domingo, 19 de marzo de 2023

Berlín y París, camas separadas


@Lluis_Uria

Una explosión controlada derribó el pasado 23 de febrero la última de las dos grandes torres de refrigeración de la central nuclear alemana de Biblis, a orillas del Rhin, no lejos de  Frankfurt. La primera había caído el día 2. Se trata de una las plantas atómicas en proceso de desmantelamiento en Alemania después de que el Gobierno de Angela Merkel decidiera en el 2011 abandonar completamente la energía nuclear tras el gravísimo accidente en la planta japonesa de Fukushima. La guerra de Ucrania y la crisis energética subsiguiente han llevado a Berlín a prorrogar unos meses la vida de dos de sus últimos reactores en funcionamiento (que deberían haber sido definitivamente desconectados el 31 de diciembre). Pero es una moratoria temporal. El átomo en Alemania está kaput.

Casi a la vez, el 2 de marzo, la comisión de asuntos económicos de la Asamblea Nacional francesa votaba dar marcha atrás a la decisión tomada por el presidente François Hollande en el 2015 de reducir progresivamente el peso de la energía nuclear en la producción de electricidad en Francia y anular el tope del 50% que se había impuesto como objetivo (actualmente está en el 70%) No sólo no se va a reducir nada, sino que Emmanuel Macron ha decidido volver a pisar el acelerador y construir seis reactores nucleares de nueva generación EPR2 de aquí al año 2035 y llegar más adelante hasta 14. La invasión de Ucrania por Rusia está detrás de este giro de guion. Para París, la necesidad de asegurar la soberanía energética y cumplir con los compromisos en materia de reducción de las emisiones de carbono justifican la renovada apuesta atómica.

Alemania y Francia avanzan en este terreno, como en el de la defensa, por caminos totalmente diferentes. Cada uno por su lado. Lo cual no sería más problemático si no fuera porque son asuntos esenciales y donde pueden entrar en colisión.

Las tensiones entre Berlín y París por la política energética vienen de lejos y hunden su raíz en los modelos contrapuestos de ambos países. Los alemanes lo apostaron todo al gas natural –comprando a Rusia a precios baratos–, lo que a la postre se ha revelado catastrófico. Los franceses, en cambio, priorizaron la energía nuclear, hasta el punto de erigirse en el segundo país del mundo –tras Estados Unidos– con más reactores nucleares: 56.

En el otoño del 2011, antes de que la guerra de Ucrania fuera ni siquiera imaginable, Alemania y Francia mantuvieron un primer pulso por ver qué fuentes de energía podían considerarse aceptables –y, por tanto, beneficiarias de fondos europeos– en el periodo de transición hacia una economía verde. Cada cual barría para su casa y, al final, se alcanzó el compromiso de incluir en la llamada “taxonomía europea” tanto el gas como la energía nuclear. Pero la guerra de Ucrania hizo saltar todo este esquema por los aires.

Desaparecido el gas natural de la ecuación, ahora el enfrentamiento es a cuenta del hidrógeno, que empieza a configurarse –en tanto que combustible no contaminante– como una alternativa viable a los combustibles fósiles. Ahora bien, para fabricar hidrógeno hace falta emplear gran cantidad de energía. Alemania, junto con España, ha defendido hasta ahora que la UE sólo financie proyectos para generar hidrógeno verde, esto es, mediante energías renovables. Francia aboga, en cambio, por incluir también un hidrógeno rosa, producido con energía nuclear. En principio, París parecía haber logrado su objetivo: consiguió el apoyo de la Comisión Europea y coló el asunto en l cumbre hispano-francesa de Barcelona el 19 de enero y en el consejo de ministros franco-alemán de París tres días después. Pero Berlín y Madrid mantienen su oposición.

