domingo, 27 de marzo de 2016

El país de Dios

20/02/2016

Lunes, 8 de febrero, año nuevo lunar. Los chinos de todo el mundo celebran la llegada del año del Mono de Fuego. En el neoyorquino barrio de Chinatown, en la parte baja de la ciudad, todos los comercios están cerrados, pero la calle bulle con pequeños cortejos que recorren las calles detrás de coloridos dragones, desafiando el frío y algunos copos de nieve, mientras los fieles se reúnen en los pequeños templos budistas que pueblan el barrio para orar y presentar sus ofrendas. En el restaurante Oriental Garden, de la calle Elizabeth, lleno hasta la bandera, David y sus dos hijos pequeños degustan los tradicionales dim sum en una mesa colectiva. “Estos de gamba son deliciosos”, aconseja. Vecino de Brooklyn, David ha tenido que tomarse el día libre para ocuparse de sus retoños –su mujer también trabaja– porque hoy no tienen escuela. “De algún modo hay que organizarse”, suspira. Este año es la primera vez que las escuelas de Nueva York cierran para celebrar el Año Nuevo chino. Era la pieza que faltaba.

Hasta ahora, el calendario escolar de la ciudad incorporaba ya –además del día de Acción de Gracias y las tradicionales festividades cristianas– el Año Nuevo judío (Rosh Hashanah) y el Yom Kippur, así como el Eid al Adha, la festividad mayor de los musulmanes, incorporada por primera vez el pasado mes de septiembre. Tras el verano de este año, se sumará también el Eid al Fitr, la fiesta que celebra el fin del Ramadán. El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, lo justificó en su momento argumentando la necesidad de reflejar la diversidad de los habitantes de la ciudad.

Lo cierto es que la medida refleja también algo más sustancial: la abrumadora presencia –casi constitutiva– de la religión en la sociedad norteamericana. Para las sociedades europeas modernas, donde el principio de laicidad se ha convertido en un valor fundamental –de forma particularmente acusada en Francia, que lo instauró en 1905–, impuesto no sin resistencia frente a la supremacía de la Iglesia católica y del Papa y confrontado ahora a nuevas presiones procedentes del islam, esta omnipresencia de lo religioso resulta chocante. La Constitución de Estados Unidos garantiza en su primera enmienda la libertad religiosa y la neutralidad del Estado, pero a diferencia de lo que sucede en Europa –donde la religión está en principio circunscrita a la esfera privada–, en Norteamérica interviene activamente en el debate público.

Aunque su número ha descendido ligeramente en los últimos años, EE.UU. todavía presenta la más elevada proporción de creyentes del mundo industrializado: el 89% de los norteamericanos creen en la existencia de Dios –desde una fe u otra– y no aceptarían fácilmente a un presidente ateo: el 51% –según un sondeo del Pew Research Institute– no apoyaría a un candidato no creyente. “In God we trust”, en Dios confiamos, es el lema nacional oficial. No porque sí.

Los cristianos, mayoritarios en Estados Unidos, han perdido presencia en los últimos años (hoy se declaran cristianos el 70,6% de sus habitantes) y los protestantes, aun conservando la hegemonía, han dejado de constituir la mayoría absoluta (46,5%). Sin embargo, su peso sigue siendo descomunal entre los votantes del Partido Republicano, donde los cristianos representan el 87% y los protestantes el 60% (el 37%, evangélicos). Y las dos terceras partes de los votantes conservadores no conciben votar a un presidente que no comparta su fe.

De ahí que las combativas declaraciones del papa Francisco negando la condición de cristiano al magnate Donald Trump por su actitud hacia los inmigrantes –“Una persona que sólo piensa en hacer muros y no puentes no es cristiana”, dijo– hayan provocado un auténtica tempestad política. No porque el Papa sea considerado una autoridad en Estados Unidos. Los católicos apenas pasan del 20% y profesar obediencia a Roma no es precisamente un pasaporte directo para la Casa Blanca: sólo un católico lo logró, John F. Kennedy, en 1961. Pero la crítica del Pontífice atacaba directamente a un punto fundamental y extremadamente sensible: las reales convicciones religiosas, la sinceridad de la fe expresada por el aspirante republicano.

Es arriesgado vaticinar qué efectos puede acabar teniendo este rifirrafe entre los votantes republicanos. Hoy en Carolina del Sur, donde Trump partía como favorito, puede haber un primer test. Ahora bien, algo fundamental está cambiando en este terreno en Estados Unidos. A diferencia de otros aspirantes republicanos –como su principal rival, Ted Cruz–, el controvertido promotor neoyorquino no hace gala de una acendrada religiosidad. De hecho, el 60% de los estadounidenses no le cree demasiado religioso, o en absoluto. Una convicción que comparte también en gran medida el electorado republicano. Pero curiosamente esta constatación no parece haber afectado hasta ahora a sus expectativas electorales. Le votarán y se irán a la iglesia...

10 de febrero, miércoles de Ceniza, primer día de la Cuaresma. De la Iglesia episcopaliana de la Trinidad, en la parte baja de Broadway, frente a Wall Street, salen los fieles con una cruz gris marcada en la frente. Lo que ha desaparecido de las calles de Barcelona o París puede verse aún en las de Manhattan. “Polvo eres y al polvo volverás”. Unas cuantas calles más arriba, en la Quinta Avenida, la ostentosa y ególatra Trump Tower parece querer desafiar la advertencia del cielo, mientras allí mismo, a un tiro de piedra, los brókers siguen jugando a la ruleta financiera con el mundo entero sin otra conciencia ni principio que el del máximo beneficio. Pero esa es otra historia.

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