domingo, 25 de junio de 2023

Rumbo de colisión


@Lluis_Uria

En enero del 2009, José María Aznar fue invitado por el ex primer ministro francés Jean-Pierre Raffarin a pronunciar una conferencia en París con motivo del 60º aniversario de la OTAN. El expresidente del Gobierno español, considerado entonces un referente por la derecha francesa, expuso la idea de ampliar las fronteras de la Alianza a todo el mundo: abandonar el marco geográfico fundacional de la organización (el Atlántico Norte) e incorporar a la OTAN a los grandes países democráticos de Asia y América Latina.

En aquellas fechas, Francia estaba preparando el terreno para regresar al mando militar integrado de la OTAN, del que había decidido salir en 1966 el general De Gaulle para reforzar la autonomía francesa en  política exterior y de defensa. Para Nicolas Sarkozy era un paso difícil de vender a la opinión pública, así que la idea aznariana de extender la OTAN hasta los confines del universo parecía en ese momento totalmente extemporánea. Ahora, catorce años después, la expansión geográfica de la Alianza vuelve a importunar  a París.

El pasado abril una delegación de la OTAN encabezada por el general Francesco Diella, jefe de la División de Seguridad Cooperativa, viajó a Tokio para negociar la instalación en la capital japonesa de una  oficina de enlace de la Alianza, la primera fuera de su ámbito de acción. La iniciativa se enmarca en una estrategia global para reforzar las relaciones con los países del Indo-Pacífico –Australia, Corea del Sur y Nueva Zelanda, además de Japón–, con el objetivo de contrarrestar las ambiciones de China, a la que la OTAN calificó, en la cumbre de Madrid del 2022, de “desafío sistémico”.

La iniciativa ha sido detenida, por el momento, según avanzó el Financial Times, por el veto del presidente francés, Emmanuel Macron, poco deseoso de alimentar las crecientes tensiones entre Occidente y China. “La OTAN es para al Atlántico Norte y los artículos V y VI (del tratado) limitan claramente el perímetro”, subrayó una fuente oficial francesa. Esto es, Europa y América del Norte.

En los últimos años, China ha incrementado exponencialmente, a golpe de talonario –mediante créditos e inversiones en infraestructuras asociadas a la iniciativa Belt & Road o Nuevas Rutas de la Seda–, su poder de influencia en África y América Latina, que ahora está extendiendo también a Oriente Medio. Europa no ha quedado al margen de esta infiltración sigilosa, que  ha avanzado fundamentalmente –aunque no solo– a través de los países del Este. Segunda economía del mundo, el régimen dirigido con mano de hierro por Xi Jinping se ha propuesto asegurar la hegemonía de China en Asia, superar a Estados Unidos como primera potencia económica y tecnológica mundial y establecer un nuevo orden internacional multipolar en el que Washington ya no tendría la última palabra. Su disimulado y distante apoyo a Vladímir Putin en el contexto de la guerra de Ucrania responde justamente a su intención de evitar una derrota sin paliativos de Rusia que reforzaría aún más a EE.UU.

El poder creciente de China inquieta, con razón, a Occidente. Pero los intereses de europeos y norteamericanos no son exactamente los mismos. Con su política de presión máxima –a nivel económico-comercial y también militar–, Washington no sólo busca contener de forma preventiva la amenaza potencial que representa el régimen totalitario de Pekín, cada vez más asertivo –cuando no agresivo–, sino también y antes que nada defender la supremacía de EE.UU. en la región y mantener la actual jerarquía mundial. Pero ni los objetivos  ni los medios son  totalmente compartidos por Europa, que ya con Obama pasó a ser para los norteamericanos un plato de segunda mesa –desplazada por Asia– y que sólo la guerra en Ucrania ha vuelto a poner en el menú.

El actual estado de casi guerra fría entre EE.UU. y China –que no ha impedido, paradójicamente, que los intercambios comerciales entre ambos países alcanzaran el año pasado un récord histórico: 689.000 millones de dólares– presenta serios riesgos de derivar en un enfrentamiento militar por Taiwán, la provincia rebelde –y principal productor mundial de semiconductores– sobre la que Pekín reivindica su soberanía.

Los analistas más tremendistas creen que Xi Jinping podría haber decidido ya lanzar un ataque preventivo para retomar el control de Taiwán antes de que la independencia pudiera convertirse, con el apoyo de Washington, en un hecho irreversible. Otros lo ven improbable. Lo que en todo caso no puede excluirse es que un incidente fortuito desencadene la máquina infernal de la guerra. Los juegos del gato y el ratón entre los buques chinos y estadounidenses en la zona –el día 3 un navío chino se cruzó en una arriesgada maniobra en el rumbo de un destructor norteamericano en el estrecho de Taiwan, amenazando con una colisión– son muy peligrosos. Justamente uno de los objetivos de la visita que hoy inicia en Pekín el jefe de la diplomacia de EE.UU., Anthony Blinken, es abrir canales de comunicación entre ambas potencias para evitar una escalada accidental. Y, en el mejor de los casos, empezar a rebajar la tensión.

Las reticencias mostradas por Emmanuel Macron y el canciller alemán, Olaf Scholz, a apuntarse a la línea dura señalada por Washington –el presidente francés ha rechazado explícitamente todo “seguidismo” en este asunto– son legítimas, además de conectar con el sentimiento mayoritario de la población europea (según un sondeo reciente del European Council on Foreign Relations). Para la UE, China es un rival, pero también un socio  con el que cooperar. Y el riesgo de alimentar un eventual conflicto armado es demasiado elevado. Pero hay también una consideración estratégica: si Europa quiere contar en el mundo, ha de tener voz propia.