Para presionar en favor de sus tesis, París organizó el 28 de febrero una reunión en Estocolmo para lanzar una suerte de alianza atómica con el objetivo de promover la energía nuclear en el continente. El nuevo club está integrado básica –aunque no únicamente– por países del Este: Bulgaria, Chequia, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Finlandia, Hungría, Países Bajos, Polonia y Rumanía. Suecia no se sumó –para salvaguardar el papel neutral de su presidencia europea–, pero podría hacerlo después. En paralelo, París amenazó con abandonar el proyecto del H2Med, el tubo que debería conducir hidrógeno desde Barcelona a Marsella y de allí a Alemania.

Al final, ha logrado que Berlín ceda. El jueves pasado, el secretario de Estado de política de mercados financieros y política europea, Jörg Kukies, declaró que Alemania  se acomodará a las tesis francesas: “No levantaremos barreras ni crearemos reglas que prohíban o discriminen el hidrógeno producido con energía nuclear”, dijo. Pero estos choques dejan huella.

El de la energía no es el único frente de discordia. El otro atañe a la defensa. Y pone de nuevo sobre el tapete el juego alternativo de alianzas que tejen Berlín y París en Europa. El pasado octubre Alemania lanzó un proyecto propio de escudo antimisiles europeo –European Sky Shield Initiative (ESSI)– en asociación con otros 14 países de la OTAN –o candidatos– entre los que no estaba Francia (y sí el grueso de los aliados nucleares de París): Bélgica, Bulgaria, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Finlandia, Hungría, Letonia, Lituania, Noruega, Países Bajos, el Reino Unido y Rumanía. A los que posteriormente se han unido Dinamarca y Suecia.

El plan no es tanto desarrollar un sistema nuevo de escudo antimisiles como comprar conjuntamente sistemas ya existentes de corto, medio y largo alcance: básicamente el alemán Iris-T y el norteamericano Patriot (y adicionalmente el israelí Arrow 3). La iniciativa no ha sentado nada bien al Gobierno francés, que ha desarrollado en colaboración con Italia su propio sistema, el SAMP-T Mamba –cuyo último modelo fue anunciado el 10 de febrero–, y que ve cómo su  más fiel aliado en Europa le deja fuera. Al menos, por el momento.


domingo, 5 de marzo de 2023

Nada nuevo en el frente


@Lluis_Uria

¿Qué vale la vida de un soldado? ¿A quién le importa? ¿Quién llora su muerte?  En la guerra, el dolor es privado. Todo lo demás es cálculo. El de los políticos que la deciden, el de los generales que la dirigen. Armado y de uniforme, un hombre no es más que una pieza minúscula de un engranaje implacable. Un peón sacrificable en aras de cualquier concepto grandilocuente (y en general vacuo). En la Primera Guerra Mundial, el desprecio por la vida de los combatientes llegó a cotas difícilmente superables. La guerra de Ucrania sigue la estela.

Mientras se lucha ferozmente en la ciudad de Bajmut, en el Donbass, con un nivel de bajas enorme –una tragedia invisible, oculta en los ángulos muertos de la guerra–, el cine nos acerca al horror de las trincheras y nos echa encima las imágenes que normalmente se hurtan a nuestra vista. El estreno de la película alemana Sin novedad en el frente, inspirada en la novela antibelicista de Erich Maria Remarque Im Westen nichts Neues (Nada nuevo en el oeste), escrita en 1929, y versión moderna de un primer filme de 1930, ha venido a coincidir con el aniversario de la invasión de Ucrania ordenada por el presidente ruso, Vladímir Putin. Y es inevitable trazar un paralelismo entre la realidad del frente occidental de Alemania en 1914-1918, en territorio francés, y la del frente occidental de Rusia en 2022-2023, en territorio ucraniano. De un siglo a otro, el guion es el mismo: miles de soldados muriendo en el campo de batalla para tratar de ganar o de conservar un palmo de tierra. Nada nuevo. Sin novedad en el frente, en efecto.

