martes, 20 de octubre de 2020

Una ‘sirvienta’ en el Supremo


@Lluis_Uria

Perdido en un pequeño pueblo en las montañas de Auvernia, en el corazón de Francia, se levanta un viejo caserón de piedra edificado en la primera mitad del siglo XVII. En su jardín, rodeado de un grueso muro, se alza una haya plantada por un ancestro de los propietarios en 1793, año en que los revolucionarios dieron el paso dramático y decisivo de ejecutar al rey Luis XVI en la guillotina. El lugar, convertido en ocasional casa de huéspedes, transpira los ideales de la libertad y la razón.

Cada día, al atardecer, el matrimonio anfitrión invita a los huéspedes a tomar un aperitivo en el jardín y a cenar todos juntos en la gran mesa familiar, mientras se charla y discute sobre todo lo imaginable. Uno tarda muy poco en apreciar la inteligencia y cultura de sus interlocutores, y un poco más en enterarse –gracias a la confidencia de un cliente fijo– de que el marido es en realidad un alto cargo del Consejo de Europa (además de hostelero a tiempo parcial durante el verano)

Estamos en 2018 y la conversación acaba dirigiéndose inevitablemente al conflicto catalán –que todos los presentes siguen con interés– y al papel protagonista que la incuria política ha acabado dejando a la justicia. En ese momento, la vista del 1-O ni siquiera ha empezado en el Tribunal Supremo y uno se atreve a especular sobre la interpretación que los jueces pueden hacer sobre los delitos de rebelión y sedición... Como un resorte interviene entonces la hija mayor del matrimonio, magistrada, amable pero tajante:

–Los jueces no interpretan la ley, la aplican.

No es una opinión, es una sentencia.

Sin embargo, interpretar la ley y evaluar su ajuste a los hechos juzgados es lo que hace habitualmente la justicia. Con enorme disparidad de opiniones, por otra parte, como se puede constatar en los votos disonantes de los jueces en el seno de los tribunales y entre las diferentes instancias. Si la interpretación –y aplicación– de la ley fuera unívoca, si la subjetividad e incluso ideología de los jueces no tuviera ningún peso, no tendrían tampoco ningún sentido las batallas políticas para la renovación del Consejo del Poder Judicial en España y del Tribunal Supremo en Estados Unidos.

Esta semana el Senado norteamericano ha examinado a la juez Amy Coney Barrett, candidata del presidente Donald Trump para cubrir la vacante dejada en el Supremo  por la muerte de la carismática Ruth Bader Ginsburg el pasado 18 de septiembre. Una católica conservadora para sustituir a una feminista liberal. El sistema estadounidense es muy particular: en la medida en que los nueve miembros del Tribunal Supremo son cargos vitalicios, cualquier relevo –sobre todo si se incorporan jueces jóvenes, como Barrett, que tiene 48 años– puede alterar el equilibrio ideológico del tribunal durante décadas. La probable confirmación de Barrett lo decantaría del lado conservador desproporcionadamente por 6 a 3. De ahí la batalla política.

Hay que decir que los republicanos, temerosos de perder la Casa Blanca y el Senado en las elecciones del próximo 3 de noviembre –como vaticinan las encuestas–, han acelerado el trámite de la nominación de Barrett, en un obsceno ejercicio de doble moral: en el 2016 la mayoría republicana en el Senado bloqueó la nominación de un candidato de Barack Obama al Supremo alegando que faltaban nueve meses para las elecciones y era impropio avanzarse a las urnas. Ahora, con un plazo de seis semanas, los mismos protagonistas –en particular el líder de la mayoría conservadora, Mitch McConnell–, defienden lo contrario sin sonrojarse. (Lo que confirma que el obstruccionismo institucional cuando se trata de garantizarse tribunales afines es una práctica que no distingue fronteras)

En su examen ante el Senado, la juez Barrett ha asegurado esta semana que no llega al tribunal con apriorismos sobre ningún asunto –los demócratas le han inquirido principalmente sobre el aborto y la reforma sanitaria, el Obamacare–, que no ha adquirido ningún compromiso con nadie y que su fe católica y sus ideas políticas no influirán para nada en sus decisiones. Sea...

