domingo, 24 de diciembre de 2017

El ocaso de las clases medias

"La visión de la economía que tiene el Gobierno podría resumirse en unas pocas y breves frases: Si se mueve, cóbrale impuestos. Si se sigue moviendo, regúlalo. Y si se para, subvenciónalo”. Con ésta y otras frases similares,  el entonces candidato republicano a la Casa Blanca Ronald Reagan fustigaba en 1980 a la administración demócrata de Jimmy Carter y adelantaba la revolución neoconservadora que –con la acción paralela de Margaret Thatcher en Londres– iba a poner  el mundo patas arriba. La nueva era de la desregulación financiera, de los regalos fiscales a los ricos y el recorte de las prestaciones sociales empezó hace más de tres décadas, beneficiándose a la postre de que la caída de la  Unión Soviética –un derrumbe que se debió más al colapso interno del sistema comunista que a la acción exterior–  dejó al capitalismo sin ningún oponente serio.

El resultado de aquella  contrarrevolución, que iba contra el espíritu igualitarista fundacional de Estados Unidos, ha arrojado una fractura social sin precedentes y ha ahondado la brecha que separa a los cada vez más ricos de los más pobres y de unas clases medias progresivamente empobrecidas. Una falla que Donald Trump se apresta ahora a profundizar con su controvertida reforma fiscal.

Un macroestudio internacional elaborado por un centenar de economistas de todo el mundo –reunidos en el grupo World Wealth and Income Database y coordinado por un equipo en el que está Thomas Piketty, célebre autor de El capital en el siglo XXI– ha contabilizado por primera vez el aumento de las desigualdades en el mundo desde los años ochenta hasta hoy y sus conclusiones son espeluznantes:  en las últimas décadas el 1% de los más ricos del planeta han captado el 27% de la riqueza mundial creada, mientras que el 50% más pobre se ha repartido un escuálido 12%.

Las desigualdades no son uniformes entre las diversas regiones del mundo y son más acusadas en Oriente Medio, Asia y Rusia que en los países occidentales democráticos (aunque en Asia, a diferencia de Occidente, las clases medias han aumentado sensiblemente sus rentas). Las diferencias son también muy acusadas entre Europa y Estados Unidos: si en 1980 ese 1% de los más ricos disponía a ambos lados del Atlántico del 10% de la riqueza, en el 2016 en Europa –protegida por un Estado del bienestar que, aunque renqueante, ha sido salvado– había aumentado al 12%, mientras que en Estados Unidos se disparó hasta el 20%. En el mismo periodo, la renta del 50% de los americanos más pobres cayó del 20% al 12,5%. ¿Un dato reciente que enturbia los datos macroeconómicos de la recuperación?: el año pasado el número de personas sin techo en las calles de las ciudades norteamericanas volvió a subir por primera vez desde el 2010, hasta alcanzar las 554.000 (63.000 en Nueva York, 55.000 en Los Ángeles). El reverso de la torre Trump.

En todo este tiempo, mientras la riqueza global crecía, los estados se han ido empobreciendo –privatizaciones, deuda al alza–, lo que ha restado margen de maniobra a su función reequilibradora. Difícilmente se pueden afrontar las exigencias de la cohesión social –que precisa de transferencias de renta a través de inversiones públicas y prestaciones sociales– si los ingresos de cada Estado se van reduciendo. La situación, de nuevo, es más dramática en Estados Unidos, donde los ingresos fiscales brutos apenas representan el 26% del PIB (datos del año pasado), mientras que en Alemania o Francia se elevan al 44,1% y 45,6%. La educación y la sanidad siguen siendo en Europa los pilares de una política de equidad social que en EE.UU. ha ido desapareciendo a marchas forzadas.

Para mayor escándalo, cada año 350.000 millones de euros son sustraídos a las arcas de los estados (120.000 millones sólo en la Unión Europea) –según cálculos del economista francés Gabriel Zucman, profesor de la Universidad de Berkeley, en California– por la evasión fiscal de las grandes empresas y grandes fortunas a través de sociedades pantalla situadas en paraísos fiscales. Un fraude colosal que no puede sino agravar el resentimiento de los contribuyentes de a pie a quienes –a ellos sí– no se les perdona ni un euro, ni un dólar.

El resquemor y la animosidad de los obreros y las clases medias norteamericanas empobrecidas –los damnificados de la globalización–  explican  el apoyo masivo que prestaron hace un año al entonces candidato Donald Trump, un voto de protesta contra el establishment pero también de adhesión a sus promesas de recuperar el esplendor y la riqueza perdidas al grito de America first! En pago a su entrega, el presidente de Estados Unidos –con el aplauso entusiasta del partido republicano– ha impulsado una reforma fiscal, aprobada por el Congreso esta misma semana, que beneficiará esencialmente a las grandes empresas y  a las mayores rentas y que amenaza con agravar de forma notable el déficit público (hasta en un billón de dólares). Así que , además de desmontar el Obamacare, EE.UU. ya puede empezar a prepararse para nuevos recortes en los programas sociales.

En Twitter, Trump aseguraba ayer que “el 95% de los americanos van a pagar menos o, en el peor de los casos, la misma cuantía de impuestos (la mayoría mucho menos)”. Desde luego, no en la misma medida. Según el Centro de Política Fiscal, quienes ganan menos de 25.000 dólares al año se ahorrarán en impuestos 60 dólares, los que ganan más de 733.000, se ahorrarán 51.000. Como subrayaba el economista Richard Reeves, de la Brookings Institution, en Libération: “El 5%  de los más ricos van a ganar decenas de miles de millones de dólares al año, para ellos será un festín, mientras que los trabajadores de la clase media sólo obtendrán migajas”.

El panorama, en la medida en que este proceso no amenaza sino con agravarse, no puede ser más sombrío. Branko Milanovic, autor de Global Innequality y padre del gráfico llamado curva del elefante, ha vaticinado que poco a poco las clases medias occidentales –hasta ahora mundialmente privilegiadas– irán perdiendo poder adquisitivo y acabarán superadas económicamente por las clases medias asiáticas. Con amplias capas de población convertidas en nuevos pobres, los países occidentales se enfrentarán a un riesgo de “desarticulación social” que podría poner en peligro los propios regímenes democráticos.




lunes, 11 de diciembre de 2017

La falla del Este

Hay focos cuya luminosidad oculta todo cuanto hay alrededor en una forzada oscuridad. Este miércoles, mientras el mundo entero se arremolinaba frente a los televisores para ver cómo Donald Trump echaba por tierra un trabajo diplomático de décadas en el complejo conflicto israelo-palestino –reconociendo a Jerusalén como la capital de Israel–, en el tablero de Europa se movía una pieza importante. En el Castillo de Praga , donde en 1614 fueron lanzados por la ventana tres representantes imperiales –lo que fue el detonante de la Guerra de los Treinta Años y consagró, de paso, la expresión “defenestración”–, el presidente de la República Checa, Milos Zeman, socialdemócrata y excomunista convertido a la xenofobia antiislámica y al euroescepticismo, designó primer ministro a otro no menos controvertido personaje: Andrej Babis, el llamado Trump checo.

Al igual que el inquilino de la Casa Blanca, el nuevo primer ministro checo es un empresario –la segunda fortuna del país, calculada por Forbes en 4.000 millones de dólares– que dice querer dirigir la República Checa como si fuera una empresa, un hombre que alardea de hablar con franqueza, se dice perseguido por los medios de comunicación que no controla directamente, desprecia a los inmigrantes a no ser que sean de origen eslavo  y rechaza la entrada en la zona euro. Euroescéptico variable, está investigado por un caso de presunta corrupción precisamente en la recepción de ayudas europeas.

A sus 63 años y al frente de un movimiento populista bautizado Alianza de Ciudadanos Descontentos (ANO, en sus siglas en checo, que quieren decir “sí”), Andrej Babis obtuvo en las elecciones del pasado octubre el primer puesto con el 29,6% de los votos y 78 de los 200 escaños en juego. Está lejos de la mayoría absoluta y tiene de tiempo hasta enero para intentar lograr que alguno de los otros partidos de la cámara le deje ni que sea gobernar en minoría (acaso los comunistas, que ya se han mostrado dispuestos, o los ultras del checojaponés Tomio Okamura). Pero, mientras tanto, la semana que viene se sentará en su primera cumbre europea, dispuesto a alinearse con sus colegas del grupo de Visegrado en su rechazo a las cuotas de refugiados.

Si ciertos rasgos de su trayectoria y de su carácter le acercan a la personalidad de Trump –“Sólo hay que ver cómo sufre en el Parlamento forzado a escuchar a los demás”, declaraba al New York Times el politólogo checo Jiri Pehe–, otros le aproximan al italiano Silvio Berlusconi. Porque si es cierto que Babis ha construido su fortuna a partir de la industria agroalimentaria y química, también lo es que a partir de aquí controla dos de los diarios de más circulación, una emisora de radio y una TV.

Andrej Babis, si consigue el mes que viene el aval del Parlamento, se sumará a la lista –creciente– de líderes de la Europa del Este, los más recientemente llegados a la UE, reacios a asumir las obligaciones de la solidaridad europea, refractarios a las iniciativas de Bruselas y con un discurso y una práctica políticas que ponen a veces seriamente en cuestión los principios mismos de la democracia liberal. Ahí están los ejemplos del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y del polaco Jaroslaw Kaczynski, líder del partido Ley y Justicia y auténtico hombre fuerte del país, que ayer mismo perpetró en el Parlamento el golpe definitivo a la independencia judicial, en un claro desafío a las autoridades europeas.