El impactante filme del realizador Edward Berger –que ha arrasado en los premios Bafta británicos y tiene muchos números para triunfar en los Oscar– retrata con crudeza el sacrificio absurdo y gratuito de los soldados por mandos militares incompetentes y ególatras, que en algún caso llegan al punto –como el general Friedrichs– de enviar a sus hombres a un ataque suicida poco antes de la entrada en vigor del armisticio por un prurito de orgullo. El infame Friedrichs es un personaje de ficción. Pero no la realidad que explica. El general norteamericano John Pershing, por ejemplo, jefe de la fuerza expedicionaria del ejército de Estados Unidos, conocedor del inminente alto el fuego, se guardó la información y dejó que algunos de sus comandantes siguieran atacando. No fue el único. Los historiadores calculan que el último día de la Gran Guerra perdieron la vida 11.000 soldados. Muertes inútiles.  La mayoría, por decisiones criminales.

La cultura militar de aquella época daba escaso valor a la vida de los soldados. Para los militares prusianos, que ostentaban orgullosamente en su uniforme el símbolo de una calavera con dos tibias (Totenkopf), la muerte era toda una seña de identidad. Es célebre la foto del mariscal August von Mackensen, el general alemán más celebrado de la Primera Guerra Mundial (en la imagen), con el uniforme de húsar y una enorme calavera en su gorro de la caballería (colbac)

Von Mackensen no pudo dar una orden semejante a la del general Friedrichs, básicamente porque antes del final de la guerra había sido hecho prisionero en Hungría. Pero tampoco le tembló la mano a la hora de sacrificar a sus soldados en acciones aventuradas. De hecho, la batalla de Marasesti en 1917, frente a los ejércitos rumano y ruso, en la que Mackensen salió por primera vez derrotado, se saldó con una carnicería. Convertida en una lucha de trincheras, como en el frente occidental, los soldados eran enviados en oleadas contra el enemigo a hacerse masacrar. Los alemanes sufrieron 65.000 bajas, por 52.000 sus oponentes. Para nada.

También los franceses hacían lo mismo. Los mortíferos ataques frontales a pecho descubierto contra las trincheras enemigas eran moneda corriente. Otra película lo puso en evidencia para el gran público en 1957: Senderos de gloria, dirigida por Stanley Kubrick y producida y protagonizada por Kirk Douglas a partir de la novela homónima de Humphrey Cobb (1935). Rechazada airadamente por las autoridades, Francia hubo de esperar al año 1975 para poder verla (y España, donde el franquismo la prohibió, hasta 1986)

En Ucrania, el ejército ruso practica las mismas tácticas de hace un siglo: enviar oleadas y oleadas de soldados contra el enemigo para tratar de desbordarle y vencerle por acumulación, así sea a costa de un número de bajas espeluznante. Carne de cañón. En Bajmut, donde las tropas de choque rusas están integradas por los mercenarios del grupo privado Wagner, muchos de ellos presidiarios reclutados en las cárceles, las bajas son numerosísimas. El fundador de la milicia, Yevgueni Prigozhin, ha admitido que cada día pierde “cientos de combatientes” –de lo que culpa a la cúpula militar rusa– y difundió por Telegram una imagen brutal, con decenas de cadáveres amontonados. Según cálculos de los servicios de información occidentales, en un año los rusos habrían tenido alrededor de 200.000 bajas (de 40.000 a 60.000 muertos) y los ucranianos, unas 100.000.

La esencia de la guerra no ha cambiado. Y hoy, como ayer, valdrían las mismas palabras que Vasili Grossman escribió en 1959 en su formidable novela Vida y destino, con la batalla de Stalingrado (1942-1943), símbolo de la resistencia soviética frente a la Alemania nazi, como eje. Aludiendo al ejército ruso, decía:  “También había visto cómo se mandaba a los hombres bajo el fuego letal no por una cautela excesiva o el cumplimiento formal de una orden, sino por temeridad, por tozudez. El misterio de los misterios de la guerra, su carácter trágico, consistía en el derecho que  tenía un hombre de enviar a la muerte a otro hombre”.