lunes, 23 de octubre de 2017

La república del miedo

El escritor norteamericano de origen indio Anand Giridharadas ilustró en el año 2014 la profunda división que atraviesa Estados Unidos con una cruda imagen: “América está fracturada en dos sociedades, una república de los sueños y una república del miedo”.  Dos años después, en noviembre del 2016, la república del miedo se impuso a la de los sueños y encumbró a la Casa Blanca al político más burdamente populista y demagogo del mundo occidental. ¿Cómo pudieron millones de estadounidenses confiar el futuro de su país a un charlatán ignorante y psicológicamente inestable como Donald Trump? Porque les dijo exactamente lo que ansiaban oír, lo que necesitaban desesperadamente oír: que bajo su mando todo volvería a ser como antes, que volverían la seguridad y la prosperidad de los buenos viejos tiempos, que la sangría de la deslocalización de industrias se detendría igual que la llegada masiva de inmigrantes...

No es una particularidad norteamericana. La misma división fractura las sociedades europeas, de norte a sur, de este a oeste. De un lado, los beneficiarios de la globalización, los que aprovechan a fondo las grandes oportunidades del mundo interconectado de hoy, los habitantes de las grandes concentraciones urbanas mundiales. Del otro, las víctimas de este orbe abierto, concentradas en las zonas rurales y perirubanas, en las cuencas industriales deprimidas, olvidadas de la mano de Dios. Es aquí, en estas zonas en las que se incuba el rencor, donde se gesta la república del miedo y se prepara la victoria de los nacionalismos populistas. Desde Trump hasta el Brexit.

Los mapas del Brexit son escalofriantes en la medida en que muestran claramente la quiebra de una sociedad: el gran Londres y otras urbes, masivamente a favor de Europa; las zonas industriales del norte de Inglaterra, radicalmente en contra.

Los vendedores de elixires hicieron su agosto en la campaña del Brexit, donde la concentración de mentiras y falsas verdades por metro cuadrado –realismo mágico, se le llama ahora– rompió todos los límites. Si triunfó es porque había un terreno fuertemente abonado por la credulidad. Tras el voto de los británicos a favor de la salida de la Unión Europea del 23 de junio del 2016 –por 52% a 48%–, los promotores del Brexit, desde los eurófobos convencidos como Nigel Farage hasta los más cínicos oportunistas como Boris Johnson, no tardaron ni cuarenta y ocho horas en admitir que algunos de los argumentos defendidos apasionadamente en el calor de la campaña tenían muy poco o nada que ver con la realidad. Un año y medio después, la constatación de que todo aquello fue un fabuloso engaño ha quedado dramáticamente al descubierto. Hasta el punto de que, según los últimos sondeos realizados en el Reino Unido, si hoy se repitiera el referéndum, la opción de quedarse en la Unión Europea ganaría por 49% a 45% (Survation, 5 de octubre)

Una de las mentiras más groseras quedó recientemente desmentida por el vicedirector del Institute for Fiscal Studies, Carl Emmerson: frente a la aseveración de que con la salida de la UE se iba a corregir el déficit fiscal y las arcas públicas británicas iban a recuperar para el erario 350 millones de libras a la semana, la realidad es que el saldo final será una pérdida de 300 millones semanales. Portentoso.
Frente a quienes prometían recuperar poco menos que las glorias del Imperio británico –Rule Britannia!– y cargaban sobre la Unión Europea las culpas de todos los males (incluida la durísima cura de austeridad aprobada por los conservadores por sí solos, que para eso tienen  la libra esterlina y no están sometidos a la disciplina de la zona euro), la realidad ha venido pronto a llamar a la puerta. Aún sin haber abandonado Europa, la economía británica ha empezado ya a resentirse. No ha sido un golpe brutal y repentino, sino un goteo constante y progresivo, que amenaza con agravarse considerablemente si al final se acaba imponiendo el Brexit duro –que es en el fondo el que compraron los electores: ni un solo inmigrante más, nada de libre circulación de trabajadores, nada de reglas europeas– y Gran Bretaña se queda fuera del mercado único y la unión aduanera.

