domingo, 29 de diciembre de 2019

La tentación de apretar el gatillo


"A las víctimas tengo que reconocerles la injusticia y el daño que les causamos. Y, luego, agradecerles la generosidad. Porque la generosidad de las víctimas ha sido bestial... Que no llegara nadie a la venganza, eso es un milagro. Si no, hubiera sido una guerra civil. Estuvimos a punto de que lo fuera. No lo fue porque las víctimas renunciaron a la venganza”. Quien así habla es un antiguo etarra, Jon Aldalur, miembro del comando de ETA que en 1976 secuestró y asesinó al empresario Ángel Berazadi. Su estremecedor testimonio contribuye –junto al de muchos otros– a dibujar el impresionante fresco de Zubiak. ETA, el final del silencio, la monumental serie de Jon Sistiaga sobre la organización terrorista vasca. Todos aquellos nacionalistas que se sienten fascinados por la lucha armada de ETA –que los hubo, los hay y los habrá– deberían verla para comprender la inmensidad de la tragedia que sacudió al País Vasco.

En sus sesenta años de historia, ETA asesinó a cerca de 900 personas, mientras que los muertos en el campo etarra –por las fuerzas de seguridad o el terrorismo de Estado de los GAL– fueron cerca de un centenar. Pudo haber sido peor. Si, como reconocía Jon Aldalur, las víctimas se hubieran revuelto contra los verdugos –sabían dónde golpear, en Euskadi todo el mundo se conoce–, hubiera habido una violenta confrontación civil.

Es lo que sucedió en Irlanda del Norte. Las luchas que se sucedieron en la provincia británica durante los treinta años del periodo conocido como The Troubles (1968-1998) entre católicos republicanos y protestantes unionistas –con el IRA por un lado y grupos paramilitares lealistas por el otro–, dejaron un reguero de más de 3.600 muertos. El Acuerdo de paz del Viernes Santo, firmado en abril de 1998, puso fin a la confrontación, pero la fractura entre las dos comunidades permanece. Aún hoy perviven –en Belfast y otros lugares– un centenar de los llamados Muros de la Paz, que separan a los barrios católicos y protestantes, y que son cerrados a cal y canto por grandes portalones de hierro durante la noche.  Con hasta siete metros de altura, coronados de cámaras de videovigilancia y alambradas de espino, son una cicatriz abierta del conflicto. (Quienes en Catalunya, por cierto, importaron con alegre insensatez la jerga propia del Ulster adquirieron una grave responsabilidad: todo empieza siempre por las palabras)

La paz del Viernes Santo, ratificada mayoritariamente en referéndum en las dos Irlandas, permitió la recuperación del gobierno autónomo en Irlanda del Norte, compartido por unionistas y republicanos –nunca se valorará suficientemente el coraje que demostraron los dos antiguos enemigos, Ian Pasley y Martin Mcguinnes, ya desaparecidos, para acallar las armas– y abrió por primera vez la posibilidad de una reunificación de la isla, a través de una consulta, a partir del momento en que se intuyera la existencia de una mayoría clara.

La frágil arquitectura de la paz, sin embargo, amenaza ahora con el colapso. Con el gobierno autónomo suspendido de facto desde el 2017  –el ejecutivo cayó por un asunto de corrupción y ambos campos no han logrado hasta ahora superar sus desavenencias–, los resultados de las negociaciones del Brexit y de las recientes elecciones legislativas británicas han abierto un periodo de incertidumbre y desasosiego.

Irlanda del Norte, al igual que Escocia, votó contra la salida del Reino Unido de la Unión Europea y, desde entonces, el temor a que la reimplantación de una frontera física entre las dos Irlandas arruinara el proceso de paz ha atormentado a unos y a otros. Al final, y para zozobra de los unionistas, el acuerdo alcanzado por el Gobierno de Boris Johnson con Bruselas deja provisionalmente a Irlanda del Norte bajo los parámetros regulatorios de la UE e implicará en la práctica la instauración de una frontera invisible –pero real, puesto que habrá controles aduaneros– en el Mar de Irlanda, entre la provincia y Gran Bretaña.

Para añadir leña al fuego, las elecciones del 12 de diciembre al Parlamento británico dieron por primera vez la victoria a los republicanos (Sinn Fein y SDLP, con nueve diputados) frente a los  unionistas (el DUP obtuvo siete), algo nunca visto desde la partición de la isla en 1921. Circunstancia que ha llevado ya a algunos a pedir un referéndum de independencia para unirse a la República de Irlanda. Un poco precipitadamente, todo hay que decirlo, puesto que en voto real los unionistas (42%) siguen por delante de los republicanos (37%) 

En medio de toda esta inseguridad y efervescencia, hay indicios preocupantes sobre el riesgo de un retorno a la violencia. El segundo informe de la Independent Reporting Commission (IRC), del pasado 4 de noviembre, constata que la actividad de los grupos paramilitares, de un lado y del otro, ha aumentado en el último año y advierte que la situación es “seria y preocupante”.

En el campo de los “disidentes republicanos” se cuentan cuatro atentados con explosivos –entre ellos, un coche bomba frente a la corte de justicia en Londonderry–, siete heridos por arma de fuego y una víctima mortal: la periodista  Lyra McKee, muerta accidentalmente en abril en Creggan cuando un miembro del New IRA –organización creada en el 2012– disparó contra agentes de la policía. En el campo de los “paramilitares lealistas” se cuenta también una víctima mortal –Ian Ogle, apuñalado en enero en Belfast–, cinco heridos y un ataque con explosivos.

Lo más inquietante no son las acciones violentas  en sí mismas –de hecho, desde el Acuerdo de Viernes Santo, hace más de veinte años, no han cesado nunca del todo y ha habido casi 160 muertos–, sino el nuevo ambiente que las propicia. El líder de la formación republicana Saoradh (“liberación”), creada en el 2016, que rechaza el Acuerdo del Viernes Santo y pasa por ser el brazo político del New IRA, Brian Kenna, hizo en agosto unas alarmantes declaraciones en las que juzgó que la vía de las armas “es inevitable”. “Legítima” empiezan a considerarla también en las filas lealistas, que en las últimas semanas han organizado reuniones a lo largo de todo el territorio, con la participación de jefes de los grupos  paramilitares, para estudiar cómo responder al abandono de Londres.

Tales voces amenazan con encontrar eco especialmente entre los jóvenes, en una historia mil veces repetida. Jon Aldalur era muy joven –“Acababa de cumplir 18 años, teníamos un romanticismo exacerbado,”– cuando se sumó a ETA, seducido por “el encantamiento de la violencia”. En una entrevista realizada por Channel 4 en octubre, un portavoz del New IRA reconoció que la mayoría de militantes de su organización también lo son: “Nacieron después de 1998”. Nunca vivieron los Troubles. Ni saben los muertos que costó la paz.


lunes, 2 de diciembre de 2019

¿Quién recompondrá las tazas rotas?


Cuando los soldados norteamericanos –jóvenes de 18 o 19 años, casi niños– desembarcaron en Normandía el 6 de junio de 1944 no sabían demasiado contra quién y por qué iban a luchar. Ignorantes la mayoría de lo que era el mundo más allá de las grandes praderas de Iowa o Indiana, los franceses les parecían a priori tan sospechosos como los alemanes, a quienes por otra parte no acababan de entender por qué tenían que ver como enemigos. Duró poco. En unos días, la brutalidad del combate hizo nacer en sus espíritus el odio que la guerra requiere. Pero entre ambos países no había viejas querellas y, finalizada la conflagración, el rencor se enfrió rápidamente. ¡Hoy hay jóvenes en Estados Unidos que creen que su país luchó junto a Alemania en la Segunda Guerra Mundial!

La guerra fría con la Unión Soviética cambió muy pronto el escenario geopolítico en Europa y convirtió en amigos a los viejos enemigos. El cariño que se profesan, sin embargo, no es exactamente recíproco. Los alemanes (42%) ven en EE.UU. a uno de sus principales aliados, sólo por detrás de Francia, mientras que los norteamericanos sitúan a Alemania (13%) en un rango bastante inferior, según un sondeo del Pew Research Center hecho público esta semana. Curiosamente, los alemanes (52%) creen menos importantes para su seguridad las bases militares norteamericanas existentes en su suelo que los estadounidenses para la de su país (85%)

Es posible que la percepción de las amenazas exteriores en la opinión pública alemana haya empezado a cambiar. Pero su clase dirigente sigue muy apegada a la alianza militar con Estados Unidos como garantía de seguridad. Consecuencia de las dos guerras mundiales, producto en gran medida del militarismo alemán, hoy el ejército germano –la Bundeswehr (Defensa federal), integrada por 182.000 soldados– está lejos de ser la más potente máquina de guerra del continente. No es extraño, pues, que en Berlín cualquier cuestionamiento de la Alianza Atlántica sea considerado tabú. Y si , además, se hace con alevosía y nocturnidad, mucho peor.

Las recientes declaraciones de Emmanuel Macron al semanario The Economist, en las que sostenía que la OTAN se encuentra en estado de “muerte cerebral”, causaron una profunda irritación en la Cancillería de Berlín. No porque el presidente francés ande desencaminado sobre los males que aquejan a la Alianza –dramáticamente expresados en la crisis de Siria, donde EE.UU. y Turquía han tomado decisiones unilaterales sin tener en cuenta los riesgos y potenciales efectos negativos para sus aliados–, sino por lanzar sus advertencias de malas maneras y sin avisar. “Intempestivas”, las calificó la canciller Angela Merkel. El 9 de noviembre, aprovechado la cena de conmemoración en la capital alemana del 30.º aniversario de la caída del Muro de Berlín –según reveló The New York Times–, Merkel reprochó personalmente a Macron su modo de actuar: “Comprendo su deseo de políticas rupturistas, pero estoy cansada de recoger los pedazos. Una vez tras otra, tengo que pegar las tazas que usted rompe para que podamos sentarnos y tomar una taza de té juntos”. ¿Hasta cuándo? Un portavoz de la Cancillería quitó hierro después a la conversación –“No hubo queja ni disputa”, aseguró–, aunque sin desmentir las palabras pronunciadas.

