sábado, 26 de agosto de 2017

Salafismo en el parvulario

Isabelle D. enseña a leer y escribir a niños de primer curso de primaria en una escuela de la periferia de París. Es un centro tranquilo, sin problemas, en una ciudad de clase media alta en la que la población de origen inmigrante es minoritaria. Hace poco, Isabelle D. recibió el aviso inquietante de una madre que, a la entrada del colegio, había escuchado a un niño de ocho años de origen árabe dirigirse a otros compañeros musulmanes instándoles a no jugar con los “infieles”. “Comen cerdo e irán al infierno”, dijo. La maestra, que nunca antes había oído nada semejante en su escuela, puso el hecho en conocimiento del director, quien a su vez lo trasladó a la inspección académica, donde probablemente quedará olvidado en un cajón. Al fin y al cabo, no hubo ninguna agresión o acción violenta.

Por eso a Isabelle D., que cada vez ve más mujeres con velo a la salida de clase –cuando antes no había ninguna, o apenas–, no le extrañó enterarse por la prensa belga que en una escuela de párvulos de Flandes habían detectado signos evidentes de radicalización fundamentalista en un grupo de media docena de pequeños, que recitaban el Corán en el patio, insultaban a los no musulmanes llamándoles “cerdos” e incluso les amenazaban de muerte haciendo el gesto de una degollación (ver La Vanguardia del pasado jueves). Ignorantes del alcance real de sus palabras, los párvulos se limitaban claramente a repetir lo que oían en casa. De modo que cuando los padres fueron advertidos algunos se lo tomaron a risa y otros aprobaron con no poca desenvoltura su comportamiento.

No todos los musulmanes son integristas, naturalmente. La gran mayoría vive su religión con naturalidad, como cualquier fiel de cualquier otra confesión, sin hacer proselitismo ni meterse con nadie, cumpliendo sus obligaciones sociales. Pero hay en Europa una activa minoría radical, de raíz salafista –una corriente del islam suní defensora de una lectura ultraconservadora y rigorista del islam, fiel a la charia y acusadamente partidaria de la sumisión de la mujer, a la que encierra en velos integrales que sólo dejan ver los ojos (niqab)–, determinada a desafiar las reglas de convivencia de las democracias occidentales, que rechazan abiertamente, y testar su capacidad de resistencia. De este magma emponzoñado, del que el imán de Ripoll –Abdelbaki Es Satty, inspirador de los atentados de Barcelona y Cambrils– era un destacado exponente, es de donde salen luego los yihadistas. Como el hijo de la cordobesa Tomasa Pérez –capturados ella y su prole en la telaraña delirante del marido marroquí, hasta el punto de irse a Siria para vivir el califato–. Su hijo mayor, Mohamed, es el jovencísimo islamista que amenazaba esta semana en vídeo con más atentados en España y que –particularidad patria de la vieja Al Andalus– ha generado más pitorreo que histeria.

Un termómetro de la presión creciente de los grupos salafistas, que despierta de todo menos risa, es la escuela. Y todo indica que las señales de radicalización detectadas entre los alumnos de preescolar de un centro de Flandes no son hechos aislados. Lejos de ahí. Ya en el 2005, hace pues más de una década, un informe de la Inspección General de la Administración francesa, dependiente del Ministerio del Interior, advertía que cada vez eran más numerosos los ataques contra el principio de la mezcla de sexos en la escuela: padres que rechazaban que sus hijas practicaran deporte o que exigían incluso ya desde la edad de párvulos que no echaran la siesta en el mismo espacio que los niños... Otro informe, del 2004, anotaba exigencias crecientes en materia de la comida o las fiestas religiosas. “Una parte de la juventud  presentaba síntomas de estar haciendo secesión de la nación francesa”, constataba recientemente su autor, Jean-Pierre Obin, inspector de la Educación Nacional. Y añadía: “Desde entonces, la situación se ha agravado”. Periódicamente, en Francia surgen polémicas por las exigencias de los islamistas, que pueden llegar a reclamar la separación entre niños y niñas, la instauración de comida halal en la cantina escolar, la supervisión de las lecturas de los alumnos para que sean conformes a su fe o incluso que la escuela prevea alfombras para rezar, mientras a la vez –en nombre de una laicidad que en realidad repudian– se oponen a la visita de Papá Noel en Navidad...

