domingo, 18 de abril de 2021

Al pie del muro


@Lluis_Uria

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que podía atravesarse Europa y grandes zonas del mundo sin pasaporte.  Nadie pedía papeles ni identificación alguna en las fronteras, que podían franquearse con relativa libertad. Así fue durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, hasta que la Primera Guerra Mundial empujó a los países a atrincherarse en los límites de su territorio. Europa recuperó aquella libertad –de puertas adentro– con la UE (por más que el espíritu y la letra del espacio Schengen de libre circulación estén regularmente sometidos a un fuerte estrés) Pero en el conjunto del mundo las fronteras siguen en pie y los muros y alambradas son hoy más numerosos que nunca.

Mucho se llegó a criticar a Donald Trump por su emperramiento en cerrar con un muro la frontera entre Estados Unidos y México –una obra, parada ahora por Joe Biden, que inició en 1994 el demócrata Bill Clinton–, pero obstáculos parecidos se encuentran también en las fronteras exteriores de Europa: en España con Marruecos (Ceuta y Melilla), en Hungría con Serbia, en Bulgaria y Grecia con Turquía, y hasta en Francia con el Reino Unido, donde un muro de cuatro metros de alto trata de impedir en Calais que los migrantes se cuelen en los ferris que cruzan el canal de la Mancha.

Desde la caída en 1989 del muro de Berlín –una construcción levantada por el régimen comunista de Alemania del Este no tanto para impedir entrar como salir–, Europa ha construido unos 1.000 kilómetros de muros en sus fronteras exteriores, según datos de Robin Niblett, director del think tank británico Chatham House. Una cifra llamativa, si se tiene en cuenta que el famoso muro de México tenía en el 2016, cuando Trump llegó a la Casa Blanca, 1.050 km y que desde entonces sólo se han añadido unas decenas de kilómetros más (la mayor parte de los casi 700 km realizados han sido sustituciones de tramos ya existentes)

Muros y alambradas han proliferado por doquier. Niblett calcula que de los 15 muros que había al final de la guerra fría se ha pasado en la actualidad a unos 70. Una cifra en la que coincide la canadiense Elisabeth Wallet, de la Universidad de Quebec en Montréal, quien en una entrevista con Le Monde añadía que los muros existentes o previstos en el mundo cierran 40.000 kilómetros de fronteras, una longitud equivalente a la circunferencia de la Tierra.

La construcción de defensas no es algo nuevo en la Historia. Las ciudades se fortificaban y lo mismo sucedía también con las fronteras: desde la Gran Muralla china –levantada entre los siglos V a.C. y XVI para protegerse de las invasiones procedentes de Mongolia–  hasta el Muro de Adriano –mandado construir por el emperador romano en el siglo II para contener a las tribus de lo que hoy es Escocia–, los ejemplos se remontan a la Antigüedad. Pero las estructuras de este tipo tenían esencialmente una finalidad militar.

Todavía sigue habiendo barreras defensivas. Y también de otros tipos: hay muros heredados de la guerra fría –entre las dos Coreas–, muros que pretenden reforzar la seguridad y de paso afianzar un territorio –Israel en Cisjordania, Marruecos en el Sahara Occidental–, muros que separan a comunidades enfrentadas –protestantes y católicos en Irlanda del Norte–. Pero hoy la mayoría de los muros lo que pretenden es frenar una inmigración masiva extranjera. Ni que sea para guardar las apariencias.

Los expertos coinciden en  constatar que la eficacia material de los muros es cierta, pero relativa: pueden conseguir rebajar la presión, pero no impedir completamente los flujos migratorios. Pero tienen también una función política: ofrecen protección, o la sensación de tenerla. En una charla en Chatham House, la politóloga Gitika Bhardwaj sostenía que la promesa de Trump sobre el muro era sobre todo “el símbolo de la determinación de su gobierno de proteger a los americanos”. “Era principalmente un ejercicio de teatro político”, añadía.