Macron se ha salido con la suya y la cumbre de la OTAN que se celebra esta semana –los días 3 y 4– en Londres abordará los temas que plantea el presidente francés (¿cuál debe ser la estrategia de futuro de la Alianza? ¿hasta dónde llega la solidaridad militar entre aliados? ¿sigue siendo Rusia el enemigo o es el terrorismo yihadista?). También ha arrancado un compromiso de Alemania para crear un Consejo de Seguridad Europeo y reforzar la política exterior y de defensa común. ¿Pero a qué precio?

El resultado es que se está abriendo una brecha, cada vez más importante, entre Berlín y París. En Alemania, Merkel –ya de por sí inclinada a atemperar, si no a frenar, las iniciativas francesas– se encuentra en el final de su mandato sin haber logrado consolidar un relevo indiscutido, mientras que, en Francia, Macron parece determinado a tratar de erigirse en el líder de Europa. Dos factores coyunturales le  favorecen: la marcha del Reino Unido –que deja a Francia como la única potencia militar y nuclear de la UE– y la pérdida de liderazgo y de empuje económico de la otrora intratable Alemania. Cada vez más envalentonado, Macron no para en los últimos tiempos de tomar iniciativas unilaterales –diálogo con la Rusia de Vladímir Putin, bloqueo del proceso de adhesión de los países de los Balcanes– que provocan exasperación al otro lado del Rin.

El Brexit  cambiará –ha cambiado ya, de hecho– los equilibrios internos en Europa y ha dejado un poco más solos a Alemania y Francia, lo que puede exacerbar las tensiones. Los otros grandes países del continente están por ahora ausentes, cuando no directamente de espaldas (como Polonia). País fundador y tercera economía europea postbritánica, Italia se debate todavía entre el europeísmo oficial –más o menos de circunstancias– de la coalición M5E-PD y la eurofobia venidera de la ultraderechista Liga. Y España –cuarta potencia económica y demográfica de la Unión– sigue enredada en su propio laberinto, encadenando gobiernos de corta duración y ambición modesta.

Si Pedro Sánchez consigue esta vez evitar una nueva repetición de las elecciones, tendrá la oportunidad de ejercer un papel importante en Europa. En Bruselas y París hace tiempo que lo esperan.  También en Washington, donde ven con cierto pasmo la inhibición internacional española.  Un diplomático norteamericano lo expresaba esta semana de forma diáfana: “Hay países que quieren y no pueden; España puede, pero no quiere”. Alguien tendrá que ayudar a recomponer las tazas rotas.


lunes, 18 de noviembre de 2019

Cuando los gofres no dejan ver


Hay pocas maneras tan originales –y atrevidas– de desmarcarse de la firma de un manifiesto como la que utilizó el diputado de izquierdas francés François Ruffin para distanciarse de la declaración –que él mismo había rubricado– de la manifestación contra la islamofobia del pasado domingo en París. “Estaba en Bruselas comiendo patatas fritas y gofres con mis hijos”, alegó para justificar su inatención al texto que le habían pasado.

La manifestación, convocada por el Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF), al que algunos vinculan con los Hermanos Musulmanes, estuvo marcada por la polémica  desde el principio y dividió radicalmente a la izquierda. El Partido Socialista rechazó secundarla.  La declaración incluía algunos puntos controvertidos, como la de definir como leyes liberticidas las que restringen el uso del velo. Y, también, algunos signatarios incómodos: las críticas obligaron a retirar de la lista a Nader Abou Anas, imán de la mezquita de Aubervilliers (Sena-San Denís), defensor del sometimiento de las mujeres hasta el punto de justificar la violación conyugal.

Quienes se abstuvieron de asistir a la manifestación se ahorraron el disgusto de ver a algunos manifestantes desfilando con una estrella de David amarilla –haciendo una comparación abusiva con la persecución y exterminio de los judíos– o tener que escuchar el grito de Allahu Akbar! (Alá es el más grande). La contradictoria movilización, formalmente laica pero intensamente confesional, es un reflejo de la complejidad que rodea la integración de los 4 millones de musulmanes que viven en Francia  y el papel público de la religión.

Que la islamofobia  existe no cabe ninguna duda. Como existe el antisemitismo y el racismo. Es evidente que en Francia, el país europeo más castigado por el terrorismo islamista, la hostilidad hacia los musulmanes ha crecido en los últimos años, añadiéndose a la xenofobia que ya incubaba una parte de la población y que ha sabido explotar con astucia la ultraderecha. Un sondeo de Ifop hecho público el pasado día 6 constata que el 24% de los musulmanes  ha recibido insultos o injurias de carácter difamatorio en los últimos cinco años y un 7% ha sufrido asimismo agresiones físicas.

En principio, pues, debería ser muy fácil adherirse a una acción colectiva contra la islamofobia. Pero no lo es. Y no lo es porque una parte del colectivo –la más activa y radical– pretende utilizar la solidaridad general para llevar el agua a su molino, tensando las costuras de los principios republicanos de laicidad y de igualdad. En los últimos años ha crecido la presión islamista en numerosos frentes –escuelas, hospitales, piscinas públicas– para intentar imponer sus prejuicios sobre  la mujer. Y en este pulso el velo ha devenido el emblema. La prohibición en el 2004 de llevarlo –así como de ostentar cualquier otro símbolo religioso– en los centros de enseñanza de primaria y secundaria, y la interdicción en el 2009 del velo integral –niqab o burka, que ocultan el rostro– en el espacio público, centran los ataques de estos sectores.

Hay que decir que, si bien dos terceras partes de las mujeres musulmanas no llevan nunca velo, la población musulmana francesa siente globalmente un gran apego a esta prenda: un 65% se declara favorable a su uso, según un interesante retrato de esta comunidad realizado el 2016 por el Institut Montaigne, hasta el punto de haberlo convertido en un símbolo de identidad.

Este apoyo popular al velo, que más que piedad religiosa refleja la pervivencia de una visión extremadamente conservadora sobre el papel de la mujer y su subordinación al hombre, es el que está siendo utilizado por los sectores más radicales como punta de lanza para fomentar la desafección  a la República. Y no son precisamente pocos. El mismo estudio, dirigido por el ensayista y consultor Karim El Karoui, señala que un 28% de los musulmanes franceses rechaza los valores republicanos, pone la religión por encima de la ley civil y muestra  “actitudes autoritarias” y “secesionistas”.

En esta deriva se inscribe la aparición de nuevas fuerzas políticas  de carácter confesional, como la Unión de los Demócratas Musulmanes Franceses (UDMF), que se propone presentarse como tal a las elecciones municipales del próximo mes de marzo (si nadie lo impide, porque ya hay movimientos para tratar de prohibir este tipo de partidos). Aunque se define abierta a todos los franceses con independencia de su religión, lo cierto es que la UDMF pretende convertirse en la voz de la población musulmana y, aunque presenta un ideario laico y moderado, en su programa incluye una agenda identitaria: generalización de la comida halal en las escuelas, enseñanza del árabe, liberalización del velo en nombre de la libertad individual de las mujeres...

Resulta difícil aceptar el velo, símbolo de sumisión donde los haya –y de sexualización de la mujer, a la que se oculta de la vista presuntamente concupiscente de los hombres–, como un vehículo de libertad. Que algunas mujeres lo vistan voluntariamente –en Occidente, en otros lugares no tienen esa suerte–no cambia su significado profundo. Del mismo modo que criticarlo no le hace a uno sospechoso de islamofobia, como interesadamente pretenden  algunos. 

Puestos a adherirse a una causa, uno prefiere la lucha liberadora de numerosas   feministas musulmanas, como Chahla Chafiq, Fadela Amara, Marjane Satrapi, Henda Ayari, Hanane Pernel y tantas otras, en defensa de los derechos de las mujeres contra el integrismo islámico... O de los 101 musulmanes –la mayoría, mujeres– firmantes de un reciente manifiesto en la revista Marianne contra el velo islámico donde se declara con contundencia: “Llevar velo es el signo ostentoso de una comprensión retrógrada, oscurantista y sexista del Corán”. Su batalla es  una batalla por la libertad y la igualdad. No tenemos que dejarnos obnubilar por los gofres.


lunes, 4 de noviembre de 2019

Nostalgia de un imperio


"Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo –escribió Stefan Zweig en el prefacio de sus memorias, El mundo de ayer–; pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro”. Abrumado por la furia suicida de Europa, que por segunda vez en el siglo XX dirigía el continente hacia la destrucción, el escritor austriaco lamentaba la pérdida de un mundo basado en la razón y la tolerancia, y añoraba la Austria culta, cosmopolita, abierta y plural, arruinada por las guerras mundiales y condenada en aquel momento –finales de los años treinta, principios de los cuarenta– a convertirse bajo la bota de Hitler en  una provincia alemana: “Sólo las décadas venideras demostrarán el crimen cometido contra Viena con el intento de nacionalizar y provincializar esta ciudad, cuyo sentido y cultura consistían precisamente en el encuentro de elementos de lo más heterogéneo, en su supranacionalidad”.

Un siglo después de la caída y desmembramiento del imperio austro-húngaro –el pasado 10 de septiembre se cumplieron cien años de la firma del Tratado de Saint-Germain-en-Laye entre Austria y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que certificó su fenecimiento–, algunos estudiosos valoran el legado de la monarquía de los Habsburgo, cuya evolución a finales del siglo XIX ven como un ejemplo de Estado multinacional moderno, alejado del mito de la “prisión de naciones” con el que fue calificado al término de la Gran Guerra.

