domingo, 27 de marzo de 2016

Objetivo: 'Aladdín'

25/12/2015

Bienvenidos a Ágrabah, ciudad de misterio, de encantamiento...”. Un mercader árabe de sonrisa taimada abre con estas palabras la película de dibujos animados Aladdín, recreación realizada en 1992 por Disney del célebre cuento oriental de Las mil y una noches sobre el joven Aladino y la lámpara maravillosa. Ágrabah... Suena bien, suena exótico. Y suena verosímil. Recuerda vagamente el nombre de la ciudad portuaria de Áqaba, en la salida de Jordania al Mar Rojo, sobre la que Lawrence de Arabia lanzó en 1917 a las fuerzas árabes contra los turcos.

Pero Ágrabah no existe más que en el mundo virtual de Disney. Y, sin embargo, el 30% de los simpatizantes del Partido Republicano estadounidense –y el 41% de los seguidores del extremista multimillonario Donald Trump– se mostraron de acuerdo, en un reciente sondeo, con bombardear la ciudad. Para acabar con el terrorismo, se supone. La encuesta, realizada por Public Policy Polling, atribuía un ardor guerrero bastante más mitigado a los votantes demócratas (19% a favor del bombardeo), pero las motivaciones eran idénticas. Y la desconfianza hacia lo árabe, también.

Los atentados yihadistas de París y San Bernardino han instalado de nuevo en la sociedad estadounidense el miedo al terrorismo, a niveles nunca vistos desde los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono. Y del miedo al odio hay un solo paso. Son sentimientos tan básicos y primarios como la sed de venganza, que todavía es tolerada en muchas sociedades. No en la mayoría, sin embargo, donde la venganza está reservada en exclusiva al Estado. El “ojo por ojo” del Viejo Testamento quedó abolido en el mundo de raíz cristiana: “No os venguéis vosotros mismos, queridos míos, sino dad lugar a la ira, pues está escrito: Mía es la venganza; yo haré justicia, dice el Señor” (Romanos 12-19). Pero los Estados se arrogan muy a menudo el derecho divino de ejecutarla por su cuenta.

El 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos recibió un golpe durísimo. Y su reacción fue invocar el derecho de autodefensa para aplastar, en venganza, al régimen talibán que protegía en Afganistán a los autores de la barbarie, Ossama Bin Laden y sus secuaces de Al Qaeda. Mucha gente aplaudió, mucha otra se mostró comprensiva. Países que en otras ocasiones se han mostrado renuentes al belicismo de Washington, como Francia, se sumaron a la ofensiva (gobernaba entonces el socialista Lionel Jospin, bajo la presidencia de Jacques Chirac). El régimen cruel y tiránico de los talibanes, especialmente avieso con las mujeres, no despertaba muchas simpatías... Sólo unos pocos se mostraron escépticos. La experiencia de la guerra que condujo la Unión Soviética entre 1979 y 1989 –y que acabó en 1992 con el triunfo de los islamistas– no hacía prever un resultado muy glorioso. Y así ha sido.

Catorce años después de que George W. Bush ordenara bombardear Afganistán, el terrorismo islamista está lejos de haber desaparecido en el mundo –por el contrario, la alegre invasión de Iraq en el 2003 ha engendrado nuevos actores, como el Estado Islámico– y EE.UU. sigue empantanado en una guerra inacabable contra un enemigo, los talibanes, que muestra una fuerza y una resistencia inagotables. “Veinte años después del lanzamiento del movimiento, los talibanes siguen contando con la lealtad de miles de afganos, y con los recursos y hombres necesarios para perseguir sus objetivos políticos”, subrayaba Michael Semple, profesor de la Queen’s University de Belfast y uno de los mayores expertos en Afganistán, en un informe publicado por el United States Institute of Peace hace un año. Y las cosas no han hecho más que empeorar para el inestable poder de Kabul. “Los talibanes podrían hacerse con el poder en uno o dos años”, declaraba recientemente el mismo Semple a Le Monde.

Una señal inequívoca: fuertes ya en el sudoeste del país, los talibanes lograron el 28 de septiembre pasado tomar la ciudad de Kunduz, que les hubiera abierto la puerta a dominar todo el norte. Sólo la intervención de tropas de EE.UU. –que trajo como consecuencia colateral el trágico ataque al hospital de Médicos sin Fronteras– permitió reconquistar la ciudad. El problema se ha agravado aún más con la entrada del Estado Islámico en la región de Nangarhar...

En estos catorce años han muerto 3.500 soldados de la OTAN –la mayoría norteamericanos–, cerca de 14.000 soldados y policías afganos y más de 26.000 civiles –según estimaciones no oficiales–, y la guerra consume cada año unos 150.000 millones de dólares (138.000 millones de euros) del tesoro estadounidense . ¿Y para qué?

Barack Obama, que llegó a la Casa Blanca en el 2008 con una retórica antibelicista, prometió retirarse de Afganistán y cerrar la vergonzosa prisión de Guantánamo (donde se pudren los prisioneros de la guerra contra los talibanes). No ha podido cumplir ni una cosa ni la otra. Por el contrario, en lo que respecta a la retirada, el pasado mes de octubre anunció que el ejército de EE.UU. aún deberá permanecer por un tiempo en Afganistán –al menos hasta el 2017– para evitar la caída del régimen actual. Washington mantendrá así 9.800 hombres –el grueso de un contingente internacional de 13.000 soldados–, una cifra que no permitirá vencer a los talibanes, sino únicamente mantener el statu quo. La conclusión, para Karim Pakzad, experto en Afganistán del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés), es clara: “Es imposible batir a los talibanes en el terreno militar, sólo queda una solución política”. Una tarea ímproba que demuestra la inutilidad de la guerra declarada por Bush en el 2001.

François Hollande debería tenerlo en cuenta mientras, jaleado por la opinión pública (81% a favor y un 62%, por la invasión terrestre), se lanza a bombardear en Siria en venganza por los atentados de París.

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