¿Por qué los tres países del antiguo Pacto de Varsovia que estuvieron en la vanguardia de los intentos de reforma y democratización de los regímenes comunistas –el levantamiento de Hungría  en 1956, la Primavera de Praga de 1968, la revolución del sindicato polaco Solidarnosc en 1980– son hoy la avanzadilla de la reacción antiliberal y antieuropea en el continente? La Historia  explicará algún día este fenómeno, que se extiende también a otros países del centro de Europa: la misma deriva ha empezado a verse también en Austria, donde el joven primer ministro electo, el conservador cristiano Sebastian Kurz, ultima estos días un acuerdo de gobierno –que podría ver la luz justo antes de Navidad– con los ultraderechistas del FPO.

La antigua frontera del telón de acero parece estar convirtiéndose hoy en una falla tectónica, una línea de fractura  entre dos Europas que podría poner seriamente en cuestión la cohesión y el futuro de la Unión Europea. Hace un mes, el semanario alemán Der Spiegel reveló el contenido de un documento secreto del Ministerio de Defensa germano  sobre los posibles desafíos estratégicos en el horizonte del año 2040.  El análisis plantea hasta seis escenarios posibles, la mayoría de los cuales tienen justamente su epicentro en la falla del Este: la posibilidad de que un grupo de países comunitarios se ponga del lado de Rusia y adopte su modelo político y económico, la salida de alguno de ellos de la UE, la desintegración pura y simple a causa de la deserción del bloque del Este para formar un nuevo club, o el ascenso de las fuerzas populistas de extrema derecha para implantar regímenes de capitalismo de Estado a imagen y semejanza del de Vladímir Putin...


Rusia lleva ya un tiempo cultivando a determinados dirigentes y grupos políticos de la órbita nacionalista y populista en Europa, con especial fuerza en el Este, y su aproximación a la Hungría de Viktor Orbán ha culminado hasta ahora en la firma, en el 2014, de un acuerdo en materia de energía nuclear civil. Pero no sólo para Moscú tiene interés la Europa del Este. También para Pekín es un sujeto diferenciado. China ha institucionalizado desde hace cuatro años –la última cumbre se celebró en Budapest los pasados días 27 y 28 de noviembre– un foro económico exclusivo con un grupo de países de Europa central y del Este, miembros de la UE y de los Balcanes. El grupo ha sido bautizado como 16+1. Y Bruselas no pinta nada.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Una buena mala noticia

"Miren, miren, qué tractores hacíamos, qué maravilla, ¡eran fabulosos!”. Detrás de la barra del bar, en un pueblo encaramado en la Alpujarra granadina, el hombre blandía un catálogo a todo color de  Massey-Ferguson. Obrero en la cadena de montaje de una fábrica de tractores de la firma americana en Alemania, el cierre de la planta a causa de la crisis de los años ochenta puso fin a su aventura germánica y con el dinero de la indemnización había abierto un café en su pueblo, donde trataba de rehacer su vida y adaptarse a un horizonte de repente empequeñecido. No había rastro de amargura en sus palabras, sino de nostalgia. Y también de orgullo. La fábrica, los tractores, eran algo tan suyo como sus propias hijas, alemanas de nueva generación forzadas a reinstalarse en una tierra repoblada paradójicamente por  colonos alemanes y flamencos en el siglo XVIII bajo el reinado de Carlos III.

La identificación de Antonio –pues ese era su nombre– con su empresa  podría sorprender a marxistas unidimensionales, pero es moneda corriente en Alemania, donde los trabajadores están directamente implicados en la gestión y la buena marcha de la compañía para la que trabajan. Heredera, como tantas otras cosas, de la  fallida república de Weimar, el consecuente advenimiento de Hitler y la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, la llamada “cogestión” (Mitbestimmung) en las empresas ha sido desarrollada en sucesivas leyes en Alemania a partir de 1951 y ha acabado conformando una manera propia de abordar las relaciones laborales. Los trabajadores participan en los órganos de dirección de las empresas –hasta el máximo nivel– y los sindicatos, coherentemente reformistas y pragmáticos, dan prioridad a la negociación y al pacto por encima del conflicto y el enfrentamiento. Es la cultura del compromiso, del diálogo, del acuerdo.

Una cultura que también ha impregnado la política alemana desde la posguerra. Hay quien busca las raíces de este sentido político del pacto en la Guerra de los Treinta Años y la fractura entre católicos y protestantes –viva todavía hoy en no pocas familias alemanas, ¡lo que afecta incluso a los matrimonios!–, pero sin duda la traumática experiencia del periodo de entreguerras y el ascenso del nazismo resultó fundamental para su consolidación. En cualquier caso, este espíritu del compromiso es el que ha funcionado desde la creación de la República Federal, cuya organización territorial e institucional impide la concentración del poder en un solo partido y favorece el establecimiento de alianzas y acuerdos para poder gobernar. La gran coalición entre los dos grandes partidos de la derecha y la izquierda (la tan aplaudida como criticada Grosse Koalition) es el máximo exponente de esta cultura política.

Pues bien, este sentido del compromiso es el que ha roto esta semana el líder del partido liberal FDP, Christian Lindner, al abandonar inopinadamente las conversaciones para formar una coalición de gobierno con la CDU de Angela Merkel –más sus aliados bávaros de la CSU– y Los Verdes, sin dar ninguna explicación plausible. Cuando se ocultan las razones últimas de una decisión es que acostumbran a ser inconfesables y, en este caso, los analistas más benévolos apuntan a que Lindner habría dado marcha atrás para evitar que con su incorporación al Gobierno su partido pudiera acabar políticamente fagocitado. De hecho, el FDP (siglas en alemán de Partido Democrático Libre) quedó fuera del Bundestag en el 2013 –al no alcanzar el mínimo del 5% de los votos necesario para obtener representación parlamentaria– tras haber formado parte del Gobierno federal.

Christian Lindner, que tomó justamente las riendas del partido tras este fiasco electoral, conocía perfectamente los riesgos desde el principio. No en vano, él formó parte del equipo negociador de la coalición que llevó al FDP a la ruina política. No podía llamarse a engaño, pero probablemente tampoco podía desdeñar –desde una óptica absolutamente partidista– la oportunidad de subrayar ante la opinión pública el nuevo rol preeminente de los liberales. Opiniones menos benevolentes, como la del eurodiputado francoalemán  Daniel Cohn-Bendit,  señalan en Lindner a un político populista que juega con conceptos políticos caros a la ultraderecha como el nacionalismo económico, el euroescepticismo y la xenofobia (camuflada en un discurso contra la inmigración irregular extranjera)

La espantada de  Lindner ha provocado  un shock en Alemania, demasiado apegada a la estabilidad gubernamental como para digerir fácilmente el actual momento de incertidumbre (un  momento que puede acabar siendo bien breve a la vista de la reacción  resignada de los socialdemócratas del SPD para facilitar directa o indirectamente –desde dentro o desde fuera– la formación de gobierno).


La crisis abierta por al FDP ha llevado a algunos comentaristas a hacer arriesgadas comparaciones con la caótica época de los años veinte y treinta en Alemania. Y a otros, a alertar del parón que puede sufrir la agenda europea –este mismo mes de diciembre la UE debería empezar a abordar el reforzamiento de la zona euro– por la falta de un interlocutor sólido en Berlín. Sin embargo, lo que puede aparecer como una mala noticia para Europa puede resultar, al fin y a la postre, todo lo contrario. A fin de cuentas, la intransigencia del FDP aparecía como el principal obstáculo para que Angela Merkel pudiera alcanzar un compromiso razonable con el presidente francés, Emmanuel Macron, de cara a refundar institucionalmente la zona euro, el gran reto que hay por delante. La posibilidad, alternativa, de que fragüe un Gobierno democristiano con ecologistas y socialdemócratas como socios –internos o externos– arroja una luz completamente diferente. Para Alemania. Y también para Europa.


lunes, 13 de noviembre de 2017

La tentación del hombre providencial

Bajo la majestuosa cúpula de Los Inválidos, en el centro de París, reposan los restos de Napoleón I, inhumado con todos los honores –por orden de la misma monarquía a la que combatió– cuarenta años después de morir en el destierro atlántico de la isla de Santa Helena. Un enorme sarcófago de cuarcita roja, dentro del cual se suceden hasta cinco ataúdes –de hojalata, plomo y más plomo, caoba y ébano–, encierra las cenizas del que fuera efímero Señor de Europa entre 1805 y 1814. El Águila, para sus admiradores. El Ogro, para sus detractores.

Miles de turistas visitan cada año la tumba del emperador, probablemente sin saber que están pisando el mismo suelo que pisó Adolf Hitler. El 23 de junio de 1940, con Francia rendida a los pies de las botas de la Wehrmacht, el Fürher realiza una rápida visita a París –la Ópera, los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, la torre Eiffel, el Panteón, Notre Dame...–, ciudad que siempre había soñado con visitar. Ese día lo hace como conquistador.

En su periplo, hay una cita ineludible: la tumba de su admirado Napoleón. El nuevo amo de Europa quiere rendir homenaje a su histórico antecesor. Enfundado para la ocasión en una gabardina blanca, Hitler se descubre y guarda varios minutos de silencio en lo que –según sus palabras– será uno de los momentos más grandes de su vida. Tan emocionado está que concibe en ese momento un gran gesto de reparación: la repatriación a Francia de los restos del único hijo de Napoleón –Napoleón II, rey de Roma, fruto de su matrimonio con María Luisa de Austria–, muerto prematuramente a los 21 años en Viena, para que reposen junto a los de su padre en París. Ahí están.