Los historiadores Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, autores de un artículo reciente publicado en The New York Times con el título Lo que el imperio de los Habsburgo hizo bien, presentan la monarquía multinacional austriaca casi como un antecedente de la Unión Europea: en sus vastos territorios –que incluían Austria, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, buena parte de Polonia y Rumanía, y porciones de Italia y Ucrania–, no había fronteras interiores, funcionaba una moneda única, había 11 lenguas reconocidas oficialmente, se permitía la libertad de expresión y de religión, y todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. No se trataba, desde luego, de un Estado democrático, pero sí era más abierto y tolerante que los imperios vecinos, el alemán y el ruso. Para Paul Miller-Melamed y Claire Morelon, la monarquía de los Habsburgo demostró que “un Estado multinacional no está necesariamente condenado al fracaso” y que “el Estado-nación no es la única forma natural de organización política”.

¿Hasta qué punto el modelo de los Habsburgo fue una apuesta política consciente o resultado de las contingencias históricas? El escritor italiano Claudio Magris, nacido en una antigua posesión austro-húngara, Trieste, y autor de un formidable libro histórico y cultural sobre las tierras del viejo imperio –El Danubio–,  sostiene que la inclinación de Viena por la construcción de la denominada Mitteleuropa fue consecuencia de su impotencia a la hora de disputar a Berlín la hegemonía del mundo germánico. “Incapaz de llevar a cabo la unificación alemana, a cuya cabeza se sitúa Prusia, la Austria de los Habsburgo busca una nueva misión y una nueva identidad en el imperio supernacional, crisol de pueblos y de culturas”, escribe Magris. El Danubio se acabaría erigiendo así en símbolo de cruce y de mezcla, en contraposición al Rin, “místico guardián de la pureza de la estirpe”.

Quien más quien menos reconoce la originalidad del modelo supranacional austriaco, pero no todo el mundo comparte el mismo entusiasmo. En un trabajo realizado en 1997 para el Center for Austrian Studies of Minnesota –y publicado en el 2009 on line por Cambridge University Press–, el desaparecido historiador norteamericano Solomon Wank, uno de los mayores expertos mundiales en el imperio austro-húngaro, constataba ya en aquel momento –dos décadas atrás– la existencia de una cierta “ola de nostalgia” historiográfica hacia lo que representó la monarquía de los Habsburgo, que compartía sólo parcialmente. Wank reconocía de buena gana los avances que el imperio introdujo a nivel económico y social, pero –por más que consideraba también contingente la organización del Estado-nación, modelo que según decía “no durará siempre”– veía serias disfunciones en la estructura austro-húngara.

El modelo presentaba claros desequilibrios. Fruto del llamado Compromiso de 1867, por el cual se reconocieron como iguales  las entidades nacionales austriaca y húngara, el imperio otorgó un segundo rango al resto de nacionalidades y nunca llegó a adoptar la forma federal e igualitaria que reivindicaba en 1848 el líder nacionalista checo Francis Palacký.

A juicio de Solomon Wank, las sucesivas concesiones descentralizadoras realizadas por los Habsburgo –que no dejaban de verse a sí mismos como una dinastía alemana– perseguían solamente salvaguardar la continuidad de su monarquía y no hicieron sino acrecentar las pulsiones nacionalistas en el seno del imperio. “La cuestión de cómo purgar el nacionalismo de Europa central y del este de sus agresivas y destructivas tendencias y crear una estructura política multinacional –razonaba Wonk– sigue abierta. (...) Quizá la solución radica en una Europa comunitaria ampliada”.

Eso escribía en 1997. Austria había ingresado en la UE apenas dos años antes, y el resto de países del viejo imperio, aún tardarían bastante: Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Polonia entrarían en el 2004; Rumanía en el 2007; Croacia en el 2013... No deja de ser irónico que el nacionalismo de los antiguos países del viejo imperio, lejos de haberse curado en la Europa unida, no ha hecho más que exacerbarse, hasta el punto de que son precisamente ellos –reunidos en el Grupo de Visegrado– los que amenazan hoy más directa y gravemente los principios y la cohesión de la UE.

lunes, 21 de octubre de 2019

Una firma enorme y superflua


La firma es enorme, proporcional a su ego. El tono de la carta es ofensivo, maleducado, chulesco, como su autor. En una  estrafalaria misiva enviada el pasado día 9, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, instaba a su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, a abstenerse de toda intervención militar en Siria. “No se haga el duro. ¡No sea idiota!”, le amonestaba de forma grosera el inquilino de la Casa Blanca.

El tono impropio y desenvuelto de Trump –absolutamente ajeno a los usos diplomáticos– ha causado vergüenza y estupefacción. Sin embargo, no es esto lo más notable. Lo más importante es que su advertencia se reveló superflua: ese mismo día Erdogan lanzó una ofensiva militar  contra las milicias kurdas del YPG-PYD, que controlan el nordeste de Siria. El presidente turco también desoyó las posteriores amenazas de Trump, vía Twitter, de “destruir” la economía turca –no se equivocó, puesto que las sanciones acordadas hasta ahora tienen un efecto irrisorio–. Y si el pasado jueves aceptó finalmente conceder al vicepresidente de EE.UU., Mike Pence, un alto el fuego de 120 horas (cinco días) para permitir la evacuación de las fuerzas kurdas, es porque su avance ya había sido frenado de hecho debido a sus negociaciones con Moscú.

Todas las admoniciones de la Casa Blanca apenas logran enmascarar la cruda realidad: EE.UU. se ha ido de Siria precipitadamente, dejando colgados a los kurdos –sus aliados en la lucha contra el Estado Islámico (EI)–, y su poder de influencia en la zona ha desaparecido con sus soldados. Su vacío ha sido ocupado por Rusia, que ahora dirige el juego, ha ocupado las posiciones abandonadas por los norteamericanos y ha facilitado el retorno del ejército regular sirio a la zona sin pegar ni un solo tiro.

No podía esperarse otro resultado, puesto que Estados Unidos –ya con Barack Obama en la presidencia­, cuando amenazó con bombardear Damasco si el régimen de Bashar el Asad utilizada armas químicas contra la población para luego echarse atrás– ha demostrado no saber qué quería hacer ni qué conseguir en Siria, mientras que todos los demás actores han evidenciado tener una hoja de ruta clara.

Lo que está sucediendo ahora viene de lejos. Ya en el verano del 2012 –hace más de siete años, prácticamente desde el inicio de la guerra civil siria–, Turquía esgrimió públicamente la amenaza de una intervención militar para establecer una zona de seguridad a lo largo de la frontera. Erdogan, a la sazón primer ministro, advirtió en julio de ese año que Turquía se vería obligada a intervenir si en la zona se asentaban “grupos terroristas”, aludiendo a la llegada de militantes del separatista Partido de Trabajadores del Kurdistán (PKK), con el que Ankara está en guerra desde los años ochenta y que está en la lista de organizaciones terroristas de EE.UU. y la UE.

El desarrollo de la guerra le ha dado la razón, puesto que en toda la franja nordeste de Siria se han acabado asentando las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), una coalición armada dominada por las milicias kurdas del YPG-PYD, con vínculos con el PKK. Para los turcos, el establecimiento de facto de una entidad política y militar kurda en el norte de Siria, colindante con las regiones kurdas de Turquía, era –y es– totalmente intolerable. Cualquier intervención, sin embargo, estaba frenada por la presencia allí de un millar de soldados de las fuerzas especiales de EE.UU. –junto a tropas francesas y británicas–, que habían utilizado a las FDS como punta de lanza contra el Estado Islámico (hoy territorialmente derrotado, pero no aniquilado)

En los últimos tiempos, la presión de Ankara sobre Washington había ido creciendo, lo que llevó en septiembre pasado a montar patrullas conjuntas turco-norteamericanas en la frontera. Esta pequeña concesión de Washington, sin embargo, no bastó para contener las ansias turcas. Y en una trascendental conversación telefónica el  día 6, Erdogan arrancó a Trump el anuncio de la retirada militar de EE.UU. y una implícita luz verde a la intervención turca, vendiendo sin sonrojo a sus aliados kurdos, para escándalo del Pentágono y del propio Partido Republicano. Ante las críticas, quiso poner el freno, pero ya era tarde: el avance militar turco obligó a los estadounidenses a marcharse de allí pitando, como si estuvieran en Saigón. Desde entonces, Trump ha alternado las amenazas a Turquía con un distanciamiento creciente respecto de los kurdos –“No son ángeles”–, y ha intentado esconder su impotencia vanagloriándose del alto el fuego arrancado a Erdogan. “Los kurdos están increíblemente felices”, dijo, mientras los combates entre kurdos y las milicias  árabes proturcas seguían este fin de semana.

 Lo cierto es que la retirada de EE.UU. ha forzado a los kurdos a echarse en brazos de Vladímir Putin y de El Asad. El líder ruso, mucho más parco en palabras pero inmensamente más efectivo que Trump, está camino de lograr la consolidación definitiva del régimen sirio, de quien salió en socorro en el 2015. Y Erdogan, merced a sus tratos con el Kremlin –que no con la Casa Blanca–, logrará establecer la franja de seguridad de 30 kilómetros que anhelaba y en la que quiere reasentar a los 3,6 millones de refugiados sirios que acoge en su territorio. A Trump sólo le quedará hacer tuits.

lunes, 7 de octubre de 2019

Gangrena antidemocrática

Andrew Johnson (1808-1877) fue un hombre hecho a sí mismo en una época en que la carencia absoluta de formación no era un obstáculo –menos aún que ahora– para llegar a las más altas responsabilidades. Eso sí, tenía un gran talento natural para la oratoria y una inclinación descarada al populismo, que supo explotar al máximo en beneficio de sus ambiciones. Nacido en la pobreza en Carolina del Norte, fue aprendiz de sastre antes de iniciar una carrera política local que al final le acabaría llevando, el 4 de marzo 1865, a la vicepresidencia de Estados Unidos. Y, 42 días y un asesinato después –el del presidente Abraham Lincoln– al corazón de la Casa Blanca.

