domingo, 27 de marzo de 2016

La lista de Cameron

17/10/2015

Cuentan, no sin cierta sorna, los ya escasos veteranos que vivieron los horrores de la batalla de Normandía que los británicos, en los implacables bombardeos que destruyeron la ciudad de Caen en el verano de 1944 para expulsar a los alemanes, fueron con extremo cuidado de no tocar la iglesia abacial de Saint-Étienne, una joya del arte románico. Mientras las bombas caían sin piedad sobre la población, muchos de sus habitantes buscaron refugio dentro de sus muros. Semejante delicadeza no sería deudora, según esta descreída interpretación, del amor al arte o de la fe cristiana de los ingleses. Sino de la voluntad de salvaguardar los restos –en fin, lo poco que quedaba, apenas un fémur– del rey Guillermo I de Inglaterra, enterrado en el coro de la iglesia.

No es en absoluto un azar que William the Conqueror repose en tierras normandas, pues normando era. Nacido en Falaise hacia el año 1027, Guillermo el Conquistador fue primero duque de Normandía, antes de hacerse con el trono de Inglaterra tras vencer en 1066 en la batalla de Hastings al efímero rey Harold II. A Guillermo le sucederían en la corona inglesa una docena de monarcas de dinastías que hoy calificaríamos de francesas –Normandía, Blois y Anjou-Plantagenet–, incluyendo los célebres Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.

Durante tres siglos, el continente tuvo un pie en Inglaterra. Y a la inversa. Los monarcas ingleses llegaron a poseer toda la vertiente atlántica de la futura Francia, de Normandía a Aquitania, lo que dio lugar a un largo conflicto –la Guerra de los Cien años– que no se saldaría hasta 1453 con la victoria del rey francés Carlos VII y la retirada de los ingleses de Burdeos.

“Inglaterra no fue siempre una isla”, escribió Alain Minc –economista, ensayista, consejero político y prolífico asesor de presidentes– en su ensayo El alma de las naciones (2012). La imagen es perfecta. Inglaterra no fue siempre una isla, en efecto, y en cierto modo siempre ha mantenido un pie en el continente, por más que el mito –sublimado en el legendario titular del Daily Mail: “Fog in Channel. Continent cut off” (Niebla en el Canal, el continente aislado)– haya acentuado su carácter insular.

Si alguna constante ha habido en la política exterior de Inglaterra a lo largo de los siglos ha sido la de intervenir activamente en el continente para evitar la peligrosa hegemonía de una única potencia, ya fuera España –en sus tiempos–, Francia o Alemania. Así desde 1714 hasta la Segunda Guerra Mundial. Momento trágico, por cierto, en que Winston Churchill, viendo a Francia desmoronarse ante el avance imparable de la Wehrmacht en 1940, ofreció a la desesperada al Gobierno de Paul Reynaud la creación de una unión franco-británica, con un gobierno único común. Algo que hoy sonaría a ciencia ficción...

Hoy, en cambio, David Cameron juega a hacer ver que quiere abandonar la Unión Europea con el objetivo declarado –y descarado– de arrancar para su país nuevas exenciones y cláusulas derogatorias, aunque sin perder el tan preciado acceso al mercado único. El líder tory, que someterá la permanencia del Reino Unido en la UE a referéndum antes de finales del 2017 –muy probablemente el año que viene–, busca salvaguardas para mantenerse al margen del proceso de integración de la Unión y recuperar competencias, pero sin salir de Europa. Hacerlo significaría romper no sólo con la principal constante histórica de la política exterior británica, sino también renunciar a otro principio igualmente sagrado: mantener la capacidad de influencia allí donde no se pueda mandar.
Cameron aspira llegar al referéndum con suficientes bazas como para pedir el sí. Pero entre las concesiones que Europa no puede aceptar sin traicionarse a sí misma y las exigencias de los euroescépticos, tiene un estrecho margen de maniobra. De momento, el alcance de las demandas del primer ministro británico es todavía muy vago. Calculadamente vago. Sólo se sabe, a partir de lo que expuso en el 2013, que entre sus preocupaciones está que el Reino Unido quede explícitamente al margen de una unión más estrecha, mantenga los mismos derechos que los países de la zona euro, y pueda vetar directivas europeas, así como imponer restricciones a los inmigrantes intracomunitarios. Pero decir esto es decir muy poca cosa mientras no se plasme en propuestas concretas y se vea la letra pequeña. Algo que Cameron ha dilatado todo lo que ha podido, consciente de que cuando se acabe destapando, estará atrapado. “Uno no sale de la ambigüedad sino en detrimento propio”, decía el cardenal Mazarin, el consejero de Luis XIV. Finalmente, la presión del resto de líderes europeos, hartos de ambigüedad, le ha forzado a prometer que presentará su lista de demandas en noviembre. La lista que puede provocar un nuevo seísmo en Europa.

El momento es dramático y la campaña ya ha empezado. A favor de mantenerse en la UE se están movilizando grandes figuras políticas –Blair, Brown, Major– y personalidades del mundo empresarial, como los patrones de la Confederación de la Industria Británica, British Telecom, Sainsbury o BAE Systems. Al frente de la campaña proeuropea (“Stronger in Europe”) está, en fin, un exdirector de Marks & Spencer, Stuart Rose. Todos ellos resaltan los riesgos de quedarse fuera.
Lo cierto es que, al margen de la UE, el Reino Unido ya no es la gran potencia que aún cree ser –un rango que a duras penas sostiene gracias a la City y los Trident–, sino una potencia media. Es verdad que aún figura como el quinto país más rico del mundo, pero su economía apenas representa el 2,7% de la economía mundial. Sólo la Unión Europea tomada en su conjunto está económicamente –que no políticamente– a la altura de los grandes: Estados Unidos y China.

Pero es igualmente cierto que el euroescepticismo ha calado fuerte en la sociedad británica –como en todo el continente, por otra parte– y que en todas las latitudes arraiga la convicción de que en solitario las cosas pueden ir mejor; así los que creen ser un gran tiburón como los que sólo aspiran a ser las rémoras del escualo.

Por ahora, los europeístas tienen ventaja. Pero eso no quiere decir absolutamente nada, como amargamente descubrieron los franceses en el 2005. Un accidente siempre es posible. Porque los referéndums, como las armas, los carga el diablo.

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