Pero tampoco es un lienzo en blanco (nadie lo es). Barrett parte ya de unas doctrinas jurídicas que determinan el modo de abordar los asuntos. La juez, que actualmente ejerce en el Tribunal de Apelación del 7º circuito en Chicago, pertenece a las corrientes textualista y originalista, que defienden una lectura textual de la Constitución de acuerdo con lo que se supone que era la intención de quienes la redactaron en aquel momento (siglo XVIII). Frente a esta, hay otra corriente que defiende que el texto debe interpretarse desde las condiciones de hoy en día. ¿Los jueces sólo aplican la ley? Es evidente que no.

Y, no nos engañemos, de la misma manera que la ideología de Ginsburg contribuyó a orientar los pronunciamientos del Supremo en favor de los derechos de las mujeres, la de su sucesora puede impulsar un sesgo contrario. Casada con un abogado y exfiscal del distrito en Indiana, y madre de siete hijos –uno de ellos con síndrome de Down y otros dos, adoptados en Haití–,  Barrett ha demostrado ser una jurista de prestigio, una mujer más que capaz con una carrera profesional propia.

Pero tiene la visión de la vida que tiene: la candidata de Trump mantiene vínculos con una organización cristiana llamada People of Praise, que junto al objetivo de crear una comunidad de base que comparte su fe y se ayuda mutuamente, predica una idea de la mujer supeditada al hombre. “La mujer está llamada a someterse a su marido, no como esclava sino como compañera”, escribió uno de sus fundadores, Kevin Ranaghan. La juez Barrett, según el Washington Post, figuraba en esta comunidad como una de las “mujeres líderes”, apelación que fue adoptada apresuradamente en el 2017  para evitar toda connotación negativa con la serie de televisión El cuento de la criada. Antes, eran conocidas justamente como handmaids. Esto es, sirvientas.

 

lunes, 5 de octubre de 2020

La sombra de Solimán el Magnífico

 


@Lluis_Uria

 Señor de los señores de este mundo, Rey de reyes, Emperador de Oriente y Occidente, Príncipe y señor de la más feliz constelación, Sultán de los otomanos, Diputado de Alá en la Tierra, Poseedor de los cuellos de los hombres, Refugio de todas las personas en todo el mundo... Los títulos otorgados a Solimán el Magnífico –en Oriente, El Legislador–, el mítico sultán que condujo a su apogeo el imperio otomano en el siglo XVI, llegan a aturdir. Y dan una idea de la grandeza que le reconocieron sus contemporáneos europeos, seducidos por la magnificencia de la Sublime Puerta. Hace justo 500 años –el aniversario se cumplió el pasado miércoles–, Solimán cruzó el Bósforo  en una embarcación dorada con 36 remeros para ser proclamado sultán. A su muerte, 46 años después de su ascensión al trono, el imperio se extendía desde Oriente Medio y el norte de África –Siria, Líbano, Israel, Palestina, Irak, parte de Arabia, Egipto, Libia, Túnez y Argelia– hasta Europa –Bulgaria, Grecia, Hungría, Rumanía y los Balcanes–, habiendo llegado a las mismas puertas de Viena, que se le resistió por dos veces.

(Obsérvese que el otomano, el mayor y más contemporáneo imperio islámico, nunca ha sido reivindicado por los modernos yihadistas. El saudí Ossama Bin Laden, fundador de Al Qaeda, y el iraquí Abu Bakr al Bagdadi, del Estado Islámico, siempre expresaron su voluntad de reconquistar Al Ándalus, lo que tiene más que ver con el imperialismo árabe que con el proselitismo religioso)

Todas las posesiones de Solimán el Magnífico se perdieron tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial, que supuso el fin de los grandes imperios continentales y redujo el territorio de Turquía a poco más que la península de Anatolia. Las nuevas fronteras quedaron definitivamente dibujadas en el tratado de Lausana de 1923, un documento que casi un siglo después  el régimen islamo-nacionalista del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, percibe como un corsé que hay que hacer saltar.