Decimoséptimo presidente de EE.UU., Andrew Johnson ha pasado a la historia por una sola cosa: fue el primero contra el que la Cámara de Representantes abrió, en 1868, un proceso de destitución (impeachment). La iniciativa, que fracasó por un solo voto –unos cuantos senadores prefirieron salvar al cargo, más que a la persona–, se desencadenó a raíz del pulso que Johnson mantuvo con el Congreso sobre la política a aplicar hacia los derrotados estados del Sur en la guerra civil. Poco importa, para el caso, el trasfondo político de sus divergencias. Lo sustancial es que, en esa batalla, el presidente violentó las potestades del Parlamento y vulneró la Constitución.

Otro Johnson, Boris, esta vez en el Reino Unido y siglo y medio después, ha intentado hacer algo parecido –acallar por decreto al Parlamento durante cinco semanas– para imponer su visión del Brexit. Lo ha impedido el Tribunal Supremo británico, cuya sentencia del pasado 24 de septiembre representa un durísimo varapalo para el primer ministro. A juicio de la Corte, cuyos 11 miembros votaron el fallo por unanimidad, la decisión de Johnson –firmada por la reina Isabel II– atentaba gravemente contra la función constitucional del Parlamento y, en este sentido, fue “ilegal, nula y sin efecto”. Los magistrados, liderados por la juez Brenda Hale, lo subrayaron con singular crudeza: “Eso significa que cuando los comisionados reales entraron en la Cámara de los Lores (con la orden) fue como si hubieran entrado con una hoja de papel en blanco”.

Boris Johnson hubiera debido recordar que en 1649, tras enfrentarse con las armas al Parlamento, el rey Carlos I fue juzgado y decapitado, y que el colofón final de las guerras civiles que asolaron al país fue, en 1689, la aprobación de la Carta de Derechos, que establece que el Parlamento es la fuente de la soberanía y no hay rey –ni primer ministro– que se la salte. Johnson creyó estar por encima de la ley y ahora, frente a tamaña desautorización, no le quedaría otro remedio razonable que dimitir. Lejos de eso, se ha enrocado, ha cuestionado la potestad del Supremo para pronunciarse sobre asuntos “políticos” y ha lanzado furibundos ataques contra la legitimidad del Parlamento, él, que es primer ministro sin elección ninguna de por medio (sólo por la decisión de los militantes tories)

Puede que, a pesar de su calculada ambigüedad, acabe acatando las leyes –particularmente la que le obliga a pedir una prórroga a la UE si el 19 de octubre no ha llegado a un acuerdo sobre un Brexit pactado–, pero ya ha empezado a plantear la próxima batalla electoral bajo la bandera del pueblo contra el Parlamento e instaurado un clima de violencia verbal en la que sobre los diputados díscolos caen anatemas como el de “traición”. Algunos parlamentarios ya han empezado a recibir amenazas de muerte.

Al otro lado del Atlántico, su amigo Donald Trump se ha convertido en el cuarto presidente de EE.UU. en ser sometido a un proceso de impeachment –después de Andrew Johnson, Richard Nixon y Bill Clinton–, tras descubrirse que abusó de su cargo para presionar al Gobierno de Ucrania –al que ahora se ha añadido el de China– con el fin de atacar a un rival político, el exvicepresidente y posible candidato demócrata Joe Biden. Trump, fiel a su estilo de gobierno autoritario, ha tenido una reacción feroz. El presidente estadounidense, quien ya se ha aplicado de forma sistemática a la deslegitimación de congresistas, tribunales, agencias de investigación y medios de comunicación, amenaza ahora con una guerra sin cuartel en que pretenderá erigirse en la voz del pueblo contra el establishment. La palabra traidor ya ha empezado se ser también pronunciada, así como la de golpe e incluso guerra civil.

Donald Trump y Boris Johnson constituyen una amenaza directa a la democracia, pues cuestionan sus principios básicos: la división de poderes, la soberanía del Parlamento, el sometimiento de todos los ciudadanos sin excepción a la ley y a los tribunales, la vigilancia crítica de los medios... "Decididamente, los nacionalistas tienen un problema con la democracia –escribía recientemente en referencia a ambos casos Laurent Joffrin, director de Libération, diario de referencia de la izquierda francesa–. No quieren comprender –o admitir– que en un régimen de derecho, la ley no está hecha por hombres solos sino por representantes del pueblo y que las leyes deben ser conformes a la Constitución. No les viene a la cabeza que no hay libertad sin respeto a las cámaras parlamentarias y los tribunales constitucionales”.

Pero Trump y Johnson no son los únicos y la acertada reflexión de Joffrin puede aplicarse a más casos. En Polonia, los nacionalistas de Ley y Justicia (PiS), en el gobierno, acumulan varios intentos de erosión del Estado de Derecho. El último, incluido en el programa electoral del PiS cara a los comicios del próximo día 13, prevé introducir una reforma constitucional para que la sola iniciativa del fiscal general –que no es otro que el ministro de Justicia– permita detener a diputados y jueces... Que tal medida fuera aprobada por el Parlamento no la haría más democrática, pues atenta directamente contra los pilares de la democracia. Como recordó a los eurodiputados polacos el vicepresidente del Parlamento Europeo, Frans Timmermans, en una agitada sesión en septiembre: “Tener la mayoría parlamentaria no es un mandato para romper el imperio de la ley y los derechos fundamentales”.

EE.UU., el Reino Unido, Polonia... son sólo un puñado de ejemplos de una deriva existente en muchos otros lugares en Europa. Algunos, extremadamente cercanos. Parlamentos, leyes, constituciones, tribunales... todos aquellos contrapoderes que constituyen la arquitectura democrática básica y que son percibidos como un obstáculo, son atacados, violentados o quebrantados en nombre del pueblo o la nación por quienes se autoerigen –¿por derecho divino?– en sus intérpretes exclusivos. La enfermedad está mucho más extendida de lo que parece y amenaza con difundirse como la gangrena en nuestras democracias.


lunes, 23 de septiembre de 2019

El más rico del cementerio


A menudo, para conocer toda la verdad hay que observar de cerca a los personajes secundarios, mirar lo que se oculta tras el decorado. Es lo que hace el escritor francés Éric Vuillard en sus libros El orden del día y 14 de Julio, dos ejemplos sensacionales de disección histórica en los que ilumina los entresijos del triunfo del nazismo y de la revolución francesa. En el primero de ellos (premio Goncourt 2017) hay una descripción impagable sobre la invasión de Austria por las tropas alemanas el 12 de marzo de 1938, un fiasco muy alejado de la fulgurante Blitzkrieg (guerra relámpago) con la que doblegó a Francia dos años después.

En aquel momento, sin embargo, lo único que había eran tanques averiados en medio de la ruta, piezas de artillería en la cuneta, un colapso de tráfico portentoso... “Hay que olvidar lo que creemos saber, olvidar la guerra, desprenderse de las noticiarios de la época, de los montajes de Goebbels, de toda su propaganda. Hay que recordar que en ese instante la Blitzkrieg no es nada. No es más que un embotellamiento de Panzers. No es más que una avería gigantesca de motores en las carreteras austriacas –escribe Vuillard– (...) Y lo que sorprende en esta guerra es el éxito inaudito de la osadía, de lo cual debemos deducir una cosa: el mundo cede ante el bluf”.

Ochenta años después, el ejército alemán se encuentra en una situación muy parecida a la del momento del Anschluss, la anexión de Austria: un informe presentado en el Bundestag el pasado mes de enero alertaba de que,  en un día normal, apenas están en disposición de funcionar la mitad de sus carros de combate, buques y aviones. La corresponsal de La Vanguardia en Berlín, María-Paz López, cuenta que hace unos meses corría por Alemania un ácido chiste según el cual los tanques se aguantaban gracias a la laca –utilizada generosamente– de Ursula von der Leyen, entonces ministra de Defensa y hoy presidenta en ciernes de la Comisión Europea. Que la dotación de las fuerzas armadas es precaria lo demuestra también el estado lamentable de los aviones destinados a las altas autoridades del Estado. En diciembre del año pasado, la canciller Angela Merkel llegó con 12 horas de retraso a la cumbre del G-20 en Buenos Aires por una avería. Incapaces de encontrar un avión de repuesto, Merkel tuvo que coger en Madrid un vuelo comercial de Iberia.

¿Es el mito de la eficiencia y fiabilidad alemanas un bluf? Para los extranjeros que residen en Alemania, no hay ninguna duda. Lo es. Los servicios funcionan mal, la burocracia es ineficaz y las infraestructuras están que se caen de viejas y mal mantenidas. Las advertencias se suceden desde hace años. Los trenes, las autopistas, las carreteras, los puentes, las escuelas, el ejército, así como la red de internet –una de las más lentas del continente–, presentan deficiencias graves y necesitan una intervención drástica. Lo alertaban esta primavera en una  tribuna en el Süddeutsche Zeitung el presidente del Instituto Económico de Colonia, Michael Hüther, y el profesor del Instituto de Economía de Dusseldorf Jens Südekum. Alertas como éstas se suceden regularmente –en el vacío, en vano– desde hace años.