Antes de embarcarse en una megalómana campaña de conquistas militares por toda Europa, antes de hacerse coronar emperador por el mismísimo Papa, Napoleón había sido aclamado en Francia –agotada por la inestabilidad y la violencia revolucionarias– como un hombre providencial, un salvador. Su llegada al poder en 1799 permitió restablecer el orden, salvaguardar las principales conquistas de la Revolución y defender al país del ataque de las monarquías europeas. Hitler también fue percibido en su momento como un hombre providencial. Cuando alcanzó el poder, en las elecciones de 1933, Alemania se encontraba absolutamente postrada y exhausta, empobrecida por una inflación galopante que había dejado en la ruina a millones de alemanes y con un profundo sentido de la humillación por el trato recibido tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. Hitler prometió devolverles el orgullo, la prosperidad y el poder perdidos.

En Francia hay aparentemente una cierta querencia –al menos, es una idea cultivada de forma recurrente por algunos analistas e historiadores– por la figura del hombre providencial, del hombre fuerte (o en su caso, de la mujer). No se trata sólo de Napoleón. Ahí está Juana de Arco, la gran heroína sacrificada en la lucha contra los ingleses, o el general De Gaulle, padre de la Resistencia contra los nazis y fundador de la V República, cuyo fundamento  es justamente el de otorgar la máxima concentración de poder ejecutivo a una sola persona: el presidente. Evidentemente, de hombres fuertes –más o menos providenciales– que prometen nuevos amaneceres la historia está llena. Y el panorama político actual, también. Cada cual a su modo, con más o menos contrapesos, ahí están Donald Trump en Estados Unidos –elegido como salvador, por más que los poderes legislativo y judicial hayan frenado hasta ahora sus planes–, Vladímir Putin en Rusia –líder indiscutido que tiene bien amarrada a la oposición– o Xi Jinping  en China –recién encumbrado a la misma dignidad que Mao–.

El problema, en momentos de crisis, desorientación y ansiedad colectiva como los actuales, es que la figura del hombre providencial, del hombre fuerte, gana peligrosamente adeptos. Un estudio del Pew Research Center realizado en 38 países y publicado este pasado mes de octubre, constata que la democracia representativa sigue teniendo un apoyo mayoritario en las opiniones públicas (78%) pero en los últimos años ha sufrido un cierta “recesión”, mientras ganan adeptos las opciones autoritarias. Lo más interesante del estudio es comprobar hasta dónde llega –o no– el compromiso de los ciudadanos con el sistema democrático: en realidad sólo el 23% se adhieren de forma absoluta, mientras que un 42% admitiría también alguna forma de gobierno no democrático –tecnocrático, autoritario o incluso militar– y un 13% es directamente antidemocrático.

A nadie sorprenderá que en Rusia los demócratas tibios alcancen el 61%. Más chocante es que  esta proporción sea del 46% en Estados Unidos, del 47% en el Reino Unido, del 45% en Francia, del 42% en Alemania, del 40% en España... y del 60% en la Hungría de Viktor Orbán. El ascenso de las opciones autoritarias va íntimamente ligado al descontento con el sistema.

Otro estudio también publicado en octubre, éste realizado por Ipsos y dirigido por el presidente de Fondapol, Dominique Reynié, titulado Où va la démocratie? (¿Dónde va la democracia?), ha percibido asimismo –a partir de un cuestionario a 22.000 ciudadanos de 26 países– un deseo latente de autoridad, incluso de autocracia, en Occidente  vinculado a la decepción sobre el funcionamiento de la democracia: una mayoría de europeos (55%) y de norteamericanos (54%) considera que la democracia funciona mal y este sentimiento está particularmente enraizado en los países del Mediterráneo (79% en Italia, 60% en España) y en la Europa excomunista. Como consecuencia, un tercio de los europeos –¡hasta el 50% en el Este!– se abonarían a un régimen autoritario.

“Hay una multiplicación de signos inquietantes que indican un debilitamiento de la democracia”, constata Dominique Reynié, quien alerta: “Si no se encuentra una solución al actual descrédito de las instituciones y de la clase política, nos enfrentamos al declive de la democracia”. El  hombre providencial aguarda tras la puerta...



lunes, 23 de octubre de 2017

La república del miedo

El escritor norteamericano de origen indio Anand Giridharadas ilustró en el año 2014 la profunda división que atraviesa Estados Unidos con una cruda imagen: “América está fracturada en dos sociedades, una república de los sueños y una república del miedo”.  Dos años después, en noviembre del 2016, la república del miedo se impuso a la de los sueños y encumbró a la Casa Blanca al político más burdamente populista y demagogo del mundo occidental. ¿Cómo pudieron millones de estadounidenses confiar el futuro de su país a un charlatán ignorante y psicológicamente inestable como Donald Trump? Porque les dijo exactamente lo que ansiaban oír, lo que necesitaban desesperadamente oír: que bajo su mando todo volvería a ser como antes, que volverían la seguridad y la prosperidad de los buenos viejos tiempos, que la sangría de la deslocalización de industrias se detendría igual que la llegada masiva de inmigrantes...

No es una particularidad norteamericana. La misma división fractura las sociedades europeas, de norte a sur, de este a oeste. De un lado, los beneficiarios de la globalización, los que aprovechan a fondo las grandes oportunidades del mundo interconectado de hoy, los habitantes de las grandes concentraciones urbanas mundiales. Del otro, las víctimas de este orbe abierto, concentradas en las zonas rurales y perirubanas, en las cuencas industriales deprimidas, olvidadas de la mano de Dios. Es aquí, en estas zonas en las que se incuba el rencor, donde se gesta la república del miedo y se prepara la victoria de los nacionalismos populistas. Desde Trump hasta el Brexit.

Los mapas del Brexit son escalofriantes en la medida en que muestran claramente la quiebra de una sociedad: el gran Londres y otras urbes, masivamente a favor de Europa; las zonas industriales del norte de Inglaterra, radicalmente en contra.

Los vendedores de elixires hicieron su agosto en la campaña del Brexit, donde la concentración de mentiras y falsas verdades por metro cuadrado –realismo mágico, se le llama ahora– rompió todos los límites. Si triunfó es porque había un terreno fuertemente abonado por la credulidad. Tras el voto de los británicos a favor de la salida de la Unión Europea del 23 de junio del 2016 –por 52% a 48%–, los promotores del Brexit, desde los eurófobos convencidos como Nigel Farage hasta los más cínicos oportunistas como Boris Johnson, no tardaron ni cuarenta y ocho horas en admitir que algunos de los argumentos defendidos apasionadamente en el calor de la campaña tenían muy poco o nada que ver con la realidad. Un año y medio después, la constatación de que todo aquello fue un fabuloso engaño ha quedado dramáticamente al descubierto. Hasta el punto de que, según los últimos sondeos realizados en el Reino Unido, si hoy se repitiera el referéndum, la opción de quedarse en la Unión Europea ganaría por 49% a 45% (Survation, 5 de octubre)

Una de las mentiras más groseras quedó recientemente desmentida por el vicedirector del Institute for Fiscal Studies, Carl Emmerson: frente a la aseveración de que con la salida de la UE se iba a corregir el déficit fiscal y las arcas públicas británicas iban a recuperar para el erario 350 millones de libras a la semana, la realidad es que el saldo final será una pérdida de 300 millones semanales. Portentoso.
Frente a quienes prometían recuperar poco menos que las glorias del Imperio británico –Rule Britannia!– y cargaban sobre la Unión Europea las culpas de todos los males (incluida la durísima cura de austeridad aprobada por los conservadores por sí solos, que para eso tienen  la libra esterlina y no están sometidos a la disciplina de la zona euro), la realidad ha venido pronto a llamar a la puerta. Aún sin haber abandonado Europa, la economía británica ha empezado ya a resentirse. No ha sido un golpe brutal y repentino, sino un goteo constante y progresivo, que amenaza con agravarse considerablemente si al final se acaba imponiendo el Brexit duro –que es en el fondo el que compraron los electores: ni un solo inmigrante más, nada de libre circulación de trabajadores, nada de reglas europeas– y Gran Bretaña se queda fuera del mercado único y la unión aduanera.

De momento, el crecimiento económico se ha contraído ya a la mitad –pasando del 1,8% al 1%–, la moneda se ha devaluado un 15%, lo que ha beneficiado en parte a las exportaciones pero ha penalizado las importaciones, con lo que la inflación se ha alzado al 3% y los salarios han empezado a perder poder adquisitivo, mientras las inversiones extranjeras se han frenado prácticamente en seco. Como consecuencia, se ha devaluado también  la riqueza del país, de modo que –según las últimas cifras de la Oficina de Estadística Nacional británica, correspondientes al primer semestre del 2016– el superávit de 469.000 millones de libras ha pasado a convertirse en un déficit de 22.000 millones.  Numerosos trabajadores europeos altamente cualificados han empezado a irse, al igual que algunas empresas, y los grandes de la City están preparando ya las maletas...

¿En qué momento los británicos se dejaron engañar por quienes prometían el mejor de los mundos sin coste alguno, como quien compra un falso bolso de Louis Vuitton en el top manta al grito de “bueno, bonito, barato”? Los especialistas en psicología colectiva tienen acreditado un doble fenómeno: por un lado, la gente tiende a magnificar los problemas que le provocan ansiedad –la delincuencia, la inmigración–, que perciben como más graves de lo que realmente son, y por otro, menosprecia los argumentos y objeciones que ponen en cuestión sus convicciones y prejuicios.
No es un fenómeno nuevo, es tan viejo como la humanidad. Lo nuevo, lo preocupante, es que el funcionamiento de las nuevas redes sociales lo exacerba. “Encerrados en sus particulares repúblicas, esto es, sus cuentas de Facebook, sus tertulias preferidas descargables en el podcast, sus chats en el Whatssap, ya no tienen ni siquiera que escuchar al adversario. Con un gesto del pulgar basta para silenciarlo. La música de fondo del diálogo se ha apagado”, reflexionaba con perspicacia el colega –y amigo– de La Vanguardia Jaume V. Aroca sobre el caso catalán.