El Ministerio de Educación recoge al cabo de cada curso centenares de advertencias –más de 800 sólo en los centros de secundaria– sobre casos de radicalización de alumnos. Cuando llega el ramadán se producen incidentes aquí o allá, protagonizados por musulmanes radicales que reprochan a otros no cumplir el ayuno. Y se ha vuelto ya un hábito que cada vez que hay un atentado yihadista y se organizan actos de homenaje o minutos de silencio por las víctimas, algunos chicos se niegan en redondo a seguirlos, cuando no justifican –este fue particularmente el caso de Charlie Hebdo– el castigo de los ofensores de Mahoma. Latifa ibn Ziaten, madre de uno de los tres militares asesinados por el yihadista de Toulouse Mohamed Merah en el 2012, empeñada en una cruzada particular para hacer ver a los chavales de los barrios musulmanes el horror del terrorismo, se ha visto confrontada más de una vez al terrible hecho de que el asesino de su hijo es jaleado por los jóvenes como un héroe...

Un estudio sociológico realizado recientemente por el CNRS entre 7.000 alumnos franceses de bachillerato ha constatado el abismo creciente entre musulmanes y no musulmanes en este terreno. Mientras sólo el 11% de los encuestados expresaba un concepto absolutista de la religión, este mismo porcentaje se elevaba al 33% entre quienes profesaban el islam. Análogamente, si sólo el 4% de los más religiosos  mostraban tolerancia y comprensión con el uso de la violencia, entre los musulmanes eran el 11%. Este es el escenario que tenemos aquí al lado. Y, por lo visto, hacia aquí vamos nosotros también.


viernes, 25 de agosto de 2017

Uno de los nuestros

21/08/2017

Una de las imágenes más impactantes de los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils no contiene atisbo alguno de violencia. No hay armas. No hay rastros de sangre. No hay víctimas. Es una imagen aparentemente anodina: un carnet escolar a nombre Moussa Oukabir, de 17 años, estudiante de gestión administrativa en el Instituto Abat Oliba de Ripoll en el curso 2015-2016, y uno de los integrantes del vasto comando yihadista que perpetró la matanza del pasado jueves. Moussa Oukabir nació en Ripoll, creció en Ripoll, se educó en Ripoll. Moussa Oukabir era de aquí. Uno de los nuestros.

Tarde o temprano tenía que pasar. Sólo era cuestión de tiempo. Que la tentación de la Yihad se extiende entre las nuevas generaciones de musulmanes nacidos en suelo europeo es algo que ya se había visto en Francia y el Reino Unido. Si no había sucedido hasta ahora aquí, es sólo porque la inmigración magrebí es mucho más reciente.

Tarde o temprano, la realidad salta a la cara. A los británicos les pasó con los atentados de Londres del 7 de julio del 2005, cuando un comando terrorista hizo explotar cuatro bombas en el metro y un autobús urbano de dos pisos, dejando tras de sí un reguero de 52 muertos. De los cuatro kamikazes, tres eran ingleses hijos de inmigrantes pakistaníes. Los tres habías nacido en la ciudad industrial de Leeds. En marzo del 2012, un francés de origen argelino nacido en Toulouse, Mohamed Merah, asesinó a siete personas en el espacio de una semana: tres militares en Montauban y cuatro personas más -un adulto y tres niños- a las puertas de la escuela judía tolosana Ozar Hatorah.

Muchos otros casos han seguido este mismo patrón, así en el Reino Unido y Francia como en otros lugares: en Bélgica, por ejemplo, una de las cunas más activas del islamismo radical en Europa. Y no se trata sólo de los autores de atentados en suelo europeo. Del continente han partido centenares y centenares de jóvenes europeos musulmanes para combatir en Siria en las filas del Estado Islámico.

¿Quiénes son estos jóvenes? ¿qué les ha llevado a abrazar una causa tan sanguinaria y nihilista? Muchos retratos robot se han ido dibujando en los últimos años del yihadista europeo. Un estudio realizado recientemente en Francia por el CNRS y el Instituto Nacional de Altos Estudios de la Seguridad y la Justicia da algunos apuntes al respecto: la mayoría de estos jóvenes –algunos de los cuales han caído en la delincuencia común, pero no todos- proceden de familias desestructuradas y albergan un fuerte sentimiento de pertenencia a una comunidad oprimida y discriminada. Los estudios que se han hecho con yihadistas británicos no aportan conclusiones muy diferentes.