No es un problema de desidia. Es un problema de cicatería. Mientras las infraestructuras del país se desmoronan,  el Gobierno alemán muestra orgulloso un insolente superávit presupuestario (que el año pasado alcanzó la cifra récord de 58.000 millones de euros) En lugar de invertir, se vanagloria del dinero ahorrado, como el viejo avaro de Molière. El nuevo tótem político y económico se llama schwarze null (cero negro), que no quiere decir otra cosa que déficit cero. Obsesionados por el rigor presupuestario hasta límites que rozan –si no entran de lleno en– el más puro fundamentalismo, los dirigentes políticos alemanes, tanto democristianos como socialdemócratas, se han autoinfligido e impuesto a todo el continente una cura de austeridad de caballo, que ha agravado para millones de europeos los efectos de la crisis y ha retrasado la ahora amenazada recuperación económica, además de abrir la puerta a todo tipo de  populismos antieuropeos.

Durante años, responsables económicos europeos y norteamericanos  han empujado a Alemania a abandonar su “ruinosa obsesión por la deuda pública” –en palabras del economista estadounidense Paul Krugman, premio Nobel 2008– y  gastar e invertir más.  A no fiarlo todo a las exportaciones y a estimular también su demanda interna. Entre otras cosas, porque sus excedentes lo son a costa de los déficits de sus socios. Pero Berlín nunca ha escuchado.  Ahora, con la inminente amenaza de recesión  en Alemania –a causa de la caída de las exportaciones de automóviles y la guerra comercial chino-americana–, se le está insistiendo más que nunca.

La hasta hace poco directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI) y próxima presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde –que cuando era ministra de Economía de Nicolas Sarkozy ya se atrevió a amonestar a Berlín, ¡y la que le cayó encima!–, lo planteó en su intervención ante el Parlamento Europeo el pasado día 4: los gobiernos que tienen margen fiscal –dijo sin señalar con el dedo– deben gastar más para estimular la economía y alejar la recesión. Lo mismo ha subrayado Mario Draghi,  aún al frente del  BCE: la política monetaria ha llegado a su límite, ahora les toca a los políticos.

El panorama es inquietante. La ralentización económica de Alemania –motor de la zona euro– puede lastrar a toda Europa, que además tiene ante sí dos potenciales amenazas añadidas: el riesgo de un Brexit duro y una eventual guerra arancelaria con Estados Unidos, cuyo pulso con China ya ha empezado a perjudicar a los intercambios comerciales en todo el mundo. La revisión a la baja esta semana de las previsiones de la OCDE para la economía mundial –cuyo crecimiento este año será el más bajo de la ultima década– ha sido el último aldabonazo.  ¿Lo escucharán en Berlín? Nada es menos seguro. Cierto es que el debate sobre la necesidad de flexibilizar el rigor presupuestario ha empezado a abrirse camino más allá del Rhin. Pero si hemos de considerar una señal el plan contra la crisis climática presentado el viernes por Merkel –flojo de ambición y de dotación–, no es muy estimulante. Por ahora, nada indica que Alemania haya abandonado su aspiración de acabar siendo el más rico del cementerio.


lunes, 9 de septiembre de 2019

El Capitán Trueno en Groenlandia


Thule... Para los aficionados al cómic y a las aventuras fantásticas, evoca un frío y legendario territorio del Norte. En los años treinta fue uno de los reinos ficticios imaginados por el escritor norteamericano Robert E. Howard, creador del mítico Conan el Bárbaro. En los cincuenta y sesenta, en España, era la isla de Sigrid, la bella y rubia reina vikinga convertida en la novia eterna del Capitán Trueno, el popular héroe creado por Víctor Mora. En realidad, Thule es el nombre de una antigua población del noroeste de Groenlandia, 1.000 kilómetros al norte del Círculo Polar, donde Estados Unidos mantiene desde 1943 una base aérea militar. Un símbolo del interés que históricamente ha manifestado Washington por esa gran isla de hielos otrora perennes, de 2.166.000 km2 y 56.000 habitantes, que pertenece a Dinamarca.

Cuando el presidente Donald Trump, con los modos y la mentalidad propias del promotor inmobiliario que es, propuso de malas maneras el pasado mes de agosto comprar Groenlandia a los daneses estaba haciendo algo más que desbarrar. La compraventa de territorios ya no forma parte de los usos y costumbres internacionales, como sí lo fue en el pasado –Luisiana y Alaska, por ejemplo, fueron compradas por EE.UU. a Francia y Rusia respectivamente–. Pero la iniciativa de Trump, aunque anacrónica, no carecía totalmente de sentido. De hecho, no fue el primero a quien se le ocurrió la idea. EE.UU. ya lo intentó en la segunda mitad del siglo XIX, bajo la presidencia de Andrew Johnson, y nuevamente en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, aprovechando que las tropas norteamericanas habían ocupado la isla, de acuerdo con el gobernador danés –el Gobierno de Copenhague estaba cautivo–, para evitar que cayera en manos de la Alemania nazi.

A falta de quedarse Groenlandia, Washington consiguió al menos consolidar su presencia militar en la isla –lo que le permitía, y le permite, tener un pie en la zona ártica europea–, y la base aérea de Thule se convirtió en un importante eslabón del sistema de defensa de EE.UU., no sólo por su capacidad para acoger grandes bombarderos sino por albergar parte del sistema de alerta en caso de ataque con misiles balísticos. Fundamental durante la guerra fría con la extinta Unión Soviética, los cambios que se están produciendo en el Ártico a causa del deshielo provocado por la crisis climática están revalorizando su importancia. La progresiva pérdida de masa helada a causa del aumento de las temperaturas –desde 1979 ha desaparecido un 40% del hielo marino– está abriendo nuevas posibilidades de navegación marítima y de explotación de los recursos naturales. Y despertando todo tipo de apetitos.

En un informe remitido al Congreso el pasado mes de junio, el Pentágono alertaba de los nuevos riesgos que amenazan a la región e identificaba a Rusia –país con mayor extensión de costa ártica– y a China –que se ha autodeclarado país “próximo al Ártico”– como los dos principales peligros. Para prevenir amenazas militares y atentados contra la libre navegación, el Departamento de Defensa propone desplegar una “fuerza de disuasión creíble”. En su programa: la modernización de los sistemas antimisiles, el reforzamiento de las bases aéreas en Alaska y Groenlandia, la movilización de la 2.ª Flota –suprimida prematuramente en el 2001 y reactivada el año pasado– y el entrenamiento y equipamiento especial de una fuerza de 39.000 marines capaz de operar en condiciones extremas en un territorio con temperaturas de -30ºC y que pasa la mitad del año a oscuras.

No se trata de especulaciones sin base. En los últimos cinco años, Rusia ha tomado la iniciativa y se ha colocado en una posición hegemónica en el Ártico, donde domina la llamada ruta del Mar del Norte –navegable ahora tres meses al año pero que los expertos calculan que puede estarlo de forma permanente en la década del 2040–. Para su protección y control, Moscú ha adoptado asimismo importantes medidas en materia de defensa, como la constitución del Comando Estratégico Conjunto de la Flota del Norte y la creación de siete nuevas bases militares a lo largo de la costa. La navegación por esta ruta –que ahorra un 40% del tiempo de viaje en barco entre Asia y Europa– está bajo control de Rosatom (la corporación estatal atómica rusa) y sus potentes rompehielos nucleares, que dicta sus normas. “La ruta del Mar del Norte es nuestra arteria nacional de transporte. Es como las normas de tráfico. Si tú vas a otro país y conduces, acatas sus normas”, sostuvo el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, en una conferencia en abril en San Petersburgo sobre el Ártico, según el F inancial Times. EE.UU. lo contesta.

Uno de los grandes interesados en esta ruta marítima es China, que la ha incorporado a su ambicioso proyecto de la Belt and Road Initiative (BRI), también conocida como la Nueva Ruta de la Seda. Pekín está interesada en la navegación, pero al igual que los estados ribereños, también en posicionarse de cara a la futura explotación de los recursos de petróleo y gas natural que se presumen escondidos bajo el manto de hielo. Con este fin, ha conseguido introducirse como observador en el Consejo del Ártico, ha llegado a acuerdos de cooperación con Moscú en materia energética, y ha empezado a colocar algunas piezas –estaciones de investigación– en la zona, en Islandia y Noruega.

En el marco de esta estrategia, los chinos posaron su mirada en Groenlandia, llegando a proponer a Dinamarca la compra –eso sí, sin anunciarlo por Twitter– de una antigua base naval y la construcción de varios aeropuertos internacionales. Washington, según una información de Politico, reaccionó inmediatamente y empujó a Copenhague a frenar las ambiciones chinas. Un informe del Parlamento Europeo del año pasado alertaba ya de las maniobras de China en Groenlandia y apuntaba el riesgo de que Pekín pudiera alentar un posible movimiento de independencia inuit...

Al Capitán Trueno, presto a defender la justicia y deshacer entuertos, se le empieza a acumular el trabajo en tierras de Sigrid.



lunes, 26 de agosto de 2019

El último de La Nueve


Esta tarde París rendirá homenaje en una ceremonia en la Puerta de Orléans a la histórica II División Blindada del ejército francés por su determinante participación en la liberación de la capital de la ocupación alemana el 25 de agosto de 1944. Es un día grande, el 75.º aniversario. Pero Rafael Gómez Nieto no estará presente. “Ya quisiera ir, pero con 98 años me siento viejo y camino con dificultad”, se justifica al otro lado del teléfono. En lugar de eso, hoy, como cada domingo, Rafael irá a comer a casa de su hija Nicole y su familia, no muy lejos de su domicilio en las afueras de Estrasburgo, donde vive solo desde que murió su mujer, Florence. Como un domingo cualquiera.