Hoy, un porcentaje crecientemente elevado de ciudadanos se informa directa y exclusivamente a través de las redes sociales, donde la información genuina se mezcla sin pudor con rumores y bulos groseros. Y de donde cada uno puede extirpar cuidadosamente cualquier opinión que no confirme su particular universo.


lunes, 9 de octubre de 2017

El enfado de Michael Kohlhaas

A mediados del siglo XVI, un tratante de ganado alemán llamado Michael Kohlhaas se dirigía a Dresde para vender una recua de caballos cuando, al atravesar los territorios de un señor feudal de Sajonia, se encontró inopinadamente con una aduana donde fue víctima de un atropello impensable. Con toda suerte de pretextos burocráticos, el aristócrata del lugar le obligó a dejar como prenda dos hermosos caballos negros que llevaba al mercado. Cuando, una vez cumplimentados todos los requisitos, regresó a recuperar sus corceles se encontró con que los habían malogrado explotándolos como animales de tiro en el campo. Hombre religioso y ecuánime, con un profundo sentido de la justicia, Kohlhaas exigió una reparación a los tribunales. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano: el noble fue protegido por la casta aristocrática que rodeaba al príncipe elector y el tratante de caballos fue incluso amonestado.

Humillado y furioso, el bueno de Kohlhaas se arrogó el papel de justiciero del pueblo y reunió un pequeño ejército con el que atacó a sangre y fuego el castillo del señor y durante meses se dedicó a arrasar media Sajonia, destruyendo y saqueando todos los pueblos y ciudades donde se había escondido el codicioso noble. Su criminal venganza no cesó hasta que las autoridades aceptaron cursar su demanda judicial y acordaron que tenía derecho a recuperar sus dos animales en perfecto estado y recibir  una compensación económica. El tratante de caballos se entregó en Pirna, en las proximidades de Dresde, donde era propietario de una pequeña finca, antes de verse resarcido y de rendir cuentas a su vez ante la justicia imperial en el cadalso...

La historia de Kohlhaas no es verídica, es sólo una ficción, fruto de la prosa magistral de Heinrich von  Kleist (1777-1811), uno de los más destacados escritores del romanticismo alemán. Pero su relato sobre la transmutación de Michael Kohlhaas y su furiosa respuesta contra los abusos del poder establecido evoca de alguna forma la ira que una parte de los electores alemanes, especialmente en Sajonia, expresó el 24 de septiembre al votar como nunca desde el final de la Segunda Guerra Mundial a un partido de extrema derecha: Alternativa para Alemania (AfD, en sus siglas en alemán), que obtuvo el 12,6% de los votos y –después de haberse colado en 13 de los 16 länder– entró por primera vez en el Bundestag. En el distrito de Pirna, la población a orillas del Elba –cerca de la frontera checa– donde el irascible Kohlhaas acabó sus andanzas, los ultras fueron los más votados, con un 35,5% de los sufragios, diez puntos por encima de la Unión Cristiana Demócrata de Angela Merkel (y ya no hablemos de los demás). En el conjunto de Sajonia, el resultado fue menos abultado (el 27%), pero aún con todo fue el único land donde la AfD resultó el partido más votado.

Creado en el 2013 como partido euroescéptico –por no decir directamente eurófobo–, Alternativa para Alemania se ha aupado en cuatro años a la condición de tercera fuerza política con un cóctel tan manido como efectivo integrado por equivalentes dosis de nacionalismo, xenofobia e islamofobia. El mejunje ha tenido una efectividad  diversa en el conjunto de Alemania, arraigando especialmente en los länder del este, la antigua RDA, donde el sentimiento de ser los hermanos pobres de la gran Alemania reunificada no ha dejado de crecer desde 1990. Que Sajonia sea la punta de lanza no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que es aquí donde nació también el movimiento ultraderechista Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente), muy activos contra la acogida a los refugiados. El votante tipo de AfD  es un hombre airado que se siente olvidado y menospreciado por las élites políticas, un perjudicado de la globalización que añora los viejos buenos tiempos y muestra unas ganas irreprimibles de dar una patada en señal de protesta. Como los votantes del Brexit. Como los de Trump.

Si Pirna marcó la caída del tratante de caballos Kohlhaas, fue también uno de los escenarios del final de Napoleón I, contra quien –por cierto– luchó Von Kleist, así desde la prensa como en las filas del ejército prusiano. En el otoño de 1813, el emperador francés, en retirada después del enorme fiasco de la invasión de Rusia, se alojó en Pirna –así lo recuerda una placa en la Marienhaus am Markt– para dirigir desde allí la batalla de Dresde contra la gran coalición integrada por Austria, Prusia y Rusia. Fue la última y desesperada victoria de las tropas napoleónicas antes de verse forzadas a retirarse a Francia y rendirse definitivamente (Napoleón volvería después a intentar recuperar el poder y volvería a ser derrotado en Waterloo, pero esa es otra historia)

El otrora victorioso general Bonaparte, salvador –y verdugo– de la Revolución, quiso construir una Europa unida a la medida francesa. Armado con el Código civil, que establecía el fin de los privilegios y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, creyó –o quiso creer– que los pueblos europeos le recibirían como su liberador frente a las viejas monarquías absolutistas.  Sin embargo, el dominio francés  –que sangraba a los países dominados con fuertes exacciones fiscales y el reclutamiento obligatorio de miles de jóvenes para integrar la Grande Armée– despertó justamente el sentimiento contrario. Hasta el punto de que, como subrayan algunos historiadores, la invasión napoleónica fue el sustrato en el que germinó el nacionalismo alemán (del que Von Kleist fue un destacado exponente). Desde esta perspectiva, la eclosión del movimiento Alternativa por Alemania podría entenderse como el último fruto –envenenado– de Napoleón Bonaparte.





domingo, 24 de septiembre de 2017

Angela IV

Si uno es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras –gran aforismo lleno de verdad atribuido por igual a Aristóteles, los árabes, Shakes­peare y Churchill como mínimo–, habrá que concluir que nunca ha habido tantos esclavos en la historia como en el ensordecedor mundo de las actuales redes sociales, donde todo el mundo habla –cuando no escupe– y muy pocos escuchan. No está entre ellos Angela Merkel. La canciller de Alemania, que a sus 63 años se dispone a ser reelegida –con toda seguridad– el próximo domingo para un cuarto mandato consecutivo, es austera en palabras, así en público como en privado. La otra cara de la moneda del charlatán que habita en la Casa Blanca. O de su oponente de Pyongyang. ¿Inseguridad? ¿Timidez? No lo parece. Todo indica, más bien, que es la consecuencia lógica de un carácter que privilegia la duda sobre la certidumbre, la prudencia sobre la temeridad, el pragmatismo sobre la ideología. Otras tantas rarezas que explican su inusual longevidad en el cargo. Los alemanes quieren segu­ridad y estabilidad. Y eso es lo que Mutti (mamá) Merkel, criada en la opresiva dictadura comunista de la antigua RDA y desembarcada en la política ya con 35 años, les ofrece desde el 2005.

Toda Europa está pendiente de las elecciones del domingo –en fin, casi toda– para poder empezar a abordar los grandes retos que aguardan a la UE, sobre todo después de la demanda de divorcio planteada por los británicos tras el referéndum del Brexit. Antes de poder empezar a caminar –hacia dónde, es otra cuestión– primero había que despejar la incógnita de las elecciones presidenciales francesas del pasado mes de mayo, que no pudieron tener un resultado más esperanzador para el proyecto europeo: la victoria de un europeísta ferviente como Emmanuel Macron –determinado a dar un salto adelante en la integración europea– frente a la eurófoba Marine Le Pen –que proponía un referéndum sobre el Frexit– ha alejado una de las principales amenazas que se cernían sobre la Unión. La otra incógnita –pendiente de la cita electoral de Berlín– no era tal, pero ha mantenido congelado hasta ahora el calendario político europeo, hasta el punto de bloquear cualquier nueva iniciativa. “Visto el papel que ha adoptado hoy Alemania, todos los europeos deberían votar en las próximas elecciones para elegir al nuevo canciller”, subraya a modo de boutade el ex primer ministro italiano Enrico Letta en su reciente libro Hacer Europa y no la guerra (Península, 2017), de forma análoga a lo que siempre se había dicho de las elecciones presidenciales de EE.UU. por sus repercusiones planetarias. Alemania es una de las piedras angulares de Europa, su principal motor. Nada pAngelauede hacerse sin ella o contra ella. Tampoco sólo a su dictado...

La salida del Reino Unido de la UE, que deberá producirse teóricamente en el 2019 después de una negociación que se presume compleja y agria, coloca a Europa ante una encrucijada vital: o da un decidido paso adelante en el camino de la integración –para la que los británicos fueron siempre un freno fundamental– o deja que las cosas sigan como ­están, esto es, degradándose, lo cual conduciría inexorablemente al desleimiento y a la desintegración.

