresionante fresco de Zubiak. ETA, el final del
silencio, la monumental serie de Jon Sistiaga sobre la organización terrorista
vasca. Todos aquellos nacionalistas que se sienten fascinados por la lucha
armada de ETA –que los hubo, los hay y los habrá– deberían verla para
comprender la inmensidad de la tragedia que sacudió al País Vasco.
En
sus sesenta años de historia, ETA asesinó a cerca de 900 personas, mientras que
los muertos en el campo etarra –por las fuerzas de seguridad o el terrorismo de
Estado de los GAL– fueron cerca de un centenar. Pudo haber sido peor. Si, como
reconocía Jon Aldalur, las víctimas se hubieran revuelto contra los verdugos
–sabían dónde golpear, en Euskadi todo el mundo se conoce–, hubiera habido una
violenta confrontación civil.
Es
lo que sucedió en Irlanda del Norte. Las luchas que se sucedieron en la
provincia británica durante los treinta años del periodo conocido como The
Troubles (1968-1998) entre católicos republicanos y protestantes unionistas
–con el IRA por un lado y grupos paramilitares lealistas por el otro–, dejaron
un reguero de más de 3.600 muertos. El Acuerdo de paz del Viernes Santo,
firmado en abril de 1998, puso fin a la confrontación, pero la fractura entre
las dos comunidades permanece. Aún hoy perviven –en Belfast y otros lugares– un
centenar de los llamados Muros de la Paz, que separan a los barrios católicos y
protestantes, y que son cerrados a cal y canto por grandes portalones de hierro
durante la noche. Con hasta siete metros
de altura, coronados de cámaras de videovigilancia y alambradas de espino, son
una cicatriz abierta del conflicto. (Quienes en Catalunya, por cierto,
importaron con alegre insensatez la jerga propia del Ulster adquirieron una
grave responsabilidad: todo empieza siempre por las palabras)
La
paz del Viernes Santo, ratificada mayoritariamente en referéndum en las dos
Irlandas, permitió la recuperación del gobierno autónomo en Irlanda del Norte,
compartido por unionistas y republicanos –nunca se valorará suficientemente el
coraje que demostraron los dos antiguos enemigos, Ian Pasley y Martin
Mcguinnes, ya desaparecidos, para acallar las armas– y abrió por primera vez la
posibilidad de una reunificación de la isla, a través de una consulta, a partir
del momento en que se intuyera la existencia de una mayoría clara.
La
frágil arquitectura de la paz, sin embargo, amenaza ahora con el colapso. Con
el gobierno autónomo suspendido de facto desde el 2017 –el ejecutivo cayó por un asunto de
corrupción y ambos campos no han logrado hasta ahora superar sus
desavenencias–, los resultados de las negociaciones del Brexit y de las
recientes elecciones legislativas británicas han abierto un periodo de
incertidumbre y desasosiego.
Irlanda
del Norte, al igual que Escocia, votó contra la salida del Reino Unido de la
Unión Europea y, desde entonces, el temor a que la reimplantación de una
frontera física entre las dos Irlandas arruinara el proceso de paz ha
atormentado a unos y a otros. Al final, y para zozobra de los unionistas, el
acuerdo alcanzado por el Gobierno de Boris Johnson con Bruselas deja
provisionalmente a Irlanda del Norte bajo los parámetros regulatorios de la UE
e implicará en la práctica la instauración de una frontera invisible –pero
real, puesto que habrá controles aduaneros– en el Mar de Irlanda, entre la
provincia y Gran Bretaña.
Para
añadir leña al fuego, las elecciones del 12 de diciembre al Parlamento británico
dieron por primera vez la victoria a los republicanos (Sinn Fein y SDLP, con
nueve diputados) frente a los unionistas
(el DUP obtuvo siete), algo nunca visto desde la partición de la isla en 1921.
Circunstancia que ha llevado ya a algunos a pedir un referéndum de
independencia para unirse a la República de Irlanda. Un poco precipitadamente,
todo hay que decirlo, puesto que en voto real los unionistas (42%) siguen por
delante de los republicanos (37%)
En
medio de toda esta inseguridad y efervescencia, hay indicios preocupantes sobre
el riesgo de un retorno a la violencia. El segundo informe de la Independent
Reporting Commission (IRC), del pasado 4 de noviembre, constata que la
actividad de los grupos paramilitares, de un lado y del otro, ha aumentado en
el último año y advierte que la situación es “seria y preocupante”.
En
el campo de los “disidentes republicanos” se cuentan cuatro atentados con
explosivos –entre ellos, un coche bomba frente a la corte de justicia en
Londonderry–, siete heridos por arma de fuego y una víctima mortal: la
periodista Lyra McKee, muerta
accidentalmente en abril en Creggan cuando un miembro del New IRA –organización
creada en el 2012– disparó contra agentes de la policía. En el campo de los
“paramilitares lealistas” se cuenta también una víctima mortal –Ian Ogle,
apuñalado en enero en Belfast–, cinco heridos y un ataque con explosivos.
Lo
más inquietante no son las acciones violentas
en sí mismas –de hecho, desde el Acuerdo de Viernes Santo, hace más de
veinte años, no han cesado nunca del todo y ha habido casi 160 muertos–, sino
el nuevo ambiente que las propicia. El líder de la formación republicana
Saoradh (“liberación”), creada en el 2016, que rechaza el Acuerdo del Viernes
Santo y pasa por ser el brazo político del New IRA, Brian Kenna, hizo en agosto
unas alarmantes declaraciones en las que juzgó que la vía de las armas “es
inevitable”. “Legítima” empiezan a considerarla también en las filas lealistas,
que en las últimas semanas han organizado reuniones a lo largo de todo el
territorio, con la participación de jefes de los grupos paramilitares, para estudiar cómo responder
al abandono de Londres.
Tales
voces amenazan con encontrar eco especialmente entre los jóvenes, en una
historia mil veces repetida. Jon Aldalur era muy joven –“Acababa de cumplir 18
años, teníamos un romanticismo exacerbado,”– cuando se sumó a ETA, seducido por
“el encantamiento de la violencia”. En una entrevista realizada por Channel 4
en octubre, un portavoz del New IRA reconoció que la mayoría de militantes de
su organización también lo son: “Nacieron después de 1998” . Nunca vivieron los
Troubles. Ni saben los muertos que costó la paz.