Rafael Gómez Nieto no estará hoy en París. Pero sí estuvo hace 75 años. Formaba parte de la vanguardia de la II División Blindada –llamada División Leclerc, por el nombre de guerra del general a su mando, Philippe de Hauteclocque–, que el día 25, apoyada por la 4ª. División de Infantería de Estados Unidos, entró en París y forzó la rendición alemana. Gómez Nieto y sus compañeros de armas fueron los primeros en entrar. Su unidad, la novena compañía del Tercer Batallón del Regimiento de Marcha del Chad,  había penetrado en la ciudad como avanzadilla la noche del 24, desatando el entusiasmo de la población. La campana mayor de Notre Dame repicó para anunciar la buena nueva.

La División Leclerc era una amalgama de nacionalidades, con uniformes, vehículos y equipamiento americanos, bajo bandera y mando francés. Los 150 soldados que integraban la novena compañía, La Nueve, al mando del capitán Raymond Dronne, eran prácticamente todos republicanos españoles, entre ellos muchos anarquistas. Rafael Gómez Nieto es el último superviviente. “No tenían espíritu militar, algunos eran incluso antimilitaristas. Pero eran magníficos soldados, guerreros valientes y experimentados”, explicaría Dronne, quien tuvo que desplegar sus dotes de mando para dirigir una tropa particularmente indisciplinada: “Necesitaban comprender las razones de lo que se les pedía, había que tomarse el trabajo de explicarles el porqué de las cosas”. Su testimonio lo reproduce la periodista Evelyn Mesquida en La Nueve. Los españoles que liberaron París, un libro imprescindible que rinde justicia al papel de los españoles en este episodio de la II Guerra Mundial.

La historia de Rafael Gómez Nieto es similar a la de muchos otros miles de españoles que atravesaron los Pirineos huyendo del avance de las tropas franquistas al final de la guerra civil. Nacido en Almería en 1921 y residente en Badalona –su padre, carabinero, estaba destinado en el puerto de Barcelona–, el joven Rafael fue movilizado en la llamada quinta del biberón, aunque no llegó a ser enviado al frente. En 1939 cruzó la frontera y acabó en el campo de concentración francés de Saint-Cyprien, antes de poder salir de aquel infierno y reunirse con toda su familia en Orán, en la Argelia francesa. Otros se apuntaron directamente a la Legión extranjera con tal de abandonar aquellos campos infames.

Declarada la guerra en Europa, tras el desembarco de los aliados en África en 1942 Rafael decidió alistarse. Primero combatió en  Túnez, antes de integrar la nueva División Leclerc –unidad constituida a partir de las fuerzas del ejército colonial francés que habían escapado al control del régimen colaboracionista de Vichy– y ser enviado a Europa. Allí participaría en la batalla de Normandía y la liberación de París (para proseguir después  hacia Alsacia y Alemania, donde alcanzó el llamado Nido del Águila, el refugio de Hitler en Berchtesgaden, en los Alpes de Baviera)

La liberación de París no formaba parte de las prioridades militares de Estados Unidos, que tras la victoria en Normandía apostaba por sortear la capital francesa y dirigirse hacia el corazón de Alemania. Pero para el general De Gaulle era un asunto capital. El líder de la Francia Libre se salió con la suya: tras haber arrancado al general  Eisenhower el compromiso de que los franceses serían los primeros en entrar en París, forzó el avance sobre la ciudad, donde la Resistencia, dirigida por el comunista Henri Rol-Tanguy, había desencadenado el día 22 una insurrección armada. Más allá de las cuestiones simbólicas, De Gaulle quería evitar que los comunistas se adueñaran de la capital y tomaran el poder.

La Nueve tenía ya al alcance de su vista la torre Eiffel cuando, a las 19.30h del jueves 24 de agosto recibió la orden –como relata Antony Beevor en El Día D y la batalla de Normandía– de poner rumbo hacia la ciudad. Los vehículos semioruga que abrían la marcha enarbolaban nombres vinculados a la guerra civil española: Guadalajara, Madrid, Brunete... Rafael Gómez Nieto iba en el Guernica. Dos horas después llegaban al Ayuntamiento de París, desatando el enardecimiento popular. Recibidos como héroes, ese sábado desfilaron con todos los honores por los Campos Elíseos.

Ahí se acabó todo. Después, el silencio. Los franceses no estaban dispuestos a que unos extranjeros les arrebataran la gloria de haber liberado su capital y ocultaron su protagonismo. “París, París ultrajada, París rota, París martirizada... ¡pero París liberada! Liberada por sí misma, liberada por su pueblo con el concurso de los ejércitos de Francia”, proclamó el general De Gaulle en un célebre –y falsario– discurso patriótico. Una impostura que impregnó a partir de ahí el relato oficial. Porque la Resistencia por sí sola –escasa de armas y municiones– no hubiera podido imponerse a las fuerzas alemanas. Y porque la División Leclerc –donde además de españoles había italianos, judíos alemanes, polacos, checos, rusos blancos...– jamás hubiera llegado a la capital si no hubiera sido encuadrada en el ejército norteamericano, el verdadero liberador de Francia.

Los españoles de La Nueve, los que quedaban, tuvieron que esperar al año 2005 para que el Ayuntamiento de París les rindiera el primer homenaje y aún porque se empeñó en ello la hoy alcaldesa, la gaditana Anne Hidalgo. “No nos hemos sentido muy reconocidos, ha costado mucho tiempo. Para ellos, sólo existía el ejército francés”, constata Rafael Gómez Nieto, quien después se instalaría definitivamente en Alsacia y formaría una familia. Hoy es más francés que español, y sus hijos y nietos ya no hablan castellano. De algún modo, De Gaulle ha acabado ganando.


martes, 30 de julio de 2019

¡Mire al pajarito!


Unos cuantos famosos empezaron y muchos otros han seguido. Probablemente no tanto por curiosidad como por sumarse a la última moda en la red, unirse al mainstream narcisista del momento. Hace unos meses, el challenge, el reto social, era enseñar una imagen personal actual junto a otra de diez o veinte años atrás. La última es mostrar el propio rostro artificialmente envejecido.

La aplicación que lo permite, FaceApp  –un editor fotográfico en funcionamiento desde el 2017 con 80 millones de usuarios–, ha logrado un buen golpe de efecto. Pero también ha suscitado inquietudes, hasta el punto de que el líder de la minoría demócrata en el Senado de Estados Unidos, Chuck Schumer, ha pedido que el FBI abra una investigación ante el riesgo de que datos personales de ciudadanos estadounidenses pudieran caer en manos de “un poder extranjero hostil”.

El problema está en que la empresa que ha desarrollado la aplicación, Wireless Lab, está radicada en San Petersburgo y en que las condiciones contractuales que se imponen a los usuarios dejan amplio margen a la compañía para utilizar y ceder a terceros las imágenes y datos proporcionados. El hecho de que la empresa y el servidor estén en Rusia –de donde partió la masiva campaña de injerencia informática en las elecciones norteamericanas del 2016, en favor de Donald Trump– no es a priori muy tranquilizador.

Pero el problema va más allá de Rusia. El uso y el abuso de los datos personales es un problema general. Las grandes corporaciones de internet americanas se dedican a captar y traficar a gran escala con nuestros datos –enriquecidos día a día con el historial de nuestra navegación– con fines comerciales. La compraventa de datos privados de los internautas mueve ya al año un negocio de 200.000 millones de dólares. Como alertaba en un reciente artículo en The New York Times el responsable de la política de seguridad y privacidad de Intel, David A. Hoffman, hoy puede adquirirse online la información personal de cualquier individuo por sólo 10 dólares. Todo lo que volcamos  en la red es susceptible de ser utilizado.

Gracias a nuestra complicidad y nuestra desidia, los grandes grupos de internet saben muchas cosas de nosotros y mercadean con ello diariamente, en un sistema que la ensayista norteamericana Shoshanna Zuboff, exprofesora de la escuela de negocios de Harvard, ha definido como “capitalismo de vigilancia”. En principio, esta monitorización de nuestras vidas tiene sólo fines comerciales. Pero la puerta está abierta a usos muchísimo  más peligrosos.

Facebook acaba de recibir una multa récord en EE.UU. de 5.000 millones de dólares por haber cedido ilegalmente a terceros los datos de 80 millones de usuarios norteamericanos para lo que aparentaba ser un estudio sociológico. No lo era en absoluto. La empresa que los recibió, Cambridge Analytica –vinculada al ultraderechista Steve Bannon, antiguo gurú de Trump e impulsor de una internacional de la extrema derecha–, utilizó los datos para realizar en el 2016 una campaña selectiva entre el electorado demócrata, mediante el envío de bulos e informaciones falsas, con el fin de desincentivar el voto, sobre todo de los negros.

El Consejo de Europa alertó el pasado mes de febrero del riesgo de que los algoritmos que se están desarrollando se empleen “para manipular y controlar no sólo las decisiones económicas, sino también los comportamientos sociales y políticos”, y llamaba a los Estados a combatir esta amenaza.

Si ya entregamos nuestros datos alegremente a toda aplicación que instalamos en nuestro móvil, ahora hemos empezado a hacer lo mismo con nuestra cara. ¿Quién dice que FaceApp no puede servir para poner a punto una técnica de reconocimiento facial o, incluso, una base de datos?  En China, donde el régimen comunista pretende tener controlados a todos los ciudadanos, está muy desarrollado este sistema y en algunas zonas conflictivas –como la región de Xinjiang, de la minoría uigur– se han instalado pórticos de cámaras en la calle para identificar y controlar los movimientos de los transeúntes. En el conjunto del país, la identificación facial se está extendiendo a todos los niveles, desde la realización de trámites administrativos hasta el pago en los cajeros de los supermercados.