De momento, el crecimiento económico se ha contraído ya a la mitad –pasando del 1,8% al 1%–, la moneda se ha devaluado un 15%, lo que ha beneficiado en parte a las exportaciones pero ha penalizado las importaciones, con lo que la inflación se ha alzado al 3% y los salarios han empezado a perder poder adquisitivo, mientras las inversiones extranjeras se han frenado prácticamente en seco. Como consecuencia, se ha devaluado también  la riqueza del país, de modo que –según las últimas cifras de la Oficina de Estadística Nacional británica, correspondientes al primer semestre del 2016– el superávit de 469.000 millones de libras ha pasado a convertirse en un déficit de 22.000 millones.  Numerosos trabajadores europeos altamente cualificados han empezado a irse, al igual que algunas empresas, y los grandes de la City están preparando ya las maletas...

¿En qué momento los británicos se dejaron engañar por quienes prometían el mejor de los mundos sin coste alguno, como quien compra un falso bolso de Louis Vuitton en el top manta al grito de “bueno, bonito, barato”? Los especialistas en psicología colectiva tienen acreditado un doble fenómeno: por un lado, la gente tiende a magnificar los problemas que le provocan ansiedad –la delincuencia, la inmigración–, que perciben como más graves de lo que realmente son, y por otro, menosprecia los argumentos y objeciones que ponen en cuestión sus convicciones y prejuicios.
No es un fenómeno nuevo, es tan viejo como la humanidad. Lo nuevo, lo preocupante, es que el funcionamiento de las nuevas redes sociales lo exacerba. “Encerrados en sus particulares repúblicas, esto es, sus cuentas de Facebook, sus tertulias preferidas descargables en el podcast, sus chats en el Whatssap, ya no tienen ni siquiera que escuchar al adversario. Con un gesto del pulgar basta para silenciarlo. La música de fondo del diálogo se ha apagado”, reflexionaba con perspicacia el colega –y amigo– de La Vanguardia Jaume V. Aroca sobre el caso catalán.

Hoy, un porcentaje crecientemente elevado de ciudadanos se informa directa y exclusivamente a través de las redes sociales, donde la información genuina se mezcla sin pudor con rumores y bulos groseros. Y de donde cada uno puede extirpar cuidadosamente cualquier opinión que no confirme su particular universo.


lunes, 9 de octubre de 2017

El enfado de Michael Kohlhaas

A mediados del siglo XVI, un tratante de ganado alemán llamado Michael Kohlhaas se dirigía a Dresde para vender una recua de caballos cuando, al atravesar los territorios de un señor feudal de Sajonia, se encontró inopinadamente con una aduana donde fue víctima de un atropello impensable. Con toda suerte de pretextos burocráticos, el aristócrata del lugar le obligó a dejar como prenda dos hermosos caballos negros que llevaba al mercado. Cuando, una vez cumplimentados todos los requisitos, regresó a recuperar sus corceles se encontró con que los habían malogrado explotándolos como animales de tiro en el campo. Hombre religioso y ecuánime, con un profundo sentido de la justicia, Kohlhaas exigió una reparación a los tribunales. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano: el noble fue protegido por la casta aristocrática que rodeaba al príncipe elector y el tratante de caballos fue incluso amonestado.

Humillado y furioso, el bueno de Kohlhaas se arrogó el papel de justiciero del pueblo y reunió un pequeño ejército con el que atacó a sangre y fuego el castillo del señor y durante meses se dedicó a arrasar media Sajonia, destruyendo y saqueando todos los pueblos y ciudades donde se había escondido el codicioso noble. Su criminal venganza no cesó hasta que las autoridades aceptaron cursar su demanda judicial y acordaron que tenía derecho a recuperar sus dos animales en perfecto estado y recibir  una compensación económica. El tratante de caballos se entregó en Pirna, en las proximidades de Dresde, donde era propietario de una pequeña finca, antes de verse resarcido y de rendir cuentas a su vez ante la justicia imperial en el cadalso...