El islamismo radical se nutre en Europa de jóvenes de familias musulmanas –aunque también hay conversos- que habitan en barriadas de inmigrantes económicamente deprimidas, con pocos estudios y escasas perspectivas de inserirse en el mundo laboral, que se sienten excluidos de la sociedad y buscan en su identidad musulmana y en la religión un medio de salir del pozo y de dar sentido a su vida. La Yihad se lo ofrece.

El problema que subyace a este preocupante fenómeno –al margen del factor religioso, sin duda fundamental- es el de la integración de los inmigrantes extranjeros en los países europeos. En Europa, dos modelos se han confrontado a este respecto: el sistema multicultural británico, que reconoce como tales a las diferentes comunidades y deja manga ancha para que se autoorganicen de acuerdo con sus tradiciones y costumbres, y el sistema uniformista francés, que niega la existencia como tal de comunidades y considera a todos los individuos como ciudadanos iguales sin tener en cuenta origen ni religión. A la vista de los resultados, no se puede decir que uno prevalezca sobre el otro.

Porque lo cierto es que ambos se han demostrado deficientes. Si no hubo problema en Europa con las primeras generaciones de inmigrantes, entre las décadas de los 50 a los 70, fue porque llegaron en un momento expansivo y había trabajo para todo el mundo. Pero este escenario se acabó con la crisis del petróleo y no se ha vuelto a recuperar. Castigados por un desempleo muy superior a la media -especialmente entre los jóvenes- y estigmatizados por una discriminación étnica que no se reconoce pero existe, divididos entre dos mundos sin reconocerse plenamente en ningún o de ellos, los miembros de las nuevas generaciones que han nacido y crecido en Europa, británicos o franceses de derecho, se enfrentan a una realidad que difiere mucho de lo que se les había prometido. Su rabia y su frustración es tierra fértil para los predicadores del odio.



















Centinelas en cuestión

20/08/2017
  
Al día siguiente del atentado del Manchester Arena, el pasado 22 de mayo, cuando un terrorista suicida mató a 22 personas al final del concierto de Ariana Grande, la primera ministra británica, Theresa May, reunió al comité de crisis en Downing Street y tomó una doble decisión: elevar al máximo el nivel de alerta antiterrorista y movilizar al ejército, sacando a 3.800 militares a realizar tareas de patrulla y vigilancia. Una decisión inédita en el Reino Unido, donde –salvo en los años de plomo en el Ulster– no era habitual ver a soldados por las calles. En Francia, la imagen es corriente desde hace tiempo. Moderada al principio, cuando se puso en marcha la llamada operación Vigipirate, la presencia militar se hizo aplastantemente visible tras los atentados de París de enero del 2015 contra el semanario satírico Charlie Hebdo y un supermercado kosher, con un balance de 15 víctimas mortales. El entonces presidente François Hollande lanzó a partir de ese momento la operación Sentinelle (centinela) y sacó a las calles a 10.000 soldados, posteriormente reducidos a 7.000(más 3.000 de reserva). Es difícil hoy viajar a París y no quedar impactado por la cantidad de militares fuertemente armados que patrullan –en grupos de tres– por los principales puntos neurálgicos y lugares turísticos de la capital. Seguramente habrán pesado factores de política interior en la decisión del Gobierno español de mantener el nivel de alerta y no movilizar al ejército, pero quizá haya influido también la experiencia exterior. En Francia está en plena discusión la utilidad de mantener al ejército en las calles, hasta el punto de que el Gobierno ha anunciado que en septiembre readaptará el actual dispositivo, criticado en primer lugar por los propios militares, que dudan seriamente de su eficacia. La presencia de soldados en las calles puede haber contribuido a tranquilizar a la población, con un efecto más psicológico que otra cosa. Pero, a cambio, ha ofrecido a los yihadistas un nuevo objetivo potencial. Desde la entrada en vigor de la operación Sentinelle –que nació como una medida temporal– los militares han sido objeto de media docena de atentados, el último el pasado día 9, cuando seis de ellos fueron arrollados deliberadamente por un vehículo en Levallois-Perret, en la periferia oeste de París. En Francia empieza a haber voces a favor de devolver a los soldados a los cuarteles. Pero... ¿quién se arriesga a retirarlos de las calles y sufrir después un nuevo atentado?