Libres de condicionamientos electorales, aunque no por mucho tiempo, Francia y Alemania pueden dirigir ahora lo que Macron ha definido como la “refundación de Europa”. En un discurso que pretendía fundacional, pronunciado hace dos semanas en Atenas, el presidente francés planteó dar un nuevo impulso a la integración europea centrándose en la zona euro, a la que propone potenciar dotándola de un presupuesto propio y de un superministro de Finanzas, controlados por el Parlamento Europeo, una mayor convergencia fiscal y social, e incluso la creación de listas electorales transnacionales cara a la renovación del Europarlamento en el 2019. Alemania parece abierta hoy –más que ayer– a aceptar algunos de estos planteamientos, que Macron piensa detallar en los próximos días, y a los que se añadiría la transformación del actual Mecanismo Europeo de Estabilidad en un auténtico Fondo Monetario Europeo.

Pero si las elecciones del domingo en Alemania no ofrecen ninguna duda sobre quién ocupará la cancillería los próximos cuatro años, menos claro está qué coalición de gobierno podrá formarse en función del mapa electoral resultante. Si se produjera una de las opciones que están actualmente sobre la mesa, con la incorporación al Gobierno de los liberales del FDP –furibundamente intransigentes con los países endeudados como Grecia, a la que desearían expulsar de la zona euro–, la cosa se complicaría considerablemente.


Hasta ahora, Angela Merkel –una europeísta de razón, que no de corazón– ha sido más un freno que un motor en el proceso de integración, que ha sometido siempre a los intereses alemanes. Todas las medidas que se han ido adoptando en los últimos años a raíz de la crisis de la zona euro le han sido arrancadas después de ímprobos esfuerzos y extenuantes negociaciones. Pero nada dice que esta dinámica no pueda cambiar. Discreta, prudente, dubitativa, pragmática... la canciller ha demostrado también que, frente a su imagen de intransigencia, puede ser imprevisiblemente flexible. Ahí están sus cambios de 180 grados sobre la energía nuclear, el salario mínimo, los refugiados o el matrimonio homosexual. Habrá que confiar en su elasticidad. Y en que encuentre a los aliados adecuados.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

La guerra de Kim

09-09-2017

El 9 de septiembre de 1948, hace hoy 69 años, fue proclamada la República Popular Democrática de Corea, el presunto Estado comunista –definición bajo la que se enmascara una dictadura familiar totalitaria que oscila entre el esperpento y el espanto– asentado al norte del paralelo 38 de la península coreana. A la hora de leer estas líneas, muy probablemente el régimen dirigido por Kim Jong Un lo haya celebrado o esté a punto de hacerlo de la manera habitual, a saber, lanzando algún misil en algún punto de la región, desafiando una vez más a la comunidad internacional. La penúltima provocación, la detonación de una bomba de hidrógeno –su sexta prueba nuclear subterránea– el domingo pasado, le valió una durísima reacción de Estados Unidos, que le amenazó con una “respuesta militar masiva”. “El “fuego y la furia” de Donald Trump pero dicho con otras palabras. Y aparentemente con la misma falta de contenido.

Porque... ¿están realmente dispuestos Estados Unidos y sus aliados a lanzar un ataque militar preventivo contra Pyonyang para evitar que siga desarrollando su programa nuclear? Todo indica que Kim Jong Un, el “líder supremo” de Corea del Norte, no lo cree en absoluto. Para el dictador norcoreano, tercero de la dinastía fundada por Kim Il Sung, la apuesta nuclear representa una garantía de supervivencia. Del régimen en primer lugar, que se cree gravemente amenazado por EE.UU. y a quien sólo ve capaz de frenar gracias a la disuasión nuclear. Y de su propio liderazgo.

Kim Il Sung, el Presidente Eterno, tenía la legitimidad que le otorgó la guerra. Resistente contra la ocupación japonesa, integrado después en las filas del Ejército Rojo soviético, el fundador del régimen de Corea del Norte fue aupado al poder por la antigua URSS, que creó un régimen estalinista en torno al Partido del Trabajo de Corea y su líder. La guerra de Corea (1950-1953) afianzó su mando, que ejerció hasta su muerte en 1994. Sus sucesores, su hijo Kim Jong Il –el Amado Líder, que reinó entre 1994 y el 2001– y su nieto Kim Jong Un, se han sostenido en el trono acentuando el terror y exacerbando el culto a la personalidad hasta niveles que podrían parecer ridículos si no fueran siniestros. Para el último de la saga, la carrera nuclear y su pulso con EE.UU. es un medio de reforzarse en el interior. Y, si se sale con la suya, un modo de garantizar que su régimen no pueda ser derribado desde el exterior.

La falta de efecto de las sanciones económicas aprobadas por la ONU –Pyonyang ha conseguido sortearlas gracias al apoyo directo o indirecto de China–, ha llevado al presidente Trump y algunos de sus colaboradores a plantearse la eventualidad de una intervención armada en el caso de que Kim Jong Un llevara su desafío al extremo de amenazar directamente los intereses norteamericanos (atacando, por ejemplo, la isla de Guam, donde EE.UU.dispone de varias bases militares, como amenazó con hacer el pasado mes de agosto antes de echarse prudentemente atrás)

Pascal Boniface, director del Instituto de Estudios Internacionales y Estratégicos (IRIS, en sus siglas en francés), escribía esta misma semana en La Vanguardia que una solución militar es inviable: “Trump no tiene soluciones militares a su alcance; si ataca Corea del Norte, es seguro que ganaría la guerra, pero mientras tanto puede haber destruido Seúl o Tokio”, sostiene. Sucede, sin embargo, como siempre en estos casos, que hay opiniones completamente divergentes. Y ni siquiera hace falta ir en busca de los halcones del Pentágono para encontrarlos. En este mismo lado del Atlántico, Valérie Niquet, experta en Asia de la Fundación para la Investigación Estratégica (FRS), sostiene exactamente lo contrario. En un artículo publicado en Le Monde bajo el título Frente a Corea del Norte, la opción militar es la menos arriesgada, Niquet admite que esta vía es muy peligrosa y que Seúl podría ser la primera víctima de un contraataque norcoreano, pero aun y así cree que la tolerancia de Washington dejaría a sus aliados asiáticos inermes y abriría la puerta a que Pyonyang, fortalecido con su capacidad nuclear, intentara imponer por la fuerza una reunificación de la península coreana. “La opción del apaciguamiento y del diálogo, aunque pueda parecer más razonable, podría ser también la que finalmente desembocara en conflictos mucho más graves”, concluye.

Quizá sí, quizá no... En cualquiera de los casos, el resultado de una intervención militar –aún suponiendo que no se utilizaran armas nucleares– sería catastrófico para millones de personas. En sus preparativos de una posible intervención, los militares estadounidenses han calculado los eventuales efectos de un ataque y dibujado diversos escenarios. Chetan Peddada, exoficial de inteligencia del ejército de EE.UU., lo exponía el jueves en Foreign Policy. Y pone los pelos de punta.

Corea del Norte, que dispone de un ejército de más de un millón de hombres y de un imponente arsenal bélico –incluidos un millar de misiles, así como depósitos de armas químicas y bacteriológicas–, podría lanzar un ataque de artillería devastador sobre Corea del Sur, que podría causar “decenas de miles de muertos” y destruir Seúl, la capital. También habría numerosas bajas entre las tropas norteamericanas estacionadas en el país. Los norcoreanos podrían asimismo infiltrarse en el sur, bien mediante submarinos –desembarcando tropas en sus costas– o a través de la red de túneles que se supone que ha construido en la zona de la frontera –por los que podrían transitar 8.000 soldados cada hora–, o lanzar ataques “descentralizados” a través de sus agentes secretos repartidos por el mundo... Estados Unidos y Corea del Sur acabarían venciendo y derribando al régimen de Pyongyang, pero al coste de una “sangrienta y pírrica guerra”. En la que acabarían pagando los mismos de siempre.

sábado, 26 de agosto de 2017

Salafismo en el parvulario

Isabelle D. enseña a leer y escribir a niños de primer curso de primaria en una escuela de la periferia de París. Es un centro tranquilo, sin problemas, en una ciudad de clase media alta en la que la población de origen inmigrante es minoritaria. Hace poco, Isabelle D. recibió el aviso inquietante de una madre que, a la entrada del colegio, había escuchado a un niño de ocho años de origen árabe dirigirse a otros compañeros musulmanes instándoles a no jugar con los “infieles”. “Comen cerdo e irán al infierno”, dijo. La maestra, que nunca antes había oído nada semejante en su escuela, puso el hecho en conocimiento del director, quien a su vez lo trasladó a la inspección académica, donde probablemente quedará olvidado en un cajón. Al fin y al cabo, no hubo ninguna agresión o acción violenta.

Por eso a Isabelle D., que cada vez ve más mujeres con velo a la salida de clase –cuando antes no había ninguna, o apenas–, no le extrañó enterarse por la prensa belga que en una escuela de párvulos de Flandes habían detectado signos evidentes de radicalización fundamentalista en un grupo de media docena de pequeños, que recitaban el Corán en el patio, insultaban a los no musulmanes llamándoles “cerdos” e incluso les amenazaban de muerte haciendo el gesto de una degollación (ver La Vanguardia del pasado jueves). Ignorantes del alcance real de sus palabras, los párvulos se limitaban claramente a repetir lo que oían en casa. De modo que cuando los padres fueron advertidos algunos se lo tomaron a risa y otros aprobaron con no poca desenvoltura su comportamiento.