Podrá pensarse que China es un caso extremo por tratarse de un régimen autoritario. Lo cierto, sin embargo, es que este afán de control avanza en todas partes. En Estados Unidos, el diario The Washington Post ha desvelado que el FBI y el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas se han dedicado en los últimos tiempos a montar una base de datos  con la identidad facial de millones de personas a partir de las fotos de sus permisos de conducir, sin conocimiento de los afectados y sin autorización legal de ningún tipo.

Cada vez más fichados y controlados –a través de nuestra actividad en internet conocen ya nuestros datos personales y nuestra identidad facial, nuestros amigos y familiares, nuestros gustos, nuestras filias y fobias, nuestras tendencias políticas–, el último reducto que quedaba, la intimidad de nuestra propia casa, también acaba de caer. Algunos han dejado entrar en su domicilio al espía definitivo en forma de amable y cómodo asistente virtual al que se puede  pedir de viva voz lo que uno quiera. Para lo cual, claro, ha de estar a la escucha.

Google, que comercializa uno de estos artilugios, se vio forzado a admitir días atrás que el 0,2% de las conversaciones captadas por el aparato son escuchadas por personal de la compañía, después de que la televisión belga VRT NWS tuviera acceso a un millar de grabaciones. Y no todas correspondían a instrucciones dirigidas al asistente: en más de un centenar de casos, el asistente se activó por error y grabó conversaciones íntimas, charlas profesionales, discusiones de pareja y relaciones sexuales. En la antigua RDA, hubiera hecho las delicias de la Stasi...


lunes, 15 de julio de 2019

Perder el último barco


Cuando Gordon Matthew Thomas Sumner nació, el 2 de octubre de 1951, el nordeste de Inglaterra seguía siendo todavía uno de los grandes núcleos industriales del Reino Unido, cuyos pilares eran –desde el siglo XIX– las minas de carbón, los altos hornos y los astilleros.  Todo el mundo trabajaba allí, o casi. Al pequeño Gordon, hijo de un lechero y una peluquera, el destino le reservaba otro camino, pero los grandes barcos que se construían en su ciudad natal, Wallsend, y en la vecina Sunderland formaron parte esencial del paisaje de su infancia.

Los comienzos de Gordon al frente de la banda The Police –ya con el nombre artístico de Sting–, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, coincidieron con el declive de todo este mundo, al que en el 2013 el músico y compositor le dedicaría un melancólico álbum, The Last Ship.  El último barco. “El rugir de las cadenas y el crujido de las cuadernas, el ruido del fin del mundo en tus oídos, mientras una montaña de acero se abre camino hacia el mar. Y el último barco zarpa”...

En los ochenta, todo se vino abajo. Las minas, las acerías, los barcos... El último astillero de Sunderland, que llegó a ser el mayor centro de construcción naval del Reino Unido, cerró en 1988 y el último de Wallsend no pasó del 2007. Miles de trabajadores se quedaron en la calle –el paro alcanzó el 20%– y la pobreza y la marginación se enquistaron en la región, al igual que el resentimiento, realimentado por la crisis del 2008 y la drástica política de austeridad que le siguió, con recortes en los servicios y las prestaciones sociales.

Maltratados y olvidados, los habitantes del viejo enclave industrial del nordeste de Inglaterra se revolvieron con furia el 23 de junio del 2016 y votaron masivamente por la salida de la Unión Europea en el referéndum imprudentemente convocado por David Cameron. Los resultados de Sunderland fueron de los primeros en aparecer y ofrecieron un serio aviso de la hecatombe que esa noche se avecinaba: el 61% de los votantes se decantó por el Brexit (casi diez puntos por encima del conjunto del Reino Unido). Desde entonces, para bien o para mal, esta brumosa ciudad de 277.000 habitantes a orillas del Mar del Norte se ha convertido en un símbolo. Símbolo de la rebeldía y la protesta. De la desconfianza hacia las élites y el establishment.  De la aversión a la globalización. Símbolo también de la credulidad y de la ceguera...

En 1986, en pleno hundimiento de la industria tradicional, la entonces primera ministra Margaret Thatcher inauguró en Sunderland una nueva fábrica de Nissan, llamada a convertirse en el salvavidas de la región. Hoy la planta de coches japonesa, que da trabajo directa o indirectamente a decenas de miles de personas, es la principal fuente de empleo y riqueza de la zona.

Paradójicamente, puede acabar siendo también la primera víctima del Brexit que con tanta alegría y pasión han votado sus beneficiarios. No en vano el 80% de los vehículos que fabrica van destinados al mercado de la Unión Europea. Como tantos otros casos: el pasado 27 de junio, en unas declaraciones a la BBC, el ministro de Exteriores japonés, Taro Kono, advirtió de que un Brexit a la brava, sin acuerdo con la UE, podría hacer que el millar de empresas japonesas radicadas en el Reino Unido se marcharan para relocalizarse en otros países europeos. A fin de cuentas, si están donde están es para tener un acceso franco al mercado único europeo. (Hará tres o cuatro años, en una cena privada en Barcelona con un pequeño grupo de empresarios, un diplomático japonés hizo la misma advertencia en caso de que Catalunya llegara a separarse de España. Todos los presentes quedaron impactados por la contundencia del aviso. Todos, salvo un representante institucional que desmintió sin sonrojo al diplomático nipón basándose en las vacuas tesis del realismo mágico oficial)

La realidad, sin embargo, es puñetera. Y  siempre se acaba imponiendo. El pasado febrero, pocas semanas después de la entrada en vigor del nuevo tratado de libre comercio entre Japón y la UE –que entre otras cosas suprime los aranceles sobre las importaciones de automóviles–, Honda anunció el cierre de su fábrica de Swindon (unos 130 kilómetros al este de Londres) y Nissan, la suspensión de la fabricación del nuevo X-Trial SUV en la de Sunderland. Un golpe que puede ser sólo el primero.

Lo cierto es que Sunderland y su región pueden resultar severamente castigadas por el Brexit puesto que cerca del 60% de sus exportaciones van hacia la UE, de la que por otro lado habrán recibido en el último quinquenio del orden de casi 400.000 millones de euros en ayudas comunitarias. Un informe del comité del Brexit de la Cámara de los Comunes vaticina que la economía del nordeste de Inglaterra puede contraerse un 16% si hay una salida sin acuerdo. Y ya llegan  las primeras señales inquietantes: aunque el paro sigue siendo bajo, en el nordeste se disparó de nuevo al alza en el último trimestre hasta situarse en el 5,5%, porcentaje que puede parecer ridículo comparado con  otros países pero que es ya el peor del Reino Unido.

 En las últimas semanas, un grupo de empresarios locales, líderes cívicos y representantes políticos de diversos partidos está haciendo campaña en Sunderland y su región para reclamar un nuevo referéndum. “Nosotros ya sabemos lo que pasa cuando las industrias cierran y los puestos de trabajo se van. No podemos dejar que vuelva a suceder”, clamó la diputada laborista Bridget Phillipson en un mitin celebrado hace ahora una semana ante varios cientos de personas.

Es posible que una parte de quienes votaron por el Leave se hayan arrepentido o, al menos, hayan empezado a hacerse preguntas. Pero la mayoría no da ninguna señal en este sentido. Más bien lo contrario. Feudo tradicional de la izquierda, en las pasadas elecciones europeas el Partido del Brexit del ultra Nigel Farage se llevó dos de los tres escaños en juego en la circunscripción. Y un sondeo de esta misma semana publicado por el vespertino Sunderland Echo sostiene que el 70% de los habitantes de la ciudad están a favor de un Brexit duro como el que propone el sulfuroso Boris Johnson, probable próximo líder tory y primer ministro, partidario de salir de la UE como sea –aún sin acuerdo– antes de la fecha límite, el 31 de octubre próximo. Cueste lo que cueste. Do or die.  Así se hunda el último barco. Si lo llega a perpetrar, la resaca en Sunderland amenaza con ser muy amarga.


lunes, 1 de julio de 2019

La herencia del Campo de los Mirlos


En junio de 1989, hace treinta años, media Europa vivía aún bajo regímenes comunistas. Pero por poco tiempo. La perestroika de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética había puesto en marcha el reloj del hundimiento del bloque comunista y pocos meses después caería el muro de Berlín. La descomposición minaba a los países del llamado socialismo real en el este de Europa. Y en los Balcanes.

A principios de junio de 1989,  uno podía entrar en Yugoslavia por la frontera terrestre desde Trieste –ese crisol del antiguo imperio austro-húngaro– sin más formalidad que el saludo militar de los guardias, con tal de formar parte de la comitiva oficial de un líder comunista occidental. En Eslovenia, la más próspera y moderna república yugoslava, el desmoronamiento del régimen saltaba a los ojos.

En ese rincón de los Balcanes, al pie de los Alpes, el presidente de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, Milan Kucan –hombre fuerte de la república, político reformador y futuro padre de la independencia–, se afanaba por poner los cimientos de la transición democrática y buscaba la manera de refundar en un sentido confederal el mosaico étnico y religioso heredado del mariscal Tito. Sin embargo, los vientos soplaban en contra en Belgrado y desde Liubliana se observaba con creciente inquietud el radicalismo nacionalista del líder serbio, Solobodan Milosevic, y su sueño de la Gran Serbia, sobre el que pretendía asentar el mantenimiento de su poder más allá de la desintegración del régimen comunista.

El periodista primerizo que entrevistó a Milan Kucan en Liubliana a principios de junio de 1989 salió del despacho del dirigente comunista con la sensación de que Yugoslavia se encaminaba hacia la guerra civil. No era la intuición sagaz de un experimentado reportero. La sombra de la guerra estaba allí, perceptible en las palabras, en el tono, en la mirada del líder esloveno.