sábado, 19 de agosto de 2017

Las antorchas arden de nuevo

Jason Kessler es un treintañero de Charlottesville (Virginia) obsesionado por la inmigración masiva, la pérdida de influencia de la población blanca en Estados Unidos y el retroceso de los valores tradicionales occidentales. Niega ser un supremacista, pero se les parece mucho... Presunto periodista y agitador confeso, preside una organización bautizada como Unity & Security for America y escribe en un blog llamado Real News, cuyo nombre enlaza sin disimulo con las tesis del presidente Donald Trump según las cuales los medios de comunicación tradicionales son tramposos vehiculadores de falsas noticias, fake news. Jason Kessler es poco más que un francotirador en la turbia galaxia de la ultraderecha norteamericana, pero el sábado 12 de agosto fue el principal organizador de la marcha extremista de Charlottesville que acabó con el atropello de un grupo de contramanifestantes antifascistas a manos de un admirador de Hitler, James Alex Fields Jr., de 20 años, y la muerte de la joven Heather Heyer, de 32.

El objetivo de la marcha, que no se ahorró una concentración con antorchas la víspera –en la mejor tradición nazi–, era protestar por la decisión municipal de retirar el monumento dedicado al general sudista Robert E. Lee. Personaje controvertido –y también admirado– en su época, el líder militar de los confederados en la guerra de secesión (1861-1865) era un antiabolicionista convencido y, aunque dicen que de carácter cruel, defendía también algunos derechos para los negros, como el de la educación gratuita. Tras la guerra trabajó por la reconciliación entre ambos bandos y acabó sus días como prestigioso rector de la Universidad de Lexington que hoy lleva su nombre. Pero Lee ya no es Lee, en toda su complejidad, sino lo que han hecho de él: un  símbolo para los derrotados que hoy se ha convertido, junto a la bandera confederada, en uno de los principales iconos de la extrema derecha en todas sus derivadas: alternative-right (alt-right),  supremacistas blancos, nacionalistas, neonazis, neoconfederados, Ku Kux Klan... Una constelación que a pesar de toda su fragmentación y todas sus diferencias ideológicas se reúne –según subraya un reciente informe del National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism (START) de noviembre del 2016– en torno a unos cuantos principios básicos: la conciencia de la superioridad de la raza blanca, el sentimiento de ser víctimas de un mundo al borde del colapso, su aversión a las minorías –judíos, negros, hispanos– y su reafirmación del papel dominante del macho heterosexual (de ahí su repugnancia hacia los homosexuales y lesbianas, los matrimonios mixtos...)

Más allá de su trágico desenlace, Charlottesville es importante porque ha marcado un punto de inflexión en el mundo de la extrema derecha  al producir por primera vez –así lo subrayaban esta semana Richard Fausset y Alan Feuer en The New York Times– el reagrupamiento, el mismo día y en el mismo lugar, de facciones diferentes y generaciones distintas.

David Motadel, profesor de historia en la London School of Economics, recordaba en un artículo en The Guardian que los movimientos fascistas y de extrema derecha en Estados Unidos tienen una larga tradición –los primeros surgieron en los años veinte y treinta, como en Europa– y sostenía que, si bien siguen siendo grupos minoritarios y periféricos,  “la victoria de Trump les ha dado una nueva confianza”. “Nunca en la historia se habían sentido tan respaldados. Algunos de ellos vieron su elección como su victoria”, sostiene.

¡Y por Dios que no se han visto defraudados! En una intervención penosa, el presidente de EE.UU. –por dos veces y tras una rectificación hipócrita– repartió las culpas de lo sucedido en Charlottesville por igual entre unos y  otros, quitando así importancia a la acción violenta de los supremacistas, para indignación general. Empresarios cercanos y miembros de su propio partido censuraron su reacción, que en cambio fue aplaudida en éxtasis por David Duke, líder  del KKK –esa organización que antaño se dedicaba a linchar a negros–. No se puede decir que Trump no sea coherente consigo mismo.  Su discurso, teñido de nacionalismo y xenofobia, no está tan alejado del de la  extrema derecha.

