lunes, 20 de septiembre de 2021

Más de 210.000 muertos después


@Lluis_Uria

Veinte años después de que EE.UU. lanzara su guerra global contra el terrorismo, el problema se ha exacerbado. De los 210.000 muertos causados por el terrorismo islamista desde 1979, tres cuartas partes se han producido en la última década.

En el portal del FBI donde figuran los criminales más buscados por Estados Unidos aparece el afgano Sirajudin Haqani. En los primeros carteles distribuidos por la policía federal se ofrecía una recompensa de 5 millones de dólares por la información que condujera directamente a su detención. Luego se elevó a 10 millones. Ahora mismo no parece muy difícil localizarle, puesto que se trata del nuevo ministro del Interior del gobierno provisional de los talibanes en Afganistán. Su captura es más improbable.

Sirajudin Haqani es el jefe de la llamada red Haqani, fundada por su padre, Jalaludin –un histórico señor de la guerra que ya luchó contra los soviéticos y que fue ministro en la primera etapa talibán–, y señalada como una de las facciones más violentas de las milicias islamistas afganas. EE.UU. y la UE la consideran una organización terrorista. Y el Consejo de Seguridad de la ONU tiene al clan Haqani en su lista negra por sus lazos con Al Qaeda, autora de los atentados del 11-S del 2001.

En un polémico artículo publicado por The New York Times en febrero del 2020 y titulado “Lo que nosotros, los talibanes, queremos”, Sirajudin Haqani respaldaba las negociaciones abiertas en Doha con EE.UU. y se mostraba como un hombre de paz. “Durante más de dos décadas se han perdido todos los días vidas preciosas de afganos –escribió–. Todo el mundo ha perdido a alguien querido. Todo el mundo está harto de la guerra. Las matanzas y las mutilaciones deben acabar”. Palabras conciliadoras, pero que estaban firmadas por el máximo responsable de los más salvajes atentados cometidos en Afganistán en los últimos años, tanto contra las fuerzas de seguridad como contra civiles.

 La red Haqani, con sus kamikazes y sus camiones bomba, tiene mucho que ver con la explosión de violencia de la última década en Afganistán, que ha convertido al país en el más castigado del mundo por el terrorismo. El think tank francés Fundación para la Innovación Política (Fondapol) atribuye a los talibanes la muerte de al menos 69.303 personas en acciones terroristas, por delante de grupos yihadistas como el Estado Islámico (58.632), Boko Haram (25.719) y Al Qaeda (14.359). Los cuatro juntos suman en su cuenta el 80% de las muertes causadas por el terrorismo islamista en todo el mundo.

De hecho, todo empezó en Afganistán. En su amplio informe sobre el terrorismo islamista en el mundo entre 1979 y 2021 –en el que Fondapol hace el meritorio esfuerzo de tratar de censar de la forma más exhaustiva posible, a partir de fuentes diversas, el número de atentados y víctimas–, su director, Dominique Reyné, subraya que la explosión del terrorismo islamista se produce a partir de 1979 alimentada entre otros factores por la revolución jomeinista en Irán y la invasión soviética de Afganistán, que se convierte en ese momento en el centro de la yihad.

Ahora que se conmemora el 20.º aniversario de los devastadores atentados del 11-S contra Nueva York y Washington –así como de la subsiguiente invasión norteamericana de Afganistán y la posterior caza y muerte del líder de Al Qaeda, Ossama bin Laden–, y que ha comenzado en París el juicio por los atentados del Bataclan del 2015, es oportuno observar los datos. En las últimas cuatro décadas, el terrorismo islamista  ha perpetrado al menos 48.035 atentados, con 210.138 muertos. La inmensa mayoría de los ataques (89,5%) y de los muertos (91,7%) se produjeron en países musulmanes. Mientras que en Occidente, pese a su espectacularidad, su incidencia ha sido mínima: 0,1% de los atentados y 1,5% de las víctimas en Norteamérica, 0,6% y 0,8% en Europa.

La segunda constatación es que la guerra global contra el terrorismo lanzada por Estados Unidos en el 2001 no sólo no ha acabado con el problema, sino que lo ha exacerbado: los muertos han pasado, de 6.817 en el periodo 1979-2000, a 38.186 en 2001-2012 y a 165.135 en 2013-2021. Al Qaeda fue expulsada de Afganistán, pero han surgido después una miríada de franquicias, en Asia y en África. Y el principal fruto de la intervención militar en Irak fue el surgimiento del Estado Islámico.

Ahora, la principal preocupación es que la victoria de los talibanes en Afganistán pueda ser un aliciente para todos estos grupos –también para extremistas individuales, como alertaba el viernes el jefe del MI5 británico, Ken McCallum– y pueda incluso decantar las cosas en un sentido parecido en Somalia o Mali. Los talibanes por su parte se han comprometido a no permitir que se vuelvan a lanzar ataques terroristas desde su territorio, pero lo cierto es que lo poco o mucho que queda de Al Qaeda sigue presente en el país. Y el jefe del Pentágono, Lloyd Austin, ha advertido que el grupo podría reorganizarse de nuevo en Afganistán en un plazo de dos años. Sus amigos están bien colocados.

Más de 210.000 muertos después, todo vuelve a la casilla de salida.