La historia de Kohlhaas no es verídica, es sólo una ficción, fruto de la prosa magistral de Heinrich von  Kleist (1777-1811), uno de los más destacados escritores del romanticismo alemán. Pero su relato sobre la transmutación de Michael Kohlhaas y su furiosa respuesta contra los abusos del poder establecido evoca de alguna forma la ira que una parte de los electores alemanes, especialmente en Sajonia, expresó el 24 de septiembre al votar como nunca desde el final de la Segunda Guerra Mundial a un partido de extrema derecha: Alternativa para Alemania (AfD, en sus siglas en alemán), que obtuvo el 12,6% de los votos y –después de haberse colado en 13 de los 16 länder– entró por primera vez en el Bundestag. En el distrito de Pirna, la población a orillas del Elba –cerca de la frontera checa– donde el irascible Kohlhaas acabó sus andanzas, los ultras fueron los más votados, con un 35,5% de los sufragios, diez puntos por encima de la Unión Cristiana Demócrata de Angela Merkel (y ya no hablemos de los demás). En el conjunto de Sajonia, el resultado fue menos abultado (el 27%), pero aún con todo fue el único land donde la AfD resultó el partido más votado.

Creado en el 2013 como partido euroescéptico –por no decir directamente eurófobo–, Alternativa para Alemania se ha aupado en cuatro años a la condición de tercera fuerza política con un cóctel tan manido como efectivo integrado por equivalentes dosis de nacionalismo, xenofobia e islamofobia. El mejunje ha tenido una efectividad  diversa en el conjunto de Alemania, arraigando especialmente en los länder del este, la antigua RDA, donde el sentimiento de ser los hermanos pobres de la gran Alemania reunificada no ha dejado de crecer desde 1990. Que Sajonia sea la punta de lanza no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que es aquí donde nació también el movimiento ultraderechista Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente), muy activos contra la acogida a los refugiados. El votante tipo de AfD  es un hombre airado que se siente olvidado y menospreciado por las élites políticas, un perjudicado de la globalización que añora los viejos buenos tiempos y muestra unas ganas irreprimibles de dar una patada en señal de protesta. Como los votantes del Brexit. Como los de Trump.

Si Pirna marcó la caída del tratante de caballos Kohlhaas, fue también uno de los escenarios del final de Napoleón I, contra quien –por cierto– luchó Von Kleist, así desde la prensa como en las filas del ejército prusiano. En el otoño de 1813, el emperador francés, en retirada después del enorme fiasco de la invasión de Rusia, se alojó en Pirna –así lo recuerda una placa en la Marienhaus am Markt– para dirigir desde allí la batalla de Dresde contra la gran coalición integrada por Austria, Prusia y Rusia. Fue la última y desesperada victoria de las tropas napoleónicas antes de verse forzadas a retirarse a Francia y rendirse definitivamente (Napoleón volvería después a intentar recuperar el poder y volvería a ser derrotado en Waterloo, pero esa es otra historia)

El otrora victorioso general Bonaparte, salvador –y verdugo– de la Revolución, quiso construir una Europa unida a la medida francesa. Armado con el Código civil, que establecía el fin de los privilegios y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, creyó –o quiso creer– que los pueblos europeos le recibirían como su liberador frente a las viejas monarquías absolutistas.  Sin embargo, el dominio francés  –que sangraba a los países dominados con fuertes exacciones fiscales y el reclutamiento obligatorio de miles de jóvenes para integrar la Grande Armée– despertó justamente el sentimiento contrario. Hasta el punto de que, como subrayan algunos historiadores, la invasión napoleónica fue el sustrato en el que germinó el nacionalismo alemán (del que Von Kleist fue un destacado exponente). Desde esta perspectiva, la eclosión del movimiento Alternativa por Alemania podría entenderse como el último fruto –envenenado– de Napoleón Bonaparte.