domingo, 27 de marzo de 2016

La (otra) guerra de Putin

03/10/2015

El 24 de agosto fue un lunes negro para Vladímir Putin. Ese día, el barril del petróleo cayó a su nivel más bajo en una década –43,06 dólares–, oscureciendo aún más el horizonte de la castigada economía rusa, que prevé acabar el año en recesión. El derrumbe de los precios del petróleo, cuyas rentas representan casi el 14% de la riqueza del país, es la principal causa de los problemas de la economía rusa. Pero no la única. Las sanciones occidentales por el papel de Rusia en la guerra de Ucrania los agravan y, según cálculos del FMI, podrían representarle a medio plazo una merma acumulada de hasta el 9% del PIB. Si se mantienen...

Ese mismo día, a 1.800 kilómetros de Moscú, en Berlín, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, François Hollande, hacían un primer llamamiento desesperado en favor de una respuesta europea a la riada de miles de refugiados que, procedentes de Turquía, atravesaban en masa las fronteras de la Unión Europea por Grecia y Hungría huyendo de la guerra civil en Siria.
A veces, las malas noticias llegan acompañadas de oportunidades.

De repente, para Europa, desbordada por un tsunami humano que no había visto desde la Segunda Guerra Mundial, el conflicto armado en Siria pasaba al primer plano de sus preocupaciones. Todo el mundo se puso rápidamente de acuerdo: había que detener la guerra. Y ahí, Moscú tenía grandes bazas a su favor. Para Vladímir Putin, un jugador excepcional en el tablero de ajedrez mundial, se abría una ocasión inmejorable de salir del agujero y pasar de apestado a aliado fundamental e imprescindible de Occidente. A poco que el conflicto de Ucrania quede apaciguado y congelado, que no resuelto –basta para ello con cumplir lo previsto en los acuerdos de Minsk y mantener el actual alto el fuego–, la Unión Europea podría decidir el próximo mes de enero levantar, al menos parcialmente, las sanciones económicas a Moscú. Algo que ya han apuntado François Hollande y el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel.

Pero para que Moscú haya enviado a Siria varias decenas de cazabombarderos Sukhoi SU-24, SU-25 y SU-30 –basados en la ciudad costera de Latakia–, además de drones, misiles antiaéreos SA-22, carros de combate T-90 y tropas de apoyo, y se arriesgue a un choque accidental en cielo sirio con los aviones occidentales que combaten a las hordas oscurantistas del Estado Islámico, ha de haber en juego algo más que un alivio económico. Y, en efecto, lo hay.

El régimen alauí de Damasco no sólo es un socio histórico del Kremlin desde los tiempos de la Unión Soviética y la Guerra Fría, sino que es hoy el único aliado sólido –en fin, no muy sólido en este momento militarmente hablando, pero sí políticamente– en Oriente Medio. En Siria, Rusia mantiene la única base naval –en Tartus– de que dispone en el Mediterráneo, lo que le confiere un valor geoestratégico fundamental. Sostener al régimen de Bashar el Asad y evitar su desmoronamiento es crucial para Moscú, que sigue queriendo tener voz en Oriente Medio y pesar sobre el futuro del país, incluyendo la futura transición política que se vislumbra.

Putin ha actuado al modo que le es habitual. Disparando antes de preguntar. Sabedor de que sus adversarios –pasó ya en Ucrania– darían un paso atrás. Con su inopinada intervención en Siria, lanzada apenas unas horas después de ser anunciada en la ONU, Putin ha conseguido ya que los países occidentales hayan rebajado rápidamente sus exigencias. La marcha de Asad ya no es una condición previa, sino un resultado final... “Nuestro único enemigo es el EI, Bashar el Asad es el enemigo de su pueblo”, ha subrayado el ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, en una muestra del arraigado pragmatismo hexagonal. Las fuerzas rebeldes moderadas y de la oposición democrática, pese al apoyo de la CIA, están prácticamente desarboladas –y más lo estarán después del castigo aéreo al que los está sometiendo Moscú– y si alguna facción puede salir vencedora del hundimiento de Asad, cuyo ejército pasa por momentos realmente apurados, es el Estado Islámico. De ahí el aparente conformismo occidental ante la política de hechos consumados de Putin: “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

Lo cierto es que, entre los muchos intereses de Moscú en Siria, combatir al Estado Islámico es primordial. Está lejos de ser un mero pretexto. Rusia es la última interesada en el triunfo del califato, que sería un foco temible de desestabilización en el Cáucaso. En las filas del EI y de otros grupos islamistas en Siria –como Al Nusra, la rama de Al Qaeda– se calcula que entre los 20.000 combatientes extranjeros hay algo más de 2.000 rusos –sobre todo de Chechenia y Daguestán–, que en caso de triunfo en Siria podrían regresar a combatir en casa. Una casa donde el 15% es de confesión musulmana.

La partida, sin embargo, es enormemente compleja –y peligrosa–, puesto que sobre el terreno se han configurado dos coaliciones enfrentadas. El objetivo a corto plazo parece común, como lo era batir a Hitler y la Alemania nazi en los años cuarenta –por utilizar el símil del propio Putin–, pero a largo plazo los intereses de los dos bloques son antagónicos. Rusia ha nucleado una coalición con los países chiís de la región: Siria –la minoría gobernante, alauí, es una rama del chiísmo–, Iraq e Irán, la gran potencia de la zona. Enfrente, Estados Unidos y los países europeos militarmente involucrados –los únicos capaces de hacerlo, Francia y el Reino Unido– agrupan a una coalición internacional que reúne a los países árabes suníes, con Arabia Saudí a la cabeza.

Persas y saudíes tienen entablada una guerra, por ahora soterrada, interpuesta, por la hegemonía de la región. Su principal teatro de operaciones ha sido hasta ahora Yemen. Y Siria podría ser la siguiente ficha del dominó. Con el riesgo de una escalada general.

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