Protección y soberanía son valores que se cotizan al alza en estos tiempos de globalización.“Se decía que la globalización pondría fin a las fronteras, pero aunque su sentido ha cambiado, siguen siendo centrales”, opina Pascal Boniface, director del Instituto  de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS), para quien “la frontera es una marca de soberanía pero también de protección”. Y los muros son el emblema máximo.

Ni el muro ni la retórica de Trump –dirigida sobre todo al consumo interno– detuvieron el flujo migratorio desde el sur, aunque probablemente lo atenuaron. La llegada de Joe Biden, cuya política migratoria pretende ser más humana pero no esencialmente distinta de la de su antecesor, ha suscitado un efecto llamada y ha incrementado notablemente el alud de inmigrantes en la frontera, en lo que constituye –pandemia de covid aparte– la primera crisis política de importancia del nuevo gobierno norteamericano. Pero Biden está lejos de haber abierto las puertas.

Los miles de inmigrantes clandestinos capturados cotidianamente por la guardia fronteriza son expulsados en su mayoría a México. El único cambio es que ahora EE.UU. se queda con los menores no acompañados, de los que han llegado unos 19.000 en el último mes. La presión es tan alta –más de 172.00 inmigrantes interceptados en unas pocas semanas– que la nueva administración norteamericana ha buscado acuerdos con México, Honduras y Guatemala para que frenen a los migrantes en sus respectivas fronteras, a la vez que aprobaba un paquete extra de ayuda de 4.000 millones de dólares. Un esfuerzo necesario pero insuficiente.

El último informe de  la Organización Internacional para las Migraciones (OIM),   del 2020, constataba que el número de migrantes internacionales no ha cesado de aumentar en las últimas décadas, de los 84 millones de 1970 a casi 272 millones en el 2019 (con EE.UU. como principal país de destino) Y nada indica que esta tendencia vaya a cambiar. Con  muros o sin muros.


lunes, 5 de abril de 2021

El legado del electricista


@Lluis_Uria

Hace unos días, Lech Walesa se despidió. “Como no sé cuándo volveremos a vernos, ni si volveremos a vernos, me gustaría decir que todo lo hice por servir bien a la nación. Hasta la próxima, si el destino me permite seguir en esta Tierra un poco más. Si no, rezad por mí”. Primer presidente de la Polonia democrática (1990-1995) y Premio Nobel de la Paz, ex líder y fundador de Solidarnosc (Solidaridad) –primer sindicato independiente del bloque soviético– e icono de la lucha contra el régimen comunista, el mítico electricista de los Astilleros Lenin de Gdansk se disponía a ingresar en el hospital para una intervención de corazón y colgó un vídeo de adiós en las redes sociales. La despedida se demostró precipitada. La operación acabó bien. Y si la salud se lo permite, a sus 77 años, promete seguir hostigando la deriva autoritaria del actual gobierno nacionalista e iliberal de su país.

Lech Walesa es, como cualquier otro, un hombre contradictorio, con sus zonas de luz y de sombra. Su etapa como presidente, y también como líder sindical,  tienen sus críticos. Pero casi nadie discute el enorme valor de su liderazgo en el movimiento que condujo al derrumbe de la dictadura comunista. La caída del Muro de Berlín en 1989 no se entiende sin la precursora revuelta obrera polaca de 1980 en la antigua Danzig alemana, a orillas del Báltico. Ni sin el apoyo de la Iglesia católica y muy en particular del papa Juan Pablo II, con quien Walesa, un fervoroso creyente, estableció un fuerte vínculo.

En los últimos años, el partido político dominante en Polonia, el nacionalista ultraconservador Ley y Justicia de Jaroslaw Kaczynski –un antiguo aliado de Walesa convertido hoy en su principal enemigo–, se ha empeñado en reescribir la Historia y minimizar el papel del sindicalista en el movimiento de 1980, mientras intenta presentarle como un traidor que habría colaborado con la policía secreta comunista.