No todos los musulmanes son integristas, naturalmente. La gran mayoría vive su religión con naturalidad, como cualquier fiel de cualquier otra confesión, sin hacer proselitismo ni meterse con nadie, cumpliendo sus obligaciones sociales. Pero hay en Europa una activa minoría radical, de raíz salafista –una corriente del islam suní defensora de una lectura ultraconservadora y rigorista del islam, fiel a la charia y acusadamente partidaria de la sumisión de la mujer, a la que encierra en velos integrales que sólo dejan ver los ojos (niqab)–, determinada a desafiar las reglas de convivencia de las democracias occidentales, que rechazan abiertamente, y testar su capacidad de resistencia. De este magma emponzoñado, del que el imán de Ripoll –Abdelbaki Es Satty, inspirador de los atentados de Barcelona y Cambrils– era un destacado exponente, es de donde salen luego los yihadistas. Como el hijo de la cordobesa Tomasa Pérez –capturados ella y su prole en la telaraña delirante del marido marroquí, hasta el punto de irse a Siria para vivir el califato–. Su hijo mayor, Mohamed, es el jovencísimo islamista que amenazaba esta semana en vídeo con más atentados en España y que –particularidad patria de la vieja Al Andalus– ha generado más pitorreo que histeria.

Un termómetro de la presión creciente de los grupos salafistas, que despierta de todo menos risa, es la escuela. Y todo indica que las señales de radicalización detectadas entre los alumnos de preescolar de un centro de Flandes no son hechos aislados. Lejos de ahí. Ya en el 2005, hace pues más de una década, un informe de la Inspección General de la Administración francesa, dependiente del Ministerio del Interior, advertía que cada vez eran más numerosos los ataques contra el principio de la mezcla de sexos en la escuela: padres que rechazaban que sus hijas practicaran deporte o que exigían incluso ya desde la edad de párvulos que no echaran la siesta en el mismo espacio que los niños... Otro informe, del 2004, anotaba exigencias crecientes en materia de la comida o las fiestas religiosas. “Una parte de la juventud  presentaba síntomas de estar haciendo secesión de la nación francesa”, constataba recientemente su autor, Jean-Pierre Obin, inspector de la Educación Nacional. Y añadía: “Desde entonces, la situación se ha agravado”. Periódicamente, en Francia surgen polémicas por las exigencias de los islamistas, que pueden llegar a reclamar la separación entre niños y niñas, la instauración de comida halal en la cantina escolar, la supervisión de las lecturas de los alumnos para que sean conformes a su fe o incluso que la escuela prevea alfombras para rezar, mientras a la vez –en nombre de una laicidad que en realidad repudian– se oponen a la visita de Papá Noel en Navidad...

El Ministerio de Educación recoge al cabo de cada curso centenares de advertencias –más de 800 sólo en los centros de secundaria– sobre casos de radicalización de alumnos. Cuando llega el ramadán se producen incidentes aquí o allá, protagonizados por musulmanes radicales que reprochan a otros no cumplir el ayuno. Y se ha vuelto ya un hábito que cada vez que hay un atentado yihadista y se organizan actos de homenaje o minutos de silencio por las víctimas, algunos chicos se niegan en redondo a seguirlos, cuando no justifican –este fue particularmente el caso de Charlie Hebdo– el castigo de los ofensores de Mahoma. Latifa ibn Ziaten, madre de uno de los tres militares asesinados por el yihadista de Toulouse Mohamed Merah en el 2012, empeñada en una cruzada particular para hacer ver a los chavales de los barrios musulmanes el horror del terrorismo, se ha visto confrontada más de una vez al terrible hecho de que el asesino de su hijo es jaleado por los jóvenes como un héroe...

Un estudio sociológico realizado recientemente por el CNRS entre 7.000 alumnos franceses de bachillerato ha constatado el abismo creciente entre musulmanes y no musulmanes en este terreno. Mientras sólo el 11% de los encuestados expresaba un concepto absolutista de la religión, este mismo porcentaje se elevaba al 33% entre quienes profesaban el islam. Análogamente, si sólo el 4% de los más religiosos  mostraban tolerancia y comprensión con el uso de la violencia, entre los musulmanes eran el 11%. Este es el escenario que tenemos aquí al lado. Y, por lo visto, hacia aquí vamos nosotros también.


viernes, 25 de agosto de 2017

Uno de los nuestros

21/08/2017

Una de las imágenes más impactantes de los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils no contiene atisbo alguno de violencia. No hay armas. No hay rastros de sangre. No hay víctimas. Es una imagen aparentemente anodina: un carnet escolar a nombre Moussa Oukabir, de 17 años, estudiante de gestión administrativa en el Instituto Abat Oliba de Ripoll en el curso 2015-2016, y uno de los integrantes del vasto comando yihadista que perpetró la matanza del pasado jueves. Moussa Oukabir nació en Ripoll, creció en Ripoll, se educó en Ripoll. Moussa Oukabir era de aquí. Uno de los nuestros.

Tarde o temprano tenía que pasar. Sólo era cuestión de tiempo. Que la tentación de la Yihad se extiende entre las nuevas generaciones de musulmanes nacidos en suelo europeo es algo que ya se había visto en Francia y el Reino Unido. Si no había sucedido hasta ahora aquí, es sólo porque la inmigración magrebí es mucho más reciente.

Tarde o temprano, la realidad salta a la cara. A los británicos les pasó con los atentados de Londres del 7 de julio del 2005, cuando un comando terrorista hizo explotar cuatro bombas en el metro y un autobús urbano de dos pisos, dejando tras de sí un reguero de 52 muertos. De los cuatro kamikazes, tres eran ingleses hijos de inmigrantes pakistaníes. Los tres habías nacido en la ciudad industrial de Leeds. En marzo del 2012, un francés de origen argelino nacido en Toulouse, Mohamed Merah, asesinó a siete personas en el espacio de una semana: tres militares en Montauban y cuatro personas más -un adulto y tres niños- a las puertas de la escuela judía tolosana Ozar Hatorah.

Muchos otros casos han seguido este mismo patrón, así en el Reino Unido y Francia como en otros lugares: en Bélgica, por ejemplo, una de las cunas más activas del islamismo radical en Europa. Y no se trata sólo de los autores de atentados en suelo europeo. Del continente han partido centenares y centenares de jóvenes europeos musulmanes para combatir en Siria en las filas del Estado Islámico.

¿Quiénes son estos jóvenes? ¿qué les ha llevado a abrazar una causa tan sanguinaria y nihilista? Muchos retratos robot se han ido dibujando en los últimos años del yihadista europeo. Un estudio realizado recientemente en Francia por el CNRS y el Instituto Nacional de Altos Estudios de la Seguridad y la Justicia da algunos apuntes al respecto: la mayoría de estos jóvenes –algunos de los cuales han caído en la delincuencia común, pero no todos- proceden de familias desestructuradas y albergan un fuerte sentimiento de pertenencia a una comunidad oprimida y discriminada. Los estudios que se han hecho con yihadistas británicos no aportan conclusiones muy diferentes.

El islamismo radical se nutre en Europa de jóvenes de familias musulmanas –aunque también hay conversos- que habitan en barriadas de inmigrantes económicamente deprimidas, con pocos estudios y escasas perspectivas de inserirse en el mundo laboral, que se sienten excluidos de la sociedad y buscan en su identidad musulmana y en la religión un medio de salir del pozo y de dar sentido a su vida. La Yihad se lo ofrece.

El problema que subyace a este preocupante fenómeno –al margen del factor religioso, sin duda fundamental- es el de la integración de los inmigrantes extranjeros en los países europeos. En Europa, dos modelos se han confrontado a este respecto: el sistema multicultural británico, que reconoce como tales a las diferentes comunidades y deja manga ancha para que se autoorganicen de acuerdo con sus tradiciones y costumbres, y el sistema uniformista francés, que niega la existencia como tal de comunidades y considera a todos los individuos como ciudadanos iguales sin tener en cuenta origen ni religión. A la vista de los resultados, no se puede decir que uno prevalezca sobre el otro.

Porque lo cierto es que ambos se han demostrado deficientes. Si no hubo problema en Europa con las primeras generaciones de inmigrantes, entre las décadas de los 50 a los 70, fue porque llegaron en un momento expansivo y había trabajo para todo el mundo. Pero este escenario se acabó con la crisis del petróleo y no se ha vuelto a recuperar. Castigados por un desempleo muy superior a la media -especialmente entre los jóvenes- y estigmatizados por una discriminación étnica que no se reconoce pero existe, divididos entre dos mundos sin reconocerse plenamente en ningún o de ellos, los miembros de las nuevas generaciones que han nacido y crecido en Europa, británicos o franceses de derecho, se enfrentan a una realidad que difiere mucho de lo que se les había prometido. Su rabia y su frustración es tierra fértil para los predicadores del odio.



