Pero los  ultras estadounidenses, en contra de lo que la actitud del presidente sugiere, se han convertido en un problema inquietante. Un informe conjunto del FBI y del Departamento de Seguridad Interior alertaba el pasado 10 de mayo que los supremacistas blancos en sentido amplio fueron responsables de 49 homicidios en 26 ataques cometidos entre el 2000 y el 2016, “más que cualquier otro movimiento extremista doméstico”, y que  el número de ataques podía incrementarse este año.

Otro informe, del Combating Terrorism Center de West Point, censaba una media de 300 ataques al año a manos de grupos de ultras, mientras que el analista y experto en terrorismo Peter Bergen, del think tank New America, apuntaba estos días en una entrevista con el canal PBS News Hour que desde los masivos atentados del 11-S del 2001, el terrorismo yihadista ha causado 95 muertos en Estados Unidos, por 68 el de extrema derecha (incluyendo la víctima de Charlottesville). Las cifras son dispares pero no por ello menos preocupantes.


Envalentonados y combativos, los ultras norteamericanos amenazan ahora con extender y aumentar sus acciones. Sólo este fin de semana hay convocadas nueve concentraciones en todo el país. Tras los sucesos de Charlottesville, el inefable Jason Kessler volvió al ataque y tuiteó: “Nadie dijo que luchar por nuestro pueblo sería fácil. Hemos entrado en una nueva fase y sólo los más fuertes de entre nosotros podrán llevar la antorcha”.

viernes, 18 de agosto de 2017

El desafío interior

¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento el atropello se convirtió en un arma de guerra? Si se piensa en Europa –porque en Israel los palestinos ya lo habían practicado– lo que espontáneamente viene a la mente es el atentado de Niza del 14 de julio del año pasado. La noche de ese día, el tunecino Mohamed Lahouaiez-Bouhlel se montó en un camión y arrolló a la multitud que se congregaba en el Paseo de los Ingleses a la espera de ver los fuegos artificiales con motivo de la fiesta nacional, matando a 86 personas e hiriendo a más de 300. El impacto, como era de esperar, fue enorme.
Pero si el de Niza fue –ha sido hasta ahora– el atentado por atropello más grave que ha habido, no fue el primero.  Hace dos años y medio, el 21 de diciembre del 2014 otro hombre de origen magrebí y al grito de “Alahu Akbar” (Alá es el más grande) se lanzó con un coche contra los peatones de una calle comercial de Dijon (Borgoña) hiriendo a 13 personas. No hubo ninguna víctima mortal, a diferencia de lo que sucedió al día siguiente en Nantes (Bretaña), donde otro individuo –desequilibrado y alcohólico– atacó a la gente congregada en el tradicional mercadillo de Navidad, matando a una persona e hiriendo a otra decena.

La concatenación de ambos sucesos hubiera sido suficiente para desatar la alarma entre la población pero rápidamente las autoridades descartaron cualquier móvil terrorista en ambos casos. ¿Interesadamente? El autor del atropello de Dijon fue declarado culpable por la justicia, que atribuyó su acción a los graves problemas psiquiátricos que padecía desde hacía años, para indignación de las víctimas, y lo internó en un centro especializado. Pero que estuviera perturbado en sus facultades mentales no oculta que su acción fue deliberada y estuvo teñida de un vago fanatismo religioso. ¿No están perturbados también de algún modo todos los demás autores de semejantes salvajadas, islamistas o no?

Tras Dijon y Niza vinieron –como es sabido– el mercadillo navideño de Breitscheidplatz en Berlín (diciembre del 2016), con 12 muertos;  el puente de Westminster en Londres (en marzo pasado), con cinco víctimas mortales; una calle comercial de Estocolmo (en abril), con cuatro fallecidos, y otra vez la capital británica, en este caso en el puente de Londres (en junio), con un balance de 11 muertos. Es manifiestamente obvio que se trata de una estrategia deliberada y así lo confirman las publicaciones oficiales del Estado Islámico, que cuanto más acorralado se siente en Siria e Irak, más peligrosamente amenaza con revolverse con atentados terroristas en Europa y Estados Unidos. Alquilar un vehículo y lanzarse contra la multitud no necesita grandes preparativos ni una calculada organización –como sí precisaron los atentados múltiples perpetrados en París en noviembre del 2015, en la sala Bataclan y otros lugares–, es muy fácil de llevar a cabo y muchísimo más difícil de detectar por las  fuerzas policiales antiterroristas. Sólo hace falta un individuo enajenado dispuesto a matar.