 

lunes, 6 de septiembre de 2021

No es país para mujeres


La súbita victoria de los talibanes en Afganistán ha llevado a miles de mujeres a abandonar precipitadamente el país para huir de un régimen que las esclaviza. Las que se han quedado permanecen escondidas o encerradas en sus hogares.

@Lluis_Uria

 El 14 de agosto la vida era todavía normal para Fatimah Hossaini, artista y fotógrafa afgana nacida en Irán –hija de la diáspora de su país– y reafincada en Kabul, empeñada en dar a conocer al mundo otra imagen de Afganistán. Sobre todo de sus mujeres. Ellas eran el sujeto de su última exposición, Beauty amid the war (Belleza en medio de la guerra), que había podido verse en junio en Teherán. “Las mujeres en estas fotografías están llenas de esperanzas, resistencia, liberación”, escribió. Los medios internacionales hablaban sobre su sensacional trabajo. Faltaba una jornada para que los talibanes entraran en la capital afgana. Pero nadie lo imaginaba todavía. Desde luego, no Fatimah ni sus amigos.

Y de repente, el abismo. Todo se derrumbó en horas. El Gobierno había huido y los talibanes, los mismos que entre 1996 y el 2001 instauraron un régimen religioso basado en el terror, habían tomado de nuevo el poder y se paseaban con las armas en la mano por la capital afgana. “Hace sólo un par de días, nosotras, unas chicas de Kabul, estábamos sentadas juntas tomando un té verde y hablando de nuestros planes para cuando llegara la paz. Ahora, estamos escondidas en alguna parte de esta ciudad, preparándonos para cualquier cosa, sin saber cuándo y dónde nos volveremos a ver”, escribió con tristeza al día siguiente de la caída en Twitter.

“Me siento rota y traumatizada”, confesaba dos días después, mientras multiplicaba las gestiones para huir del país. Al final –como lo ha contado ella misma en el portal de noticias Outriders, del que es colaboradora– lo consiguió:  al segundo intento, tras largas y penosas horas de espera con el miedo en el cuerpo, logró llegar al aeropuerto de Kabul. Y en la madrugada del sábado 20 de agosto fue embarcada en un avión militar francés –con una pequeña maleta, su cámara y su ordenador por todo equipaje– que la condujo a Abu Dabi (Emiratos) para seguir después a París.

Historias como las de Fatimah Hossaini hay cientos, miles... Y la suya no es, desde luego, la más trágica. Peor futuro les espera a las mujeres obligadas a quedarse en Afganistán, que verán retroceder su situación a veinte años atrás –prácticamente a la Edad Media–, por no hablar de las que tratando de huir perdieron la vida en los atentados del pasado jueves en los aledaños del aeropuerto Hamid Karzai. El regreso de los talibanes es un duro golpe para millones de afganos. Pero sobre todo, y con diferencia, para las mujeres.

 Durante estos veinte años de ocupación occidental, las mujeres han dado un salto enorme en Afganistán (aunque desigual: muy acusado en Kabul y las grandes ciudades y apenas perceptible en las zonas rurales). Las mujeres tenían hasta ahora libertad de movimiento, sin necesidad de tutelas masculinas ni obligación de cubrirse el rostro; así como acceso a la educación –más del 80% de las niñas están escolarizadas en primaria y un 40% en secundaria– y a prácticamente todas las profesiones: un 20% de los funcionarios públicos son mujeres, a las que la Constitución obliga a reservar un tercio de los escaños del Parlamento... Todo eso está a punto de irse al traste. Si no lo ha hecho ya.

Los fanáticos de la sharía (la ley islámica) han vuelto con piel de cordero. Dentro de su campaña de relaciones públicas internacional, han asegurado que las mujeres tendrán un papel  en el nuevo Afganistán, y que podrán seguir estudiando y trabajando. ¿Cómo? ¿Bajo qué condiciones? ¿Con qué derechos? Nada han precisado. Un consejo de ulemas (doctores de la ley islámica) abordará próximamente la cuestión –han dicho– y decidirá. Pero si se mira al pasado, la época de los burkas y las lapidaciones, no es nada tranquilizador.

De momento, las nuevas autoridades han aconsejado a las mujeres que se queden en sus casas. “Nuestros combatientes no están entrenados sobre cómo tratar con las mujeres y algunos de ellos sobre cómo hablarles”, justificó el  portavoz talibán, Zabihullah Mujahid. Es lo menos que se puede decir, a la vista de cómo se han conducido en las provincias que los islamistas controlan desde hace tiempo.

El último informe sobre riesgos remitido el pasado mes de marzo al Congreso de EE.UU. por el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (Sigar), John F. Sopko, pintaba un sombrío panorama general. Y sobre las amenazas para los derechos de las mujeres apuntaba: “Las prácticas de los talibanes en las áreas bajo su control no inspiran confianza en que sus puntos de vista sobre los roles de género y las relaciones hayan evolucionado mucho desde los años noventa”.

“Amo a mi país, pero no puedo quedarme aquí. Ya basta. No puedo respirar”, decía casi entre sollozos la periodista Wahida Fazi a punto de entrar en el aeropuerto de Kabul para abandonar Afganistán. La reportera de la BBC que la entrevistaba intentó consolarla deseándole que “ojalá algún día pueda volver”. Su respuesta fue tan desencantada como tajante: “Nunca, nunca”.