Centinelas en cuestión

20/08/2017
  
Al día siguiente del atentado del Manchester Arena, el pasado 22 de mayo, cuando un terrorista suicida mató a 22 personas al final del concierto de Ariana Grande, la primera ministra británica, Theresa May, reunió al comité de crisis en Downing Street y tomó una doble decisión: elevar al máximo el nivel de alerta antiterrorista y movilizar al ejército, sacando a 3.800 militares a realizar tareas de patrulla y vigilancia. Una decisión inédita en el Reino Unido, donde –salvo en los años de plomo en el Ulster– no era habitual ver a soldados por las calles. En Francia, la imagen es corriente desde hace tiempo. Moderada al principio, cuando se puso en marcha la llamada operación Vigipirate, la presencia militar se hizo aplastantemente visible tras los atentados de París de enero del 2015 contra el semanario satírico Charlie Hebdo y un supermercado kosher, con un balance de 15 víctimas mortales. El entonces presidente François Hollande lanzó a partir de ese momento la operación Sentinelle (centinela) y sacó a las calles a 10.000 soldados, posteriormente reducidos a 7.000(más 3.000 de reserva). Es difícil hoy viajar a París y no quedar impactado por la cantidad de militares fuertemente armados que patrullan –en grupos de tres– por los principales puntos neurálgicos y lugares turísticos de la capital. Seguramente habrán pesado factores de política interior en la decisión del Gobierno español de mantener el nivel de alerta y no movilizar al ejército, pero quizá haya influido también la experiencia exterior. En Francia está en plena discusión la utilidad de mantener al ejército en las calles, hasta el punto de que el Gobierno ha anunciado que en septiembre readaptará el actual dispositivo, criticado en primer lugar por los propios militares, que dudan seriamente de su eficacia. La presencia de soldados en las calles puede haber contribuido a tranquilizar a la población, con un efecto más psicológico que otra cosa. Pero, a cambio, ha ofrecido a los yihadistas un nuevo objetivo potencial. Desde la entrada en vigor de la operación Sentinelle –que nació como una medida temporal– los militares han sido objeto de media docena de atentados, el último el pasado día 9, cuando seis de ellos fueron arrollados deliberadamente por un vehículo en Levallois-Perret, en la periferia oeste de París. En Francia empieza a haber voces a favor de devolver a los soldados a los cuarteles. Pero... ¿quién se arriesga a retirarlos de las calles y sufrir después un nuevo atentado?





sábado, 19 de agosto de 2017

Las antorchas arden de nuevo

Jason Kessler es un treintañero de Charlottesville (Virginia) obsesionado por la inmigración masiva, la pérdida de influencia de la población blanca en Estados Unidos y el retroceso de los valores tradicionales occidentales. Niega ser un supremacista, pero se les parece mucho... Presunto periodista y agitador confeso, preside una organización bautizada como Unity & Security for America y escribe en un blog llamado Real News, cuyo nombre enlaza sin disimulo con las tesis del presidente Donald Trump según las cuales los medios de comunicación tradicionales son tramposos vehiculadores de falsas noticias, fake news. Jason Kessler es poco más que un francotirador en la turbia galaxia de la ultraderecha norteamericana, pero el sábado 12 de agosto fue el principal organizador de la marcha extremista de Charlottesville que acabó con el atropello de un grupo de contramanifestantes antifascistas a manos de un admirador de Hitler, James Alex Fields Jr., de 20 años, y la muerte de la joven Heather Heyer, de 32.

El objetivo de la marcha, que no se ahorró una concentración con antorchas la víspera –en la mejor tradición nazi–, era protestar por la decisión municipal de retirar el monumento dedicado al general sudista Robert E. Lee. Personaje controvertido –y también admirado– en su época, el líder militar de los confederados en la guerra de secesión (1861-1865) era un antiabolicionista convencido y, aunque dicen que de carácter cruel, defendía también algunos derechos para los negros, como el de la educación gratuita. Tras la guerra trabajó por la reconciliación entre ambos bandos y acabó sus días como prestigioso rector de la Universidad de Lexington que hoy lleva su nombre. Pero Lee ya no es Lee, en toda su complejidad, sino lo que han hecho de él: un  símbolo para los derrotados que hoy se ha convertido, junto a la bandera confederada, en uno de los principales iconos de la extrema derecha en todas sus derivadas: alternative-right (alt-right),  supremacistas blancos, nacionalistas, neonazis, neoconfederados, Ku Kux Klan... Una constelación que a pesar de toda su fragmentación y todas sus diferencias ideológicas se reúne –según subraya un reciente informe del National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism (START) de noviembre del 2016– en torno a unos cuantos principios básicos: la conciencia de la superioridad de la raza blanca, el sentimiento de ser víctimas de un mundo al borde del colapso, su aversión a las minorías –judíos, negros, hispanos– y su reafirmación del papel dominante del macho heterosexual (de ahí su repugnancia hacia los homosexuales y lesbianas, los matrimonios mixtos...)

Más allá de su trágico desenlace, Charlottesville es importante porque ha marcado un punto de inflexión en el mundo de la extrema derecha  al producir por primera vez –así lo subrayaban esta semana Richard Fausset y Alan Feuer en The New York Times– el reagrupamiento, el mismo día y en el mismo lugar, de facciones diferentes y generaciones distintas.

David Motadel, profesor de historia en la London School of Economics, recordaba en un artículo en The Guardian que los movimientos fascistas y de extrema derecha en Estados Unidos tienen una larga tradición –los primeros surgieron en los años veinte y treinta, como en Europa– y sostenía que, si bien siguen siendo grupos minoritarios y periféricos,  “la victoria de Trump les ha dado una nueva confianza”. “Nunca en la historia se habían sentido tan respaldados. Algunos de ellos vieron su elección como su victoria”, sostiene.

¡Y por Dios que no se han visto defraudados! En una intervención penosa, el presidente de EE.UU. –por dos veces y tras una rectificación hipócrita– repartió las culpas de lo sucedido en Charlottesville por igual entre unos y  otros, quitando así importancia a la acción violenta de los supremacistas, para indignación general. Empresarios cercanos y miembros de su propio partido censuraron su reacción, que en cambio fue aplaudida en éxtasis por David Duke, líder  del KKK –esa organización que antaño se dedicaba a linchar a negros–. No se puede decir que Trump no sea coherente consigo mismo.  Su discurso, teñido de nacionalismo y xenofobia, no está tan alejado del de la  extrema derecha.

Pero los  ultras estadounidenses, en contra de lo que la actitud del presidente sugiere, se han convertido en un problema inquietante. Un informe conjunto del FBI y del Departamento de Seguridad Interior alertaba el pasado 10 de mayo que los supremacistas blancos en sentido amplio fueron responsables de 49 homicidios en 26 ataques cometidos entre el 2000 y el 2016, “más que cualquier otro movimiento extremista doméstico”, y que  el número de ataques podía incrementarse este año.

Otro informe, del Combating Terrorism Center de West Point, censaba una media de 300 ataques al año a manos de grupos de ultras, mientras que el analista y experto en terrorismo Peter Bergen, del think tank New America, apuntaba estos días en una entrevista con el canal PBS News Hour que desde los masivos atentados del 11-S del 2001, el terrorismo yihadista ha causado 95 muertos en Estados Unidos, por 68 el de extrema derecha (incluyendo la víctima de Charlottesville). Las cifras son dispares pero no por ello menos preocupantes.


Envalentonados y combativos, los ultras norteamericanos amenazan ahora con extender y aumentar sus acciones. Sólo este fin de semana hay convocadas nueve concentraciones en todo el país. Tras los sucesos de Charlottesville, el inefable Jason Kessler volvió al ataque y tuiteó: “Nadie dijo que luchar por nuestro pueblo sería fácil. Hemos entrado en una nueva fase y sólo los más fuertes de entre nosotros podrán llevar la antorcha”.

viernes, 18 de agosto de 2017

El desafío interior

¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento el atropello se convirtió en un arma de guerra? Si se piensa en Europa –porque en Israel los palestinos ya lo habían practicado– lo que espontáneamente viene a la mente es el atentado de Niza del 14 de julio del año pasado. La noche de ese día, el tunecino Mohamed Lahouaiez-Bouhlel se montó en un camión y arrolló a la multitud que se congregaba en el Paseo de los Ingleses a la espera de ver los fuegos artificiales con motivo de la fiesta nacional, matando a 86 personas e hiriendo a más de 300. El impacto, como era de esperar, fue enorme.
Pero si el de Niza fue –ha sido hasta ahora– el atentado por atropello más grave que ha habido, no fue el primero.  Hace dos años y medio, el 21 de diciembre del 2014 otro hombre de origen magrebí y al grito de “Alahu Akbar” (Alá es el más grande) se lanzó con un coche contra los peatones de una calle comercial de Dijon (Borgoña) hiriendo a 13 personas. No hubo ninguna víctima mortal, a diferencia de lo que sucedió al día siguiente en Nantes (Bretaña), donde otro individuo –desequilibrado y alcohólico– atacó a la gente congregada en el tradicional mercadillo de Navidad, matando a una persona e hiriendo a otra decena.

La concatenación de ambos sucesos hubiera sido suficiente para desatar la alarma entre la población pero rápidamente las autoridades descartaron cualquier móvil terrorista en ambos casos. ¿Interesadamente? El autor del atropello de Dijon fue declarado culpable por la justicia, que atribuyó su acción a los graves problemas psiquiátricos que padecía desde hacía años, para indignación de las víctimas, y lo internó en un centro especializado. Pero que estuviera perturbado en sus facultades mentales no oculta que su acción fue deliberada y estuvo teñida de un vago fanatismo religioso. ¿No están perturbados también de algún modo todos los demás autores de semejantes salvajadas, islamistas o no?

Tras Dijon y Niza vinieron –como es sabido– el mercadillo navideño de Breitscheidplatz en Berlín (diciembre del 2016), con 12 muertos;  el puente de Westminster en Londres (en marzo pasado), con cinco víctimas mortales; una calle comercial de Estocolmo (en abril), con cuatro fallecidos, y otra vez la capital británica, en este caso en el puente de Londres (en junio), con un balance de 11 muertos. Es manifiestamente obvio que se trata de una estrategia deliberada y así lo confirman las publicaciones oficiales del Estado Islámico, que cuanto más acorralado se siente en Siria e Irak, más peligrosamente amenaza con revolverse con atentados terroristas en Europa y Estados Unidos. Alquilar un vehículo y lanzarse contra la multitud no necesita grandes preparativos ni una calculada organización –como sí precisaron los atentados múltiples perpetrados en París en noviembre del 2015, en la sala Bataclan y otros lugares–, es muy fácil de llevar a cabo y muchísimo más difícil de detectar por las  fuerzas policiales antiterroristas. Sólo hace falta un individuo enajenado dispuesto a matar.