El creciente intervencionismo militar de Ankara en los conflictos de la región –Siria, Irak, Libia, al que podría añadirse ahora Nagorno-Karabaj– y la tensión que desde este verano se ha instalado en  el Mediterráneo Oriental a causa de la presión turca en la disputa por la soberanía de las aguas territoriales –y de los yacimientos de gas que se encuentran a gran profundidad– podrían evocar de algún modo los tiempos del expansionismo otomano de Solimán el Magnífico y sus antecesores. Nadie piensa, obviamente, que Erdogan sueñe con reconstituir el viejo y glorioso imperio. Pero sin duda se trata de algo más que de un modo de consolidar su poder interno agitando el nacionalismo turco (aunque también lo sea). Turquía busca sobre todo reafirmarse como potencia regional, en lo que constituye una apuesta geoestratégica de primer orden. Y, desde luego, no quiere quedarse fuera en el reparto del pastel gasístico en unas aguas de las que se considera injustamente despojada.

El tratado de Lausana de 1923 dejó a Turquía sin la posesión de las islas del Dodecaneso –situadas frente a sus costas y actualmente en manos de Grecia– y de la isla de Chipre, lo que desde entonces ha sido un constante objeto de fricción. La aparición en los últimos años de nuevos yacimientos de gas natural en la zona –Israel (2010), Chipre (2011), Egipto (2015)– no ha hecho sino profundizar el sentimiento de agravio de Turquía, donde se ha revitalizado el concepto de la patria azul, que no significa otra cosa que la voluntad de expandir sus amputados derechos marítimos.

Para Ankara, el acuerdo de creación del Foro del Gas del Mediterráneo Oriental –con la participación de Egipto, Jordania, Palestina, Israel, Chipre, Grecia e Italia, a quienes se ha querido añadir después Francia,  así como la UE y Estados Unidos en tanto que observadores– en enero del 2019, marginando a Turquía, fue casi como una declaración de guerra. Los integrantes del Foro se proponen explotar de forma concertada los recursos energéticos de la zona, donde ya están actuando grandes compañías occidentales (la italiana ENI, la francesa Total y la americana ExxonMobil), y utilizar a Egipto como vía de exportación del gas.

Esto precipitó la escalada. Erdogan respondió en noviembre con un acuerdo de reparto de aguas territoriales con la lejana Libia a cambio del apoyo militar turco –que ha resultado decisivo– al gobierno de Trípoli, ignorando olímpicamente la existencia de las islas griegas –entre ellas, Creta–. Era una forma, jurídicamente más que discutible, de meterse a la fuerza en el terreno de juego. A la vista de esta maniobra, Grecia hizo lo mismo y el pasado 6 de agosto firmó un acuerdo de demarcación marítima parecido con Egipto. Sólo cuatro días después, Ankara envió a las cercanías de la isla griega de Kastelorizo un barco de prospección –el Oruç-Reis– con escolta militar que desató la tensión: Grecia puso a sus fuerzas armadas en estado de alerta y Francia envió a la zona buques de guerra, mientras la UE amenazaba con sanciones. Desde entonces, Ankara se dice dispuesta al diálogo, pero las espadas siguen en alto.

La diplomacia militarizada de Turquía y sus prácticas coercitivas –disruptivas, las llaman también– han suscitado inquietud, cuando no irritación, en Europa y en Oriente Medio. Turquía no es tan potente como para imponerse por la fuerza. Pero como subrayaba recientemente en un artículo del think tank German Marshall Fund el politólogo turco Saban Kardas, ha demostrado suficiente capacidad para cambiar el curso de los acontecimientos “aunque sea a base de  bloquear los movimientos de sus adversarios o alterar sus cálculos”. El mensaje de Erdogan es evidente: si no se cuenta con Turquía, todo será mucho más difícil para todos. El problema es que, en esta zona del mundo, la diplomacia guerrera tiene un enorme riesgo.