Es cierto que Walesa figuraba como informante, bajo el nombre clave de Bolek, en documentos oficiales hallados en casa del desaparecido general Czeslaw Kiszczak, antiguo ministro del Interior del régimen. Walesa habría sido captado –u obligado a firmar como colaborador– en 1970, tras ser detenido junto a otros miembros del comité de huelga durante la revuelta de los astilleros de Gdansk de ese año –en que murieron medio centenar de obreros por la represión policial–, y habría prestado supuestamente sus servicios hasta 1976. Él asegura que nunca llegó a actuar como confidente y que jamás cobró por ello. De hecho en el 2000 fue oficialmente exonerado por el Tribunal de Verificación de Varsovia.

En cualquier caso, lo que sí está probado es que en los años setenta Walesa participó activamente en el movimiento sindical clandestino –lo que le valió varios despidos como represalia– hasta culminar en la gran huelga de agosto de 1980 en la que participaron 17.000 trabajadores y que forzó al régimen a ceder ante reivindicaciones que excedían las meramente laborales: el protocolo firmado con el Gobierno reconocía la libertad de expresión y de sindicación, así como el derecho de huelga. De ahí nacería  Solidarnosc, que en menos de un año captaría a 10 millones de afiliados.

Como es conocido, esa primera y breve apertura acabó abruptamente con la declaración de la ley marcial por el general Wojciech Jaruzelski, a la sazón ministro de Defensa, que asumió el poder, ilegalizó el sindicato y detuvo a sus dirigentes. El golpe de Estado –¿acción desesperada o maniobra para evitar una intervención rusa?– no hizo más que retrasar lo inevitable. La llegada del reformista Mijaíl Gorbachov al poder en la URSS en 1985 impulsó la reapertura del régimen y en 1989 se celebraron unas elecciones semidemocráticas que dieron entrada en el Parlamento a la oposición. Jaruzelski nombró entonces primer ministro, al frente de un gobierno de coalición, a un consejero de Walesa.

El electricista de Gdansk fue elegido presidente de Polonia al año siguiente, en las primeras elecciones democráticas. Pero sólo duró un mandato. Y no fue poco discutido. En diciembre de 1995 concurrió a la reelección y salió trasquilado.

Defraudado y sin otros medios de vida, el 2 de abril de 1996 –el viernes se cumplieron 25 años del evento, según  los recordatorios de efemérides– se reincorporó a su antiguo puesto de trabajo en los astilleros, para pasmo de propios y extraños. (No hay muchos casos así, pero no es el único: en 1989, quien fuera secretario general del PCE, Gerardo Iglesias, regresó a trabajar en la mina de Rioturbio, en Mieres, tras dejar el partido y la política) De todos modos, el nuevo Walesa duró poco como electricista: a las pocas semanas, el Parlamento aprobó una ley que reconocía el derecho de los ex presidentes a una pensión del Estado y lo dejó.

Su último intento de  tratar de recuperar la presidencia, en el 2000, se saldó con un fracaso estrepitoso (1% de los votos) y Walesa decidió abandonar finalmente la política. Desde entonces, sin embargo, ha utilizado su nombre y su prestigio para criticar el autoritarismo y antieuropeísmo del Gobierno nacionalista, a quien la nueva dirección de Solidarnosc parece haberse rendido.

Los astilleros de Gdansk fueron privatizados y, aunque se libraron del cierre –lo que no sucedió con otras viejas industrias europeas–, hoy sólo emplean a 2.000 trabajadores. Pero Gdansk ha seguido fiel a su alma rebelde. Junto a otras ciudades del país, donde la oposición se ha hecho fuerte, encabeza la resistencia a los ultraconservadores. Antes de ser asesinado por un ultra en el 2019, el carismático alcalde Pawel Adamowicz había convertido a la ciudad en referente de una sociedad abierta, tolerante y multicultural, reconocida con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia como símbolo de la lucha por las libertades cívicas. Sus sucesores han mantenido la misma línea. Lech Walesa  ha empezado a apagarse, pero el espíritu de los obreros de Gdansk sigue vivo.