Pero los atropellamientos, quizá más que otro tipo de atentados –más refinados o selectivos–, tienen un valor añadido para sus instigadores: difunden el miedo y la desconfianza como una epidemia. Y eso es justamente, y ninguna otra cosa, lo que pretenden las mentes criminales del Estado Islámico y toda la constelación de organizaciones yihadistas. Incapaces de desequilibrar a las democracias occidentales por la fuerza de las armas, lo que buscan deliberadamente es sembrar la división, difundir la sospecha y la discordia, crear una fractura insalvable entre la población musulmana –muy importante en sociedades como la francesa, la británica o la alemana, y cada vez más en la española, particularmente en la catalana– y el resto, y alentar una confrontación civil.

Podría parecer una pretensión  ilusoria pero, en el fondo, no hay nada más fácil que atizar los instintos tribales de las personas. Y la religión –o la patria– son factores elementales de división: a este lado de la línea nosotros, al otro vosotros. Los terroristas tienen en general un perfil muy parecido: son personas descarriadas, en algunos casos marginales o vinculadas a la delincuencia común, gente sin futuro convencida de que no tiene nada que perder –ni que ganar– y que encuentra en el islamismo un sentido a su desnortada vida. Pero eso no lo explica todo. Porque, por equivocados y manipulados que estén, encuentran su justificación y su bandera en una religión que tiene vocación hegemónica y excluyente. Y eso le confiere un rasgo particularmente amenazador. La mayor parte de los autores de los atentados son además nacidos en Europa, lo que afianza la idea en las opiniones públicas de la existencia de un enemigo interior.

Que la estrategia de los yihadistas ha empezado a dar fruto lo demuestra el eco creciente que tienen en Europa y EE.UU. las ideas xenófobas e islamófobas –asumidas parcialmente incluso por los propios partidos institucionales– y el incremento del respaldo electoral de las fuerzas políticas populistas y de ultraderecha. El penúltimo tuit emitido anoche por Donald Trump –en él siempre es el penúltimo– sugiriendo que la manera de acabar con el terrorismo islamista es disparar a los yihadistas con balas embadurnadas con sangre de cerdo seguro que hizo las delicias del estado mayor del Estado Islámico.

sábado, 12 de agosto de 2017

“Allez, l’anglais! Bon voyage!”

Un soldado asustado, casi un niño,  corre desesperado por las calles desiertas de Dunkerque huyendo de las balas alemanas hasta refugiarse en una barricada guardada por soldados franceses. Se llama Tommy y es un jovencísimo militar británico que sólo busca salvar el pellejo. Uno de los franceses, la mirada oscura, se gira hacia él y le indica que corra hacia la playa para ser evacuado: “Allez l’anglais! Bon voyage!”, ¡Vete, inglés! ¡Buen viaje!, le dice con sorna.  En los primeros minutos de la película Dunkerque, el gran éxito del verano del realizador inglés Christopher Nolan, se intuye vagamente que la masiva evacuación entre el 25 de mayo y el 4 de junio de 1940 del ejército expedicionario británico, rodeado por las tropas del Tercer Reich junto a varias divisiones francesas y belgas frente a las costas del Canal de la Mancha,  será posible porque 40.000 soldados franceses protegerán la retaguardia y se quedarán en tierra. Es apenas una fugaz pincelada –en un filme a mayor gloria del espíritu de lucha y unidad del pueblo británico– que no ha sentado muy bien en Francia. Por avara.

En una tribuna publicada en Le Monde, el teniente coronel Jérôme de Lespinois, historiador militar, se quejaba de que Nolan “ignora voluntariamente el sacrificio de los soldados franceses” y se dedica básicamente a aportar “una piedra en la construcción del sentimiento nacional británico”. Misma percepción en el mismo diario del crítico cinematográfico Jacques Mandelbaum, para quien el punto de vista del director británico es “una punzante descortesía, una lamentable indiferencia”. Y de su colega de Le Figaro Geoffroy Caillet, que censura el poco rigor histórico: “El foco elegido por Nolan es tan estrecho que no permite comprender el episodio histórico más que lo que nos hubiera informado sobre la batalla de Waterloo una cámara GoPro a bordo del caballo de Napoleón”.

Los franceses no son los únicos quejosos. En la India algunas voces se han levantado también para criticar que la película ignore olímpicamente la “significativa contribución” –en palabras de The Times of India– de los soldados indios, por más que sólo hubiera 2.500 desplegados.

La polémica es recurrente y se ha reproducido en muchos otros filmes. ¿Debe juzgarse una película por su rigor histórico –por no hablar de su corrección política– o únicamente por su valor artístico? Es evidente que Dunquerke no aspira en absoluto a lo primero. Expone de forma magistral –con la inestimable aportación del protagonista, el actor británico Fionn Whitehead– el sufrimiento de los soldados, su pánico, su lucha desesperada y brutal por la supervivencia. Lo que importa a Nolan son exclusivamente los militares británicos y su peripecia humana. Los franceses –soldados y civiles– son una sombra. Como los indios. Como los alemanes. Como las mujeres... En realidad poco importa. No es ese el mayor problema. Hubiera sido probablemente una obra redonda si no hubiera caído también, sobre todo al final, en un patrioterismo británico más bien barato, propio de estos tiempos del Brexit.

Pero si la polémica ha cuajado en Francia es porque entre los dos países ha quedado un recuerdo amargo de aquel episodio. La evacuación de Dunkerque fue una proeza y un milagro, que permitió salvar –las cifras varían entre los historiadores– a entre 320.000 y 338.000 soldados aliados –la mayoría británicos, pero también franceses y belgas– de ser capturados por los alemanes, cuando el Almirantazgo británico sólo aspiraba a recuperar a 50.000. Un hito fundamental de la guerra, puesto que  evitó que Inglaterra quedara desarmada frente a Hitler y, al igual que Francia, obligada a capitular. Muchos factores contribuyeron al éxito de lo que se convino en llamar Operación Dynamo: la forzada generosidad de los soldados franceses, desde luego, pero también la masiva movilización de buques británicos –hasta 800 barcos de pesca y de recreo se sumaron a la Royal Navy para el rescate–, la calma del mar esos días y el frenazo, durante 48 horas, del avance de las divisiones blindadas de los Panzer alemanes, que los ataques aéreos de la Luftwaffe no lograron compensar.

Lo cierto es que las relaciones entre Londres y París, a nivel político y militar, experimentaron en esos dramáticos momentos fuertes tensiones. Los británicos desconfiaban de forma creciente de sus aliados, a quienes veían cada vez más próximos a arrojar la toalla, mientras que los franceses observaban cómo sus socios se disponían a dejarlos aparentemente en la estacada. No era así, pero la decisión británica de ordenar la evacuación sin avisar provocó muchos resquemores y dio alas después al régimen de Pétain para cultivar cierta anglofobia.

También hubo tensión en las playas, cuando soldados franceses que pretendían subir a los barcos fueron –a veces violentamente– rechazados por los ingleses. Hay quien ha querido negarlo, pero episodios de este tipo, que la película recoge, han sido documentados por historiadores de ambos lados, como el británico Antony Beevor.

La película puede tener inevitablemente una lectura actual, a la luz de la brecha –y el tiempo dirá si no es un abismo– que se ha abierto entre el Reino Unido y Europa con el Brexit. En cierto modo, ese reflejo aislacionista, ese repliegue nacionalista tintado de xenofobia que atraviesa hoy el Reino Unido, ese orgulloso e imperial nosotros solos frente al mundo, impregna también el espíritu del filme. Los soldados británicos agolpándose en las dunas de Dunkerque para abandonar el continente bien podría ser una alegoría de su partida hoy de la Unión. Allez les anglais! Bon voyage!...

Sólo que en aquel momento los ingleses  se fueron para regresar. Pero Theresa May no es Winston Churchill...


martes, 25 de julio de 2017

La chispa olímpica

Lo primero que llamaba la atención en Pasqual Maragall, y quizá todavía lo hace en algún instante, era su mirada. Una mirada viva, inquieta, inteligente, atrevida, sonriente, tenaz. En esa mirada centelleante se esconde uno de los grandes secretos del éxito de los Juegos Olímpicos de 1992. En ella estaban la determinación, la osadía, la ambición que los hicieron posible.

La idea no fue suya, ni estuvo en el embrión de la iniciativa. Sus urdidores fueron Juan Antonio Samaranch y Narcís Serra, dos hombres en claroscuro a quienes posiblemente haya tanto que agradecer como reprochar. Pero Maragall, sin duda uno de los grandes alcaldes de la historia de Barcelona (1982-1997), acabó siendo el alma de los Juegos. Sin Maragall, sin su audacia, sin su perseverancia, rayana en la obstinación, los Juegos no hubieran sido lo que fueron. Ni hubieran representado para Barcelona lo que significaron. Frente a todos y contra todos, el entonces alcalde logró que la ciudad mantuviera en todo momento el timón.

Hoy Maragall no recuerda nada, no se recuerda ni a sí mismo. El alcalde olímpico ya no está. Bajo las mismas facciones, hay otra persona, sin memoria, sin recuerdos. Compañera antaño de aventuras políticas y hoy de paseos semanales, Àngela Vinent, su fiel Àngela, le puso recientemente en las manos una réplica de la antorcha olímpica de 1992. Pasqual Maragall la miró sin comprender. Su mirada ya no es la misma. Pero, de vez en cuando, del fondo de la oscuridad emerge aún una chispa.