Pero los atropellamientos, quizá más que otro tipo de atentados –más refinados o selectivos–, tienen un valor añadido para sus instigadores: difunden el miedo y la desconfianza como una epidemia. Y eso es justamente, y ninguna otra cosa, lo que pretenden las mentes criminales del Estado Islámico y toda la constelación de organizaciones yihadistas. Incapaces de desequilibrar a las democracias occidentales por la fuerza de las armas, lo que buscan deliberadamente es sembrar la división, difundir la sospecha y la discordia, crear una fractura insalvable entre la población musulmana –muy importante en sociedades como la francesa, la británica o la alemana, y cada vez más en la española, particularmente en la catalana– y el resto, y alentar una confrontación civil.

Podría parecer una pretensión  ilusoria pero, en el fondo, no hay nada más fácil que atizar los instintos tribales de las personas. Y la religión –o la patria– son factores elementales de división: a este lado de la línea nosotros, al otro vosotros. Los terroristas tienen en general un perfil muy parecido: son personas descarriadas, en algunos casos marginales o vinculadas a la delincuencia común, gente sin futuro convencida de que no tiene nada que perder –ni que ganar– y que encuentra en el islamismo un sentido a su desnortada vida. Pero eso no lo explica todo. Porque, por equivocados y manipulados que estén, encuentran su justificación y su bandera en una religión que tiene vocación hegemónica y excluyente. Y eso le confiere un rasgo particularmente amenazador. La mayor parte de los autores de los atentados son además nacidos en Europa, lo que afianza la idea en las opiniones públicas de la existencia de un enemigo interior.

Que la estrategia de los yihadistas ha empezado a dar fruto lo demuestra el eco creciente que tienen en Europa y EE.UU. las ideas xenófobas e islamófobas –asumidas parcialmente incluso por los propios partidos institucionales– y el incremento del respaldo electoral de las fuerzas políticas populistas y de ultraderecha. El penúltimo tuit emitido anoche por Donald Trump –en él siempre es el penúltimo– sugiriendo que la manera de acabar con el terrorismo islamista es disparar a los yihadistas con balas embadurnadas con sangre de cerdo seguro que hizo las delicias del estado mayor del Estado Islámico.

sábado, 12 de agosto de 2017

“Allez, l’anglais! Bon voyage!”

Un soldado asustado, casi un niño,  corre desesperado por las calles desiertas de Dunkerque huyendo de las balas alemanas hasta refugiarse en una barricada guardada por soldados franceses. Se llama Tommy y es un jovencísimo militar británico que sólo busca salvar el pellejo. Uno de los franceses, la mirada oscura, se gira hacia él y le indica que corra hacia la playa para ser evacuado: “Allez l’anglais! Bon voyage!”, ¡Vete, inglés! ¡Buen viaje!, le dice con sorna.  En los primeros minutos de la película Dunkerque, el gran éxito del verano del realizador inglés Christopher Nolan, se intuye vagamente que la masiva evacuación entre el 25 de mayo y el 4 de junio de 1940 del ejército expedicionario británico, rodeado por las tropas del Tercer Reich junto a varias divisiones francesas y belgas frente a las costas del Canal de la Mancha,  será posible porque 40.000 soldados franceses protegerán la retaguardia y se quedarán en tierra. Es apenas una fugaz pincelada –en un filme a mayor gloria del espíritu de lucha y unidad del pueblo británico– que no ha sentado muy bien en Francia. Por avara.