Muy poco después de este encuentro, el día 28 de ese mismo mes de junio –el viernes pasado se cumplieron treinta años–, Slobodan Milosevic pronunció un histórico discurso en Kosovo ante un millón de serbios movilizados desde todo el país para conmemorar el 600º aniversario de la batalla del Campo de los Mirlos, donde en 1389 el ejército serbio cayó derrotado frente a los invasores otomanos.  Milosevic encendió a las masas con un discurso de exaltación nacionalista que abrió las puertas a la tragedia que iba a asolar a Yugoslavia. “Hubo un tiempo en que éramos valientes y dignos. Seis siglos después, debemos librar nuevas batallas o prepararnos para ello. Ya no se trata de luchas armadas, aunque tampoco hay que excluirlas”, tronó.

No se excluyeron, no. La guerra relámpago de Eslovenia –la primera república en independizarse– se cobró en 1991 la vida de 67 personas, un triste aperitivo de lo que se avecinaba. Yugoslavia iba a desaparecer en medio de una orgía de sangre: 20.000 muertos en la guerra de Croacia (1991-1995), más de 200.000 en Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y 13.000 en Kosovo (1998-1999). Milosevic no fue el único culpable, y crímenes infames acabaron cometiendo todos los bandos sin excepción, pero su responsabilidad fue gravísima.

El llamado discurso de Gazimestan –nombre del memorial de la batalla– ha sido considerado un punto de inflexión en la crisis yugoslava. Pero, como siempre, la tragedia había empezado a escribirse antes. En marzo de ese año, el líder del partido comunista serbio había forzado la supresión de la autonomía de que gozaba Kosovo desde 1974, lo que ya había originado los primeros enfrentamientos violentos y una dura represión. En el resto de las repúblicas se dispararon todas las alarmas.

Para los serbios, Kosovo está en el corazón mismo de su historia. Pero lo mismo reivindican los albaneses, de confesión musulmana, que además constituyen la población abrumadoramente mayoritaria. La historia es como un chicle y cada cual la manosea a su antojo y conveniencia...

La de Kosovo fue la última de las guerras yugoslavas. Y la que precipitó la caída de Milosevic, tras una intensa campaña de bombardeos de 78 días de las fuerzas aéreas de la OTAN.   Fue otro mes de junio, éste de 1999, cuando las tropas serbias se retiraron de Kosovo y entraron las de la Alianza. Han pasado veinte años y allí siguen todavía: 3.500 soldados  que aseguran que las dos comunidades enfrentadas –120.000 serbios por 1,7 millones de albaneses– no se entregan a nuevos ajustes de cuentas. “Todavía somos necesarios”, declaró al poco de tomar posesión –por tercera vez– del contingente militar occidental, el pasado noviembre, el general italiano Lorenzo D’Addario.

Kosovo proclamó de forma unilateral su independencia en el 2008, obteniendo enseguida el reconocimiento de Estados Unidos y la mayor parte de países de la UE –no así de Serbia , Rusia y otros países europeos como España–. Pero Milosevic no llegó a verlo. Juzgado por el Tribunal de La Haya por genocidio y crímenes contra la humanidad, murió bajo detención en el 2006, sin llegar a ser sentenciado. Miles de serbios acudieron a rendirle honores en la capilla ardiente instalada en Belgrado, lo que demuestra una vez más que basta el sentimiento de tribu para convertir en héroe a un canalla.

De la desintegración yugoslava se salvaron algunos territorios, otros no han acabado de levantar cabeza. Como Bosnia-Herzegovina, que sigue siendo una bomba de relojería. O Kosovo, un Estado fallido que sobrevive por perfusión internacional y donde las dos comunidades, albanesa y serbia, se dan obstinadamente la espalda, mientras los dos vecinos amenazan periódicamente con volver a desenfundar las armas ante la mínima afrenta. Kosovo festejó hace dos semanas el fin de la guerra, con el expresidente norteamericano Bill Clinton como gran estrella invitada. Pero la paz dista mucho de estar ganada.


martes, 25 de junio de 2019

Elogio de un traidor


Para Alexis Tsipras, la noche del domingo 12 al lunes 13 de julio del 2015 fue la más larga de su vida política. El primer ministro griego había acudido a Bruselas a negociar un nuevo plan de ayuda financiera para Grecia, decidido a arrancar una flexibilización de las estrictas condiciones que hasta entonces habían impuesto sus socios europeos a los gobiernos precedentes. Pero, tras 17 horas de áspera negociación, salió escaldado.

Hartos de los sacrificios impuestos por Europa,  los griegos habían votado mayoritariamente por el líder de Syriza en las elecciones del mes de enero por su promesa de acabar con la austeridad. Y casi dos terceras partes habían rechazado las condiciones planteadas por Bruselas como requisito para una nueva ayuda financiera en un referéndum celebrado una semana antes,  el 5 de julio, a iniciativa del nuevo jefe del gobierno heleno.

Tsipras pensaba sin duda utilizar el voto popular como un arma en la negociación, que se presumía larga y dura. Estaba preparado para ello. Acudía al combate presto a librar una  guerra convencional. Pero en Bruselas se encontró con que su principal adversario llegaba dispuesto –más que dispuesto, ¡deseoso!– de apretar el botón nuclear... El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, había preparado un plan para forzar la salida de Grecia de la zona euro. Como si se tratara de extirpar un tumor maligno. Las dudas de la canciller Angela Merkel y la resistencia del presidente francés, François Hollande, contribuyeron a impedir el Grexit. Pero la cuestión decisiva fue la capitulación de Tsipras. El primer ministro griego tuvo que tragar todo lo imaginable y firmar un trato humillante (el presidente saliente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, lo acabaría reconociendo tiempo después) para evitar lo peor. Podía no haberlo hecho. Podía haber salvado su imagen, su reputación. Regresar a Grecia como un héroe, derrotado pero insumiso. Pero al precio de lanzar a Grecia al abismo, dejando al país a merced de los mercados financieros y la ayuda draconiana del Fondo Monetario Internacional (FMI) como último y desesperado recurso.

Alexis Tsipras prefirió endosar el traje de traidor y aplicar personalmente la amarga medicina recetada en Bruselas  –tratando, allí donde fuera posible, de aplicar remedios paliativos a las capas más expuestas de la población–. Tsipras perdió a una parte de sus seguidores en este lance, pero ganó el apoyo de muchos otros. Hasta el punto de que en las elecciones anticipadas convocadas a la vuelta del verano revalidó su victoria de nueve meses atrás.

En estos años, Tsipras  ha cumplido con creces sus compromisos económicos y financieros. Ha dejado de ser el radical de izquierdas con veleidades chavistas del principio para convertirse en un socialdemócrata pragmático, a quien sus pares celebran como un hombre de Estado. Como resultado, en agosto del año pasado, Grecia dejó de estar bajo la tutela de la troika y desde entonces vuela sola (que no libre, pues se la sigue vigilando de cerca)

El crecimiento de la economía –un 1,9% del PIB el año pasado, que se espera que sea del 2% este año, según la OCDE– y el saneamiento de las finanzas públicas –el año pasado el superávit primario, esto es, sin contar el coste de la deuda, alcanzó el 4,2%, por encima del 3,5% exigido– permitió al Gobierno griego abordar algunas mejoras sociales: empezó en febrero por el aumento del salario mínimo (de 586 a 650 euros) y en mayo anunció la restitución de la decimotercera paga a los jubilados y la reducción del IVA. “Es importante que los sacrificios que han hecho los griegos sean recompensados”, declaró el primer ministro. Tampoco muchas alegrías, no se vaya uno a pensar, porque la situación sigue siendo delicada. Grecia ha salido del pozo, pero ha perdido en la crisis una cuarta parte de su riqueza, sin que esta devaluación haya podido ser aprovechada para la exportación por una industria que es prácticamente inexistente. El paro sigue siendo muy elevado (19%) y el poder adquisitivo de los griegos se ha hundido. El futuro aún es gris.

El anuncio de mayo tenía una inequívoca tonalidad electoralista, lo cual no evitó que Syriza recibiera un fuerte correctivo en las elecciones europeas, donde con el  23,8% de los votos quedó muy por detrás del centroderecha de Nueva Democracia (33,3%) ¿El peaje a pagar por la austeridad? No está ni mucho menos claro.

Alexis Tsipras se incomodó con los griegos en un asunto mucho más delicado, puesto que atañe a los sentimientos y ya se ha visto –aquí y allá– que en momentos de crisis los sentimientos brutos es lo más fácilmente explotable. En otra muestra de osadía, el primer ministro griego, con la complicidad de su homólogo de la antigua república yugoslava de Macedonia, el socialdemócrata Zoran Zaev, urdió un acuerdo para cerrar la disputa histórica entre ambos países por el nombre del primero, que a juicio de los griegos usurpaba el de su región septentrional. Ambos dirigentes, empujados por la UE y la OTAN, acordaron en enero una solución salomónica –llamar al nuevo país  Macedonia del Norte– que convenció a muy pocos a un lado y otro de la frontera pero tuvo la gran virtud de desbloquear un litigio que parecía insoluble. Tsipras tuvo el coraje de desafiar a la opinión pública –mayoritariamente contraria al acuerdo– y se puso a merced de una derecha que se lanzó sin medida a atizar los sentimientos nacionalistas. Pero consideró, una vez más, que era lo que debía hacer.

A diez puntos de distancia de la derecha –los sondeos otorgan a Nueva Democracia el 39% de intención de voto, por un 29% a Syriza–, es probable que Tsipras sea descabalgado del gobierno en las elecciones anticipadas del próximo 7 de julio. Sería un error, sin embargo, darle por amortizado.
En cualquier caso, el tiempo acabará por aquilatar su figura. Y se verá que, a veces, lo que más necesita un país es un traidor.