 

domingo, 11 de junio de 2023

La guerra perdida de Sadae Kasaoka


@Lluis_Uria

Conocí a Sadae Kasaoka en el otoño del 2016 en Hiroshima. Era –es–  una mujer menuda y vivaz. Cuando habla, su figura se agiganta y su voz transmite una determinación inexpugnable. Sadae Kasaoka es una de las supervivientes (una hibakusha, como se les conoce) de la bomba atómica arrojada sobre la ciudad japonesa por Estados Unidos el 6 de agosto de 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Tenía 12 años cuando el bombardero B-29 Enola Gay lanzó el primer ataque nuclear de la Historia. La bomba, bautizada como Little Boy, explotó a las 8.15h a 600 metros de altura, destruyendo prácticamente toda la ciudad y matando a 140.000 personas.

Entre los muertos estaban los padres de Sadae. Ella se libró porque ese día se quedó en su casa, a más de tres kilómetros del centro. “De repente vi un brillo muy fuerte afuera, primero rojo y luego naranja, y los cristales de las ventanas estallaron. Después llovió agua negra”, recuerda. Tampoco ha olvidado –¿cómo hacerlo?– la terrible agonía de su padre cuando lo llevaron a casa.  Ni el ejército de heridos vagando por las calles: “Parecían fantasmas, como zombies, andando con los brazos extendidos, la piel hecha jirones...”.

Sadae Kasaoka tiene hoy 90 años y ha convertido el deber de mantener viva la memoria y la lucha por la abolición de las armas nucleares en su razón de vivir. “No quiero más guerras, no quiero más sufrimiento. Y que desaparezcan las armas nucleares del mundo. Mucha gente no sabe lo horribles que son. Por eso tengo que explicarlo”, decía. En vísperas de la cumbre del G-7 en Hiroshima, del 19 al 21 de mayo pasados, Sadae Kasaoka y otros hibakusha se dirigieron a los líderes de las principales potencias económicas democráticas mundiales pidiéndoles que dieran un paso decisivo en el camino del desarme nuclear. Su decepción fue proporcional a la falta de compromisos. Hubo muy buenas palabras, pero para decir bien poca cosa.

Después de una visita relámpago de 30 minutos al Museo y Parque de la Paz de Hiroshima –lo que incluyó un breve encuentro  con una superviviente–, los líderes de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Canadá, Italia y Japón (los tres primeros, poseedores de la bomba atómica) expresaron su “compromiso de lograr un mundo sin armas nucleares con una seguridad inquebrantable para todos”. Añadiendo la –sustancial– precisión de que los esfuerzos de desarme y no proliferación deben partir de “un enfoque realista, pragmático y responsable”.

El presidente de EE.UU., Joe Biden –el segundo líder de su país en visitar Hiroshima, después de Barack Obama en el 2016–, escribió en el libro de visitas una declaración loable pero poco comprometedora: “Que las historias de este museo nos recuerden a todos nuestras obligaciones para construir un futuro de paz. Juntos, sigamos avanzando hacia el día en que finalmente y para siempre podamos librar al mundo de las armas nucleares. ¡Hay que mantener la fe!”. No sé si  a Sadae Kasaoka le debe quedar ya mucha fe.

“Esta ciudad que vivió la catástrofe nuclear ha sido deshonrada por líderes insensatos que reafirman las armas nucleares”, se lamentó Akira Kawasaki, de la oenegé japonesa Peace Bat. “La inacción del G-7 es un insulto a los hibakusha y a la memoria de quienes murieron en Hiroshima”, reaccionó por su parte la dirección de la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN), que en el 2017 obtuvo el Premio Nobel de la Paz. La acción de este grupo, que reúne a más de 600 organizaciones de un centenar de países, consiguió que en 2017 la ONU aprobara –con el apoyo de 122 estados– el tratado de Prohibición de las Armas Nucleares. Sus efectos, sin embargo, son meramente simbólicos, pues ninguna de las nueve potencias nucleares (China, Corea del Norte, EE.UU., Francia, India, Israel, Pakistán, Reino Unido y Rusia) lo ha ratificado. Entre todas ellas almacenan más de 13.000 armas atómicas, el 90% en manos de EE.UU. y Rusia.

Uno puede compartir la desazón de Sadae Kasaoka y los hibakusha. Pero si algo ha puesto crudamente de manifiesto la guerra de Ucrania es que las buenas intenciones no bastan. Y que si hay algo que no se puede pedir –hoy menos que nunca– es un desarme unilateral. Tras el colapso de la URSS en 1991, Ucrania accedió a devolver a Rusia las 3.000 armas nucleares estacionadas en su territorio. A cambio, esta se comprometió, en el Memorándum de Budapest de 1994, a respetar la soberanía e integridad territorial del nuevo país independiente y renunciar al uso de la fuerza. Como se ha visto, para el presidente Vladímir Putin la palabra de Rusia no vale nada.

Incapaz de imponer su superioridad militar en el campo de batalla tras más de un año de guerra, Moscú esgrime reiteradamente la amenaza de una conflagración nuclear con Occidente por su apoyo militar a Kyiv y ha llegado a enviar a Bielorrusia armas nucleares tácticas.

En esta escalada, Putin anunció en febrero que suspendía la aplicación del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas New START, firmado con EE.UU. en el 2010, que limita a 1.550 ojivas nucleares desplegadas el arsenal de cada país. En respuesta, Washington ha anunciado esta semana que también se desvincula de algunas obligaciones –no facilitando a Moscú datos sobre sus misiles y lanzadores–, aunque ha ofrecido respetar los límites pactados en el tratado hasta el 2026 –año de su expiración– si Rusia hace lo mismo, y a reanudar conversaciones bilaterales sobre el control de armamento nuclear.

Con la guerra de Ucrania han vuelto los tiempos más peligrosos de la Guerra fría.