En una tribuna publicada en Le Monde, el teniente coronel Jérôme de Lespinois, historiador militar, se quejaba de que Nolan “ignora voluntariamente el sacrificio de los soldados franceses” y se dedica básicamente a aportar “una piedra en la construcción del sentimiento nacional británico”. Misma percepción en el mismo diario del crítico cinematográfico Jacques Mandelbaum, para quien el punto de vista del director británico es “una punzante descortesía, una lamentable indiferencia”. Y de su colega de Le Figaro Geoffroy Caillet, que censura el poco rigor histórico: “El foco elegido por Nolan es tan estrecho que no permite comprender el episodio histórico más que lo que nos hubiera informado sobre la batalla de Waterloo una cámara GoPro a bordo del caballo de Napoleón”.

Los franceses no son los únicos quejosos. En la India algunas voces se han levantado también para criticar que la película ignore olímpicamente la “significativa contribución” –en palabras de The Times of India– de los soldados indios, por más que sólo hubiera 2.500 desplegados.

La polémica es recurrente y se ha reproducido en muchos otros filmes. ¿Debe juzgarse una película por su rigor histórico –por no hablar de su corrección política– o únicamente por su valor artístico? Es evidente que Dunquerke no aspira en absoluto a lo primero. Expone de forma magistral –con la inestimable aportación del protagonista, el actor británico Fionn Whitehead– el sufrimiento de los soldados, su pánico, su lucha desesperada y brutal por la supervivencia. Lo que importa a Nolan son exclusivamente los militares británicos y su peripecia humana. Los franceses –soldados y civiles– son una sombra. Como los indios. Como los alemanes. Como las mujeres... En realidad poco importa. No es ese el mayor problema. Hubiera sido probablemente una obra redonda si no hubiera caído también, sobre todo al final, en un patrioterismo británico más bien barato, propio de estos tiempos del Brexit.

Pero si la polémica ha cuajado en Francia es porque entre los dos países ha quedado un recuerdo amargo de aquel episodio. La evacuación de Dunkerque fue una proeza y un milagro, que permitió salvar –las cifras varían entre los historiadores– a entre 320.000 y 338.000 soldados aliados –la mayoría británicos, pero también franceses y belgas– de ser capturados por los alemanes, cuando el Almirantazgo británico sólo aspiraba a recuperar a 50.000. Un hito fundamental de la guerra, puesto que  evitó que Inglaterra quedara desarmada frente a Hitler y, al igual que Francia, obligada a capitular. Muchos factores contribuyeron al éxito de lo que se convino en llamar Operación Dynamo: la forzada generosidad de los soldados franceses, desde luego, pero también la masiva movilización de buques británicos –hasta 800 barcos de pesca y de recreo se sumaron a la Royal Navy para el rescate–, la calma del mar esos días y el frenazo, durante 48 horas, del avance de las divisiones blindadas de los Panzer alemanes, que los ataques aéreos de la Luftwaffe no lograron compensar.

Lo cierto es que las relaciones entre Londres y París, a nivel político y militar, experimentaron en esos dramáticos momentos fuertes tensiones. Los británicos desconfiaban de forma creciente de sus aliados, a quienes veían cada vez más próximos a arrojar la toalla, mientras que los franceses observaban cómo sus socios se disponían a dejarlos aparentemente en la estacada. No era así, pero la decisión británica de ordenar la evacuación sin avisar provocó muchos resquemores y dio alas después al régimen de Pétain para cultivar cierta anglofobia.

También hubo tensión en las playas, cuando soldados franceses que pretendían subir a los barcos fueron –a veces violentamente– rechazados por los ingleses. Hay quien ha querido negarlo, pero episodios de este tipo, que la película recoge, han sido documentados por historiadores de ambos lados, como el británico Antony Beevor.

La película puede tener inevitablemente una lectura actual, a la luz de la brecha –y el tiempo dirá si no es un abismo– que se ha abierto entre el Reino Unido y Europa con el Brexit. En cierto modo, ese reflejo aislacionista, ese repliegue nacionalista tintado de xenofobia que atraviesa hoy el Reino Unido, ese orgulloso e imperial nosotros solos frente al mundo, impregna también el espíritu del filme. Los soldados británicos agolpándose en las dunas de Dunkerque para abandonar el continente bien podría ser una alegoría de su partida hoy de la Unión. Allez les anglais! Bon voyage!...

Sólo que en aquel momento los ingleses  se fueron para regresar. Pero Theresa May no es Winston Churchill...